14

Eran casi las dos cuando Sam Watkin llegó a la granja de los Coyne aquel viernes. Antes se había entretenido en Midhurst, elaborando su informe semanal para el señor Cuthbertson, quien a su vez se había visto demorado por un cliente parlanchín, lo que había obligado a Sam a esperar sentado delante de su despacho durante media hora o más, mano sobre mano.

Había aprovechado el tiempo para escribir en su cuaderno un informe sobre el trabajo que debería realizarse en la granja de los Hobday, en la carretera de Rogate, donde había estado esa mañana. Una de las chimeneas del edificio se había derrumbado desde su última visita, aplastando las tejas que rodeaban su base y dejando un boquete tan grande como una cabeza que llegaba a la habitación de abajo, donde había resultado dañado el suelo. Las reparaciones tendrían que llevarse a cabo antes de la siguiente estación de lluvias —la racha de buen tiempo en octubre de la que llevaban disfrutando los últimos días no podía durar— y si sus propietarios no querían tener una propiedad deteriorada en sus manos, sería mejor que hicieran algo al respecto cuanto antes.

Esas, en cualquier caso, eran las noticias que Sam le comunicó por fin al señor Cuthbertson cuando éste le hizo pasar a su despacho, una sala bonita y espaciosa con vistas al monte St. Ann tras la antigua plaza del Mercado. El señor Cuthbertson se acarició la barbilla.

—Oh, no les alegrará escuchar esto. —Había cruzado la mirada con Sam, y ambos se habían reído por lo bajo—. Con lo que detestan aflojar la mosca.

Se refería a los bancos. Los que poseían tantas de las viviendas de los alrededores. La tremenda caída de precios de 1929 había provocado aperturas de juicios hipotecarios a diestro y siniestro. El propio Sam había sido uno de los afectados. Era dueño de una pequeña granja, parte de la cual antiguamente era una gran hacienda justo al otro lado de Easeborne, adquirida a su regreso de la guerra. Con la ayuda de un préstamo del banco, naturalmente. En fin, eso era agua pasada.

Pero había tenido más suerte que la mayoría. Fue el señor Cuthbertson, de Tally y Cuthbertson, una firma de agentes inmobiliarios de Midhurst especializada en terrenos agrícolas, quien se había encargado de dirigir la operación; pese a las lamentables circunstancias, que habían terminado con Sam y su familia teniendo que mudarse con la casa a cuestas, con todas sus pertenencias apiladas en un carro aparcado en el patio, y que en puridad debería haberlos convertido en enemigos, de alguna manera había logrado zanjar sus diferencias y Sam había salido con una oferta de empleo del señor Cuthbertson en el bolsillo.

Lo que le pagaban por hacer ahora era controlar las granjas del distrito que la firma tenía en sus libros. Granjas que estaban a la venta pero no atraían a los compradores, no en su estado actual. La Depresión había afectado profundamente al país y los agricultores habían sufrido igual que todos los demás. Era cuestión de aguantar como se pudiera y esperar tiempos mejores. Sam se pasaba los días conduciendo de una propiedad a otra, inspeccionando edificios en busca de cualquier desperfecto y vigilando que no hubiera intrusos indeseados, gitanos en su mayoría, a los que expulsaba cuando era preciso.

El señor Cuthbertson lo llamaba «nuestro comisionado» cuando se lo presentaba a los clientes. «Este es nuestro comisionado, el señor Watkin». A Sam le daba la risa cuando lo oía. Había sido muchas cosas en su vida: jornalero, mozo de cuadra, boxeador en una barraca de feria durante todo un verano; y cazador furtivo en sus ratos libres. Había sido incluso policía, para su eterna sorpresa. Tras haber sobrevivido no sabía cómo durante dos años en las trincheras, seguía vivito y coleando cuando las autoridades decidieron buscar sus reclutas entre las filas. Y mira por dónde ahí estaba Sam Watkin, convertido en lugarteniente de la noche a la mañana. Un «caballero pasajero», como se decía por aquel entonces. La frase aún hacía aflorar una sonrisa de burla a sus labios.

