8

A las diez en punto del viernes siguiente, con cita previa, Sinclair se presentó en el despacho de sir Wilfred Bennett, comisario adjunto, investigador, entre cuyas responsabilidades dentro de Scotland Yard se incluía la supervisión general del Departamento de Investigación Criminal. Cargado como estaba de responsabilidades políticas y administrativas, normalmente Bennett no hubiera abordado el tema que deseaba tocar el inspector jefe. Pero la ausencia de su subdirector, quien recientemente se había sometido a una extirpación de la vesícula biliar y disfrutaba ahora de un periodo de convalecencia prolongado tras sus escarceos con la peritonitis, le había ofrecido al comisario adjunto una oportunidad irresistible.

—Es casi como en los viejos tiempos, inspector jefe.

Sir Wilfred mantenía el mismo despacho en el Yard desde hacía más de una década. Su oficina daba a la ribera arbolada y al Támesis. En el pasado Sinclair y él se habían reunido allí a menudo, y Bennett conservaba la nostalgia por aquellos días en que, como subdirector del por aquel entonces comisario adjunto, había estado más implicado en el día a día de la dirección del DIC. El ascenso le había reportado el rango de caballero y el acceso a los más altos escalafones de la Policía Metropolitana, pero a veces se preguntaba si no habría perdido más que ganado.

—Le he pedido al superintendente Holly que se reúna con nosotros. Creo que sería un detalle. Hace poco me dijo que desde que lo «llevaron arriba», por usar sus mismas palabras, se siente algo alejado de las cosas, sensación que comprendo. —Sir Wilfred cruzó la mirada con Sinclair, y ambos compartieron una tenue sonrisa.

—¿No sigue Arthur de vacaciones, señor?

—Volvió ayer. Pero todavía no habrá tenido ocasión de echarle un vistazo al dossier, por lo que te sugiero que empieces poniéndonos al corriente.

El comisario adjunto condujo a Sinclair hasta la mesa de roble pulido junto a las ventanas donde tenía por costumbre realizar sus conferencias de negocios: reuniones que de un tiempo a esta parte parecían conllevar exclusivamente tortuosos trámites burocráticos. Cuando se sentaron frente a frente, sir Wilfred se fijó, no sin envidia, en los claros ojos grises y el aire de alerta de su visitante. Pese a haber cumplido los sesenta, Angus Sinclair conservaba el aspecto de quien se entrega a su trabajo con avidez.

Llamaron a la puerta y apareció el inspector jefe. Era un hombre fornido entrado en la cincuentena, de rasgos angulosos y bronceado por el sol.

—Buenos días, Holly. Bienvenido de vuelta. —Bennett se levantó y le estrechó la mano—. Espero que hayas tenido unas buenas vacaciones.

—Gracias, señor. El tiempo ha sido excelente. Siempre digo que no hay lugar comparable a las islas Sorlinga en esta época del año. —El suave ronroneo del superintendente delataba su origen rural. La Metropolitana llevaba ya años reclutando en el condado occidental, pues los oriundos londinenses se consideraban demasiado espabilados y pillos, listos en exceso para formarse como policías. Los robustos hombres del campo, de mente abierta y maleable, por contra, se tenían por materia prima ideal, y el superintendente Holly daba fe de ello.

—Que me aspen, Arthur, si no has engordado. —Sinclair miró de soslayo a su colega—. Habrá que hablar con Ethel. Vamos a tener que ponerte a dieta.

Holly se sonrojó. Ahora era el superintendente más veterano de la fuerza y, oficialmente, el superior de Sinclair. Pero jamás podría olvidar que en su día había trabajado a las órdenes del inspector jefe; más de una vez había sentido el látigo de su lengua afilada y se había esforzado por conseguir su aprobación. Hacía ya varios años que Angus Sinclair renunció a obtener más ascensos, dejando claro que se daba por satisfecho con el rango de inspector jefe. Había cinco oficiales como él en las fuerzas del Yard y se los consideraba especialistas, reservados para lidiar con las investigaciones más difíciles y exigentes. A Holly le alivió ver que Sinclair decidía dirigirse a él por el nombre de pila; por amarga experiencia sabía que cuando el inspector jefe quisiera corregirlo lo trataría de usted.

