William Merrick levantó la cabeza desde dentro del capó plateado del Lagonda. Una mancha de aceite le había desfigurado la ceja. Se frotó el brazo atrofiado, masajeándose la mano que nunca le obedecería. Cerró los ojos un momento y movió la cabeza como para aclarársela, y después volvió a hundirla en el capó.
Su madre observaba desesperada la escena desde la ventana de su dormitorio. Habían retirado de la aleta del largo chasis las maletas, que ahora descansaban en el camino de grava de entrada a la casa. El resto del equipaje, amontonado en una pila de considerable tamaño, todavía estaba en el asiento trasero. Pero, ¿durante cuánto tiempo?
La señora Merrick miró el reloj. Eran casi las cuatro y media.
Estaban a punto de salir (de hecho, todos los de la casa, incluido Hopley, se habían reunido en la puerta para despedirlos), cuando el motor del coche se paró. La señora Merrick había oído las sacudidas y el suave carraspeo del motor mientras William se estaba poniendo las gafas, pero después se hizo el silencio.
Tras un par de intentos para volver a arrancarlo con la manivela (el coche era un modelo antiguo sin puesta en marcha automática), William había ordenado bajarse a todos, había desenganchado las correas que sujetaban las maletas y levantado el capó.
Charlotte había salido del asiento delantero y los niños y la niñera del trasero. Durante un rato habían estado mirando cómo trabajaba. Después se fueron dispersando. Sólo Harriet Merrick se había quedado en el umbral de la puerta, como transfigurada, incrédula, hasta que Annie salió a rescatarla.
—Vamos, vamos, cambie ese semblante, señorita Hattie —dijo con aire severo mientras la conducía de nuevo hacia el interior de la casa—. Dele una oportunidad al pobre chico. No va a poder arreglarlo si lo sigue vigilando de ese modo.
Annie acomodó en su habitación a la señora Merrick, quien se quedó allí pensando amargamente que hasta hacía seis meses habían tenido chófer, un tal Dawson, y que durante todo el tiempo que había trabajado para ellos el Lagonda nunca había dado problemas. Pero Dawson había regresado a su Yorkshire natal, y desde entonces William se había sentido capaz de arreglárselas con el coche, aunque de vez en cuando le había echado una mano Hobday, el propietario del taller mecánico del pueblo. Hacía tiempo que la señora Merrick tenía claro que su hijo sobrevaloraba sus conocimientos sobre mecánica y su habilidad como conductor, pues ya se habían producido algunas averías bastante molestas, pero ella había juzgado más prudente mantener la boca cerrada. Ahora pensaba que hubiera sido mejor no ser tan condescendiente.
Rose y la doncella Elsie, que habían hecho ya su equipaje y estaban listas para irse, prometieron enviar a Hobday a Croft Manor en cuanto llegaran al pueblo. Pero el único emisario que llegó de Stonehill fue el hijo del mecánico, de doce años, para anunciar que su padre había tenido que ir a Crowborough para todo el día y no regresaría hasta la noche.
Así que William siguió manos a la obra, con todas las herramientas en sus fundas respectivas desplegadas en perfecto orden sobre la hierba. Entretanto, Charlotte se dedicó a reorganizar las actividades del día. Los niños se apaciguaron ante la idea de hacer un picnic en el jardín, debidamente vigilados por su madre y por Annie. A William le llevaron unos bocadillos. La señora Merrick permaneció en su habitación.
A las dos, Charlotte telefoneó a los Hartston, en Chichester, para avisarles de que llegarían más tarde de lo esperado. Añadió que tal vez ni siquiera llegaran esa tarde, en cuyo caso pasarían un momento a verlos al día siguiente, ya de camino.
La señora Merrick bajó a las cuatro para reunirse con su nuera en la salita. Charlotte todavía iba vestida con la ropa de viaje y se había recogido su larga melena rubia con una redecilla. Les sirvió el té Agnes, una de las doncellas del piso de abajo que se había ofrecido voluntaria para quedarse un día más.
A pesar de la compañía de su nuera, a la señora Merrick le resultaba casi imposible hablar. Al tumbarse en la cama la había invadido un sentimiento de pánico. Ese terror, al que no era capaz de poner nombre ni asociar a causa alguna, le recordó mucho a la angustia que la había despertado la noche que murió su hijo pequeño en Francia hacía cuatro años. Intentaba convencerse de que era el aniversario, tan próximo en el tiempo, lo que le había devuelto el dolor que sentía. Sin embargo, aun cuando racionalmente aceptaba esa explicación, algo más hondo y recóndito en las entrañas de su ser la rechazaba.
—Volveré a hablar con William.
Charlotte hacía ademán de levantarse cuando oyeron pasos en el vestíbulo. Alguien pasó por delante de la puerta hasta el guardarropa. Un segundo después volvió. Se abrió la puerta y William Merrick asomó la cabeza.
—Ya casi estamos —dijo. Y cerró la puerta antes de que a ninguna de las dos le diera tiempo a decir algo.
Ambas mujeres se miraron pensando lo mismo. Muy pronto sería demasiado tarde para irse. Tendrían que pasar la noche en Croft Manor.
Harriet Merrick no aguantaba más. Se excusó y volvió a su habitación en el piso de arriba. Se quedó un rato mirando por la ventana, observando a su hijo afanarse bajo el capó con la esperanza de terminar viéndole girar la manivela y volver a oír el ruido del motor.
Después, también eso se le hizo insoportable, y bajó al jardín sin hacer ruido. El sol estaba bajo. Muy pronto, las boscosas laderas de Shooter's Hill quedarían desdibujadas y se tornarían una mancha oscura a medida que iba desapareciendo la luz.
Al fondo del jardín oyó las voces de los niños. Deben de estar jugando en el campo de croquet, pensó. Hopley la saludó con el sombrero desde los arbustos. ¿Por qué no se había ido?, pensó trastornada.
¿Por qué seguían todos allí?
Oyó unos pasos tenues acercarse por el césped a sus espaldas y se giró: era Annie acercándose con un chal en las manos.
—Se está poniendo frío. Échese esto por los hombros.
La señora Merrick aceptó la prenda y se envolvió bien con ella. Sentía frío.
—Oscurecerá pronto —dijo—. Dentro de poco.