Capítulo 2

Ese domingo se había retrasado el desayuno en Croft Manor. El hornillo de plata para mantener la comida caliente que se solía colocar en el aparador a las ocho y media en punto aún no había aparecido cuando se reunieron en el comedor los tres miembros adultos de la familia Merrick; los niños estaban arriba en su cuarto. Annie McConnell, que tenía la costumbre de revisar la mesa del desayuno cuando bajaba para cerciorarse de que todo estaba en orden, fue corriendo a la cocina para investigar. Volvió con noticias sorprendentes.

—¿Sabíais que anoche el pueblo estaba repleto de policías? —le preguntó a William Merrick, quien contestó que desde luego que no—. Sí, y han llegado más hoy. Dos coches llenos de Londres, dicen, y un furgón de Tunbridge Wells. Más de veinte agentes en total. —Los ojos de Annie brillaban con las noticias—. Y ahora se han ido al bosque, todo el grupo.

En la casa se habían enterado por Rose Alien, una de las sirvientas, y por la señora Dean, la cocinera, ya que ambas vivían en el pueblo, a un kilómetro y medio de distancia. Habían llegado tarde por todo lo que estaba pasando allí, y de ahí el retraso en el desayuno.

—Están en ello ahora —le aseguró Annie a la familia, con una sonrisa especial para la señora Merrick. Estaba preocupada por su ama, quien parecía especialmente desconcertada por lo que acababa de oír.

Annie tuvo que esperar hasta después del desayuno para descubrir lo que le pasaba, y después lamentó no haberse dado cuenta desde el principio.

—William utilizará esta otra excusa para retrasar el viaje. Primero se iban a ir el viernes, después el sábado. Y ahora quién sabe cuándo decidirán marcharse.

Estaban dando el habitual paseo de después del desayuno por el jardín. Annie había dejado de preguntarse por qué su ama se mostraba cada vez más intranquila ante el retraso de su familia en irse de vacaciones. Lo único que intentaba era tranquilizarla.

—A ver, no empiece a darle ideas al señorito William —aconsejó Annie. Los chicos siempre habían sido para ella «señorito William» y «señorito Tom», incluso cuando ya se habían hecho mayores—. Deje que se acerque al pueblo para descubrir qué ocurre. Lo más seguro es que se haya armado un gran alboroto por nada.

Un poco antes, William se había calado la gorra, había sacado el Lagonda del garaje y se había acercado en coche hasta Stonehill, para averiguar, como él mismo dijo, «de qué diablos va todo esto».

Volvió una hora después, aunque no de mejor humor que cuando se había ido. Su mujer y su madre le estaban esperando para oír lo que tuviera que contar.

—Es un asunto de lo más increíble. —William se sentó en el sofá al lado de Charlotte—. La pasada noche mandaron desde Crowborough a media docena de agentes, y otros llegaron al amanecer, y, justo como dice Annie, salieron hacia el bosque y no se les ha visto desde entonces.

William había obtenido la información de un sargento de policía ya de cierta edad de Crowborough, a quien se le había ordenado quedarse en el ayuntamiento del pueblo para recibir y transmitir cualquier mensaje. Aunque dijo ignorar el propósito de la operación, le aseguró a William:

—Todo está controlado, señor; no hay nada de qué preocuparse.

Por otras vías, William se había enterado de que se habían cursado órdenes estrictas de que nadie debía acompañar a la policía, a la que se había visto por última vez en dirección a Owl's Green, un paraje al otro lado del pueblo, ni tampoco intentar seguirla. A su debido tiempo se daría todo tipo de explicaciones.

—A la única persona que podría haberme contado algo no la he encontrado por ningún sitio —se quejó William Merrick amargamente—. Me refiero a Proudfoot. Al parecer está allí con ellos. Según su mujer, ha pasado toda la noche fuera.

Harriet Merrick comprendía lo que quería decir en el fondo su hijo. Era un hombre de mucho peso en el distrito, un juez de paz.

Estaba claro que pensaba que se le debería haber consultado. La anciana le vio frotarse instintivamente el brazo atrofiado, y casi al mismo tiempo, como si respondiera a una señal, a su mujer girarse hacia él y ponerle la mano sobre la suya.

—No te preocupes, cariño. Seguro que no es nada.

—¡Nada! ¡Con veinte policías pateando los bosques! —exclamó William, dejando claro que estaba enfadado.

—Nada que vaya a tener consecuencias, quiero decir.

William se levantó.

—Voy a telefonear a Richards —anunció, refiriéndose a un juez que conocían en Crowborough—. Quiero enterarme bien de esto —avisó antes de marcharse.

Charlotte miró a su suegra y enarcó las cejas.

—No se preocupe; conseguiré que nos pongamos en marcha, lo prometo.

La señora Merrick no sabía decir si su nuera era consciente de su irracional deseo de verles marchar. Había hecho todo lo posible para disimularlo: se había limitado a aconsejarles repetidamente que no malgastasen los preciosos días de vacaciones de que disponían y les había llamado la atención acerca de artículos periodísticos que hablaban del maravilloso verano que todavía estaba disfrutando el oeste de Inglaterra. Pero tal vez Charlotte notaba algo más. Harriet Merrick siempre había querido portarse bien como suegra, pero nunca la habían puesto a prueba. Desde el principio, a ella le había conmovido el instinto de Charlotte para comprender la especial carga que soportaba su hijo: la sensación de culpa por haber sobrevivido a una guerra en la que había muerto su hermano era sólo una de esas manifestaciones. Habían actuado como aliadas desde el primer día.

