Con expresión sombría, el detective Styles seguía por el sendero del bosque al inspector Drummond, quien a su vez iba detrás de Madden. Billy estaba enfurruñado. Se había sentido humillado toda la mañana, desde que el inspector jefe Sinclair le prohibiera retirar un revólver como el resto de los hombres del contingente de Scotland Yard. Billy se había aproximado al mostrador de la armería para firmar en el libro, pero en ese momento el inspector jefe, que estaba por allí cerca hablando con Madden, había dicho mirando al sargento armero: «Eso no será necesario». No dio más explicaciones; a Billy no le quedó más opción que darse la vuelta y salir con la cara encendida y la idea de asesinar a alguien rondándole la cabeza. Como agente uniformado le habían entrenado para el uso de armas de fuego y, por lo que sabía, había superado satisfactoriamente el curso. El inspector jefe no tenía derecho a hacerle eso, pensó.
No le había servido de mucho que Hollingsworth, mientras revisaba su arma, le hubiese guiñado un ojo.
—No se ponga así, hombre. El jefe sabe lo que hace. Es por su propio bien. —Sonrió—. Y por el nuestro.
Desde entonces Billy no había cruzado una sola palabra con nadie, pero desgraciadamente nadie parecía haberse percatado. Y menos Madden, al lado del cual había venido apretujado en uno de los dos coches que habían traído a los hombres desde Londres. El inspector había permanecido en silencio durante todo el trayecto, mirando por la ventana, sumido en sus pensamientos.
Caminaban ahora en fila india por los bosques: los policías uniformados, en línea, seguían a los tres detectives. Madden había elegido una ruta muy alejada de donde terminaban los árboles, que hacía una amplia curva hasta llegar a la loma donde se había dicho que estaba apostado el guardabosque. ¡Aunque, al parecer, ya no! Al mirar hacia arriba desde el camino lleno de hojas, Billy vio que un hombre que iba vestido con prendas de tweed y llevaba una escopeta se acercaba corriendo hacia ellos. Madden ya le había visto y ordenó parar a la columna.
—¡Hoskins, señor! —se presentó el hombre al acercarse.
—Soy Madden. ¿Ha cambiado el hombre de posición?
—No, señor. —El guardabosque llegó a donde ellos estaban. Tenía unos cuarenta años, las mejillas coloradas y curtidas, y barba de tres días—. Pero se presentan problemas al otro lado, cerca del estanque. No se las ve desde aquí, pero parece un grupo de exploradoras. Están acampando junto al agua.
—¡Joder! —exclamó Drummond.
Madden se quedó pensativo. Le hizo una señal a Billy.
—Quiero que vuelva usted corriendo por donde hemos venido. Dígale al inspector jefe lo que nos ha contado Hoskins e infórmele de que le he ordenado a usted regresar hasta el estanque. Manténgase fuera de la vista en tanto le sea posible, pero si tiene que dejarse ver quítese el sombrero y la chaqueta y arremánguese. Intente parecer alguien que aprovecha la tarde del domingo para ir de paseo. Averigüe quién está al mando de esas exploradoras y asegúrese de que salen de ahí. —Madden se paró un instante para reflexionar—: Seguramente tendrá usted que mostrar la identificación, así que puede decir que se trata de una operación policial y que necesitamos que se despeje la zona. Quédese allí cuando se hayan ido. Yo pasaré más tarde, después de haber situado a los hombres a este lado. ¿Entendido?
—Sí, señor —contestó Billy, ya en camino. Ahora iban a saber de lo que era capaz.
Diez minutos más tarde llegó a la leve hondonada donde estaba el inspector jefe, sentado a la sombra junto al sargento Hollingsworth y fumando de su pipa. La mitad del escuadrón uniformado estaba con él. Según el plan, Sinclair lideraría uno de los grupos armados, y Drummond y Madden los otros dos. Iba a llevarles un rato situar a todos los hombres. Billy explicó el inconveniente que había surgido y cómo pretendía solucionarlo Madden.
