Capítulo 8

Billy Styles encendió otro cigarrillo. Consultó el reloj. Todavía faltaban veinte minutos. Siguió con la vista la hilera de laureles hasta detener los ojos donde estaba sentado Madden, apoyado contra los arbustos frente a un grupo formado por cinco oficiales uniformados, todos armados, que estaban sentados en el lado opuesto del sendero. Billy estaba con un grupo de cuatro, un sargento y tres agentes, que no tenían armas. Eran los que más cerca estaban del estanque, y Madden les había ordenado que avanzasen sin separarse en ningún momento del agua.

Hasta casi las cuatro Billy no había vuelto a ver al inspector y al escuadrón de policías que había traído consigo. Habían seguido la misma ruta que él: habían dibujando una curva amplia para evitar ser vistos desde la zona de maleza, y luego habían cogido el sendero que llevaba hasta Stone Pond.

Billy se había unido rápidamente a ellos. Informó a Madden sucintamente de las dificultades que habían tenido con las exploradoras y le puso al corriente de que había visto una silueta entre los matorrales.

—¿Le vio usted el arma? —Madden parecía estar siempre con el ceño fruncido.

—No, señor. Sólo algo brillante, como metal.

El inspector se frotó la cicatriz que tenía en la frente.

—Recuerden: si empieza a disparar deben ponerse cuerpo a tierra y esperar órdenes. Eso va para todos los hombres no armados. —Miró a su alrededor—. El resto debe ponerse a cubierto donde pueda y devolver los disparos. Pero estén atentos a mis órdenes. Manténganse alerta.

Billy supo por uno de los dos sargentos que acompañaban a Madden que se había pospuesto una hora el avance hacia la zona de matorrales. Ahora estaba previsto para las cinco. Parte del retraso se debía a la dificultad de que los hombres buscaran posiciones entre la loma boscosa desde la que había estado vigilando Hoskins y el otro extremo del estanque, donde el terreno era llano y sin árboles tras los que ponerse a cubierto. Además, justo cuando Madden había vuelto a donde esperaba Sinclair para guiar al resto de hombres a ese lado del matorral, donde estaba Billy, se habían topado con un grupo de excursionistas (más de dos veintenas, dijo el sargento), y a la policía le había costado reunirlos y sacarlos de la zona. De ahí que el inspector jefe hubiera retrasado el comienzo de la operación de las cuatro a las cinco. No podía ser más tarde porque ya no habría luz.

Madden abandonó el grupo un momento para ir hasta el final de la hilera de laureles, donde se agachó a mirar a través de los arbustos. Cuando volvió dividió al grupo en dos, y les dijo a los hombres que no se utilizarían silbatos para indicar el inicio del avance.

—Espere a ver mi señal. Será exactamente a las cinco. Sincronicemos nuestros relojes.

Madden le hablaba al sargento a cargo del escuadrón, que no iba armado, pero Billy comprobó su reloj de pulsera y lo ajustó con el del inspector. Le pasó por la mente que quizá estuviera a punto de ver satisfecho su deseo de ser testigo de algo de acción, de liberarse de ese resentimiento que siempre había sentido por perderse la guerra. Le complacía descubrir que no sentía miedo, sólo una ligera sensación de vacío en el estómago.

Los dos grupos se separaron.

Billy se sentó en el suelo con su grupo a la sombra de los laureles. Eran todos de Tunbridge Wells. Uno de los agentes más jóvenes, un hombre de tez parecida a la de Billy, pelirrojo y con pecas, decía que no entendía a qué venía tanto jaleo.

—Dos docenas de agentes para coger a un tío. Algo desproporcionado, me parece a mí.

El sargento estaba ocupado en rellenar su pipa. Cuando la hubo encendido respondió:

—Un tío y un fusil —repuso—. Por eso tanto jaleo. Si le da por empezar a disparar, entonces usted y yo, agente Fairweather, caeremos como conejos.

Billy encendió otro cigarrillo. Se enfadó al ver que le temblaba la mano al sostener la cerilla.

Billy miraba la esfera de su reloj de pulsera. El minutero estaba casi en vertical. Observó cómo el segundero empezaba la última vuelta y luego levantó los ojos y miró la larga hilera de laureles. Vio a Madden levantarse.