Al término de la guerra había pensado en emigrar a Canadá, o tal vez a Australia, pero Ada Witherspoon, hija del propietario de El Perro y el Pato en Elsted, le había dicho: «Bueno, puedes irte a donde te parezca, Sam Watkin, pero no esperes encontrarme aquí esperándote cuando vuelvas». Así que en vez de eso habían terminado comprando una granja, y ahora era comisionado, y si uno le preguntaba a Sam qué pensaba de la vida le diría que era imposible encontrarle sentido, ninguno en absoluto. No era más que una concatenación de peripecias, a cada cual más insólita.

El asunto del tejado se había zanjado enseguida. El señor Cuthbertson le había pedido a Sam que contratara un albañil si lo necesitaba, pero que se encargara personalmente de las reparaciones. No tenía sentido llamar a una empresa de contratistas. Se limitarían a pedir el oro y el moro.

Puesto que tenían poco más de qué hablar ese día, Sam no había tardado en volver a ponerse en marcha, retomando su furgoneta, que estaba aparcada en la plaza. Se la había comprado de segunda mano a la Oficina de Correos hacía unos años y la había pintado de verde oscuro, color que le gustaba. Era perfecta para traquetear por ahí, y para transportar las herramientas y demás cachivaches que necesitaba para su trabajo.

También era ideal para Sally, su vieja labradora, que lo acompañaba a todas partes. El golpeteo de su cola en el suelo de la furgoneta lo había recibido al ponerse al volante. A Sal le gustaba tenderse en la parte de atrás, ovillada en su manta, dormitando; aguardando el momento de salir a dar un paseo. O, mejor aún, de comer. La perra más glotona del mundo, decía Sam siempre.

—Ahora vamos a acercarnos a la granja de los Coyne —le había dicho cuando emprendieron la marcha—. A lo mejor hay suerte y llegamos para el almuerzo.

Pero se fraguaba otro retraso.

Poco después de tomar la carretera de Petersfield, en dirección a Elsted, se había topado con obras en el camino. Una cuadrilla de obreros se afanaba en ensanchar un tramo de pavimento, tarea que debía de haber empezado hacía unos días, puesto que no estaban la última vez que Sam había pasado por allí. Los hombres se encontraban en pleno descanso para comer cuando llegó, sentados en fila en la orilla, con uno de ellos encargado de dirigir el tráfico. El trozo de carretera donde estaban trabajando se había estrechado hasta permitir el paso de un solo vehículo a la vez y este tipo estaba controlando el flujo en ambas direcciones, empleando banderines rojos y verdes para advertir a los coches que se acercaban.

Sam lo había observado con interés, y tras recibir la señal de proseguir, había estacionado junto a la desaliñada figura.

—¡Salve, Eddie! —exclamó.

—¡Rayos! —Un semblante hirsuto lo había escudriñado a través de la ventanilla bajada—. ¿Eres tú, Sam?

Eddie Noyes era el nombre del tipo; cuando Sam lo había visto por última vez estaba tendido boca arriba en una camilla, con la pechera de la casaca empapada de sangre y los ojos abiertos como platos por la conmoción. En Wipers, había sido. Eddie había recibido su billete de vuelta a casa aquel mismo día. No había regresado al batallón.

—¿Qué te trae por aquí? —La razón de que Sam preguntara era que sabía que Eddie provenía de otra parte de Sussex —de Hove, en la costa, si no le fallaba la memoria— pero nada más abrir la boca deseó no haberlo hecho. Era evidente, después de todo, lo que hacía un tipo al que se encontraba vestido con un mono de peón y barba de dos días en la barbilla, agitando banderines en la zanja de una carretera pública. Estaba trabajando de lo que podía. Las cosas seguían siendo complicadas.

Pero Eddie no había tenido reparos en hablar de ello. (Esto fue después de que Sam aparcara a un lado de la carretera y se sentara con él en la orilla, tras ofrecerse voluntario a dirigir el tráfico uno de los compañeros de Eddie). Había perdido su puesto de representante en una papelera el año pasado —la empresa se había arruinado— y no había conseguido encontrar otro. Tan sólo trabajillos temporales de vez en cuando, entre los que se contaba esta chapuza con la cuadrilla de carreteras.

