29

Billy se sirvió un bocadillo de paté de pescado —eran los únicos que quedaban— y volvió a llenarse la taza de la tetera. El despacho del Dic, que hacía diez minutos estuviera abarrotado de agentes de paisano, se hallaba ahora desierto. Sólo el sargento Cole seguía allí, atareado clavando chinchetas de colores en el mapa de Midhurst, señalando aquellas zonas de la ciudad cubiertas ya por los equipos de detectives, cuya breve hora del almuerzo acababa de terminar y cuyas tareas revestían un carácter de urgencia que no hacía falta recalcar.

La noticia que Billy se había apresurado a llevar a la oficina de la planta de arriba había puesto al inspector jefe en acción. Tras preguntar por sus opiniones a Braddock y Madden y descubrir que compartían su punto de vista, había telefoneado a Bennett en Scotland Yard con una nueva propuesta, radical.

—Debemos hacerlo público, señor. Hay que asegurarse de que los periódicos de mañana se hagan eco de esta investigación, sobre todo del hecho de que buscamos a un extranjero, y proporcionen la descripción de Lang. Tengo que hacerlo: creo que así sólo lo asustaremos. Pero mejor eso que otra niña muerta.

Billy se había quedado observando junto a la puerta abierta, aparentemente olvidada su presencia por Sinclair, que estaba escuchando lo que Bennett tenía que decirle, con el ceño fruncido, apretado el puño encima del secante enfrente de él.

—Sí, señor, todos los periódicos nacionales, y el señor Braddock y yo hablaremos con los editores locales aquí en Sussex. —Se produjo una pausa mientras el inspector jefe tamborileaba con los dedos encima de la mesa. Volvió a hablar—: Parece improbable, lo reconozco.

Pero nadie puede adivinar los pensamientos de alguien así. Hay que tomarse la información en el sentido literal: debemos asumir que planea atacar de nuevo.

Cuando terminó la llamada, momentos más tarde, Sinclair se había vuelto hacia Madden.

—Bennett se preguntaba si Lang decidiría realmente arriesgarse ahora, justo cuando estaba a punto de irse. ¿Tú qué opinas, John?

Billy oyó gruñir a Madden. Había visto fruncir el ceño a su antiguo jefe.

—No estoy seguro, Angus. A juzgar por lo que te dijo Vane, es como si a Lang cada vez le costara más controlarse. ¿No es ése el motivo de que abandonara Alemania tan apresuradamente? Lleva reprimiéndose desde lo de Brookham, pero no debe de haber sido fácil. Ahora que se va debe de pensar que puede permitirse el lujo de correr riesgos. Quizá lo vea incluso como una ventaja. Puede dejar a la policía investigando otro de estos crímenes, buscando al asesino en Inglaterra, mientras él escapa.

En el silencio siguiente, la mirada del inspector jefe había recaído sobre Billy, que todavía estaba de pie en la puerta.

—¿Puedo hacer algo, señor?

—Dígale a Cole de mi parte que mantenga a los hombres en ello. La búsqueda continuará según lo previsto. Cualquier avistamiento de Lang deberá reportarse de inmediato. Tienen que recibir respuesta sin demora.

Billy ya había transmitido el mensaje; se acercó ahora al mapa para inspeccionarlo y ver cuánto se había progresado. Como ondas en propagación, el círculo de chinchetas rojas estaba acercándose a las afueras de la ciudad. Billy se agachó para leer los nombres que anunciaban el comienzo de la campiña: Beggars Corner, June Meadows, Nine Acres, Guillard's Oak. Hasta el momento había encontrado poco de provecho que hacer. Su posición como oficial de Scotland Yard lo apartaba de los demás —a sus ojos, al menos— y se había visto obligado a esperar de brazos cruzados mientras sus tareas recaían sobre hombres que se conocían bien entre sí y estaban familiarizados con la ciudad.