El inspector miró por un hueco que quedaba entre los arbustos. Después se quitó el sombrero y rápidamente dibujó con él un amplio arco por encima de la cabeza. La línea de agentes de uniforme azul se levantó con la señal. Billy se puso de pie y oyó cómo los demás hacían lo mismo a su alrededor.

Los dos grupos de policías salieron desde el sendero jalonado por laureles y avanzaron hacia la zona de matorral, que, a la luz del crepúsculo, había quedado convertida en una masa cada vez más oscura de vegetación. Billy vio delante de él una explanada despejada, salpicada con pequeños arbustos y hondonadas. Oyó que el sargento les ordenaba a los hombres en un tono sereno que se desplegasen más a la derecha para cerrar el hueco hasta el borde del estanque.

Mientras seguían avanzando se percató, con algo de sorpresa, de que a su derecha el policía que tenía más próximo del grupo de Madden iba apuntando con el revólver al frente. Y se dio cuenta de que el inspector, que iba unos pasos por delante de la línea de uniformes azules, no iba armado.

A Billy le impresionó la claridad con la que lo veía todo. En parte era por la límpida luz de la tarde, que realzaba el perfil de los objetos, pero sentía también que se le habían agudizado extraordinariamente los sentidos. Parecía distinguir las briznas de hierba, cada una diferente de las otras, bajo sus pies. Cuando les sobrevoló una bandada de palomas torcaces, distinguió las plumas blancas y grises de las aves en rápido aleteo y oyó el batir de sus alas. El cielo tenía ahora un brillo metálico. El aire era limpio y frío…

¡Tra!

El ruido del disparo le hizo parar en seco. En ese mismo momento vio al sargento, a su derecha, alzar los brazos con un grito y caer al suelo.

¡Tra! ¡Tra! ¡Tra!

Billy se echó rápidamente al suelo, con la vaga conciencia de haber registrado otro ruido. El sonido le había llegado y se había ido sin producir eco, raudo como un pensamiento, rasgando el aire como un trozo de tela.

¡Fi! ¡Fi! ¡Fi!

Medio aturdido, oyó la voz de Madden dando órdenes. A continuación se oyeron más disparos, pero de distinto calibre y más cerca de él, y se dio cuenta de que los hombres armados estaban contestando. Sin despegar casi la mejilla del suelo, giró la cabeza y vio al sargento tumbado de costado a una docena de pasos. Tenía la cara blanca como la de un cadáver, contraída por el dolor. Billy empezó a arrastrarse hacia él. A medida que se acercaba vio que el herido se agarraba la pierna izquierda y forcejeaba con el pantalón. Tenía la espinilla al aire bañada en sangre.

—Sargento, ¿está usted bien?

La voz procedía de más allá de donde estaba el hombre tendido en el suelo, y Billy distinguió en ese momento el casco de Fairweather, que se aproximaba sin despegarse del suelo. Llegaron al sargento los dos a la vez.

—… bastardo me ha disparado… la pierna…

Las pupilas del sargento estaban dilatadas por el shock.

El fusil volvió a sonar, aunque desde más lejos, y esta vez Billy no oyó ningún chiflido acompañándolo. Avanzó rodando sobre sí mismo. Madden se había incorporado sobre una rodilla. Estaba escudriñando la zona de matorral que estaba a unos cien metros. Hizo una señal a los hombres para que dejasen de disparar. Entonces se oyeron otros disparos de revólver procedentes del lado más alejado de la maleza. Madden se levantó de repente y Billy captó el tenue sonido de su voz llamando a los hombres de su alrededor.

—¡Vamos!

El inspector empezó a correr hacia la isleta de matorral seguido de una fila de policías uniformados de azul. Billy lanzó una mirada a donde estaba el sargento. Fairweather estaba inclinado sobre él, aflojándole los pantalones, intentando quitárselos. Sus ojos se encontraron con los de Billy.

—Siga si quiere. Yo me encargo de él.

Billy se levantó y corrió tras la fila de hombres que iba alejándose. Los disparos habían cesado, pero se oía el chiflido desgarrador de un silbato de policía. Mientras avanzaba por el accidentado terreno a trompicones, tropezándose con algún que otro hoyo, vio a Madden desaparecer al adentrarse en la zona de matorral. Le llegaron unos gritos: una voz que bramaba órdenes.