Aún vivía en Hove, le contó, cuidando de su anciana madre y su hermana, que había perdido a su marido en la guerra. El dinero era escaso —Eddie se encogió de hombros— pero se las apañaban. Su único problema con este empleo era que no podía volver a casa por las noches —estaba demasiado lejos— por lo que debía pernoctar con algunos de los otros hombres en el cobertizo que habían levantado para guardar su equipo. Sonrió.

—Me recuerda los viejos tiempos, Sam, te lo juro. He conocido cráteres de artillería más salubres.

El impulso inicial de Sam había sido echarse la mano al bolsillo, pero se contuvo. Uno no iba por ahí ofreciéndole dinero a quien había sido condecorado con la Medalla del Ejército. A quien no superaba el metro y medio por más de un palmo, pero era capaz de hacerle frente a cualquiera.

—Tienes que venir a comer a nuestra casa, Eddie. Deja tan sólo que avise a Ada con tiempo. Querrá prepararte un banquete.

Ojalá pudiera haberle ofrecido también una cama, pero por una parte ahora vivían en Halfway Bridge, al otro lado de Midhurst, lo que le vendría a Eddie completamente a desmano, y por otra sencillamente no tenían sitio suficiente en la casa, con los niños haciéndose mayores y Ada dedicándose a hacer de costurera para amigos y vecinos, convirtiendo lo que era su sala de estar en una de costura, atestada de patrones y maniquíes.

Pero la imagen de Eddie hacinado con los demás hombres como sardinas en el suelo de un cobertizo de albañil lo molestaba —no le parecía justo— y antes incluso de llegar a la granja de los Coyne ya había tomado una decisión.

—¿Ves lo que te decía, Sal? Eddie estará de maravilla aquí. Es cálido, seco, y hay heno de sobra para hacerse una cama.

De pie en el cavernoso granero, Sam hablaba para un público compuesto de un solo espectador. De naturaleza sociable, la soledad de su trabajo se le antojaba pesada a veces, y había adquirido la costumbre de tratar a Sally como confidente.

—Tampoco el agua potable supone un problema. Ahí fuera en el patio hay una bomba. Te lo digo en serio, este sitio está hecho para él.

Era la granja de los Coyne, tan próxima al lugar de trabajo de Eddie y sus compañeros, lo que le había sugerido la idea. La desviación que conducía a la granja se encontraba a menos de un kilómetro más adelante, aunque en realidad Sam nunca tomaba esa ruta, puesto que el camino embarrado se había deteriorado mucho desde que el lugar quedara abandonado. Puesto que no deseaba dejarse en él la suspensión de su vieja furgoneta, se detenía a poca distancia del cruce, en un punto donde la carretera de asfalto empalmaba con un antiguo sendero que atravesaba una depresión poco profunda en la cordillera boscosa que había justo detrás de la granja de los Coyne y desembocaba en el valle donde se levantaba ésta.

Este camino —que se llamaba Wood Way, y según las guías turísticas era más antiguo que los romanos— descendía recto como una flecha por una ladera del valle y subía por el otro lado antes de desvanecerse en los sinuosos contornos de las South Downs, que se elevaban a escasa distancia para ocultar el horizonte.

Señalaba el límite de la granja de los Coyne, y para llegar hasta allí sólo hacía falta seguir el sendero hasta llegar a una abertura en el seto que se levantaba junto a él, colarse, cruzar un pomar y un jardín de hierbas, y —¡abracadabra!— se aparecía en el patio empedrado detrás de la casa, con el granero a menos de treinta pasos al otro lado. ¡El granero de Eddie!

Sam había cronometrado el paseo. Había tardado doce minutos justos desde el lugar donde había aparcado su furgoneta, y por el camino se le había ocurrido otra idea. Un poco más allá de la abertura en el seto había una bifurcación en el camino que conducía a través de los campos colindantes hasta un pueblito, poco más que una aldea en realidad, que se llamaba Oak Green, donde Eddie podría comprar todas las provisiones que le hicieran falta. Aunque ya se encargaría Ada de cubrir la mayoría de sus necesidades.

