Capítulo 12

A las siete del miércoles por la mañana, poco después de que Sinclair saliera en un coche en dirección a Londres para asistir a la reunión convocada por el comisionado adjunto en Scotland Yard, sonó el teléfono en el bar Green Man, en Stonehill.

En condiciones normales, a esas horas ya tendría que estar levantado el dueño, Henry Glossop, pero tanto él como su mujer tenían dificultades para conciliar el sueño desde que se produjeran los horribles acontecimientos en Croft Manor, por lo que habían ido a ver al doctor Fellows, quien les había recetado pastillas para dormir.

Glossop oyó el teléfono, pero se quedó unos segundos en la cama, esperando que lo cogiera otro. El establecimiento estaba lleno de policías. Las cuatro habitaciones al otro extremo del ala del pasillo en la que dormían él y su mujer estaban ocupadas por detectives. Desde Londres y Tunbridge Wells habían llegado el día anterior bolsos de viaje llenos de ropa limpia que habían sido distribuidos a sus destinatarios.

El teléfono seguía sonando. Sin poder reprimir un suspiro, Glossop se levantó, se puso la bata de franela y las zapatillas, y arrastrando los pies bajó por las escaleras revestidas de linóleo hasta el bar, donde, en medio de la oscuridad de la estancia donde seguían los postigos cerrados y el olor a cerveza, aún sonaba el monótono timbre del teléfono.

La persona al otro lado de la línea, otro policía, llamaba desde Folkestone, en el condado de Kent. Aunque en ningún momento perdió la educación, el agente se mostró muy insistente. Medio minuto después, Glossop se vio subiendo otra vez las escaleras intentando recordar en cuál de las habitaciones se alojaba el detective alto de Londres.

—Sólo espero que esto no sea otra pérdida de tiempo. Eso es lo único que espero.

El sargento detective Booth había engordado. Billy lo notó enseguida, en cuanto lo vieron debajo del toldo en la estación de Folkestone, cuyo andén recorrió a toda prisa para recibirles. Los pantalones, que le estaban grandes la última vez que habían estado con él, ahora le quedaban ceñidos a la cintura. Para ser un hombre fornido, caminaba muy ligero.

—No se preocupe por eso —le tranquilizó Madden.

—¿Y usted cómo está, agente? —le preguntó Booth a Billy, guiñándole un ojo.

—Muy bien. Gracias, sargento.

En realidad, se sentía un poco amodorrado porque se había quedado dormido en el compartimento. Habían tardado tres horas, y varios trasbordos, hasta llegar a Folkestone. Billy tenía mucho sueño atrasado; también el inspector, a juzgar por su mirada retraída y el aspecto marmóreo de su rostro. Pero Billy, quien había estado trabajando codo con codo con Madden durante los últimos dos días, aún no le había visto flaquear, ni siquiera durante un instante.

Booth les acompañó fuera de la estación hasta un coche que estaba aparcado en la calle, un Wolseley de cuatro plazas pintado de azul oscuro.

—El inspector jefe Mulrooney nos ha asignado uno de los vehículos de la comisaría para todo el día, señor. —El sargento dejó a Madden sentarse en el asiento del copiloto—. No es un lujo del que disfrutemos todos los días.

Igual que en Scotland Yard, pensó Billy, mientras se subía al asiento de atrás.

—El trayecto hasta aquel lugar es endiablado.

—¿Cuánto tardaremos? —preguntó Madden.

—Con el coche, no más de media hora.

En el viaje desde la estación, Billy fue mirando por la ventana y vio el mar, plano y calmo bajo el cielo gris. Se fijó en dónde la carretera empezaba a descender por una colina hasta el puerto, la Calle del Recuerdo, y se acordó de lo que le había dicho Madden: que los hombres habían desfilado por ahí a millares, desde el campamento situado en el risco hasta los ferris con destino a Francia.

El inspector volvió a intervenir:

—Necesito ponerme en contacto con el señor Sinclair. Cuando lo he llamado antes estaba de camino a Londres. El comisionado adjunto ha convocado una reunión. ¿Puedo llamarle desde la casa?

—Me temo que no, señor. —Booth giró el volante para adelantar a un camión cargado de cestos de paja apilados unos encima de otros, rebosantes de manzanas. Iban campo a través, por un camino jalonado por setos—. En la casa no tienen teléfono, ni tampoco en el pueblo. Pero Knowlton está a un paso. ¿Quiere que paremos primero allí?

Madden lo sopesó. Luego lo negó con la cabeza.

—No. Mejor vayamos directamente a Rudd's Cross.

Billy sólo estaba al tanto de lo esencial de la historia, lo que le había contado Madden en el tren. Pero al escuchar las preguntas del inspector y las respuestas de Booth, allí inclinado hacia delante desde el asiento trasero, con la barbilla casi apoyada en la hombrera del sargento, pudo hacerse una idea de la cadena de acontecimientos que explicaban su apresurada salida de Stonehill a primera hora de esa mañana.

