—¿Pero elegiría un lugar tan público para dejar su coche? ¿En un club nudista? —El superintendente Holly aún tenía sus dudas—. ¿No tendría que haberlo visto alguien?
—No, ésa es la cuestión, Arthur. —De un humor excelente, Angus Sinclair estaba dispuesto a mostrarse magnánimo con su obstinado superior, que estaba mostrándose especialmente intransigente ese día—. La zona que utiliza el club está vallada. No se puede ver ni hacia dentro ni hacia fuera. El asesino podría haber entrado tranquilamente en el aparcamiento con la niña, dejar su coche con los demás vehículos y llevársela a la parte baja de los jardines, cerca del río, sin ser visto. Están, y ya lo estaban entonces, cubiertos de maleza y desatendidos, dice Styles. La policía de Oxfordshire está rastreando los terrenos ahora. Han pasado tres años, lo sé, pero quizá encuentren algo. —El inspector jefe miró a Bennett, que estaba sentado detrás de su escritorio—. Fue un bonito y perspicaz ejercicio de deducción, señor. Lo único que tenía Styles era un atisbo que esta joven había dejado caer durante el transcurso de su conversación. Mucha gente lo habría pasado por alto. Pienso proponer su nombre para una mención especial cuando esto termine.
—¡Sí, sí! Y yo estaré encantado de aceptarla. —Bennett habló con inusitada crispación—. Pero todo a su hora, inspector jefe. Todavía nos queda mucho camino por recorrer.
El comisario adjunto estaba irascible. Había pasado fuera dos días, presidiendo un congreso de policías en Manchester, y acababa de regresar a la capital esa misma mañana para encontrarse con que Sinclair solicitaba urgentemente entrevistarse con él en su despacho. Culpablemente consciente de la montaña de papeleo que requería su atención, sir Wilfred había llamado al inspector jefe y enviado asimismo un mensaje a Arthur Holly. Por mucho que deseara estar al corriente de la investigación, empezaba a darse cuenta de que esta falta de moderación por su parte implicaba robarle tiempo a otras tareas; tareas, por añadidura, más acordes a su elevado cargo.
—¿Cómo nos vemos ahora? —Bennett tamborileó con las yemas de los dedos encima de la mesa. Había escuchado con mal disimulada impaciencia el detallado informe del inspector jefe—. Este coche es una pista crucial, evidentemente. ¿Un Mercedes-Benz, dice usted?
—Sí, y puesto que es de factura extranjera, no habrá muchos de ellos en las carreteras de este país. ¡Más aún, conocemos el modelo!
—¿Cómo es posible? —preguntó Holly, con más que una sombra de incredulidad en la voz. El superintendente había sido puesto a dieta recientemente por su esposa (así se lo había confesado a Sinclair) y el régimen parecía surtir un efecto pernicioso sobre su ánimo—. Me cuesta creer que esta chica le contara eso a Styles.
—No, pero sí le dio el nombre de su antiguo novio —repuso con jovialidad Sinclair.
En contraposición a los otros dos, se hallaba de un humor excelente. Este inesperado progreso en lo que prometía ser la más intratable de las investigaciones había sido un regalo caído del cielo.
—Un tal James Stoddart, de Birmingham, que ya está siendo interrogado por la policía local, a petición mía. El coche ya no es suyo. Tuvo que venderlo cuando su esposa lo echó de casa hace un año… al parecer era ella la que tenía dinero. Pero, por todos los santos, cómo atesora su recuerdo.
La risita del inspector jefe fue poco entusiasta.
—Ahora bien, resulta que este modelo en particular, el que poseía Stoddart, se puso a la venta por primera vez en este país en 1929. Me han proporcionado esta información los delegados de Mercedes aquí… tienen su sede en Mayfair… junto con los detalles del coche. —Sacó una hoja de papel de su carpeta y la escudriñó—. Seis cilindros, doscientos veinte caballos, válvulas en cabeza… alcanza los ciento sesenta kilómetros por hora, ¿se imagina? También disponemos de una fotografía. —Deslizó una lámina brillante por encima de la mesa hacia Bennett—. He pedido que la reproduzcan y la distribuyan por la zona de Brookham, por si acaso alguien recuerda haberlo visto. Alguien al que le interesen los automóviles. Siempre hay unos pocos por ahí, y es lo bastante excepcional como para llamar la atención.
