20

El tiempo había escampado por fin —llevaba varios días lloviendo— y tras un bocado rápido en Midhurst, Sam Watkin se acercó en coche a la granja de Hobday, cerca de Rogate, para ver qué tal aguantaba el tejado que había arreglado. Al final se había encargado del trabajo personalmente, restaurando la chimenea y reemplazando las tejas rotas. También había parcheado el piso de abajo con un par de ladrillos nuevos, y se alegró de encontrar la estructura interior seca.

—¿Has visto eso, Sal? Creo que podría contratarme a mí mismo. Reparaciones y decoración.

Sólo se habían detenido lo justo para admirar su obra. Cuando se hubo asegurado de que todo estaba en orden, Sam montó de nuevo en su furgoneta. Tenía otro recado que hacer, un recado que no tenía nada que ver con su trabajo, pero era igual de importante. Al menos eso opinaba Ada.

—Ahora ve y asegúrate de visitar la granja de los Coyne, Sam. Quiero que Eddie tenga esta manta extra. Las noches son cada vez más frías. También le he envuelto una empanada de cerdo, un trozo de queso y una pastilla de jabón, por si le hace falta. Procura que le llegue todo.

Aunque era miércoles, y no uno de los días en que solía ir a la granja de los Coyne —eso era los martes y jueves— a Sam no le importó desviarse de su ruta. Sus planes para hacer la vida de Eddie un poco más llevadera habían tenido más éxito de lo que esperaba. Había algo acerca de su antiguo compañero de batalla —dignidad, tal vez, la forma en que salía adelante pese a todos los contratiempos— que atraía a las mujeres; a su faceta maternal. (O eso pensaba Sam). Sin duda había funcionado con Ada. Y no era la única.

El día después de su encuentro había recogido a Eddie en la obra y lo había llevado a cenar a casa, tal y como le prometiera. Por el camino le había dado la buena nueva acerca del granero vacío en la granja de los Coyne y cómo el señor Cuthbertson había accedido a dejarle dormir allí si quería.

—¿De verdad, Sam? —El rostro de Eddie se había iluminado como el de un muchacho, y Sam había comprendido cómo debía de aborrecer el tener que hacinarse en aquel cobertizo atestado con los demás hombres.

Al día siguiente había vuelto a recogerlo después del trabajo y lo había conducido por el camino que cruzaba la sierra hasta la granja. Le había enseñado el hueco en el seto que daba al huerto y el jardín amurallado de la cocina. Más allá se extendían las tierras de cultivo donde se levantaba el granero. Sam había abierto la puerta de dos hojas.

—Ea… esto es para ti. —Le había lanzado a Eddie la llave del candado—. Es una copia. Asegúrate de candar las puertas todas las mañanas cuando salgas a trabajar. Le he dicho al señor Cuthbertson que le echarías un ojo al lugar.

Ahora, camino de Rogate, se detuvo en la obra el tiempo justo para explicarle su misión a Eddie y decir que iba a dejarle en el granero las cosas que le mandaba Ada.

—Es muy amable de su parte, Sam, pero no debería. Ahora tengo todo lo que necesito. Y más, gracias a vosotros. ¿Se lo podrías decir? —Pese a estar sucio y sudoroso (había estado dándole al pico en la cuneta, sacando piedras) Eddie sonreía de oreja a oreja. Parecía un tipo distinto.

—Díselo tú, Eddie. Yo no me atrevería. —Sam le guiñó un ojo y siguió conduciendo.

No debía ir muy lejos. La cuadrilla estaba avanzando a lo largo de la carretera y ahora estaba mucho más cerca del punto donde se cruzaba con Wood Way, y donde se había despejado una zona de grava para aparcar. En verano, los fines de semana, a veces estaba llena a rebosar, puesto que muchos excursionistas dejaban allí sus vehículos para adentrarse en las Downs. Aquel día sólo había otro coche en la explanada, un automóvil aparcado al fondo, medio oculto por las ramas de un roble frondoso.

Sam dejó su furgoneta al filo de la zona, cerca de la carretera, y subió caminando por Wood Way, sierra a través, con Sal pisándole los talones, cargando con el paquete de Ada debajo del brazo. Aunque había dejado de llover durante la noche, el aire seguía siendo húmedo y una nube gris flotaba baja sobre el valle.