Había otra cosa que lo molestaba: el recuerdo de la reacción del inspector jefe cuando Madden y él se presentaron ante él esa mañana. Por un momento había parecido contrariado, o desaprobador en cualquier caso, y Billy había sentido la censura de Sinclair dirigida directamente contra él.

—¿Dice usted que se le averió el coche? —El inspector jefe había conseguido que la pregunta sonara como un reproche, mientras miraba de reojo a Madden, que estaba conversando con Braddock—. ¿No podría haber encontrado usted otra manera de llegar hasta aquí?

La idea de que su superior podría no haber querido ver a su antiguo colega jamás se le había pasado por la cabeza a Billy, y si bien en circunstancias normales el estatus civil de Madden habría supuesto un problema, la escena que acababa de presenciar entre los dos hombres, cuando el inspector jefe había recurrido a su viejo amigo con tanta naturalidad como si todavía trabajaran juntos, parecía contradecir esa posibilidad. De modo que, ¿a qué venía todo esto?

El sargento seguía dándole vueltas al enigma cuando vio cómo se abría la puerta y entraba Madden.

—¡Ah, Billy! Ahí estás… —Llevaba puesto el abrigo y el sombrero en la mano.

—¿Se va usted, señor? —Billy dejó su taza encima de la mesa.

—Sí, tengo que regresar. Este asunto podría llevar algún tiempo. Helen estará preocupada. —Entró en la sala—. Pero antes quería hacer una cosa. A lo mejor tú puedes echarme una mano. Sería más fácil si lo convirtiéramos en un asunto policial. ¿Estás ocupado?

—Todo lo contrario. —Billy sonrió.

—No quiero molestar al señor Sinclair. Está desbordado. El señor Braddock y él están redactando un comunicado que enviar a la prensa. Pero hay una cosa que habría que comprobar… —Vio que Cole se había apartado del mapa y lo estaba observando con curiosidad—. Me llamo Madden, sargento. —Se acercó, tendiéndole la mano—. Era policía.

—Lo sé, señor. —Cole sonreía de oreja a oreja—. Se ha corrido la voz por toda la comisaría. Todos nos acordamos de Melling Lodge. ¡Señor, menudo asunto!

Se estrecharon la mano.

—El sargento Styles trabajó conmigo en aquel caso. Éramos socios.

La satisfacción de Billy al escuchar esa palabra se acentuó al fijarse en la mirada que recibió del poli de Midhurst, y su gruñido de reconocimiento, por remiso que fuera.

—¿Puedo hacer algo por usted, señor? —preguntó Cole, y Madden asintió con la cabeza.

—Necesito direcciones. —Señaló el mapa—. ¿Sabría decirnos dónde está la biblioteca?

Por el camino, Madden explicó lo que tenía en mente.

—Creo que Lang podría haberse pasado ayer por la biblioteca. ¿Has leído la declaración firmada por la señora Hall, la enfermera del médico? Me refiero al testimonio completo. El que dio más tarde al detective inspector Braddock.

Billy negó con la cabeza. Estaban cruzando a paso vivo la plaza del mercado, pasando frente a una antigua picota con cepo, con las manos hundidas en los bolsillos de sus abrigos para resguardarlas de la niebla helada que llevaba todo el día atenazando la campiña. El sargento Cole les había dicho que la biblioteca se encontraba a escasos minutos a pie de distancia.

—Se le pidió que recordara todos los detalles que pudiera acerca de Lang y mencionó un libro que tenía con él, en su regazo, mientras estaba sentado en la sala de espera. Entró con él a la consulta cuando lo llamaron; más tarde se fijó en él encima de la mesa y echó un vistazo al título. Tenía algo que ver con los pájaros, dijo, y creía que el nombre del autor podría ser Howard, aunque seguramente era Coward. T. A. Coward. Sus obras son muy conocidas. Aves de las islas británicas. Tenemos un conjunto de ellas en casa. Eran del padre de Helen.

