Capítulo 7

Pike se puso la gorra y se bajó la visera hasta dejársela un par de centímetros por encima de los ojos; con dos dedos midió la distancia en un gesto que ya era automático tras tantos años vistiendo uniforme.

Se abrochó los dos últimos botones de la guerrera y después se pasó las manos por todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, desde la gorra y la guerrera hasta los pantalones, las polainas y las botas; era otro acto involuntario que hacía sin pensar. Tenía el fusil apoyado contra una de las paredes del refugio. La máscara de gas, hecha un rebujo y atada con un trozo de cuerda, yacía sobre el camastro que había preparado a un lado. No podía hacer nada más. Sólo esperar.

Aunque afuera todavía había luz, el tejado trenzado y la maleza circundante no dejaban entrar en el refugio el sol crepuscular, y Pike se quedó sentado impasible, casi a oscuras. Esperaba a que cayera la noche.

En Melling Lodge había irrumpido al atardecer. El espeso bosque de Upton Hunger le había ocultado mientras se acercaba, y se había podido esconder en los matorrales junto al río hasta que llegó el momento. Allí, en Ashdown Forest, había que tener más paciencia. La ruta que iba a seguir hasta Croft Manor atravesaba tramos de campo abierto y bosques, y, con el uniforme militar, era una figura demasiado llamativa para arriesgarse a ser visto.

Durante el día el bosque estaba muy concurrido. Por la tarde había salido varias veces del refugio para escrutar la campiña, y había visto, en momentos diferentes, excursionistas en la distancia, un hombre con un cazamariposas y un grupo de exploradoras. Ninguno se había quedado en la zona y ninguno, creía él, seguiría allí cuando hubiese oscurecido.

Pike cogió la jarra de barro cocido para el ron que tenía a los pies y se la llevó a los labios. Mientras le bajaba el licor por la garganta y se asentaba quemando en el fondo del estómago, volvió a pensar en los años de guerra, en las muchas ocasiones en las que había estado esperando, sentado como ahora en la trinchera o en el refugio, para participar en labores de patrulla, en alguna incursión a la tierra de nadie o en las horas previas a un ataque generalizado.

No había esperado sobrevivir a la contienda. Tras las primeras experiencias en el frente, había caído en la cuenta de que para él la muerte o las heridas no tardarían en llegar. Había sido un soldado de un valor casi suicida. La angustia que le perseguía, aunque reprimida y apenas reconocida, le había llevado sin embargo a arriesgar la vida en repetidas ocasiones. Sólo un hombre más reflexivo que Amos Pike hubiera sido capaz de reconocer en estos actos de desesperación el lado más lúgubre de un intenso deseo de muerte.

Pero, aunque en varias ocasiones le habían alcanzado las balas y la metralla, había vuelto siempre a su batallón, donde inspiraba un respeto que pronto se convertía en miedo entre quienes le trataban.

Sus recuerdos iban y venían… Vio los cuerpos de los muertos yaciendo por cientos y olió el hedor, dulzón y empalagoso, de la carne en descomposición… Vio aquel otro cuerpo inerte y olió el perfume de las rosas… Recordó la calidez de la carne dulce y blanca pegada a la suya y el placer que tan pronto se convirtió en vergüenza.

Y ahora sentía el calor incitándole a la acción, la sangre fluyendo en sus entrañas, y, sin darse cuenta, empezó a moverse hacia atrás y hacia delante en su asiento mientras de los labios se le escapaba un sonido, mitad gemido mitad cántico. Tenía los ojos cerrados. Las negras alas del pasado batían a su alrededor, y se vio también como un pájaro que se elevaba para volar en libertad, ¡escapando de la cárcel de sus días!

En un momento dado paró en seco; los ojos se le abrieron de repente.

Había oído un ruido fuera del refugio.

¿Venía del sotobosque el susurro?

¿O procedía de más lejos?

Se levantó y se puso en guardia. Cogió el fusil, salió al exterior y se quedó quieto en la tenue luz, sin apenas respirar.

Escuchando