Dentro del granero encontró varias goteras en el techo, pero ninguna encima de la esquina del fondo donde se había instalado Eddie. El primer día que vino con él, los dos habían puesto rápidamente manos a la obra para acondicionar el lugar. Era algo que le enseñaba a uno el ejército —cómo ponerse cómodo— y Eddie y él habían cruzado la mirada y sonreído al pasárseles lo mismo por la cabeza a los dos.

—Te hace recordar, ¿verdad? —La mirada de Eddie se veía ya más brillante mientras inspeccionaba su nuevo alojamiento.

Tampoco habían llegado con las manos vacías. Acordándose de las lámparas que había encontrado, Sam trajo con él una lata de aceite, además de un pequeño brasero, mientras que Eddie había acarreado junto con el resto de sus pertenencias el saco de hulla que le haría falta para encender un fuego.

—No te preocupes, Sam. Lo vaciaré todas las mañanas antes de irme. No quiero quemar el edificio, te lo prometo.

Había cumplido su palabra, vio Sam ahora. (Había divisado el brasero vacío de inmediato). De hecho, Eddie había dejado pocas huellas de su presencia. El montón de heno que le servía de colchón estaba pulcramente recogido en un rincón, pero las mantas y el resto de sus cosas no se veían por ninguna parte; debían de estar guardadas, quizá en uno de los armarios.

Cuando hubieron hecho todo lo que necesitaban en el granero, Sam sugirió que dieran un paseo hasta Oak Green para que Eddie viera el lugar, sin imaginarse el agradable encuentro que los esperaba allí.

Al llegar al pequeño grupo de casas, la puerta de la tienda del pueblo se había abierto y Nell Ramsay había salido a la estrecha calle. Cuando vio a Sally, que caminaba bamboleándose junto a ellos, la niña había soltado un gritito de alegría y corrido a su encuentro.

Sam no se había fijado en que estaba con alguien hasta oír una voz de adulto a su espalda.

—Ya veo que no nos van a presentar, señor Watkin. —Una mujer se había acercado hasta ellos, risueña—. Soy la madre de Nell. Llevo meses oyendo hablar de usted y de Sally. Me alegra mucho que nos conozcamos por fin.

Morena como su hija, la señora Ramsay les había tendido la mano, y Sam vio inmediatamente a quién había salido Nell, tanto en su aspecto como en el desparpajo a la hora de tratar con la gente.

Tras enterarse de que venían andando desde la granja de los Coyne, la señora Ramsay había insistido en que las acompañaran y tomaran el té con ella y Nell antes de regresar. Sam había aceptado sin pararse a pensar, y luego se preguntó si la mujer se daría cuenta, como debería habérsela dado él, de lo incómodo que se sentía Eddie ante la idea. (Seguía vestido con la ropa de trabajo, cubierto de mugre y sin afeitar). Pero la preocupación por su amigo estaba infundada.

Nada más llegar a la casa, una bonita vivienda de dos pisos a escasos minutos a pie de la aldea con un jardín que se extendía hasta el arroyo, la mujer le había enseñado el cuarto de baño a Eddie, diciendo:

—Estará usted deseando tener ocasión de asearse, señor Noyes. Por favor, no tenga prisa. Tomaremos el té en la cocina. Es cálida y acogedora, y Sally puede quedarse con nosotros.

Había deducido que Eddie se sentiría incómodo en su sala de estar, vestido como estaba, y había resuelto la situación elegantemente. Tal y como cabría esperar de una dama. (Una dama en condiciones, así las cosas. No como otras que podría nombrar Sam, de las que tantos aires se daban).

Durante los pocos minutos que estuvieron a solas le había hablado de Eddie. Por qué estaba quedándose en la granja de los Coyne. El motivo de que ofreciera un aspecto tan alicaído.

—Perdió su empleo sin razón, como le ocurre a tanta gente hoy en día. Es el tipo más valiente que me he echado a la cara. Le concedieron la Medalla del Ejército durante la guerra. Ahora tiene que aceptar el primer trabajo que encuentra. No me parece justo.

Sam había hablado con sentimiento. Pero la calidez de la respuesta de la señora Ramsay lo había sorprendido.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, señor Watkin.

Cuando regresó Eddie —mucho más limpio, pero todavía cohibido y nervioso—, la mujer se había propuesto de inmediato hacerle hablar, preguntándole de dónde venía y cuál era su historia. Sam se había asombrado al ver lo deprisa que era capaz de romper el hielo. Pronto Eddie estaba charlando animadamente, hablándole de su hogar cerca de Hove, y de su madre y su hermana, la una aquejada de angina de pecho, la otra llorando aún la pérdida de su marido.

