Cuando Pike entró en la cocina el martes por la mañana, Ethel Bridgewater ya se encontraba allí. Estaba sentada a la mesa, tomándose una taza de té y leyendo el periódico que, dado que la señora Aylward estaba ausente, no había tenido que subir al piso de arriba ese día. Ethel se había recogido su fina cabellera de una manera distinta bajo la cofia, pero Pike apenas se dio cuenta. Sus pensamientos, desesperados y sanguinarios, vagaban mucho más allá de los confines de la cocina.
Sentía un hambre voraz. No había comido en condiciones desde hacía treinta y seis horas. Tras servirse una taza de té y cortar tres rebanadas de pan de la hogaza que estaba sobre la encimera de la cocina, se sentó frente a la criada, que sostenía el periódico en el aire, tapándose con él la cara.
Cuando Pike levantó la cabeza sintió una sacudida que le recorrió todo el sistema nervioso, como si le hubiera caído encima un rayo.
Vio sus propios ojos mirarle desde la primera página del periódico.
Aturdido, le llevó varios segundos darse cuenta de que lo que veía no era una fotografía, sino un dibujo hecho a mano.
En negrita resaltaba una advertencia: se busca.
A su lado, ocupando toda la columna, había un artículo titulado: «el asesino ataca de nuevo». El subtítulo rezaba: «Red policial desplegada en los condados del sur».
Pike masticó el pan de manera maquinal. Era incapaz de leer lo que ponía en letra pequeña en el artículo. En cualquier caso, bajo la imagen, también en negrita, leyó su propio nombre: Amos Pike.
De nuevo sintió otra sacudida recorrerle el cuerpo. Sin poder creérselo, se quedó mirando fijamente las letras. ¡La policía conocía su nombre!
Pero ¿cómo?
Estaba muerto. En los archivos del ejército figuraba entre los caídos. De eso estaba seguro.
Sin embargo, habían conseguido su nombre. Y sabían qué aspecto tenía.
Pike se llevó la taza a los labios mientras los pensamientos le martilleaban la cabeza. Poco le importaba que el dibujo, ahora que lo miraba detenidamente, en realidad no retratara con exactitud sus rasgos. Cierto, esos ojos eran los que le miraban día tras día en el espejo cuando se afeitaba. Pero tenía la cabeza más cuadrada que la que aparecía en el dibujo, y la boca era también distinta. El dibujante no había captado bien el rictus de la boca: unos labios delgados y siempre apretados que, por otra parte, tenía levemente desfigurados por una herida sufrida durante la guerra. Un trozo de metralla le había alcanzado de lleno en la mejilla y le había sesgado un nervio, de modo que tenía la boca torcida, caída a la altura de la comisura de los labios. Aquello le daba un aspecto retorcido. Pero nada de eso importaba…
Pike se tocó una costra que tenía en el cuello. Sintió que estaba empezando a fallarle el autocontrol. Cada día iba a peor; cada día se le hacía más difícil dominarse. La coraza que se había construido con tanto sufrimiento a lo largo de los años empezaba a resquebrajarse. Y, aunque en esos momentos únicamente se hacía una leve idea de lo que había debajo, ya sólo el presentimiento le asustaba.
Él, que jamás había sentido miedo como el resto de los mortales.
Ethel Bridgewater llegó a la última página del periódico. Luego lo dobló, dejando frente a sí la portada.
Pike bajó los ojos, esos ojos que seguramente estaría mirando la criada en esos momentos.
Pero ¿era posible que no le reconociese?
Sin embargo, luego volvió a levantar la vista y se quedó mirando el periódico que ocultaba el rostro de la criada. Esperaría hasta ver su reacción. Mejor saberlo ahora. En la sien sentía palpitar una vena.
Al cabo de un par de minutos, quizás algo más, la criada dejó el periódico en la mesa para después empujarlo con suavidad, como si se lo estuviera ofreciendo. Pero no le miraba a los ojos. Cierto, siempre lo evitaba.