Charlotte se pasó las manos por el pelo. Estaba considerando la posibilidad de cortárselo a la moda, pero tanto William como su madre le rogaban que no lo hiciera.

—Voy a ver qué tal va el equipaje de los niños —anunció—. Después mandaré bajar todas las maletas. En algún momento tendremos que irnos.

Poco después Annie se reunió con su ama en el salón portando una bandeja de plata en la que traía un frasco, una cuchara y un vaso.

—Es hora de tomarse la medicina, señorita Hattie.

La señora Merrick se quejó, como de costumbre.

—No creo que me sirva de nada. Y sabe a rayos.

—Aun así tendrá que bebérsela.

La cucharilla, llena de un líquido gris, pendía en el aire frente a la boca de la señora Merrick. Puesto que sabía por experiencia que Annie la dejaría allí indefinidamente, abrió la boca.

—¡Asqueroso!

Sonriendo, Annie le dio un vaso de agua.

—Así que después de todo no se ha estado usted imaginando cosas…

La señora Merrick tragó.

—¿Qué quieres decir?

—Que hay policías recorriendo el bosque. ¡Menudo follón!

—¡Ah, eso! —Harriet Merrick le quitó importancia al asunto dando un manotazo al aire. Luego miró fijamente los profundos ojos verdes de Annie—: Anoche tuve un sueño muy extraño —le contó con voz suave—. Iba yo paseando por el bosque y vi a Tom. Estaba delante de mí, entre los árboles; cuando le llamé se giró y me hizo señas, y yo me fui acercando cada vez más, pero no podía alcanzarle, y cuando me levanté… Hará cuatro años el martes.

—Ya lo sé, querida. —Annie le cogió las manos.

—Entonces me desperté y ya no me volví a dormir en toda la noche, y en lo único en lo que podía pensar era en lo mucho que deseaba que se fueran William, Charlotte y los niños.

La señora Merrick dejó de observar a su compañera, y miró sus manos entrelazadas.

Annie suspiró.

—Usted es muy especial. Mi pobre madre, que en paz descanse, siempre decía que tenía usted un don. Ya entonces, cuando no era usted más que una niña. La pequeña Hattie, de la casa grande.

La señora Merrick sonrió.

—Déjate de dones… ¿Qué haremos cuando se hayan ido? Portémonos mal. Encendamos fuego en la salita y asemos allí patatas, como solíamos hacer.

—Eso es ser malas, ¿verdad?

—Nos sentaremos en el jardín, hablaremos y cotillearemos… —Harriet Merrick miró a su vieja amiga—. Ay, Annie, ¡estoy tan contenta de que vayas a estar aquí conmigo!

Annie abrió mucho los ojos verdes.

—¿Y en qué otro lugar podría estar?

La mañana transcurría con lentitud. William se encerró en su estudio. Todos los de la casa, afectados por el retraso, estaban desconcertados. Si todo hubiese marchado según lo previsto, padres e hijos, junto con la señorita Bradshaw, la niñera, se hubiesen ido a las diez en el Lagonda con la intención de llegar a Chichester para la comida. (Por una vez no acudirían a la misa del domingo a la que la familia solía ir). Allí, William y su esposa lo habían arreglado todo para pasar la noche con una amiga del colegio de Charlotte antes de emprender viaje temprano a la mañana siguiente hacia Penzance. Todo lo demás estaba en función de esos planes. Ante la insistencia de Harriet Merrick, les habían dado dos semanas enteras de vacaciones a todos los empleados de la casa. Ella y Annie se las apañarían solas, aunque la señora Dean vendría de vez en cuando desde el pueblo para cocinar. Las tres sirvientas ya lo tenían todo preparado para irse, pero hasta que el señor no tomase una decisión definitiva todo quedaba en suspenso.

A las once menos cuarto Charlotte llamó a la puerta del estudio y entró. Diez minutos más tarde salió y fue corriendo hasta la cocina para dar instrucciones. Finalmente se reunió con su suegra en el salón.

—Nos vamos. Le he pedido a la cocinera que nos prepare una cesta de comida, y así comeremos de camino a Chichester. William va a llamar a los Hartston para decirles que no llegaremos hasta esta tarde.

—Mi querida Charlotte… ¡eres un genio! ¿Cómo lo has logrado?

—No ha sido difícil. William estaba casi decidido. Las llamadas que ha hecho no le han dejado satisfecho. Nadie parece saber qué está pasando en Ashdown Forest. Todavía está bastante enfadado, pero la actitud que tiene ahora es: «Si no quieren decirme nada, que se las apañen solos».

Las dos mujeres sonrieron con complicidad.

—A los niños les va a encantar lo de ir de picnic —predijo su abuela.

—Eso me parecía. Les voy a llamar para que bajen.

Salió, y Harriet Merrick se quedó satisfecha.