Al escucharlo, Sam había aprendido cosas nuevas sobre su antiguo compañero de fatigas, cosas que quizá nunca hubiera escuchado de no ser por el cordial interrogatorio de la señora Ramsay. Lo que Eddie había hecho era encargarse de cuidar de estas dos mujeres, perdiendo cualquier posibilidad de tener vida propia en el proceso. Sam estaba seguro de que la señora Ramsay también se había dado cuenta. En cualquier caso su mirada, al posarse en su rostro, estaba llena de comprensión.

Tampoco quiso oír ni hablar de ello cuando le dijo que planeaba acercarse a Oak Green de vez en cuando para comprar provisiones.

—No puede pasarse usted el día entero trabajando y no disfrutar de una cena decente por las noches. Aunque yo no esté aquí, Bess le preparará algo caliente.

—Por supuesto que sí, señora Noyes. —La cocinera de los Ramsay había sonreído alentadoramente. Se trataba de una mujer rolliza y rubicunda que había escuchado su conversación con ávido interés—. Usted asome la cabeza por la puerta de la cocina, que allí estaré.

El bueno de Eddie… no había sabido adónde mirar, con las dos consintiéndolo como gallinas a sus pollitos. Ninguna de ellas aceptó un no por respuesta.

Era casi de noche cuando partieron de vuelta a la granja de los Coyne. Nell había salido antes —para enseñarle el jardín a Sally, dijo— y habían rodeado la casa en compañía de la señora Ramsay hasta la parte delantera, donde vieron a la niña correteando entre las sombras, con Sal persiguiéndola esforzadamente.

Era la primera vez que Sam la veía sin el uniforme del colegio. Vestida con una falda de tela escocesa y un jersey de Fair Isle parecía más crecida. Pero los grititos atiplados que resonaban por el amplio césped seguían siendo los de una niña.

Al parecer su madre compartía sus pensamientos. Antes, Sam le había hablado de Rosie y Josh, los dos de él y Ada, y ahora la mujer lo miró con expresión melancólica.

—Qué rápido crecen —había suspirado.

Sam, sonriendo ante el recuerdo, consultó su reloj. Eran casi las cuatro. Nell volvería pronto de la escuela. Quizá se cruzaran con ella por el camino.

Sally y él habían subido a la sierra detrás de la granja después de cerrar el granero. Sam había dejado el paquete de Ada en el lavadero roto, donde Eddie pudiera verlo.

—Lástima de empanada de cerdo, Sal —observó con pesar—. No nos hubiera venido mal, a ti y a mí. Dudo que a Eddie le quede hueco para más de un bocado.

No cuando la mayoría de las noches iba a cenar a Oak Green. Tras su inicial reluctancia a hacerse notar, había terminado haciendo acopio de valor y asomando la cabeza a la cocina de Bess, tal y como ésta le pidiera, y ahora era un visitante habitual de la casa. Sam le había tomado el pelo al respecto.

—Me parece que te ha echado el ojo.

Eddie se había limitado a reírse.

—Me gusta ir allí —reconoció—. Hacen que uno se sienta como en casa. —Aunque el pelo ralo de Eddie y su rostro surcado de arrugas conseguían que aparentara más años de los que en realidad tenía, había perdido su aspecto agobiado—. La otra tarde conocí al señor Ramsay. ¿Sabías que estuvo en el frente, al norte de nuestra posición, cerca de la costa? Lo hirieron dos veces. Tuvo suerte de volver a casa. Y esa Nell es un encanto. Viene y se sienta conmigo en la cocina cuando estoy allí, me hace toda clase de preguntas. Forman una familia estupenda.

Sam se alegraba por su antiguo compañero, pero no pudo evitar preguntarse si sus noches en Oak Green no harían que Eddie pensara en su propia vida, y en las oportunidades que había dejado escapar.

—Venga, no te acomodes, Sal, que nos vamos.

La había visto dando vueltas alrededor de un trozo de tierra mojada, disponiéndose a tumbarse. Mientras tanto él contemplaba fijamente el valle: había estado paseando la mirada a lo largo del arroyo, en busca de cualquier indicio de vida. En ese momento el silencio que los rodeaba fue roto por un coro de gritos alborotados. Al levantar la cabeza, Sam llegó a tiempo de ver un par de grajos que salían disparados de la linde del bosque.