Ethel se llevó las manos al pelo, y se acarició y alisó unos mechones del recogido. Buscó con la vista el reloj de cocina que estaba colgado en la pared. Luego se levantó, sacudiéndose las migas de sus enaguas blancas, y se marchó de la estancia.
Pike, ya relajado, lanzó un lento suspiro. Había estado dispuesto a matarla.
Después de desayunar, volvió a su habitación en el piso de arriba de las antiguas cuadras y se tumbó sobre la estrecha cama. La señora Aylward no volvería hasta después de comer, por lo que, si quería, tenía la mañana libre. Le dolía la cabeza. Había empezado a sentir esa molestia leve y continua cuando volvía de Ashdown Forest, un dolor a primera vista desencadenado por el agitado frenesí que le había invadido al bajar corriendo por el sendero entre los tejos, fusil en ristre.
De la misma manera que no había encontrado alivio para su excitación, que seguía sintiendo latir con la misma intensidad en las terminaciones nerviosas, tampoco podía hurtarse a las escenas que volvían a pasar, una y otra vez, por su mente, como imágenes que se proyectaran, parpadeantes, sobre una pantalla.
Oía el sonido que emitía su silbato: un solo pitido largo y penetrante.
Sentía las ramas de los tejos rozarle a ambos lados según avanzaba en dirección a la estancia iluminada.
Veía cómo estrellaba la bota en el medio de las puertas cerradas, que se abrían de un golpe hacia dentro dejando tras de sí una lluvia de cristales rotos.
Al irrumpir en la estancia vio la figura de dos personas a su derecha, y hacia allí se dirigió. Una mujer de negro, con uniforme de sirvienta, estaba arrodillada al lado de la chimenea. La mujer se incorporó levemente volviéndose hacia él y dibujó un aro con la boca con intención de gritar, pero él ya tenía lista la bayoneta, que, antes siquiera de que la mujer tuviera tiempo de emitir sonido alguno, salió tan rápida e infaliblemente como entró en aquel pecho uniformado de negro.
Luego se volvió hacia la otra figura, una mujer mayor que al entrar había visto sentada en el sofá, creyendo que la encontraría acobardada y tratando de huir. Sin embargo, permanecía allí sentada toda erguida, sin moverse, como si la amarraran al suelo unas raíces. La sorpresa que se llevó Pike al ver aquella imagen le hizo dudar un instante, y en ese momento recibió un golpe por detrás, un jarrón que se hizo añicos al estamparse contra la cabeza que llevaba tapada. Después, sintió unas manos al cuello, que alguien trataba de introducir los dedos por debajo de la loneta y que, al no conseguirlo, agarró la tela y tiró con furia de ella. Presa de un aturdimiento pasajero, reaccionó dando un miserable codazo hacia atrás, para oír tras él una queja de dolor. Con todo, aquellos dedos seguían aferrándose con fuerza a la capucha de la máscara de gas, que empezó a desgarrarse por la parte de atrás, de suerte que se le movió de su sitio: de repente, Pike no veía nada, pues los agujeros acristalados de los ojos se le habían desplazado hacia un lado y sus propios ojos habían quedado cubiertos por la tela.
Pike dejó caer el fusil y la emprendió salvajemente contra quien tenía a sus espaldas, primero con un codo, luego con el otro, hasta que se soltó de los dedos que lo apretaban. Se quitó la máscara de la cabeza y la arrojó a un lado. Volviéndose, vio de nuevo que su atacante se abalanzaba otra vez contra él. ¡Era una mujer! Sin tener casi tiempo para digerir la sorpresa que le causó aquella cara de finos rasgos y ojos fulgurantes, sintió que las uñas le rasgaban el cuello y venían directos como puñales a los ojos.
Le asestó un puñetazo. La mujer soltó un grito y cayó al suelo de rodillas.
Rápidamente, Pike recuperó el fusil del suelo y le clavó la bayoneta en el pecho. Ella cayó redonda y allí permaneció inmóvil.
Pike se volvió hacia el sofá… y no dio crédito a lo que tenía ante sus ojos.