—Así que bajaste a Guildford el domingo pasado, ¿verdad? —Bennett había esperado a que todos se hubieran sentado antes de hablar. De semblante pálido y ralo pelo moreno, sus ademanes bruscos y decididos reflejaban la mente que había tras ellos—. Espero que se anduviera usted con cuidado, inspector jefe.

—Como si estuviera pisando huevos, señor. —Sinclair abrió su carpeta—. Jim Boyce es un viejo amigo. Acordamos considerar mi visita no oficial.

—En tal caso puedo dormir tranquilo, ¿no? No quiero abrir el periódico mañana y enterarme de que algún detective de Scotland Yard ha estado merodeando por los condados limítrofes sin que nadie lo invitara. —Bennett habló con una sonrisa. Con los años le había cogido cariño al pulcro inspector jefe. No sólo habían cooperado en algunos casos en el pasado, sino que eran aliados en un sentido más amplio, tras haber trabajado, cada uno en su ámbito, para modernizar la institución para la que trabajaban, tarea que sir Wilfred no se había privado de comparar con intentar arrear una mula empeñada en no dar un solo paso.

Sinclair no hizo ningún comentario y se limitó a enarcar una ceja a modo de respuesta. Se daba la circunstancia de que la carpeta que tenía en las manos, con su fajo de hojas escrupulosamente mecanografiadas, era el fruto de una iniciativa que el comisario adjunto y él habían presentado conjuntamente hacía unos años. Scotland Yard se preciaba ahora de poseer un registro donde el personal civil recopilaba expedientes sobre los casos a partir del material proporcionado por los detectives, ahorrándose así éstos el excesivo tiempo que consumiría dicha tarea.

—¿Guildford? —Arthur Holly frunció el ceño—. Me suena. ¿No es en ese distrito donde asesinaron a una joven recientemente? Me parece recordar haber leído algo al respecto en el periódico.

—Sí, una niña. Violada y estrangulada. Ocurrió mientras estabas lucra. —Bennett se retrepó en su silla—. El inspector jefe me ha llamado la atención sobre el caso. En su opinión, algunas de las circunstancias que rodean el asesinato no deberían pasarse por alto. —Señaló a Sinclair, invitándolo a continuar.

—Se trata de la naturaleza del crimen, Arthur, además de las circunstancias. —Sinclair dirigió sus comentarios a su colega—. Las heridas infligidas al cadáver de la pequeña tras su muerte fueron inusitadamente graves. Le destrozaron la cara, la desfiguraron, prácticamente. Tras la debida consideración, el forense determinó que el asesino se había valido de un martillo para tal fin, una herramienta de albañil, a juzgar por las mediciones realizadas sobre las marcas.

—¡Dios santo! —La consternación se reflejó en el rostro de Holly—. Nunca había oído algo igual.

—Entre las distintas conclusiones que podrían extraerse de semejante acción, la que más preocupante me parece es que el asalto parece haber sido planeado con antelación. Si llevaba el martillo encima, debía de proponerse usarlo. Ese es uno de los motivos por los que opino que este crimen merece nuestra atención. Detrás de él podría haber más de lo que parece a primera vista.

El silencio siguió a sus palabras. Tras un momento de pausa, el inspector jefe continuó:

—Por ahora, lo único que puedo deciros es que la policía de Surrey está buscando insistentemente a un vagabundo relacionado con el asalto, un hombre cuyo nombre de guerra es Beezy. Se sabe que estuvo en el bosque donde hallaron el cadáver de la niña alrededor del momento en que la mataron. Han hecho circular su descripción por Surrey y los condados de los alrededores, y también se la han enviado a la Policía Metropolitana.

—¿Qué sabemos de él? —preguntó Holly.