Madden se había detenido un momento para mirar un cartel. Siguiendo las indicaciones de Cole, habían dejado la plaza y llegado a una calle curva de casas de madera, algunas de ellas aún con las estrechas ventanas esmeriladas de otra época.

—Cuando leí lo que había dicho, me pregunté qué estaría haciendo con él. Lang, quiero decir.

Billy se rascó la cabeza.

—Bueno, sabemos que le gusta observar a las aves, señor…

—Sí, pero quiero decir qué estaría haciendo con él allí. En la consulta del médico. —Madden hizo un gesto mientras continuaban.

—A lo mejor se lo llevó para mirarlo mientras esperaba. —Billy seguía sin entender adónde pretendía ir a parar su antiguo jefe.

—No es eso lo que dijo la enfermera. Es un testigo atento. Dijo que lo tenía con él. A mí eso me sugiere que lo había traído con otra intención. Pero si pensaba salir a pasear por la campiña más tarde y lo necesitaba, ciertamente lo habría dejado en su coche. La consulta de Driscoll no está lejos de aquí… se encuentra en la carretera de Petersfield. Lo miró en el mapa. La señora Hall cerró la puerta con llave cuando él se fue… las horas de consulta habían terminado… y lo vio alejándose a pie en dirección a North Street. Es la calle principal. Se dirigía al centro de la ciudad.

—Donde paró en la farmacia —recordó Billy, con un estremecimiento.

Madden frunció el ceño.

—Sí, pero todavía llevaba el libro encima, ésa es la cuestión, y me pregunté adónde habría ido a continuación, y si podría haber sido aquí.

Habían llegado a su destino, otro edificio de vigas de madera, pero éste con una placa de bronce junto a la puerta que lo proclamaba Biblioteca Pública de Midhurst. Cuando Billy probó el picaporte, encontró la puerta cerrada con llave. Todavía no eran las dos.

—Verás, no tenía ningún motivo para no apuntarse a la biblioteca. —Madden se sopló los dedos—. No es que la policía anduviera tras sus pasos. Por lo que a él respectaba, usar un nombre falso era una simple precaución. Si quería echarle el guante a algún libro de referencia, éste era el lugar más indicado. Puede que ayer viniera a devolver uno. Después de todo, está a punto de irse. O eso parece.

Mientras estaban allí de pie, las luces tras las ventanas de la biblioteca se habían encendido. Billy vaciló un instante más.

—Pero, ¿por qué molestarse, señor? ¿Un hombre como Lang? ¿No birlaría el libro y punto?

—Oh, no, no lo creo —se apresuró a responder Madden—. Su objetivo en la vida es evitar llamar la atención. Si sacó el libro en préstamo, lo más probable es que lo devolviera.

—De modo que, si es socio, tendrán su nombre. O mejor dicho, el de De Beer. ¿Es eso lo que está usted pensando, señor?

—Más que eso. —La voz de Madden se había endurecido—. Habrá tenido que dejar una dirección. Y si bien es posible que sea falsa, me siento inclinado a dudarlo. Es el tipo de cosas que sólo consiguen generar preguntas. Enarcar cejas. Si salen a la luz, quiero decir. No, si se apuntó a la biblioteca… aunque sea mucho suponer… creo que les proporcionaría su dirección real. Pero pronto lo averiguaremos…

Billy comprobó el fichero por segunda vez, hojeando las tarjetas con los dedos, mirando ahora en la b.

—Nada, señor. No está aquí.

Ya habían consultado la d.

—No hay ningún De Beer.

Madden soltó un gruñido. Estaba de pide junto a la mesa con los brazos cruzados, observando. Billy vio la decepción reflejada en su rostro.

—¿Cree usted que podría haber empleado otro nombre? —preguntó, pero Madden sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Tener una identidad falsa ya es complicado; es algo que debe tenerse en cuenta constantemente. Una segunda sólo agravaría el problema. Sé que Lang está acostumbrado a hacer esto, pero dudo que quisiera correr riesgos innecesarios. Y como dije antes, no ha tenido motivos para sentirse amenazado.