Billy se zambulló también en la zona de maleza, pisándole los talones a un agente muy corpulento que se había quedado rezagado. Oía los gritos aún más cerca. Después sonó un único disparo de fusil seguido de un murmullo de voces. El bramido de Madden destacaba por encima del resto.

—¡Agárrenlo! ¡Échenlo al suelo! ¡Las esposas!

Billy se abrió camino con dificultad a través de los arbustos; se dirigió hacia donde se oía el barullo y se encontró con una barrera de uniformes azules. Vio a Madden y al inspector Drummond agachados junto a un hombre que estaba tumbado boca abajo en un claro entre la maleza. Tenía las manos esposadas a la espalda. A su lado, en el suelo, descansaba un fusil.

Madden se levantó y en ese momento apareció Sinclair, sin sombrero, avanzando entre los arbustos. Respiraba con dificultad. Sus ojos se encontraron. Madden movió la cabeza. A voz en grito exclamó:

—No es él, señor. No es Pike.

—¡Aquí, señor!

El grito procedía de la derecha de Billy. En medio del enmarañado sotobosque apareció de pronto un agente que llevaba el casco ladeado y que, con señas, reclamó urgentemente a Drummond, quien se levantó y le siguió adentrándose en la maleza. Un momento después oyeron la exclamación ahogada del inspector.

—¡Por los clavos de Cristo!

Con sus largas piernas, Madden cruzó el claro antes que el inspector jefe. Billy se apresuró tras ellos. Se aproximaron a Drummond, quien, con las manos en jarras, observaba el interior de un profundo agujero. Dentro, el agente trataba de mantener el equilibrio de pie sobre un montón de cajas de madera que en los extremos tenían unas asas de cuerda. Estaba intentando arrancarle la tapa a una de ellas, pero estaba clavada.

—Eso son fusiles —dictaminó Madden—. Lee-Enfields. Robados de un almacén militar, diría yo.

—¡Quién lo iba a decir! —Drummond movió la cabeza indignado. Miró al inspector jefe—: ¿Qué le parece, señor? Así, a bote pronto, yo diría que hemos cazado a un traficante.

Sinclair no dijo nada, pero tenía la mirada sombría.

Volvieron al claro. Drummond se inclinó y le dio la vuelta al hombre esposado. Billy vio un rostro sin afeitar, coronado por espesos rizos negros. Llevaba unas botas de obrero, pantalones y un raído suéter de pescador. Parecía tener unos veinte años. Drummond le dio en las costillas con la punta del zapato.

—¿Cómo te llamas, irlandés?

El joven hizo como si no hubiera oído la pregunta. Siguió mirando fijamente un punto imaginario en la distancia.

—Deben de haberle dejado vigilando el almacén.

Drummond le volvió a dar otro puntapié, esta vez más fuerte. Después levantó la mirada y, al percatarse de que Sinclair le estaba observando, se sonrojó sintiéndose culpable.

—Perdone, señor. Vuelvo enseguida —dijo Madden. Casi antes de que Billy se hubiera dado cuenta, el inspector había salido a zancadas entre la maleza por el camino por el que habían venido. Billy salió disparado detrás del inspector. Estaba oscureciendo, pero todavía había luz para ver a tres uniformados avanzar hacia ellos penosamente por el campo, sosteniendo a un cuarto hombre en brazos. Billy empezó a correr, intentando no perder al inspector, que avanzaba a grandes zancadas—. Se le ordenó que se quedase hasta nuevas órdenes en caso de disparos, agente.

—Sí, señor. Lo sé, señor. Lo siento, señor.

La mirada que le echó Madden era muy difícil de interpretar.

Cuando alcanzaron a los otros Billy vio que el sargento tenía la cabeza caída sobre el pecho. Respiraba con rápidos jadeos, pero se le tranquilizó la respiración al ver la cara de Madden inclinada sobre él.

—Estoy bien, señor. Me metió una bala en la pantorrilla. He sangrado un poco.

Tenía las piernas desnudas, una medio vendada con lo que parecían ser un par de pañuelos atados manchados de sangre. Madden mandó a los hombres tumbarlo en el suelo. Cogió los pantalones del sargento y los dobló para hacer un improvisado cojín.

—Quiero que se quede aquí, sargento. Descanse tranquilo. En cuanto consiga que le hagan una camilla con unas ramas volveré con usted. Intente tranquilizarse. Respire.