—Bastante. —Sinclair sacó una hoja de la carpeta—. Ayer recibí esta información de Guildford. Su nombre real es Harold Beal. Hace doce años su esposa falleció de repente. Empezó a beber en serio, perdió el trabajo y por fin se echó a la carretera. Ha sido un vagabundo desde entonces y, como tantos de ellos, un animal de costumbres. Hasta este año solía pasar los veranos en Kent, trabajando en las granjas de allí y regresando a Londres en invierno. Lo han encontrado borracho y alborotando en diversas ocasiones y cuenta con una pena en su haber. El año pasado lo condenaron por exhibicionismo en un juzgado de primera instancia de Canterbury.

—No me digas. —Holly se sentó recto—. ¿Qué opinas de eso? —Y cuando Sinclair no respondió de inmediato—: Es un indicio, ¿verdad?

—Podría serlo. Pero no estoy seguro. —El inspector jefe relajó un músculo en su espalda—. A fin de cuentas, delincuentes sexuales de tres al cuarto los hay a patadas. Entre bajarse la bragueta en público y hacerle lo que le hicieron a esa pobre niña media un abismo. Un abismo enorme.

—Cierto. Pero por algo se empieza. —El superintendente jefe abundó en su argumento—. Fíjate en el expediente de cualquier delincuente sexual serio, Angus, y verás que en su día fue un simple mirón, o algo por el estilo.

—Lo reconozco. —Sinclair asintió con la cabeza—. Pero deja que te cuente algo más sobre el caso de Beal. Una maestra de escuela de Canterbury declaró que se exhibió en una vía pública mientras ella pasaba por allí con una excursión de colegialas. Beal dijo en el tribunal que sólo estaba orinando y no se dio cuenta de que se acercaban. Afirmó ser duro de oído, lo que parece atestiguar el informe del juicio. No paró de solicitar que se le repitieran las preguntas. A tenor de esto, yo diría que fue una acusación que jamás debería haber cuajado, pero el juez lo declaró culpable y lo condenó a dos años de prisión. Está en el expediente. —El inspector jefe tamborileó en la carpeta con el dedo índice—. No lo descarto, Arthur. —Cruzó la mirada con el superintendente.

—Tal vez por eso Beezy eligiera Surrey este año en vez de ir a Kent —comentó secamente Bennett—. Dondequiera que esté ahora seguro que se arrepiente. ¿Qué opina Boyce? ¿Cree que este vagabundo es su hombre?

—No con la misma firmeza que al principio. No después escuchar la opinión de John Madden al respecto.

—¿Madden? —Holly enarcó las cejas—. ¿Cómo se ha implicado?

—Resulta que fue él quien encontró el cadáver. Estaba ayudando al policía de la localidad a rastrear el bosque. Hablé con él en Highfield el domingo.

—Buen tipo, John Madden. —El superintendente expresó su aprobación con voz ronca—. No debiste permitir que se fuera, Angus.

—No sé qué te hace pensar que yo podría haber tenido voz en ese asunto. —Zaherido por el comentario, el inspector jefe respondió con aspereza—. Fue su esposa la que lo convenció para que abandonara el cuerpo. Me parece que no la conoces, Arthur.

—Al contrario —acotó Bennett—. En una cena, en Londres, hace unos años. Recuerdo bien la ocasión. Fue poco después de que el parlamento accediera a permitir por fin la entrada de las mujeres en la administración pública, y le pregunté si le parecía bien la resolución. «Me siento tan agradecida que no tengo palabras», fue su respuesta, pero creo que no hablaba en serio. —Se rió—. Es una mujer bien guapa, además… ¿De modo que Madden ha visto el escenario del crimen? ¿Qué le pareció? Supongo que no respaldará la teoría del vagabundo.

Sinclair sacudió la cabeza. Se tiró del lóbulo de la oreja, pensativo.

—Madden siempre se las apaña para ver las cosas claras, para ver a través, o mejor dicho, más allá de ellas. Antes pensaba que era una especie de sexto sentido cuando trabajábamos juntos, pero ahora me pregunto si no será sencillamente que sabe entender lo que ve mejor que la mayoría. Lo que significa… —Se encogió de hombros—. No, Madden no cree que fuera Beezy quien asesinó a esa niña. Cuando vio el rostro de la víctima, lo que quedaba de él, venteó el rastro de otra clase de asesino. Uno mucho más difícil de rastrear.

