26

Tras dejar su furgoneta en el aparcamiento, vacío por lo demás, de Wood Way, Sam bajó a paso vivo la carretera desierta donde estaban trabajando los hombres. Al pasar por allí había esperado ver la figura de Eddie entre ellos. Siempre cabía la posibilidad de que su amigo hubiera regresado durante la noche. Pero su mirada se había cruzado con la de Harrigan, y el capataz estaba esperándolo, con los musculosos brazos cruzados, fruncido el ceño.

—¿Y bien, dónde está? ¿Se sabe algo? —El irlandés no se molestó en explicar a quién se refería. Tras él, los demás integrantes de la cuadrilla se acercaron para oír lo que estaban diciendo. Acababan de terminar de asfaltar un tramo de carretera y el olor a alquitrán caliente flotaba pesado en el aire.

—No tengo noticias, si te refieres a eso. —Sam no le veía sentido a andarse por las ramas—. Pero le he enviado un telegrama a la familia, por si tuvo que ir a casa por algún motivo. Sigo aguardando respuesta.

Había vuelto de Tillington un poco después de mediodía para descubrir que todavía no había habido respuesta de Eddie, ningún mensaje de Hove, y se había entretenido lo justo para engullir un emparedado y compartir un trozo de queso con Sal.

—¿Qué habrá pasado? —Ahora era Ada la que empezaba a alarmarse. Había salido a la furgoneta con él cuando se fue, con la frente arrugada de preocupación—. Qué cosa más rara. Irse así, sin una palabra.

Tenía razón, naturalmente, Sam se daba cuenta. ¿Pero no era un hecho que estos aparentes misterios de la vida solían tener las explicaciones más sencillas? Sin olvidar, además, que la gente a veces actuaba de forma extraña por los motivos para peculiares. Ambas posibilidades se le habían ocurrido a lo largo de la mañana y estaba listo para tener en consideración cualquiera de ellas.

Lo que no estaba dispuesto a aceptar, sin embargo, de lo que no pensaba formar parte, era la sugerencia que podía oír saliendo de los labios de Harrigan ahora.

—Lo tenía por un tipo serio, alguien en quien se podía confiar. —Corpulento, y con un bigote que hacía juego con sus cejas oscuras, el capataz se mostraba enojado—. No parecía de esos que lo dejan a uno en la estacada.

—A ver, no tienes motivos para decir eso. —Sam le plantó cara directamente—. No hasta que conozcamos los hechos. —Le alegró oír el murmullo de aprobación que evocó su desafío en los hombres que los rodeaban.

Harrigan soltó un gruñido.

—Bueno, ya veremos. —Su mirada seguía siendo hostil. No parecía convencido.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —Sam mantuvo la mirada fija en su interlocutor.

El capataz se encogió de hombros.

—El viernes por la tarde, al salir del trabajo, como siempre.

—¿Mencionó si tenía algún plan para el fin de semana?

Harrigan apuntó con la cabeza en dirección a uno de los hombres que tenía cerca, un muchacho de rizos rubios y mejillas hirsutas. Sam lo reconoció como uno de los camaradas de Eddie. Un tipo llamado Pat McCarthy.

—Nada especial. —Pat se encogió de hombros—. Dijo que a lo mejor venía con nosotros a tomar algo el sábado por la noche. Hay un pub en Elsted al que solemos ir. Pero no apareció.

—Mandé a Pat al granero donde duerme Eddie cuando no vino a trabajar ayer. —Harrigan indicó la cordillera boscosa que discurría paralela a la carretera—. Las puertas estaban cerradas. No había nadie en los alrededores. ¿Verdad? —Miró al joven, que asintió con la cabeza.

—Las aporreé y todo.

—Bueno, ahora iba para allá. —Sam había recuperado la calma—. Tengo una llave del granero. —Se palpó el bolsillo del abrigo—. Echaré un vistazo dentro. Después me acercaré a Oak Green. Allí hay una señora que conoce a Eddie. También ella está preocupada.

—¿No será la madre de Nell? —El rostro de Harrigan había perdido su ceño malhumorado. Sam vio que su beligerancia sólo era una máscara; estaba tan preocupado como los demás—. La niña estuvo aquí ayer, preguntando por él.

—Sí, es la señora Ramsay. —Sam paseó la mirada por el corro de hombres—. Volveré luego —les prometió—. Seguimos aguardando noticias de Hove. Con suerte tendré algo que deciros.

Vio la duda en sus ojos.

—Escuchad, tiene que haber una explicación —insistió—. La gente no desaparece sin más. Ya aparecerá. Acordaos de lo que os digo.

—Venga, viejita, no te rezagues…

Sam llamó a Sally desde la cresta de la sierra. Todavía estaba algo atrás, subiendo fatigosamente por el camino. El pobre bicho empezaba a acusar el frío, que se le metía en las articulaciones. Pero por una vez Sam no tenía paciencia.