Para cuando Sam llegó al patio había decidido ya hablar con el señor Cuthbertson en nombre de Eddie. No estaría bien hacerlo a sus espaldas… instalar allí a Eddie sin decir nada. Pero no creía que su jefe tuviera nada que objetar a su plan.

La granja de los Coyne era una propiedad de lujo… una de las mejores que contaban en su haber, decía siempre el señor Cuthbertson. Al hallarse al filo de las Downs, era un terreno excelente para la cría de ovejas, y había dado beneficios hasta hacía un par de años, cuando falleció el dueño. Este, que no tenía hijos que la heredaran —sus dos chicos habían muerto en la guerra—, le había legado la granja a un sobrino de su esposa, pero a este individuo, propietario de una vaquería en las afueras de Petersfield, sólo le interesaba vender el lugar, motivo por el cual estaba en el mercado.

El señor Cuthbertson le había dicho a Sam que esperaba conseguir un buen precio por ella algún día, una vez las cosas volvieran a remontar el vuelo, y que el dueño actual ya había rechazado a un par de posibles compradores siguiendo sus consejos porque las ofertas eran demasiado bajas. No dejaría escapar la oportunidad de tener un hombre de confianza en el sitio, residente por así decirlo.

El granero se erigía en un extremo del patio, perpendicular a la casa, construida de ladrillos con dibujos según un estilo popular en la región. Era una majestuosa estructura de madera que se había utilizado como almacén al quedar abandonada la granja y cuyas puertas se mantenían cerradas con candado para disuadir a los intrusos que pudieran sentirse tentados de desvalijarla.

Sam tenía una llave del candado, y tras descorrer el cerrojo, había abierto las dos puertas de par en par, inundando el umbroso interior de luz, desvelando los montones de vallas empleadas a modo de cercado provisional, fundamentales para la cría de ovejas, que cubrían los laterales del edificio casi cuan largo era. Donde acababan, hacia el fondo del granero, el espacio libre estaba ocupado por diversos objetos, incluidos muebles de la casa, cubiertos con lonas para resguardarlos de la lluvia que se filtraba por el tejado, y una colección de aperos de labranza guardados en cajas y cestas de mimbre. Al final del todo, en un rincón, había un carro de caballos con los brazos de madera levantados como un soldado en actitud de rendirse.

Fue a la esquina opuesta adonde se dirigió Sam, y donde dedicó unos minutos a despejar el suelo de tierra. Tras agarrar una horca que sobresalía de un cesto de mimbre, empezó a recoger en un montón el heno que había disperso aún a sus pies.

—Mira, ésta será su cama —le dijo a Sal, que lo había acompañado al interior del granero y observaba sus actividades con tibio interés—. Seguro que Eddie tiene un petate si está durmiendo como puede, y esto le servirá de colchón para debajo.

A lo largo de sus meses de administración había explorado los tesoros almacenados del granero y recordaba haber visto uno o dos artículos que ahora podrían serle útiles. Tras terminar con la horca, fue en busca de ellos y enseguida volvió arrastrando un antiguo lavamanos Victoriano, con una jarra y una palangana de esmalte en precario equilibrio encima de su superficie de mármol. Una segunda expedición dio como fruto un par de lámparas de aceite que Sam examinó y encontró en buen estado.

A continuación se le ocurrió una idea más y se volvió hacia un enorme armario de caoba que se erguía cubierto casi por completo de lona. Había mirado dentro una vez, recordaba, y a menos que lo engañara la memoria… Sam retiró los pliegues de lona de las puertas y lo abrió.

¡Sí, ahí estaba!

El destello de un espejo resplandeció en los oscuros confines del armario. Montado antiguamente en el interior de una de las puertas, ahora estaba suelto, posado contra la pared del fondo. Sam lo sacó y se lo llevó con gesto triunfal adonde había preparado la cama para Eddie. Lo dejó apoyado en la pared junto al lavamanos.