Todo había empezado el lunes, por una tal Edna Babb, una limpiadora que trabajaba para una anciana llamada señora Troy, que residía en Rudd's Cross, el pueblo al se dirigían en aquellos momentos. Cuando Edna llegó a la casa de la señora Troy, lo primero que notó fue que la vitrina de la plata del salón tenía las puertas abiertas y que faltaban varios objetos de allí. Cuando subió al piso de arriba, encontró a su ama muerta en la cama. No había indicios que indicaran que la señora Troy había tenido una muerte violenta, pero a Edna le impresionó lo bastante la estampa como para acercarse, campo a través, hasta Knowlton, a tres kilómetros de distancia, para dar parte de lo que se había encontrado al policía del pueblo, el agente Packard.

Packard regresó con ella directamente a Rudd's Cross, donde también vino el forense de la policía. Un rápido examen del cuerpo de la señora Troy le hizo sospechar que había fallecido por asfixia y situar la hora de la muerte unas cuarenta y ocho horas antes. Packard había precintado la casa inmediatamente y había regresado a Knowlton, desde donde por teléfono informó a la comisaría central de policía de Folkestone.

—Me asignaron a mí al caso y me presenté allí al poco rato con un detective —completó Booth—. Hicimos las gestiones pertinentes para que, junto con las almohadas de la cama, llevaran el cuerpo a Folkestone a que lo examinara un forense, y también tomamos las huellas dactilares de la vitrina. Yo hablé un rato con Babb, quien vive en Rudd's Cross, y ella me habló de ese hombre, Grail, y me dijo que había estado usando el cobertizo del jardín. Estaba cerrado con cerrojo, pero me di cuenta de que las circunstancias eran lo bastante sospechosas como para registrarlo, así que me hice con un destornillador y descerrajé la puerta. El cobertizo estaba vacío, salvo por ciertos aperos de jardinería.

—¿Cómo es que Grail usaba el cobertizo? —preguntó Madden—. ¿Se lo tenía alquilado a la señora Troy?

—No exactamente, por lo que nos contó Babb. Habían llegado a algún tipo de acuerdo: Grail cuidaba el jardín y de vez en cuando le traía comida.

—Pero ¿le conocía personalmente? Me refiero a Edna Babb.

—Nunca le vio, nos dijo. Siempre venía los fines de semana. Yo no le di más vueltas en aquel momento, pero más tarde, al día siguiente, al hablar con los del pueblo, me di cuenta de que debía de poner muchísimo cuidado para no ser visto.

Booth continuó con la historia. Volvió el lunes por la tarde. En esos momentos la policía todavía no sabía exactamente a qué se enfrentaba, si a un asesinato o a una muerte por causas naturales. Todo dependía del informe del forense, que no recibiría hasta más tarde. Por lo que respectaba a los objetos que se habían echado en falta en la vitrina, tampoco se sabía si los habían robado o si por alguna razón los había quitado de allí la propia señora Troy. Por la noche Booth regresó a Folkestone con la intención de volver a Rudd's Cross al día siguiente para interrogar a los del pueblo.

—En la comisaría vi que se había recibido una llamada esa misma tarde de un bufete de abogados. Había desaparecido uno de sus trabajadores, un tal Biggs. Había ido a Rudd's Cross el sábado para resolver ciertos asuntos que tenía pendientes la señora Troy, que era cliente del bufete. Era el segundo sábado que venía, al parecer. Lo que quería la señora era deshacerse de Grail. Al término de la primera visita, Biggs informó de que había dejado una carta anunciando el desahucio al tipo, y se ofreció para volver a la semana siguiente para garantizar el desalojo.

—¡Qué amabilidad! —observó Madden con sequedad—. ¿Imaginó usted que pudo haber sido Biggs quien se llevara la plata?

—Esa era una explicación posible, señor. En cierto modo, aún sigue siéndolo. Biggs debía encontrarse con un amigo en Folkestone el sábado por la tarde, pero no apareció, y desde entonces nadie le ha visto el pelo. Tampoco ha aparecido la plata. —Booth tocó el claxon para alertar de su presencia a una pareja que circulaba en un tándem. La carretera era cada vez más estrecha—. Con todo, me parece todo un poco rocambolesco. Si Biggs robó la plata, eso significa que debió de asfixiar primero a la señora Troy. Pero no da el tipo. El oficinista de un bufete, sin antecedentes. Me inclino a pensar que tuvo que vérselas con Grail.

Billy, desde el asiento de atrás, se humedeció los labios. Miró a Madden, pero el rostro del inspector no dejó entrever ningún signo de expresividad.