—¿Y eso?

—Opina que el daño infligido a los rasgos de la pequeña fue premeditado, obra de alguien que podría haber hecho algo parecido antes, más que la aberración de un viejo vagabundo que se tropezó con una niña desacompañada y perdió de pronto el control de sus actos. Es más, los hallazgos del forense respaldan su teoría.

Holly frunció el ceño.

—No me suena ningún crimen reciente que encaje con estas pautas, Angus. ¿Has encontrado algo en los archivos?

—No, nada. —El inspector jefe sacudió la cabeza—. Ni siquiera un atisbo de conexión, me temo. Pero ése no es el final de la historia. Me ha llamado la atención otra cosa, un disparo al aire, se podría decir, pero pensé que debería compartirlo con vosotros.

Holly y Bennett cruzaron las miradas.

—Por favor —dijo secamente el subdirector adjunto.

Sinclair estudió a sus interlocutores.

—Hace tres años… en julio de 1929, para ser exactos… una niña de doce años llamada Susan Barlow desapareció en Henley del Támesis. Su cadáver no apareció hasta este año: hasta hace seis semanas, de hecho. Se pensó que podría haberse ahogado en el río… la última vez que la vieron fue en la orilla… y sacaron su cuerpo del agua. Había quedado atrapado en una ensenada debajo de un tronco que a su vez se había atascado en la ribera. Ni que decir tiene, el cadáver de la niña se hallaba en avanzado estado de descomposición.

—No nos irás a decir que la violaron. —Holly frunció el ceño—. Seguro que no han podido dictaminarlo.

—Desde luego que no. Tampoco si la estrangularon, para compararlo con el crimen de Brookham. Sumergida en agua dulce, la carne debió de sucumbir a la adipocera en cuestión de seis meses. Pero su cara era harina de otro costal.

—¿Estaba dañada? —Los rasgos del superintendente se ensombrecieron.

—Sin lugar a dudas. Pero no tanto como en Brookham, lo cual podría ser relevante. Tenía fracturada la nariz y uno de los pómulos, y el cráneo resquebrajado.

Hubo silencio por unos instantes.

—Sí, pero un cuerpo sumergido tanto tiempo… unas heridas de ese tipo podrían deberse a multitud de factores —rezongó Holly.

—Es un misterio, sin duda —reconoció Sinclair—. Un misterio que trae a la policía de Oxfordshire de cabeza mientras hablamos. También debería deciros que no se nos ha informado oficialmente de esta cuestión. No se ha iniciado ninguna investigación por asesinato. Me he enterado por casualidad.

Hizo una pausa, escudriñando una hoja de la carpeta que reposaba encima de la mesa ante él, antes de volverse hacia Bennett.

—¿Sabe quién es George Ransom, señor? Trabaja de forense en Saint Mary, en Paddington.

—Me suena su nombre.

—Me topé con él por casualidad esta semana y me contó lo del cadáver que habían sacado del río en Henley. Me lo dijo más como curiosidad que otra cosa, pero con el caso de Brookham reciente en la cabeza, agucé el oído. Ransom se había enterado en una cena a la que asistió, una convención anual de médicos. Cualquiera pensaría que es un tema peculiar con el que amenizar la mesa, incluso para unos forenses, pero resulta que estaba sentado al lado del doctor que había realizado la autopsia… un médico de Oxford llamado Stanley… de modo que conocía toda la historia. Stanley dijo estar convencido de que las heridas eran fruto de golpes en la cara… señalo media decena al menos gracias a las marcas óseas… lo que indica una agresión. Le contó a Ransom que la policía de Oxfordshire estaba a la expectativa por el momento, aguardando otra explicación. —Sinclair se acarició la barbilla—. No los culpo. Nadie busca el asesinato, ¿verdad? —Miró de reojo a sus interlocutores—. Primero buscamos una explicación natural. Pero en este caso cuesta encontrar una, o eso opina Stanley.

