¿Ya lo has olvidado?…
Levanta la vista y jura por el verdor de la primavera que no olvidarás jamás.
Siegfried Sassoon, «El día de después».
Durante la primavera del siguiente año, John Madden llevó a su mujer a Francia. Tras desembarcar en Calais, alquilaron un coche y viajaron hacia el sur hasta Arras, y desde allí hasta Albert, bordeando los extensos campos de batalla donde tantos jóvenes habían perdido la vida durante el verano de 1916. Al pasar por los campos en llano, un universo lleno de agua ribeteado por ríos y canales, y salpicado de diques rodeados de juncos y sauces, a Madden le sorprendió encontrar aquello tan familiar y tan cambiado a la vez. Las campesinas con faldas negras y enaguas rojas, con las piernas cubiertas por unas gruesas medias, eran tal y como las recordaba. Pero no así las granjas con el techo caído, las ventanas rotas y las paredes ennegrecidas, que habían reparado o reconstruido, o los graneros que, tan altos como las iglesias, estaban recién pintados y relucían con el sol de primavera.
No faltaban, con todo, los recordatorios del reciente conflicto. Albert, donde pararon para comer, era una ciudad que todavía luchaba por renacer. Bombardeada sin tregua durante la guerra, para cuando se declaró el armisticio había pasado de tener varios miles de habitantes a poco más de un centenar. En el pequeño restaurante donde comieron, en una calle todavía llena de socavones en la que los montones de escombros marcaban el lugar que habían ocupado las casas, entablaron una conversación con un ingeniero militar francés que les contó que él y sus hombres se dedicaban a limpiar los alrededores de las granjas de minas, obuses y granadas que no habían explotado, algo que, por cierto, había podido comprobar la pareja con sus propios ojos al ver los montículos de metal que, a intervalos constantes, se apilaban en las cunetas de la carretera. El hombre también les dijo que les llevaría años, décadas incluso, la labor, dada la cantidad del hierro que había quedado enterrado bajo la tierra, aparentemente incólume.
—No bastará con un siglo para limpiarla —predijo el hombre.
Un manto verde cubría los campos que Madden recordaba secos y polvorientos. Mientras viajaban por el paisaje plano, pensaba en lo distinto que en otros tiempos le había parecido aquello. Los pequeños oteros se asemejaban entonces a bastiones inexpugnables; un cerro podía equivaler a más de mil vidas perdidas en su conquista. Lejos de seguir cegado por una amnesia autoimpuesta, sus recuerdos fluían libremente por aquellas horas que precedieron a aquella mañana de verano en la que para él cambió el mundo. Recordaba el colorido pálido de las flores en las cunetas y el sonido que hacían las botas de los hombres al pisar los pasos hechos con tablones cuando subían a las trincheras del frente. El sonido de los bombarderos aliados seguía retumbándole en los oídos, una noche infernal de ruido y tumulto en la que había vibrado la tierra y había temblado el aire a terribles golpes de martillo. Sobre todo, se acordaba de la alegría que le producía la compañía de otros hombres en aquel lugar, el sentimiento de camaradería que habían compartido mientras le plantaban cara a la muerte. Aquello nunca volvería a repetirse.
La tarde anterior habían parado en el pueblo de Hamel para que Madden pudiera contemplar la siniestra colina de Thiepvai, donde tanto había padecido su batallón. Del brazo de Helen, le había señalado dónde había estado la primera línea de trincheras y le había contado cómo habían esperado él y el resto de miembros de su sección la señal de ataque a la luz pálida del amanecer.
Le dijo los nombres de algunos: Bob Wilson, Ben Tryon, Charlie Feather, el del pub Crown and Anchor; los mellizos Greig, mineros procedentes de Kent cuyas blancas mejillas estaban salpicadas por las motas azules del polvo de carbón; Billy Baxter y su primo Fred, ambos vendedores ambulantes de Whitechapel; Jamie Wallace, el de la voz dulce de tenor.
No les volvió a ver. Habían desaparecido, todos, aquella mañana, tras adentrarse en una nube de humo y polvo, la boca misma del infierno. Pero en su corazón guardó cálidamente su recuerdo, y ya no volvieron a aparecérsele en sueños.
Había sido Helen Madden, más que su marido, quien había querido hacer el viaje y quien había juzgado que aquel era el momento oportuno antes de que otras prioridades de la pareja hicieran impensable cualquier plan de viajar por el extranjero, al menos durante un tiempo.