La expresión de la cara de Madden le recordó a Billy el día en que fueron a Folkestone y vio al inspector hablando con el soldado cojo. Dawkins. Así se llamaba.

Volvieron a reunirse con Sinclair en el claro y Madden puso a un par de agentes a cortar ramas. El inspector jefe le llamó aparte.

—He decidido dejar los fusiles donde están. Esto es trabajo de los Servicios Especiales. Tendré el lugar vigilado hasta que traigan a sus propios hombres.

Madden asintió.

—No habían ni empezado a rellenar el agujero. Quienquiera que dejase ese material a lo mejor vuelve con más.

Sinclair miró al hombre esposado que habían apresado. Aunque en esos momentos estaba ya sentado, seguía con la mirada perdida.

—He mandado a un par de hombres a Stonehill con Proudfoot para que traigan linternas y bengalas. Avísame cuando esté lista la camilla —dijo Sinclair.

Miró al cielo. Billy, que estaba de pie cerca, le siguió la mirada y vio que ya estaban empezando a aparecer las estrellas en la creciente oscuridad. El inspector jefe suspiró.

Hollingsworth llegó al claro. Traía en las manos el sombrero de Sinclair y lo estaba limpiando.

—Aquí tiene, señor. Lo he encontrado.

—Gracias, sargento.

Sinclair cogió el sombrero, pero, sin calárselo, siguió mirando a la oscuridad.

—Sólo dos heridos, señor.

—¿Dos?

—Uno de los agentes se cayó y se ha lesionado la muñeca. Parece una rotura. Le están atendiendo.

Sinclair callaba.

—Hemos tenido suerte, señor —dijo Hollingsworth, intentando consolar a su superior—. Podría haber sido peor.

—¿Sí, sargento? ¿Eso cree?

Billy tenía claro que el inspector jefe no pensaba lo mismo.

El salón de actos de Stonehill retumbaba con las voces de una veintena de policías. De un montón apilado en la trasera del edificio habían sacado sillas plegables, y la mayoría de los hombres habían aprovechado para descansar. Estaban sentados en grupos; en las manos tenían tazas de té y platos de sandwiches sobre las rodillas. La comida y la bebida las habían proporcionado las mujeres del pueblo a petición del agente Proudfoot, quien en esos momentos procuraba mantener a raya a la multitud que se había ido concentrando a lo largo de toda la tarde en el exterior.

Apostado en las escaleras del vestíbulo, el corpulento agente se tambaleaba ligeramente. Billy no sabía cómo podía mantenerse en pie. Él mismo notaba los efectos del agotamiento. Sentado con Fairweather y otro agente de Tunbridge Wells, tomaba un té mientras se fumaba un cigarrillo. Se había quitado los zapatos y se masajeaba los dedos. Los otros dos le miraban con envidia. Las normas les prohibían desprenderse de ningún elemento del uniforme sin razón justificada, y era obvio que los otros no creían que un par de pies doloridos fuesen motivo suficiente.

El sargento herido (Billy había descubierto que se llamaba Baines) y el agente con la muñeca rota estaban de camino a Crowborough en una ambulancia a la que había avisado Proudfoot cuando volvió al pueblo. También había enviado a los otros dos hombres de vuelta con linternas y bengalas, que el grueso del contingente necesitó para iluminar el camino de regreso.

El salón de actos de Stonehill, como el salón parroquial de Highfield, tenía un estrado elevado, y fue allí donde se dejó bajo vigilancia al detenido. Todavía llevaba las esposas puestas, aunque ahora llevaba las manos por delante, y le habían dado de comer y permitido sentarse en una de las sillas plegables. Todavía no había dicho su nombre, pero se le había encontrado una carta en el bolsillo dirigida al señor Frank O'Leary, a la dirección de un hotel de Liverpool.

Al volver, Sinclair había pasado tanto el nombre como la dirección a los de Servicios Especiales y se había instalado junto al teléfono en casa de Proudfoot. De Tunbridge Wells habían salido ya tres agentes especiales, y llegarían otros más de Londres a primera hora de la mañana. Mientras tanto, en la loma boscosa habían quedado dos hombres del contingente armado de la policía de Sussex para vigilar la zona de matorral, alerta, mientras un tercer agente permanecía atento para traer cualquier mensaje de su parte. El inspector Drummond se había ofrecido voluntario para pasar la noche en Stonehill hasta que llegasen los de Servicios Especiales a relevarle.