—Creo que conozco a esa pandilla. —El agente Proudfoot se había quedado detrás con el grupo del inspector jefe—. Mejor voy yo a hablar con ellas.
—Por favor, señor —se apresuró Billy a decir—, el señor Madden no quiere que se vea ningún uniforme. —Esperaba estar en lo cierto—. Me dijo que si tenía que dejarme ver, debía quitarme la chaqueta e intentar no parecer… un oficial.
—Estoy seguro de que para eso se las apañará usted muy bien, agente. —El inspector jefe esbozó una sonrisa. Billy intentaba descifrar qué había querido decir exactamente—. Adelante, pues.
Volvió otra vez por donde había venido. Pensaba que no le llevaría más de veinte minutos rodear el estanque, pero una vez se acabaron los árboles se vio obligado a dar un rodeo dibujando una curva cada vez más amplia, buscando una ruta que no se viera desde la zona de maleza. Transcurrió media hora antes de que por fin viera delante de él el contoneo de unas siluetas vestidas con faldas azules y, más allá, el destello del sol sobre el agua.
Llegó por un sendero muy transitado que llevaba directamente al estanque, que estaba protegido por una hilera de laureles. Había arbolillos casi hasta la orilla, pero Billy pensó que había llegado la hora de dejarse ver. Se quitó el sombrero y la chaqueta (y, se le ocurrió en el último momento, el cuello y la corbata), se pasó la cartera al bolsillo trasero del pantalón, hizo un fardo con lo que se había quitado y lo escondió debajo de un arbusto. Mientras se arremangaba, siguió avanzando rápidamente por el sendero hasta llegar al final de la hilera de laureles, donde bajó el ritmo para fingir que paseaba. Con las manos en los bolsillos, se acercó al grupo de exploradoras, que estaban recogiendo palos y ramas del suelo. Contó dos docenas. Cuatro de las mayores estaban arrodilladas al lado de unas trébedes en las que descansaba una tetera, preparadas para encender una hoguera debajo. Al acercarse Billy se levantó una de ellas.
—¿Sí, joven? ¿En qué puedo ayudarle?
Debajo del sombrero azul de fieltro apareció una mujer de unos cincuenta años de aspecto hosco y con un mal humor apenas controlado. Unos hostiles ojos marrones le examinaban desde detrás de unas gafas con la montura metálica.
—Perdone que la moleste, señorita… señora. —Billy se puso nervioso al ver las insignias que adornaban el ceñido uniforme—. Les voy a tener que pedir que abandonen esta zona.
—¿Cómo dice? —La mujer pareció elevarse en el aire ante la mirada de sorpresa de Billy—. ¿No se da usted cuenta de que esto es terreno público? No tiene usted derecho…
—No, por favor —la interrumpió—. No me está entendiendo. Soy policía. —Detrás de la mujer vio los raquíticos árboles y el sotobosque que poblaba aquella zona de maleza. Estaban a apenas doscientos metros.
—No le creo. —Con una mirada de desprecio, fue fijándose en sus tirantes y antebrazos desnudos; su camisa sin cuello—. Va usted con muy malas pintas.
Billy se rebuscó la cartera en el bolsillo trasero del pantalón, y, en esas, se quedó helado. Algo se había movido entre los matorrales. Donde terminaban los arbustos distinguió la figura de un hombre poniéndose en cuclillas. El sol hizo brillar un trozo de metal. Volvió a mirar, pero como si de un espejismo se hubiera tratado, la figura se había desvanecido. Pensando muy bien lo que hacía, se cambió de posición, girándose para quedar de espaldas al matorral.
—¿Qué está usted haciendo? ¿Por qué se mueve así? —La mujer le miró suspicaz, con los ojos entrecerrados—. ¡Cynthia! ¡Alison! Venid aquí —gritó sin apenas girar la cabeza.
Dos de las chicas que estaban junto a las trébedes se levantaron y se acercaron; se quedaron de pie detrás de ella como si fueran sus guardaespaldas. Eran adolescentes y estaban nerviosas; tenían cara de estar poco seguras de sí mismas y de la situación.