Booth prosiguió con el relato. Al llegar a la comisaría al día siguiente, descubrió que el forense había confirmado el diagnóstico inicial: la señora Troy había fallecido por asfixia. Los restos de saliva encontrados en la almohada lo corroboraban. El caso pasaba entonces a ser una investigación criminológica, y a Booth lo enviaron a Rudd's Cross con un equipo de forenses. Mientras los otros se disponían a examinar la casa, él había ido puerta por puerta tomando declaración a los del pueblo.

—Ahí es cuando comencé a sospechar que había algo raro con ese tal Grail. Nadie le había visto de cerca. Le habían avistado unas cuantas veces por el campo, al venir o irse de aquí, pero, salvo que era un tipo corpulento, nadie sabía decirme exactamente qué aspecto tenía. Eso me hizo pensar. Decidí echar otro vistazo al cobertizo.

Booth hizo una pausa mientras dejaba la carretera asfaltada para adentrarse por un camino rural que discurría entre manzanales, donde los labriegos, pertrechados con el mismo tipo de cestos de paja que aquellos en los que se había fijado antes Billy, se afanaban bajo los árboles cargados de fruta. Una chica con el pelo recogido con una pañoleta roja le saludó, y Billy se llevó la mano a la visera para devolver el saludo, acompañando el gesto de una sonrisa.

—Yo había abierto la puerta lateral el día anterior —prosiguió Booth—, pero había otra puerta en la parte delantera, como esas que hay en los establos y que se abren primero por la parte de arriba y luego por la de abajo, que también estaba cerrada con cerrojo. Me puse a ello y conseguí abrirla. Al principio sólo vi el interior en la penumbra: la ventana estaba tapiada. Hasta que no abrí las dos puertas y se llenó la estancia de luz no me di cuenta de lo limpio que estaba todo.

—¿Limpio? —Madden se quedó mirando al sargento. En esos momentos iban muy despacio, avanzando con cuidado por unas rodadas. Billy vio una casa ante sus ojos, a la derecha.

—Como la patena, señor. —Booth le devolvió la mirada al inspector—. Alguien había barrido y fregado el suelo hasta no dejar ni rastro de polvo. Pero dejar entrar la luz fue determinante —dijo, sonriéndose—. Vi algo. Estaba justo en mitad del suelo. —A medida que se acercaban a la casa, señaló con la cabeza—. Esta es la casa de la señora Troy. Enseguida verá lo que le digo.

Salieron del coche. Booth abrió una puerta que se encontraba en medio de un seto y que daba a un pequeño jardín. Estaba bien atendido, se percató Billy: las flores no tenían ni una mala hierba y los bordes del césped estaban muy bien arreglados. Al oírse el chirrido de las bisagras de la puerta, había acudido un policía desde el otro lado de la casa precintada. Se llevó la mano a la gorra.

—¿Todo tranquilo, agente?

—Sí, jefe.

—Ya hemos terminado con la casa —le informó Booth a Madden—. Pero creí que era mejor dejar aquí a un hombre. Quizá necesitemos examinar más despacio el cobertizo.

El inmueble de madera ocupaba todo un rincón del jardín. La cerradura metálica colgaba de un solo tornillo.

—Pues hagámoslo ahora —ordenó el inspector.

Booth abrió la puerta y entraron todos tras él. Aunque el día se había levantado frío, dentro, bajo el techo de chapa, el aire era cálido y olía a moho. Billy divisó la borrosa silueta de un banco de trabajo al fondo del cobertizo. A su lado, una bielda y una pala estaban apoyadas contra la pared. A continuación, en cuanto el sargento abrió las puertas dobles del fondo, primero la hoja de arriba y luego la de abajo, se iluminó la estancia. Billy se fijó en el suelo. Estaba cubierto de cemento, todo blanco y limpio, como les había anticipado Booth. Pero no vio la marca hasta que no se la señaló el sargento.

—Apenas se nota, señor. Pero aún se ve el cerco.

Billy lo vio entonces. Era como una sombra que destacaba levemente sobre el color claro del suelo. Madden se arrodilló y después apoyó también las manos. Inclinándose, lo escudriñó. Luego acercó la nariz al cemento y lo olfateó.

—Traté de extraer un poco con la punta de un cuchillo —dijo Booth, inclinándose también—. No estoy seguro de si saqué lo suficiente para analizarlo. —Se encogió de hombros—. En cualquier caso, lo mandé a los laboratorios centrales del gobierno ayer por la noche. No sé cuándo recibiremos noticias.

Madden se puso en pie. Miró hacia las puertas, que permanecían abiertas al fondo del cobertizo.

—Esto es demasiado estrecho para que quepa un coche —comentó.

—Eso me pareció a mí. —Booth se limpió la cara con un pañuelo. El aire fresco que entraba desde el exterior portaba una fragancia a manzanas—. Así que, si antes de que lo limpiara eso era una mancha de aceite, me da la impresión de que sólo puede ser de una motocicleta.