—Tendrá que poder peinarse por la mañana —le dio a Sal, a modo de explicación—. Todas las comodidades del hogar. Ese es nuestro lema.

Satisfecho con el resultado de sus esfuerzos, Sam examinó su imagen en el espejo, sonriendo al ver cómo la superficie agrietada distorsionaba sus rasgos poco agraciados, confiriéndole un requiebro añadido a la nariz rota que lucía desde hacía veinte años, recuerdo de sus tiempos de boxeador de feria.

Una cosa era segura: Ada no se había casado con él por su aspecto.

«No eres ningún Adonis, Sam Watkin», le había dicho más de una vez. «Pero eres buen tipo».

Sam no sabía si era buen tipo o no, pero se sentía contento con lo que estaba haciendo por Eddie, que antes parecía avejentado cuando se sentaron juntos en la orilla de la carretera. Como si la vida lo estuviera aplastando.

Dios, corrían tiempos difíciles.

—Eso es. Así está mejor.

Sam encendió su pipa y se recostó con un suspiro. Había almorzado desacostumbradamente tarde ese día. Pero los emparedados de queso que le había preparado Ada le habían sabido a gloria, mientras que el pedazo de salchicha fría y la galleta que había puesto aparte para Sal habían sido igual de bien recibidos. La perra estaba estirada en el suelo junto a él ahora, dormida en un abrir y cerrar de ojos, agitando el hocico, persiguiendo conejos en sus sueños.

Aunque había terminado con el granero, aún le quedaba por hacer su habitual ronda de inspección por la casa y las dependencias, y eran cerca de las tres cuando salió del patio y subió por la cara de la colina hasta la cordillera boscosa que había detrás de la granja. Mientras remontaba la resbaladiza pendiente, Sam se había reído al ver lo mal que lo estaba pasando su acompañante con el ascenso.

—Eso te pasa por comer demasiado, muchacha. —Estaba gorda como una pelota.

Una vez en la cima la marcha se había vuelto más fácil. Aquí el suelo estaba alfombrado por generaciones de hojas caídas, perfumado el aire inmóvil con las fragancias almacenadas del verano. Sam había hecho una pausa para admirar las motas de polvo que danzaban en saetas de luz solar atravesando el dosel de follaje sobre sus cabezas. Le encantaban los bosques. Lo transportaban a su niñez, una era de inocencia, en su cabeza, antes de la guerra, cuando el mundo parecía distinto. A sus días de cazador furtivo, que aun ahora le parecían libres de culpa, cuando era un muchacho que trabajaba en una granja cerca de Redford y se escabullía por las noches en el bosque iluminado por el crepúsculo.

Al atravesar una mata de helechos habían ahuyentado a un faisán, cuyo inesperado y frenético batir de alas los sobresaltó a ambos. Los excitados ladridos de Sally habían hecho añicos el profundo silencio de los árboles.

El lugar donde se habían detenido por fin, bajo una alta haya al filo del bosque, era uno de sus sitios favoritos. Desde allí podía ver el valle entero extendido ante él, respaldado por los múltiples pliegues de las Downs, cuyas cumbres cubiertas de hierba resplandecían con la menguante luz del atardecer.

—Las Downs, chatas, cabizbajas y gibosas como ballenas.

A Sam le gustaba citar la frase de Kipling, que había escuchado por primera vez de labios de su hermana mayor, Rose, quien a su vez la había aprendido en la escuela. Ahora, siempre que su mirada se posaba en los amplios montes verdes, pensaba en cuánto se parecían a un rebaño de gigantescas criaturas marinas.

No sólo debía vigilar los edificios de la granja. El señor Cuthbertson le había pedido que le echara un ojo también a los terrenos, y desde donde estaba sentado podía pasear la mirada por una amplia zona, hacia el oeste en dirección a Elsted y hacia el este hasta los tejados rojos de Oak Green.