La otra mujer no había movido ni un dedo. Hacia él elevaba el rostro, lívido por la conmoción. Unos grandes ojos azules le miraban sin rastro de miedo.
Pike también la atravesó con la bayoneta, desviando la cabeza hacia otro lado. No podía soportar mirarla sin la máscara. Cuando la miró de nuevo, la mujer había caído hacia un lado en el sofá, aunque todavía le seguían observando aquellos ojos, ahora vacíos.
Salió corriendo de la estancia.
En el vestíbulo halló una escalera que subía al piso de arriba, que recorrió de punta a punta por el pasillo, abriendo bruscamente las puertas. Lo único que encontraba a su paso eran habitaciones vacías. Furioso y sin poder creerlo, subió un piso más para registrar las habitaciones del servicio, pero con idéntico resultado. Al final no tuvo más remedio que bajar con las manos vacías al piso de abajo.
Desde el rellano situado en medio de la escalera divisó a la mujer que creía haber matado, la que tenía aquellos ojos fulgurantes, arrastrándose por el suelo de piedra con su larga falda negra. Le dio caza cuando estaba cogiendo el teléfono de la mesa. Le estampó la culata del rifle contra la cara y la atravesó con la bayoneta, y luego le volvió a golpear en el rostro y la pisoteó con sus pesadas botas. No había manera de contener su furia. Sin dejar de emitir gruñidos y bramidos se ensañó con aquel cuerpo inerte.
Nunca se había comportado de aquella manera. En ninguno de sus ataques contra civiles. Ni siquiera cuando, durante la guerra, había tomado él solo por asalto un puesto de ametralladoras alemanas y había matado a bayonetazos a todo el retén y a otros tres hombres que había encontrado en el refugio subterráneo.
¡Nunca!
Perdió el control.
Asqueado y medio aturdido por la agitación que seguía palpitándole en la mente, pues, a fin de cuentas, no había conseguido saciar la necesidad punzante que le había hecho irrumpir en la casa, tras recorrer a toda velocidad el resto de las habitaciones del piso de abajo salió corriendo de la mansión y, dando tumbos por el camino de tejos, había ido a parar a la puerta del jardín que desembocaba en la vega.
Tenía prisa por alejarse de allí, no ya sólo para evitar que lo descubrieran, sino también para poner la máxima distancia posible entre él y lo que había hecho. La imagen de la cara destrozada de la mujer, con el ojo fuera de la cuenca, le perseguía como una Furia a través de la noche sin luna.
Hasta que no llegó al refugio no se acordó de la máscara de gas, que había quedado tirada sobre el suelo del salón, pero entonces era demasiado tarde para volver por ella.
Ya lo tenía todo metido en la bolsa, y limpios de huellas dactilares todos los objetos que no iba a llevarse con él.
En menos de veinte minutos arrancaba con una pedalada la moto y comenzaba su largo trayecto de regreso. Llegó a la carretera de Hastings sin incidentes, pero en el cruce tuvo que esperar a que pasara un convoy militar. Al paso de aquel camión cubierto por una cubierta de lona impermeable, salió a la carretera y se instaló a la cola del convoy, casi pegado a las luces traseras del voluminoso vehículo, rumbo al sur a una velocidad constante de treinta kilómetros a la hora.
Antes de llegar a Hastings abandonó el rebufo del convoy. A partir de entonces viajó por caminos y carreteras secundarias hasta llegar a Rudd's Cross poco antes de la medianoche.
Tras detenerse en las afueras del pueblo para apagar la lámpara de carburo que llevaba por foco, se sentó tranquilamente en el sillín durante un rato por si distinguía algún signo de vida en el corrillo de casas. Era tarde. No vio nada.
La vivienda de la señora Troy estaba también a oscuras cuando llegó, a pie y empujando la máquina por el camino hasta las puertas del cobertizo. El dolor de cabeza que le había empezado antes de salir de los bosques de Ashdown le martilleaba las sienes. Pero todavía faltaba mucho para dormir. Y es que la tarea de aquella noche no había hecho más que comenzar.