—Vamos…

Sin esperar a que le diera alcance, emprendió el descenso de la larga pendiente, volviendo la mirada automáticamente en dirección a la granja de los Coyne, visible ahora a pesar de la niebla que seguía aferrándose al suelo, difuminando los contornos del paisaje y silenciando el bosque, por lo general rebosante de trinos, que acababa de atravesar. Todavía no se había disipado el manto de nubes y Sam dudaba que fueran a ver el sol ese día.

Cuando llegó al hueco en el seto volvió a detenerse, pero era evidente que Sal caminaba a su ritmo. Podía verla a cierta distancia atrás en el sendero, con el hocico enterrado en una pila de hojas. Sin perder más tiempo, Sam atravesó el seto y cruzó el jardín amurallado hasta llegar al patio de la granja al otro lado.

Al hablar con Harrigan y los demás le había sorprendido comprender lo que estaban pensando. Que este tipo que tan bien les caía y con el que contaban, al que habían tratado como uno de ellos, había cogido y se había largado sin una palabra, dejándolos con la duda de lo que habría sido de él. Sam se dijo que estaban equivocados —conocía a Eddie demasiado bien, sabía que él jamás haría algo así— pero mientras cruzaba el patio a paso vivo en dirección al granero podía sentir mariposas de nerviosismo en el estómago. Era imposible saber qué encontraría dentro.

El candado lo demoró. Por un momento pensó que estaba atascado, el mecanismo se negaba a ceder, y necesitó varios intentos, metiendo y sacando la llave y meneándola dentro, para lograr que el muelle saltara en su interior y se abriera como un resorte el brazo curvado.

Aun con la puerta de doble hoja abierta de par en par el interior seguía estando tenuemente iluminado —la claridad gris del exterior proporcionaba escasa visibilidad—, y para cuando Sam se hubo abierto paso entre las vallas amontonadas y los muebles tapados con lonas hasta donde se alojaba Eddie, al fondo del granero, se encontró envuelto en una plomiza luz crepuscular.

No supuso ninguna diferencia para su misión. Lo que había venido a buscar no estaría a la vista.

Pero sabía por dónde comenzar su búsqueda, y sin demora acudió directamente al alto armario de caoba que se levantaba cerca de la parte trasera del edificio, el mismo mueble del que había sacado el espejo de Eddie. Su cubierta de lona seguía estando retirada, lo que le permitió abrir las puertas sin estorbos. Al ver lo que contenía, un suspiro de alivio escapó de sus labios.

Había encontrado lo que buscaba: el petate de Eddie. Las mantas estaban pulcramente guardadas en una de las baldas que ocupaban la mitad del armario. (La otra mitad estaba dedicada a las perchas). Sus mudas de ropa estaban arregladas en un estante distinto.

No se había largado sin decirles nada. Allí estaba la prueba. No había ido a ninguna parte.

Salvo puede que a Hove a pasar el fin de semana, como sugiriera la señora Ramsay. Pero Sam no podía hacer nada al respecto, tan solo aguardar su regreso y la explicación de su repentina partida, pues estaba seguro de que la habría.

Aliviado, se demoró un momento más para mirar a su alrededor. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra podía distinguir detalles familiares, y vio de inmediato que Eddie había estado haciendo algunos cambios en su morada. Su cama de heno ocupaba ahora más del doble que el colchón original que él había apilado con forma rectangular, de tal modo que su petate encajara limpiamente encima. Ahora se extendía en un triángulo de gran tamaño en la esquina del granero.

Y no era eso todo. El espejo se había movido. (El que rescatara Sam). Antes estaba apoyado en la pared del fondo, detrás del viejo lavamanos que Eddie podría utilizar cuando se afeitara. Ahora se erguía en la esquina donde estaba la cama, reflejando el heno esparcido enfrente de él; pero poco más.

Sam se rascó la cabeza.

¿Qué sentido tenía colocarlo ahí?

Le pareció ver una explicación entonces, si bien era una que le hizo fruncir el ceño. Una de las lámparas de aceite que había encontrado para Eddie colgaba de un clavo sobre la cama de paja, y lo que disgustaba a Sam era que los dos habían acordado desde el principio, cuando Eddie estaba instalándose, que sería peligroso ponerlo allí puesto que sólo hacía falta que se resbalara del clavo y se cayera encima del heno que había debajo para que todo fuera pasto de las llamas: paja, vallas, muebles, granero. El lote al completo.

Y sin embargo allí estaba, justo donde habían decidido no ponerlo, y lo único que se le ocurría a Sam era que tuviera algo que ver con el espejo y su nuevo emplazamiento. Posicionados como estaban ambos, la luz de la lámpara se reflejaría más ampliamente, iluminando la zona donde se había reunido la paja. Aunque para qué querría Eddie hacer algo así, no lo entendía.