Ese día el valle parecía desierto. La única figura que divisó era la de un hombre solo a cierta distancia, en la cima desnuda de la sierra de enfrente, contemplando el firmamento con unos prismáticos.

Sam dirigió la mirada al arroyo que discurría por el centro del valle en busca de delatores hilillos de humo, cualquier indicio de una fogata en la sinuosa línea de sauces y arbustos que señalaba el curso de agua. Como era de esperar, las granjas deshabitadas se habían convertido en un imán para los vagabundos, y el señor Cuthbertson le bahía pedido que los mantuviera tan alejados como le fuera posible, y en cualquier caso que se asegurara de que nadie intentaba instalarse en ninguno de los edificios.

No le faltaba razón. Una vez bajaban las temperaturas y empezaban a encender fuegos para calentarse y no sólo para cocinar existía el peligro de que incendiaran sin proponérselo el granero o establo donde se hubieran cobijado.

Sam se enfrentaba al problema a su manera. Cuando se cruzaba con alguno de estos vagabundos se paraba a charlar con ellos un rato, haciéndoles saber de forma amigable que había alguien encargado de vigilar la propiedad. Estaban invitados a descansar un momento, les decía, siempre y cuando no estropearan nada, pero no a remolonear sin motivo; ni a sentirse como en casa. Por encima de todo, debían mantenerse alejados de las viviendas; de lo contrario serían denunciados por invasión de la propiedad.

No era una parte de su trabajo con la que disfrutara. Varios de los vagabundos le resultaban conocidos, rostros familiares de años atrás. Consideraba a la mayoría de ellos hombres decentes caídos en desgracia y, a menudo, estas reuniones terminaban con Sam un florín o dos más pobre.

Los gitanos eran un caso aparte, taciturnos y reservados cuando se cruzaban sus caminos, arraigada en un resentimiento de siglos de antigüedad la hostilidad que destilaban sus ojos. Tanto si esto se debía a su naturaleza, a su modo de vida, o a la forma en que los trataban los demás —gente como él, ya puestos— era una cuestión que Sam no había resuelto nunca, y a falta de una respuesta satisfactoria recurría a una actitud franca y sin rodeos cuando hablaba con ellos. Pero aquello le dejaba un regusto amargo en la boca, y siempre se sentía aliviado cuando acababa y veía sus caravanas perdiéndose en el horizonte.

Miró su reloj de reojo. Eran las cuatro menos cuarto.

—Arriba, Sal. Hora de ponerse en marcha.

Sacudió su pipa y se levantó, pero tuvo que esperar mientras Sally se incorporaba con esfuerzo, entre gemidos. Pobre chica. El reuma empezaba a instalarse en sus articulaciones. Esperaba no tener que llegar al extremo de sacrificarla. No sabía si sería capaz de hacerlo.

—Vamos allá.

El camino más corto de vuelta a su furgoneta conducía paralelo a la sierra hasta la depresión por donde cruzaba el camino. Pronto llegaron a él, y Sam se detuvo un momento para pasear la mirada a lo largo del sendero. Estaba pensando en lo fácil que le resultaría a Eddie venir por aquí después del trabajo.

—¡Sally!

El gritito atiplado sonó a sus espaldas, y Sam miró a su alrededor. Una jovencita vestida con una túnica de gimnasia y cargada con una mochila escolar subía corriendo por el camino hacia ellos, procedente de la carretera. Sam la saludó con la mano.

—Mira, Sal… ahí está tu amiga.

Sally, cuya vista ya no era la misma de antes, no parecía muy convencida. Soltó un ladrido dubitativo. Luego empezó a menear la cola.

—¡Ay, Sally! ¿No me reconocías? —La niña llegó hasta ellos. Tras desembarazarse de su mochila y su sombrero de paja blanco, se puso de rodillas y rodeó el cuello de Sal con los brazos.

Sam, de pie junto a ellas, sonrió.

—Ya pensaba que no íbamos a verte hoy —dijo.

Se llamaba Nell. Nell Ramsay. Vivía en Oak Green, pero asistía al colegio en Midhurst y volvía en autobús todas las tardes. Era a comienzos de primavera cuando se habían tropezado con ella por primera vez en Wood Way, y desde entonces Sal y ella se habían convertido en uña y carne.