Cuando volvió a mirar abajo se llevó una sorpresa: la figura de un hombre había aparecido en el corral a sus pies; estaba de pie en medio de la explanada de adoquines, mirando a su alrededor. Vestido con un traje de tweed, llevaba un par de prismáticos en una funda de cuero colgados de un hombro, y al fijarse en ellos Sam recordó algo.

¿No era ése el mismo tipo que había visto en la sierra de enfrente, al otro lado del valle, hacía un par de semanas? ¿El que había tomado por un observador de aves?

Al principio había asumido que el hombre debía de haber subido por Wood Way, se habría fijado en el hueco que había en el seto y decidiría ver adónde llevaba. Era algo que ocurría a menudo con los excursionistas. Usaban el sendero para ir y venir de las Downs, y a veces se extraviaban y llegaban a la granja.

Pero pronto quedó claro que el hombre no había llegado allí por casualidad. No a juzgar por el interés que estaba prestándole al patio. Lo primero que hizo fue acercarse a un grifo que había en la pared junto a la puerta de atrás y abrirlo, aparentemente para comprobar si funcionaba. A continuación, cruzó el adoquinado para inspeccionar los establos, caminando aprisa, perdiéndose de vista durante varios minutos mientras recorría su interior.

Mientras lo observaba desde lo alto, se le ocurrió a Sam que el tipo debía de haber oído que la granja estaba a la venta y se había acercado a echar un vistazo. De hecho, estaba preguntándose si no debería bajar y ofrecerle ayuda —darle el nombre del señor Cuthbertson, por ejemplo— cuando ocurrió algo que borró de su mente cualquier posible idea de gesto amistoso.

Momentos antes, el hombre había vuelto su atención al granero. Tras encontrar las puertas candadas, había empezado a manipular el cerrojo, sopesándolo en la palma de la mano y examinándolo de cerca. Ahora, ante la incrédula mirada de Sam, sacó lo que parecía una navaja del bolsillo de su chaqueta y empezó a forzar la cerradura.

—¡Eh! —Sin saber siquiera si estaba al alcance del oído, Sam dio rienda suelta a su indignación—. ¡Deja eso! Vamos, viejita…

Sin esperar a que Sal se reuniera con él, emprendió la marcha pendiente abajo, dispuesto a tener unas palabras con el intruso. Le preguntaría qué tramaba. Sí, y le diría también que mantuviera las zarpas lejos de la propiedad ajena. Pero cuando hubo descendido de la sierra perdió de vista a la figura vestida de tweed, y para cuando llegó al patio —tan sólo había tardado unos minutos— el pájaro había volado. El patio de adoquines estaba vacío.

—¡Maldición! —Sam miró a su alrededor, frustrado. Vio que la puerta del jardín amurallado de la cocina estaba abierta. Al parecer el hombre se había ido por donde había venido.

Deteniéndose tan sólo para comprobar que el candado estuviera seguro, partió en pos de él, cruzando a la carrera el jardín y el huerto del otro lado, hasta atravesar el seto y salir a Wood Way.

Allí lo aguardaba una desilusión. Esperaba encontrar a su objetivo por allí cerca. En vez de eso vio que el tipo ya había puesto tierra de por medio entre ellos. Se hallaba cerca de lo alto del sendero, acercándose a la cresta de la sierra, contoneándose a largas zancadas, corriendo como loco.

—¡Eh! ¡Tú!

Sam volvió a gritar tras él, pero sin más resultado que antes. O bien el tipo no lo había oído, o prefería no darse la vuelta.

—Muy bien, como quieras. ¡Largo de aquí!

Mientras clamaba de frustración, lo distrajo en ese preciso momento la aparición de otra figura en el camino, delante del hombre, que reconoció. Era Nell. Inconfundible con su sombrero blanco de colegiala y su túnica de gimnasia azul marino, acababa de coronar la sierra procedente de la carretera del otro lado, donde la dejaba el autobús. Ante los ojos de Sam, los dos se cruzaron sin detenerse. Instantes después el hombre se perdió de vista tras la cima de la colina.

Nell, entre tanto, estaba cada vez más cerca y empezó a correr al llegar a la parte más empinada de la cuesta, agitando los brazos.