Sir Wilfred estaba estudiando la imagen del estilizado turismo de capó alargado.
—Sin duda parece una máquina lujosa —reconoció—. Lejos del alcance del conductor medio, ¿no le parece?
—¡A ese precio! —Sinclair esbozó una sonrisa lobuna—. Se vende por poco más de dos mil libras.
La apatía de Holly se disipó momentáneamente y soltó un silbido.
—Tiene usted razón, Angus. No puede haber muchos de ellos por ahí.
—No, y la ventaja para nosotros, naturalmente, es que sólo debemos comprobar las ventas realizadas entre la primavera de 1929, cuando el coche llegó a nuestro mercado, y ese verano, cuando asesinaron a la niña de los Barlow. La gente de Mercedes va a mandarme una lista esta tarde. No será larga… —Hizo una pausa para reflexionar—. Claro que, es más que posible que el hombre que buscamos ya no posea el mismo coche que tenía entonces. Ahora podría conducir otro modelo. Pero eso da igual. Si su nombre está en esa lista, daremos con él.
—Sí, ya veo. En verdad es extraordinario. —Bennett estaba recuperando el entusiasmo—. Si fuera preciso, se podría interrogar a todas las personas de esa lista.
—Se podría hacer eso —convino Sinclair—. Pero no creo que haga falta. Seguramente podamos eliminar un buen número, por un motivo u otro, nada más empezar.
—¿Cómo piensa abordar a los otros? —El comisario adjunto estaba ansioso por saber más—. Después de todo, tampoco tiene tanto en lo que basarse. ¿Un coche con una bolsa de naranjas en el asiento de atrás…?
—Para empezar, les pediremos simplemente que nos relaten sus movimientos.
—¿De hace tres años? —Arthur Holly volvió a la vida con un gruñido de incredulidad.
—No, no, señor… —Sinclair se esforzó por refrenar su impaciencia. Se preguntó si realmente sería el hambre lo que embotaba la cabeza del superintendente esa mañana—. En un principio lo único que quiero saber es dónde estaban y qué hacían en esas fechas de julio y septiembre, cuando asesinaron a las niñas en Bognor Regis y Brookham. Si alguien dice que no se acuerda, en fin, habrá que tener unas palabras aparte con él.
Holly rezongó, poco conforme.
—¿Qué sucede, Arthur?
—No se puede sacar a unos ciudadanos inocentes de la calle e interrogarlos, Angus. —El superintendente apretó las mandíbulas—. No en este país.
—¿Crees que no lo sé? —Zaherido por el comentario, Sinclair se ruborizó—. Pero ya que has planteado la pregunta, examinémosla. Para empezar, no se mencionará interrogatorio alguno hasta que yo esté completamente seguro de que hemos encontrado al hombre que buscamos. Y aunque es justo decir que la información que necesitamos para identificarlo podría estar pronto en nuestro poder, saber de quién se trata es una cosa, y demostrarlo otra. A menos que nos crucemos con alguna prueba irrefutable, nos enfrentaremos al problema de que sin paja no hay ladrillos. Cómo establecer un caso contra él. En esa tesitura, nos veríamos obligados a tomar el único camino que nos quedaría, interrogarlo.
Sinclair desvió la mirada hacia Bennett.
—Estos tipos se vienen abajo —dijo con firmeza—. Lo hemos visto antes. Sólo hay que aporrear esa fachada tras la que se escudan, y tarde o temprano se resquebrajará…
—Sí, claro. Pero ésa es una decisión que tomaremos llegado el momento. —El nerviosismo de Bennett había ido en aumento mientras hablaba el inspector jefe. Consciente de otros asuntos apremiantes que requerían su tiempo, no dejaba de consultar el reloj—. Debemos concentrarnos en lo que tenemos a mano. Encontremos primero al propietario de ese vehículo. Luego podremos decidir qué hacer a continuación. —Cogió un lápiz y atrajo una pila de documentos hacia él—. ¿Eso es todo, inspector jefe? —Agachó la cabeza.