Aunque la biblioteca no había abierto aún —al parecer la hora señalada eran las dos y cuarto— habían sido admitidos después de que Billy llamara a la puerta con los nudillos, por una mujer abrazada a una pila de libros. Amable, pero de aspecto agobiado, había dicho ser la señorita Kaye y les informó de que no era ella quien estaba al mando allí, sino que su papel era el de mera ayudanta de la directora de la biblioteca, una tal señorita Murdoch.

—Agatha no está, me temo. Se ha ido a Chichester a pasar el día con su madre. La pobre señora no se encuentra bien. Me ha dejado encargada de administrarlo todo lo mejor posible.

Delgada, con el pelo rojo recogido en un moño en la nuca y los ojos verdes que pestañeaban tras sus gafas, los había guiado a través de una portilla levadiza en el mostrador hasta un escritorio sobre el que se levantaba un pequeño armario de madera, con cajones.

—Ese es nuestro archivo de socios. Por favor, examínenlo. —Las gafas con montura de carey que colgaban del puente de su nariz le conferían aspecto de lechuza. Había declinado la oferta de Billy de inspeccionar su orden de registro—. Pero deberán disculparme. He venido pronto para recoger.

Madden consultó su reloj.

—Lo siento, Billy, te he arrastrado hasta aquí para nada. Tengo que irme.

Al mirar a su alrededor, vio que la señorita Kaye se acercaba de la dirección de las estanterías cargada con una pila de periódicos viejos, y levantó la portilla de madera del mostrador para franquearle el paso. Sonriendo a modo de agradecimiento, la joven dejó su carga en un gran cesto de mimbre rebosante ya de papeles viejos tras el escritorio.

—¿Han tenido suerte? —les preguntó.

—Me temo que no. La hemos molestado para nada. Pero gracias igualmente. —Madden sonrió a su vez.

—¿Y quién es este hombre al que buscan? —preguntó la señorita Kaye, mientras Billy se levantaba de la mesa. Parecía remisa a dejarles partir.

—Un extranjero llamado De Beer —respondió Madden—. Pensábamos que podría haberse apuntado recientemente a la biblioteca. Pero su nombre no figura en el índice. —Hizo una pausa, como si reflexionara—. El sargento Styles tiene una fotografía suya. ¿Le importaría echarle un vistazo?

—Desde luego. —Ansiosa, se giró hacia Billy, que ya había sacado el póster del bolsillo de su chaqueta y estaba desdoblándolo encima del escritorio. Pero tras estudiarlo unos segundos, la mujer sacudió la cabeza.

—No, me temo que no. No recuerdo haberlo visto. —Parecía decepcionada por haberles fallado, y al ver su reacción, Billy sonrió. No era la primera vez que observaba el efecto de la personalidad de Madden sobre un testigo, aunque sus recuerdos de dicho fenómeno se remontaran muchos años en el pasado. Su antiguo jefe poseía una cualidad especial, una suerte de gravedad, tal vez, un profundo pozo de seriedad, que parecía provocar una respuesta en los demás. Como si aceptaran sin preguntas la importancia de lo que les pedía y la necesidad de ayudar.

—Si estuvo aquí habría sido ayer, justo antes de la una. —Madden sonrió de nuevo, alentándola, pero la señorita Kaye sacudió la cabeza.

—Tendrían que preguntarle a Agatha, me temo. La señorita Murdoch. Se pasó toda la mañana aquí, trabajando detrás del mostrador. Yo estuve más que nada entre las estanterías, recogiendo libros. —Indicó las baldas—. ¿Pero por qué ayer, en particular?

—Creemos que piensa marcharse del distrito. —Madden se abotonó el abrigo y asintió con la cabeza para Billy, que había doblado el póster y se lo había vuelto a guardar en el bolsillo—. Fue visto con un libro que podría haber sido sacado en préstamo de una biblioteca.