Sam chasqueó la lengua con impaciencia. Estaba harto de intentar adivinar lo que significaba. Si había algún enigma, su solución debería esperar hasta que volviera su camarada. Lo que más le preocupaba era la lámpara. ¿Debería dejarla donde estaba, o trasladarla a un lugar seguro?

Sólo hicieron falta unos momentos de recapacitación para convencerlo de que lo mejor sería dejarlo todo tal y como estaba. No quería que Eddie pensara que lo estaba controlando. No había ningún peligro con la lámpara apagada. Ya hablaría tranquilamente con su compañero a su vuelta.

Se dio la vuelta dispuesto a irse, pero en ese preciso instante tropezó con algo que había en el suelo; miró abajo y vio que era una bota de trabajo. Otra yacía a su lado. Sam se puso en cuclillas y las cogió. Eran viejas, desgastadas por el uso, y supuso que debían de ser de Eddie. Una de ellas tenía el cordón roto.

Renovada su perplejidad, las examinó, primero una, luego la otra, como si las suelas raídas y el cuero rasguñado pudieran ofrecerle alguna respuesta a la incógnita a la que se enfrentaba.

¿Se habría marchado Eddie corriendo? Sam se lo imaginó quitándose las botas a tirones, rompiendo un cordón en el proceso, dándose prisa por coger un autobús o un tren. (Sí, pero eso seguía sin explicar el problema que le había molestado antes. ¿Cómo podría haber recibido Eddie llamada alguna, aislado como estaba en la granja de los Coyne?).

Una sensación de intranquilidad comenzaba a adueñarse de Sam; era como una piedra helada en la boca del estómago. Algo olía mal. El mismo silencio del granero parecía contener un secreto. Era como si todos los detalles en los que se había fijado… el espejo, el heno, la lámpara… y ahora las botas, tiradas descuidadamente en el suelo del granero de una forma que parecía contrastar con la pulcritud natural de Eddie, fueran las pistas de un misterio que aún había de desvelarse.

Acuclillado, escudriñó la penumbra a su alrededor, buscando algún indicio más que arrojara luz sobre aquel asunto. Arrugando la nariz ante el olor mohoso que emanaba del suelo cubierto de tierra, se agachó aún más para mirar debajo del lavadero, y al hacerlo oyó un tenue sonido a su espalda y sintió calor en la nuca.

Sobresaltado, giró sobre los talones.

La negra nariz mojada de Sal estaba a pocos centímetros de la suya. Su lengua rosa le tocó la mejilla.

—¡Por todos los santos! ¿Es que quieres que me dé un infarto, viejita? —Le acarició la cabeza—. Mira que asustarme así.

Sal meneó la cola y se dio la vuelta para husmear algo que había en el suelo. Sam observó a la perra mientras ésta seguía el rastro que hubiera percibido en la polvorienta superficie cubierta de paja hasta el lugar donde se almacenaban los muebles.

—Bueno, ya está bien. —Sam se incorporó, gruñendo por el esfuerzo. Se tomó un momento para masajearse los muslos acalambrados—. Aquí no vamos a encontrar ninguna respuesta —observó tras la figura de Sal, que seguía alejándose—. Será mejor que volvamos a Oak Green.

Estaba impaciente por telefonear a Ada y ver si se sabía algo de Hove. Si Eddie estaba allí, y si no, si su hermana y su madre conocían su paradero. Todavía abrigaba la esperanza de que todo este asunto pudiera resolverse en un abrir y cerrar de ojos.

Iras echar un último vistazo en rededor, reparó en una horca tirada en el suelo junto a la pared del fondo, y comprendió que Eddie debía de haberla usado para apilar el heno de su ahora agrandado colchón. Su aparición hizo que Sam volviera a fijarse en la masa de tallos de hierba secos que ocupaban la esquina; sacudió la cabeza, desconcertado.

—No tiene sentido.

Dijo las palabras en voz alta, se dio la vuelta dispuesto a irse, sorteando los muebles camino del lugar donde se amontonaban las vallas, silbando para Sal sobre la marcha. No había ni rastro de ella cuando llegó allí, de modo que regresó, llamándola por su nombre.

—¡Sally! ¿Dónde te has metido?

Al mirar a su alrededor, la vio a un lado del granero. Estaba olisqueando algo; un objeto bajo y alargado, seguramente un baúl, cubierto con una lona como el resto.

—¿Qué has encontrado ahí? ¿No irás detrás de una rata?

Silbó de nuevo, pero Sal no le prestó atención, sino que se quedó obstinadamente donde estaba, paseando el hocico arriba y abajo a lo largo del baúl, hasta que al final Sam tuvo que ir allí y llevársela a rastras.

—No podemos entretenernos aquí, viejita. —Le tiró del collar—. No hay tiempo que perder. Debemos encontrar a Eddie.