Billy extendió la mano, con la esperanza de que ese gesto no se viera desde los matorrales, que ahora tenía a sus espaldas.
—Esta es mi identificación. Por favor, mírela detenidamente.
La mujer observó la cartulina blanca con desconfianza, como si lo que le estaba ofreciendo fuera un escorpión. Al final lo cogió.
—En esos matorrales que tengo a mis espaldas (y, por favor, no mire hacia allí), hay un hombre armado que queremos detener —empezó a decir.
La mujer levantó la vista de la tarjeta e inmediatamente alzó la vista para ver lo que estaba detrás de Billy. Las dos chicas también miraron en esa dirección.
—Hay veinte policías en los bosques más allá…
—Se lo advierto, joven, si se está inventando todo esto…
Billy empezaba a desesperarse. Le hubiera gustado agarrar a la vieja y darle su merecido. Le entraban ganas de decirle que dejase de ser tan testaruda y de dárselas de importante y que escuchase lo que le estaba diciendo. Pero durante los últimos dos meses había tenido ante él el ejemplo de Madden, y recordó lo que el inspector le había dicho en Highfield.
—Le aseguro que no me lo estoy inventando —replicó con voz tranquila—. Ha visto usted mi identificación. Trabajo en Scotland Yard. Algunos de los policías desplegados en la zona van armados. Puede que durante la próxima media hora se produzca un tiroteo. Quiero que reúna a estas chicas y que las aleje de aquí inmediatamente —dijo sin retirar la mirada de ella.
—Por favor, señorita… —pidió una de las chicas que tenía al lado, revolviéndose nerviosa.
—¡Bueno, muy bien! —Le devolvió bruscamente la tarjeta—. ¡Pero le advierto, joven, que esto no se va a quedar así!
La mujer se dio la vuelta y se metió la mano en el bolsillo que llevaba cosido en el uniforme. Al instante, Billy se dio cuenta de lo que iba a ocurrir.
—¡No lo haga! —le prohibió, agarrándola por la muñeca cuando ella se llevaba a los labios el silbato—. ¡No debe usted usar ese silbato!
—¡Quíteme la mano de encima! —gritó, con los labios blancos de rabia—. ¿Has visto eso, Cynthia? Este agente… este supuesto agente me ha maltratado. Voy a denunciarle y tú serás mi testigo. ¡Me ha maltratado! —repetía, al parecer encantada con la palabra.
Rojo de ira, Billy no dijo nada. La miró mientras se alejaba y llamaba, dando palmadas:
—¡Chicas! ¡A formar! ¡Nos vamos! Este hombre nos ha estropeado la tarde.
Los uniformes azules comenzaron a agruparse. Billy notaba sus miradas de desaprobación. Cuando estuvieron en fila de a dos, la mujer le echó una última mirada.
—Señor Styles —le advirtió—. Sí, señor Styles. No olvidaré ese nombre.
Las exploradoras marcharon por el sendero. Billy apenas se percató de su partida. Todos sus pensamientos se centraban en la zona de matorral que tenía detrás. Sabía que le estaban observando. Un asesino despiadado… Recordó las palabras del inspector jefe. Se acordó de lo que les había ocurrido a Madden y a Stackpole en los bosques de Highfield y sintió una irresistible necesidad de moverse. ¡De correr!
Sin embargo, se obligó a pasearse por el borde del estanque durante unos minutos. Al ver una piedra plana en el suelo la cogió y la hizo pasar rozando por la superficie del agua. Después otra. Le temblaban las rodillas y tenía la boca seca.
Por fin, como si le aburriese ese entretenimiento, volvió tranquilamente por el sendero. Cuando quedó al abrigo de los laureles, le cedieron las rodillas, tropezó y cayó al suelo. Tenía los cigarrillos en la chaqueta, y no había nada en el mundo que le apeteciera más que encenderse uno. Pero durante un rato simplemente se quedó sentado donde estaba, a la sombra de los laureles, intentando contener el sudor que le corría por la frente y esperando a que se le calmase el latido del corazón.
Se maravilló de cómo los minutos transcurridos parecían años.