Se me ocurrió que podría haber venido aquí a devolverlo, pero al parecer me equivocaba. Gracias de nuevo.

Levantó la portilla del mostrador para Billy, que asintió a modo de agradecimiento y lo siguió. Cuando se dirigían a la puerta, la mujer volvió a hablar:

—¿Dice usted que piensa marcharse?

—Sí, eso creemos… —Madden hizo una pausa. Billy estaba a su lado.

—Entonces se lo podría haber dicho… a la señorita Murdoch, me refiero. —Continuó, vacilante—: ¿Podría haberle dicho que se iba?

Madden se la quedó mirando fijamente un momento. Parecía sorprendido.

—No se me había ocurrido —admitió—. Debería haberlo pensado. Tiene usted razón… eso es exactamente lo que habría hecho. —Para Billy, añadió—: Querría que el nombre de De Beer se borrara de su lista de socios.

—Lo pregunto porque si estuvo aquí ayer, y le dijo eso a Agatha, ésta habría sacado su ficha del índice para romperla. Decapitación, lo llama ella. —La señorita Kaye sonrió.

—Sí, por supuesto, ya veo. —Madden sacudió la cabeza, apesadumbrado—. De modo que llegamos un día tarde.

—Oh, no… no necesariamente. —Los ojos verdes de la señorita Kaye resplandecieron. Se le había iluminado el rostro—. Si Agatha rompió la ficha, los trozos todavía estarán aquí, con los papeles para tirar. —Señaló el cesto de mimbre a su espalda—. Sólo se vacía una vez a la semana.

Fue Billy el que encontró el primer pedazo. Revolviendo en un montón de periódicos viejos, levantándolos uno por uno para zarandearlos, fue recompensado por la aparición de un trocito de cartón, pautado con rayas azules como las tarjetas que había visto en el fichero, que se deslizó entre las páginas de uno de ellos.

—¡Señor! ¡Tengo la mitad!

Su mirada había recaído en las letras «eer», escritas con pulcra caligrafía en la parte superior de la ficha, justo junto al lado roto. En la línea inferior se leía la palabra «view» encima de las letras «ane». Al pie era visible una d solitaria. Le entregó el papel a Madden.

Los dos estaban de rodillas a ambos lados de una montaña de diarios y revistas antiguas mezcladas con jirones de papel. A sugerencia de la señorita Kaye, Billy había sacado el cesto de mimbre de detrás del mostrador y volcado su contenido en un espacio despejado en el suelo junto a las estanterías.

—Aquí hay más sitio.

Sonrosada de emoción, se había quedado mirándolos hasta que unos golpes con los nudillos le recordaron que era hora de abrir la biblioteca y fue a la puerta, admitiendo a dos señoras mayores a las que les había explicado brevemente lo que ocurría dentro, y quienes ahora se hallaban a escasa distancia, contemplando boquiabiertas cómo los dos hombres revolvían los papeles.

—Ane… —Con el ceño fruncido, Madden convirtió las letras en una palabra—. Podría ser «lane». Y «view» tiene un apóstrofe al final. Debe de tratarse del nombre de una casa.

Mientras él dejaba el trozo de tarjeta a un lado, la señorita Kaye soltó un jadeo. Estaba en pie junto a él, agachada.

—¡Ahí!

Señaló con el dedo, y Madden distinguió una esquinita de cartón blanco que asomaba bajo el canto de una hoja de papel carbón. La sacó. Cogió la otra mitad de la tarjeta y unió los bordes irregulares. Billy lo observaba con la respiración agitada.

—Nos hará falta usar su teléfono, señorita Kaye —dijo con calma Madden.

Entregó cuidadosamente las secciones unidas a Billy, que las recibió con dedos temblorosos. Apenas capaz de dar crédito a sus ojos, el sargento leyó lo que había escrito en ellos:

H. de Beer,

«Downsview»,

Pit Lane,

Cerca de Elsted.