—Más bien no, señor.
Irritado por verse interrumpido tan bruscamente, Sinclair no se dio ninguna prisa en cerrar su carpeta.
—Hay otro paso que me gustaría dar. Pero necesitaré su autorización.
Alertado no sólo por las palabras, sino también por el tono en que habían sido formuladas, el comisario adjunto levantó la cabeza de golpe.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Quisiera enviar un telegrama a la Organización Internacional de Policía Criminal en Viena. Me gustaría consultar sus archivos.
—¡Alto ahí, un momento! —Sir Wilfred soltó su lapicero—. ¡La Interpol! ¿Qué demonios tienen que ver ellos con esto?
—Tal vez nada, señor. —El inspector jefe cruzó parsimoniosamente una bien planchada pernera del pantalón sobre la otra—. Pero todavía nos queda por resolver el problema de qué estaba haciendo este hombre, este asesino, que no es ningún vagabundo y casi con toda seguridad posee un vehículo, entre el verano de 1929 y finales de julio pasado, cuando violó y asesinó a Marigold Hammond. Es casi inusitado que un agresor sexual de este tipo permanezca inactivo tanto tiempo. Hemos cotejado los expedientes carcelarios de criminales conocidos y seguimos teniendo las manos vacías. Otra posibilidad es que este hombre estuviera en el extranjero durante esa temporada. En tal caso, bien pudiera haber matado a una o más niñas en cualquier otro país. De ser así, debemos obtener esa información.
—Vamos, inspector jefe… —Bennett había vuelto a tamborilear con los dedos encima de la mesa—. Usted sabe tan bien como yo cuál es nuestra actitud hacia la organización. Y se trata de una actitud gubernamental, no lo olvide. Procuramos tener lo menos posible que ver con ellos.
—A pesar de todo, seguimos siendo miembros de la organización, ¿no es cierto? —Sinclair afectó un aire de perplejidad—. Sería una lástima desaprovechar esa conexión. Después de todo, su departamento internacional posee una lista actualizada con todos los criminales sexuales conocidos de Europa, más su modus operandi, y sigue la pista de sus movimientos.
—Estoy al corriente —espetó Bennett. Consultó su reloj de pulsera e hizo una mueca—. El quid de la cuestión es que la organización depende del gobierno austríaco. Su personal se compone exclusivamente de oficiales de policía austríacos. Hay motivos para creer que funciona como división de espionaje del Estado austríaco.
—¿En serio? —El inspector jefe pareció sorprenderse—. Qué raro que ningún otro país miembro… ya debe de haber treinta de ellos… parezca compartir ese punto de vista. Claro que ellos no disfrutan de nuestras ventajas especiales, ¿verdad, señor?
—¿Y cuáles son dichas ventajas, si se puede saber? —La voz del comisario adjunto había adquirido una nota peligrosa; sus mejillas pálidas estaban empezando a sonrojarse.
—Bueno, como policías británicos gozamos del privilegio de pertenecer a la fuerza más selecta del mundo y no tenemos nada que ganar ni aprender asociándonos con una panda de extranjeros.
—¡Ya está bien! —Bennett descargó el puño con fuerza sobre la mesa.
—¡Angus! —Arthur Holly agitó un dedo desaprobador en dirección a su colega—. Calma, los dos —añadió, por si acaso.
Colorado, Bennett se encaró con él.
—¡No me diga usted que me calme, superintendente!
Holly le dedicó una mirada impertérrita, y transcurrido un momento el comisario jefe recuperó la compostura. Parpadeando, volvió a sentarse en su silla.
—Hace rato que no oigo ninguna sugerencia de tu rincón —observó con inquina—. ¿No tienes ninguna opinión?
—Sí, señor, lo cierto es que sí la tengo. —Holly carraspeó—. En condiciones normales, si fuera cuestión de pedir ayuda a un puñado de extranjeros, yo sería el primero en oponerme. —Sonrió—. Pero en este caso, creo que Angus podría tener razón. Es el coche, ¿verdad?
—¿El coche, superintendente? —Bennett lo observó con suspicacia.