El inspector jefe telefoneó a Bennett a su casa para informarle del inesperado resultado de la operación. El destacamento londinense volvería en breve a casa.

Toda esta información le había llegado a Billy por cortesía del sargento Hollingsworth, que se había unido a ellos tras coger una silla y encenderse un cigarrillo.

—El jefe está que arde. No sirve de nada decirle que en Servicios Especiales le darán palmaditas de felicitación en la espalda. Pensó que tenía a Pike en el saco. ¿Y ahora? —Hollingsworth se encogió de hombros. Miró a Billy con una sonrisa—. Me he enterado de que estuvo usted tirando piedras en el estanque esta tarde, señorito Styles.

—¿Qué? —Billy se sonrojó.

—Es lo que nos dijeron los chicos que estaban apostados en la loma. Ese inspector Drummond dijo que debías de estar chalado.

Billy compuso el semblante. ¡Si el sargento creía que se lo iba a explicar…!, pensó en un primer momento. Después se acordó de lo que había dicho la mujer, que presentaría una queja contra él, y se dio cuenta de que tal vez tendría que dar explicaciones, le gustase o no.

Al otro lado de la estancia, Sinclair dejó la taza sobre la mesa junto a la tetera. Había estado hablando con Drummond mientras Madden, sentado cerca de ellos, estaba metido en su mundo. El inspector jefe se dirigió hacia la puerta trasera del salón de actos seguido por Drummond. Hollingsworth se puso enseguida en pie y corrió tras ellos; Billy le siguió, intentando atarse al mismo tiempo los cordones de los zapatos. Cuando salió por la puerta a los escalones vio a Sinclair hablando con Proudfoot:

—Quiero que se vaya a casa ahora, agente, y que se meta en la cama. Todo está controlado. No puede usted hacer nada más en este momento.

Proudfoot, con los ojos rojos y sin afeitar, parecía querer objetar. Movía la cabeza.

—Sólo me gustaría decir que en mi opinión ha actuado usted correctamente. —El inspector jefe le miró fijamente—. Desde el preciso momento en que divisó usted al hombre entre la maleza ayer y decidió llamar a Crowborough. Lo haré constar en mi informe; eso y mucho más. Esté seguro de que le enviaré copia al jefe de policía.

—Gracias, señor, pero… —A Proudfoot le costaba encontrar las palabras que quería decir.

—Váyase, hombre —le instó Drummond, dándole una palmada en el hombro—. Ha hecho más de lo que le correspondía. Yo me quedaré aquí toda la noche y, si ocurre algo, bueno, sé dónde encontrarle, ¿no?

Billy echó la vista más allá de donde estaban y comprobó que cada vez era más reducida la multitud de aldeanos que quedaba congregada en la plaza. Al otro lado de la carretera, al final del parque, se veían luces en las ventanas de las casas. Cuando volvió la mirada otra vez hacia Proudfoot, Billy se percató de que el agente observaba otro punto en la dirección contraria, hacia la calle. En medio de la oscuridad, Billy distinguió a un hombre que se acercaba en bicicleta hacia ellos. La luz de la bici osciló al agitar él la mano.

—¿Quién es? —preguntó Sinclair en voz baja.

—Hobday, señor. Es el mecánico del pueblo. Tiene un taller.

Cuando se acercó más, oyeron su voz. Venía gritando. Billy se dio cuenta de repente de que Madden también estaba a su lado.

—… la casa… Manor… —le pareció oír a Billy.

El hombre pedaleaba a toda velocidad, cada vez más cerca.

El inspector jefe frunció el ceño.

—¿Qué es lo que dice?

—Algo sobre Croft Manor, creo…

Proudfoot bajó las escaleras a trompicones. Los otros se apresuraron tras él. A medida que la bicicleta se acercaba por la carretera, él apretó el paso hasta situarse en mitad de la calle y levantó la mano como un policía de tráfico. El mecánico frenó: la bicicleta se detuvo con la rueda delantera entre las piernas abiertas del agente. Respiraba con dificultad, medio ahogado.

—… asesinados… los cuerpos… todos muertos

Esta vez Billy oyó con claridad todas las palabras. Igual que oyó también la respuesta del inspector jefe, a pesar de que la pronunció en voz baja.

—¡Dios Santo! —murmuró Sinclair con la voz entrecortada—. ¡Dios Santo!