Madden respondió con un gruñido. Resultaba difícil saber lo que pensaba.

—Y hay algo más, señor —anunció Booth con otra sonrisa, como si fuera un prestidigitador preparado para presentar su mejor truco—. Hasta que no pensé en la motocicleta no se me ocurrió buscarlo. Tenemos que desandar un trecho del sendero.

Adelantándose, guió a Madden por el camino, hasta más allá de donde estaba aparcado el vehículo. Billy, que los seguía a unos pasos, divisó algo un poco más allá, a un lado del sendero. Cuando se acercaron vio que encima de un pequeño socavón en el terreno habían colocado una señal triangular hecha con unos palos unidos por unas cuerdas. En un trozo de cartón pegado a uno de los palos se leía un mensaje a lápiz: policía; no pasar. No lo había visto cuando pasaron por allí en el coche.

Booth se dirigió al inspector:

—Este sendero lo utilizan los agricultores para llegar a las parcelas y a los campos de frutales. La única casa por la que pasa es la de la señora Troy. No lleva a ningún otro sitio.

Llegaron junto a los palos. La tierra estaba un poco hundida y hacía un dibujo en forma de trenza. Booth se puso en cuclillas, y Madden y Billy hicieron lo propio. El sargento señaló con el dedo.

—Ayer por la tarde saqué un vaciado de esto. Cuando volví a Folkestone lo cotejé con los dibujos de diversos neumáticos que figuran en un catálogo. Es un dibujo en diamante normal, de la marca Dunlop, que esta distribuye a algunos fabricantes de motos, principalmente a Harley y a Triumph. Por este sendero ha circulado una moto en las últimas semanas, después de que comenzaran las lluvias.

Madden aún no decía nada.

—No comprobé el dibujo hasta tarde —prosiguió Booth, sacando un paquete de cigarrillos. Ofreció uno al inspector, quien declinó la invitación haciendo un leve gesto con la cabeza—. El inspector jefe Mulrooney ya se había ido, pero pasé por su casa y estuvimos hablando. Le dije lo que me rondaba por la cabeza. Estuvimos dudando si deberíamos esperar al informe del laboratorio… —Booth hizo una mueca—. No me parecía bien hacerle venir para nada, señor. Teniendo en cuenta lo que tienen entre manos… Pero el inspector jefe creyó que el asunto era demasiado serio como para dejar escapar una oportunidad, especialmente después de lo ocurrido en Stonehill. Así que me mandó llamarle a primera hora de la mañana.

Se hizo el silencio. Booth dio una calada al cigarrillo y miró con expresión expectante al inspector.

—¿Qué opina, señor? —preguntó al fin.

Madden volvió la vista hacia el camino, en dirección al cobertizo. Luego recorrió con la mirada los campos y los huertos colindantes. Finalmente se decidió a hablar:

—Quiero buscar marcas de pisadas. Quizás haya dejado alguna en este sendero. Miren en los charcos.

Los tres hombres se colocaron en línea para cubrir el ancho del sendero y fueron desandando el camino hasta la casa, con los ojos fijos en el suelo. Billy vio unas cuantas marcas de barro en un lateral del sendero, pero ninguna era la huella de un zapato. Ya casi estaba a la altura de la puerta del jardín cuando se dio cuenta de que Madden, que iba en medio, se había parado en mitad del camino. De cuclillas, observaba con detenimiento el suelo. Booth también le había visto.

—¿Ha encontrado algo, señor?

Hablando entre dientes, el inspector dio una respuesta ininteligible. Estaba concentrado en el círculo de barro seco que tenía frente a sí.

—Acérqueme un poco de hierba, por favor, agente.

Booth arrancó un puñado de la cuneta y se lo llevó a Madden. Con los hierbajos, este improvisó un cepillo con el que empezó a limpiar el polvo y la arenilla acumulados sobre el barro seco. Se inclinó para soplar los restos. Billy se puso de cuclillas junto a él. Poco a poco, ante sus ojos empezó a dibujarse el contorno de una pisada: primero la planta, apenas marcada en el suelo blando; luego toda la huella. Madden volvió a soplar para quitar otras partículas de tierra. La traza aún más profunda del tacón apareció con mayor claridad. Billy vio que en el contorno exterior de aquel óvalo faltaba una muesca. A continuación oyó al inspector emitir un leve suspiro.

El joven jamás olvidaría esa escena. Durante el resto de su vida le acompañó la imagen de Madden volviéndose y buscando la mirada absorta del sargento. Y, en años posteriores, cada vez que le llegaba el aroma de los manzanos en época de recolección, volvía a oír las palabras, apenas audibles, del inspector:

—Es él. Es Pike.