—Movilidad, señor. —Holly emitió su característica risita reverberante—. A eso me refiero. Es la cruz de la policía moderna. Hubo un tiempo en que, si se reventaba una caja fuerte o se atracaba una casa, podía meterse media decena de nombres en una chistera y estar seguro de que alguno de ellos sería el responsable, porque eran los que vivían en tu mansión. Pero ya no. Ahora hasta el último rufián de medio pelo tiene coche, no hay forma de saber dónde actuará a continuación. —Los miró a ambos—. ¿Y no es ése el problema al que nos enfrentamos aquí? Que nosotros sepamos este hombre ha matado a tres niñas: una en Oxfordshire y dos en el sur, aunque en condados distintos. De modo que una cosa está clara, y es que no se está quieto. Es más, posee un vehículo… eso también lo sabemos… un turismo condenadamente enorme, encima, al parecer. ¿Por qué no iba a pasar una temporada en el extranjero? No podemos ignorar esa posibilidad. —Se giró hacia el comisario adjunto—. Señor, hasta que no podamos identificarlo sin lugar a dudas, creo que deberíamos lanzar nuestras redes lo más lejos posible.
—¡Bien dicho, Arthur! —Sinclair estaba exultante—. Yo mismo no podría haberlo expresado mejor.
Sonrojado, Bennett paseó la mirada de uno a otro. Tras echarle un vistazo nuevamente a su reloj, profirió un gemido.
—¡Santo cielo! ¡La hora que es! —Se levantó y apuntó a Sinclair con un dedo—. Muy bien. Puede enviar ese telegrama a Viena. Pero no lo mande sin que yo lo vea. ¿Entendido?
—Perfectamente, señor. —La sonrisa de Sinclair era de benevolencia.
Sin más palabra Bennett se dirigió a la puerta a largas zancadas. Holly esperó hasta que hubo oído cómo se cerraba de golpe tras ellos. Entonces se desperezó, mirando de soslayo mientras lo hacía.
—Jugando con fuego, ¿no, Angus?
El inspector jefe gruñó.
—Bennett es buen comisario. Tenemos suerte de contar con él. Pero debe aprender a establecer cuáles son sus prioridades. ¡Al cuerno con la actitud gubernamental! Lo importante es encontrar a ese hombre antes de que mate de nuevo. —Sonrió a su superior—. Por cierto, gracias, Arthur. No esperaba que salieras en mi defensa.
Holly resopló.
—Siempre has estado demasiado seguro de ti mismo.
Con una risita, Angus Sinclair encajó el reproche de buen grado.
—Pensaba preguntártelo antes. —El superintendente se puso de pie—. ¿Qué vas a hacer ahora con Styles? ¿Vas a dejarlo en el caso?
—Sí, así es. —Sinclair se incorporó a su vez, y se dirigieron a la puerta—. De hecho, lo he enviado a Guildford con órdenes de husmear por ahí. Cierto, esta pista del coche podría resolvernos el caso, pero no podemos estar seguros, y no quiero quedarme papando moscas mientras tanto. El asesinato de Brookham es el más reciente, el más fresco, si lo prefieres, y quiero que haya alguien allí al pie del cañón. También tengo otro motivo, pero esto es entre tú y yo, Arthur.
—¿Qué quieres decir? —Holly lo miró con suspicacia.
—Le he dicho a Styles que no debería sentir reparos a la hora de aprovechar la mente de John Madden si se presenta la oportunidad.
John tiene un instinto excepcional para esta clase de casos y me gustaría saber qué opina.
—No veo nada de malo en ello. —El superintendente aún estaba desconcertado.
—Puede que no. Pero voy a hacerlo de forma más bien soterrada. No puedo implicar a John directamente. Helen me despellejaría si se enterara. Pero la posición de Styles es distinta. Su relación con Madden se remonta a la época en que trabajaba a sus órdenes, y es amigo de la familia; más aún, Helen siente debilidad por él. Espero que tenga algo de manga ancha con él cuando aparezca por allí. —Sinclair frunció el ceño—. Aunque tengo la desagradable sensación de estar caminando por terreno minado.