En años anteriores, había visitado las tumbas de su hermano mayor y de su primer marido, que habían sido enterrados en Bélgica. Ahora deseaba hacer lo mismo con David, su hermano menor, cuyo cuerpo descansaba cerca de Fricourt en uno de los numerosos cementerios aliados que poblaban los campos de muerte de la cuenca del río Somme.
Unos seis meses antes, el Ministerio de Defensa había delegado el cuidado de todos los cementerios militares a la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra. Enseguida se habían puesto a trabajar para convertir los cementerios en bellos lugares de peregrinación. Los Madden encontraron a un grupo de jardineros afanándose en unos parterres recién cavados que, a falta de cerca, bordeaban aquella inmensa extensión de terreno llena de filas y más filas de cruces de madera semiocultas por la niebla de la mañana. Pronto quitarían también las cruces, que sustituirían por lápidas blancas.
Helen dejó a su marido sentado en un banco situado junto al puesto del guardia, donde se exhibía un mapa del cementerio, y, sola, se dirigió hasta la tumba de su hermano. Llevaba un ramo de rosas blancas adornado con amapolas rojas como la sangre. Arrodillándose, lo dejó sobre el túmulo cubierto de hierba.
Por más que lo intentaba, sólo recordaba a David como un colegial de mejillas encarnadas que utilizaba muchas expresiones juveniles y durante el periodo de vacaciones alegraba con su ruidosa presencia la casa. Había ingresado directamente al terminar los estudios en un campo de entrenamiento militar, pero ni siquiera la imagen de su hermano vestido con un uniforme que no le terminaba de sentar bien la habían convencido de que era ya un adulto. Helen lloró en esos momentos por aquella juventud perdida, por aquella vida que, en sus comienzos, había visto vedados todos los dulzores de la vida.
Cuando se difundieron los planes de mantener los cementerios, ciertas voces habían abogado por que se reorganizaran por rangos, separando a los altos mandos de los soldados rasos. Estas enseguida se vieron silenciadas por el deseo prácticamente unánime, expreso en todos los segmentos de la sociedad, de que los caídos debían descansar donde el destino y las circunstancias les habían dejado. En aquel gran estado democrático de la muerte, el segundo lugarteniente, David Collingwood, tenía por compañeros a un soldado de la Artillería Real y a un cabo primero del regimiento de Middlesex. Su hermana depositó una flor en cada una de sus tumbas.
Al ponerse despacio en pie, Helen Madden volvió la vista a donde la esperaba su marido. Habían desaparecido los últimos resquicios de niebla y el banco en el que estaba sentado John Madden brillaba bañado por los rayos plateados del sol. Aunque ya se le había curado completamente la herida y casi había recuperado todo su vigor, Helen no despegaba la vista de él. Le agradaba saber que lo tenía cerca.
Por su parte, Madden disfrutaba haciéndose el enfermo. Ya llevaba algún tiempo sintiéndose bien, pero le gustaban las numerosas atenciones que le prodigaba su esposa y no tenía ningún inconveniente en dejarse mimar durante algún tiempo.
En su primer viaje a Francia desde que finalizara la guerra, esperaba sentirse abrumado por los recuerdos, esos recuerdos que ella le había enseñado a no evitar. Sin embargo, aunque el pasado seguía todavía ahí, lo sentía retroceder, alejarse como una ola que de vez en cuando regresa para bañar las playas, pero sin dejar tras de sí una estela de terror.
En cuanto al futuro, lo sentía cada vez más cerca, y notaba con placer la imparable transformación de la alta y esbelta figura de su mujer, que semana a semana iba rellenándose con el hijo que portaba. Cuando todavía estaba a cierta distancia, los ojos de Helen se posaron en los suyos, y él se levantó y la esperó en pie, acordándose de que había sido precisamente aquella mirada lo que más le había impresionado cuando se conocieron. Y cómo traslucía la profundidad de su carácter.
Azul, inquebrantable, magnética. Un verdadero norte.
El sol refulgía en la cabellera de Helen mientras se acercaba hacia él. Sonriente, se acercó para agarrarse a su brazo:
—Vamos, amor mío —le instó, parándose para colocarle el cuello del abrigo y acariciarle la mejilla con la mano—; es hora de volver a casa.
* * *