—¿Tráfico fluvial? —Bennett cambió de postura en la silla—. Esa franja del Támesis es muy activa. La mitad del año está atestada de embarcaciones de recreo.

—¿Está usted pensando en las aspas de un barco, señor? Tendrían que haber sido varios golpes. —Sinclair asintió con la cabeza—. Pero Stanley arguyó que las marcas de los huesos no eran representativas de unas aspas. No quiso decir más.

—¿Y las palas de un vapor? —sugirió el superintendente.

—Estamos hablando del Támesis, señor, no del Misisipí.

Desazonado, Holly refunfuñó:

—Aun así, debe de haber más cosas que podrían haberlo causado. No estamos seguros de que fuera un asesinato.

—No, no lo estamos. Eso es verdad.

—¿No se trata de dos cuestiones distintas? —El tono que empleó el superintendente era hosco. Todavía no había recuperado su aplomo—. Para empezar, ¿fue un asesinato? Y segundo, ¿guarda alguna relación con el crimen de Brookham?

—Efectivamente, Arthur. —Sinclair se propuso apaciguar a su superior—. En ningún momento pretendo insistir en que lo sea. Pero no podemos pasar por alto los denominadores comunes de ambos casos: me refiero a la edad de las niñas implicadas y el daño infligido a sus rostros. —Hizo una pausa—. Cierto, también hay un problema con el lapso de tiempo. Un espacio de tres años entre crímenes de este tipo es sumamente inusual. Tendré que pedir que revisen los archivos penitenciarios por si da la casualidad que estuvo encerrado durante este periodo… eso suponiendo que se trate de la misma persona… pero no soy demasiado optimista. Estoy seguro de que si lo hubieran detenido por algún delito sexual grave nos habríamos enterado ya.

Cruzó la mirada con el subdirector adjunto.

—Eso es todo por el momento, señor.

—Bien. —Bennett consultó su reloj—. Tengo otra reunión dentro de cinco minutos. Pero veamos si somos capaces de llegar a alguna conclusión provisional antes de irnos.

Se levantó, se dirigió a la ventana y se plantó allí, con las manos en las caderas, contemplando el exterior. Los otros dos lo observaron en silencio.

—El vagabundo sigue siendo la clave, ¿verdad? Beezy. Creo que habrá que esperar hasta que lo encuentren. Hasta que lo entrevisten, hasta que sepamos si fue el responsable del asesinato de Brookham. La policía de Surrey es más que capaz de realizar una pesquisa judicial formal, si eso es lo que resulta ser esto. No quiero que el Yard irrumpa en escena y parezca que queremos robarles protagonismo. De todas formas, quiero que se me mantenga al corriente del progreso de la investigación. Supongo que no tendrán nada que objetar si mostramos interés, ¿no? —Miró de soslayo por encima del hombro.

—Al contrario —le garantizó Sinclair. Cerró su carpeta—. Después de escuchar a Madden, Jim Boyce está como un flan. Me llamará al menor indicio de que el caso pudiera cruzar los límites de su dominio.

—Sin embargo, no parece usted satisfecho, inspector jefe.

—Oh, no, señor. No es eso. —Sinclair desfrunció el ceño en que se había fijado su superior—. Que busquen a Beezy todo lo que quieran. Es más, si se consigue demostrar que fue él el asesino, estoy dispuesto a olvidarme de todo este asunto, al menos por lo que al Yard respecta.

—¿No crees que pudo estar implicado en el caso de Henley?

—Lo dudo. Beal sobrepasa los cincuenta. Es sabido que ha pasado los diez últimos veranos en Kent. No me lo imagino trasladándose de pronto a Oxfordshire. —Sinclair zangoloteó la cabeza—. No, si Beezy es su hombre, estaría dispuesto a dejar que esta investigación se enfríe.

—¿Entonces, qué? ¿Qué te preocupa?

El inspector jefe suspiró.

—Lo que me preocupa es lo que cree Madden. Opina que sólo hemos arañado la superficie de este caso: que lo peor está por llegar. Y si la experiencia sirve de algo, debo decir que en asuntos así su instinto suele tener razón.