—Lo siento, señor Watkin. Debería haberle dado las buenas tardes a usted primero. —Sonriendo, levantó la cabeza, apartándose el pelo moreno de los ojos.

—¿Qué tal va todo, cariño?

—Muy bien, gracias. —Pese a su remilgada forma de hablar no se daba aires de grandeza, y a lo largo del verano Sam se había descubierto fascinado por sus ademanes sencillos y la franqueza con que se dirigía a todas las personas con quienes se cruzaba. En honor a la verdad, le recordaba a su Rosie, que era un año menor, y rubia en comparación con la broncínea Nell, pero lucía la misma expresión de entusiasmo en los ojos. Esa expresión que adoptaban las jovencitas que se hallaban al filo de la madurez.

Gracias a su falta de remilgos, ya lo sabía todo sobre ella… y sobre su familia. Se habían trasladado de Midhurst a Oak Green hacía tres años, le había contado Nell, pero su padre seguía trabajando de censor jurado en la ciudad y la llevaba en coche a la escuela todas las mañanas. Hasta ese mismo año siempre era su madre la que la recogía por las tardes. Pero desde que cumpliera los trece —Nell, la menor de los tres hijos de los Ramsay, tenía dos hermanos en la universidad— la consideraban lo bastante mayor como para cubrir el trayecto por su cuenta.

—Había reservado una galleta por si nos encontrábamos, Sally. Pero ahora no sé si debería dártela. Te estás poniendo gordísima.

La palabra «galleta» hizo que Sally atiesara las orejas, y ahora, como si estuviera bajo el hechizo de sus delicuescentes ojos castaños, Nell metió la mano sin mirar en su mochila y sacó un bocado de jengibre, que no tardó en desaparecer. Sam no pudo por menos que sacudir la cabeza y suspirar. Perra más glotona no la había en el mundo.

—Lo siento, hoy tengo que darme prisa. —Nell recogió sus cosas del suelo—. La tía Edith viene a tomar el té y a mamá no le gusta que me demore. —Plantó un beso en la sedosa cabeza que había junto a la suya y se irguió—. Adiós, señor Watkin. Adiós, Sally.

Sonriendo, Sam le dijo adiós con la mano y vio cómo se alejaba corriendo por el sendero mientras se colgaba la mochila de los hombros y se sujetaba el sombrero sobre la cabeza. Se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero hubo de detenerse una vez más al encontrar a Sally plantada sobre los cuartos traseros a su espalda, enfrascada en rascarse detrás de una oreja. O intentándolo. De un tiempo a esta parte le costaba horrores alcanzar ese punto, por lo que la tarea requería toda su atención.

—Venga, vieja. Ya lo hago yo.

Pero aunque la rascó a conciencia, no logró producir el resultado deseado, y en cuanto hubo acabado el animal volvió a abstraerse en lo que estaba haciendo antes, dejando a Sam sin otra opción que esperar a que terminara antes de proseguir su camino.

Volvió a mirar sendero abajo y vio que Nell había recorrido ya una buena distancia y se acercaba a la bifurcación que la conduciría a Oak Green.

Fue entonces cuando reparó en otro detalle. El tipo que había divisado antes, en lo alto de la sierra de enfrente, al otro lado del valle. El de los prismáticos. Todavía estaba allí.

Sam lo había tomado por un observador de aves. Los había de sobra en los alrededores, sobre todo en verano, y eran fáciles de distinguir. Oteaban el cielo sin descanso, apuntando a veces lo que veían. Pero lo que fuera que estuviese observando ahora este tipo, no era ningún pájaro. Sus binoculares apuntaban al valle a sus pies, lo que resultaba extraño, pensó Sam, puesto que allí no había nada que ver. Nada de interés.

Salvo la figura de Nell, que corría por el campo abierto alejándose del camino en dirección a los tejados rojos de Oak Green, con su sombrero blanco balanceándose como una flor transportada por la corriente.