—Hola, señor Watkin… hola, Sally.

Sin aliento, con las mejillas sonrosadas como manzanas, la niña llegó al lugar donde estaban y de inmediato se dejó caer al suelo, derrengada. Los gañidos de bienvenida de Sally se vieron recompensados con un abrazo. Sam las observó, sonriendo.

—Pareces agotada —comentó.

—Lo estoy. Casi pierdo el autobús —jadeó Nell—. Tuve que perseguirlo una barbaridad. Todavía tengo flato. —Se aferró el costado—. Estábamos ensayando la función navideña. Voy a ser uno de los reyes magos. Tendré que ponerme barba y bigote. Mamá y papá se morirán de risa.

Sam esperó hasta que hubo recuperado el aliento antes de preguntarle:

—Ese tipo con el que te cruzaste por el camino…

—¿Al que le estaba gritando usted? —Nell lo miró a los ojos. El rubor empezaba a desaparecer de sus mejillas.

—¿Lo habías visto antes? ¿Por aquí, quiero decir?

—No, me parece que no… ¿por qué? —Se apartó el pelo de los ojos.

—Lo pillé curioseando por la granja, intentando colarse en el granero.

—Debía de remorderle la conciencia. Tendría que haber visto usted cómo me miró. —Soltó una risita.

—¿Te miró? ¿Cómo que te miró? —Las palabras hicieron fruncir el ceño a Sam.

—Oh, ya sabe… me miró. —Nell se había fijado en su reacción—. No fue nada… en serio. —Cambió de postura sobre las rodillas desnudas, volviéndose hacia Sal, que llevaba unos instantes ocupada olisqueando su mochila—. A ver, ¿qué te hace pensar que tengo algo para ti? —preguntó con voz seria.

A modo de respuesta, Sal meneó la cola aún con más empeño.

—No pensarás ni por un momento que pueda haber ahí una g-a-l-l-e-t-a para ti, ¿verdad?

La palabra deletreada fue recibida con un ladrido de entusiasmo.

—Ay, vale, lo confieso. Todavía me queda una miguita de pan de jengibre.

Sam vio cómo aparecía el bocado… y cómo desaparecía. Las arrugas habían abandonado su frente.

—¡Oh, Sally…! Por lo menos podrías hacer como que masticas. —Nell sacudió la cabeza en ademán de fingida desesperación. Empezó a recoger sus cosas—. Es una suerte que el señor Noyes se pase después del trabajo. —Levantó la cabeza—. Bess bebe los vientos por él. Papá vino y se sentó con nosotros en la cocina la otra noche. Nunca habla de la guerra, sabe usted, pero los dos empezaron a contarse historias, cosas que les habían pasado, y yo me quedé allí sentada, calladita como un ratón, escuchando. El señor Noyes dice que su trabajo habrá acabado para Navidad y luego regresará a Hove. No sé qué hará Bess cuando se marche.

—Eddie os va a echar de menos a todos. —Sam la ayudó a ponerse de pie y le ajustó la mochila—. Me lo ha dicho él mismo.

—¿Sí? Bueno, nosotros también vamos a echarlo de menos. ¿A que sí, Sally? —Se agachó para plantar su beso de costumbre en la cabeza de la perra—. Espero que no desaparezca sin más cuando termine el trabajo, que venga a vernos de vez en cuando. Adiós, señor Watkin. —Le dedicó la sonrisa de su madre.

—Adiós, encanto.

Sam se quedó mirando cómo se alejaba, esperando hasta que la vio tomar la bifurcación de Oak Green. A continuación se dio la vuelta y, con Sally a su lado, empezó a andar, camino de la furgoneta.

—Conque la miró, ¿eh? —Sam seguía dándole vueltas a lo que le había dicho Nell. No le gustaba cómo sonaba. Como tampoco le gustaba la escena que había presenciado antes—. ¿Qué estaría haciendo, curioseando por el patio? ¿Qué te parece que pintaba él ahí, eh, Sal?

Por más que lo intentara no se le ocurría ninguna explicación.

Una cosa era segura, no obstante. Pensaba estar alerta por si volvía a ver a ese tipo. Le pediría a Eddie que hiciera lo mismo. Y si cualquiera de ellos lo pillaba husmeando en la granja de los Coyne otra vez, le cantarían las cuarenta.

Alto y claro.

Le dirían que se largara con viento fresco.