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La investigación forense de la muerte de Alice Bridger, llevada a cabo en Guildford el viernes siguiente, concluyó enseguida. Como oficial a cargo del caso, el inspector Wright describió sin tapujos el escenario del asesinato y esbozó las medidas emprendidas ya por la policía de Surrey al comienzo de la investigación. Aparte de los interrogatorios de rutina, dichas medidas comprendían la localización de cualquier forastero avistado en las proximidades de Brookham aquel día.

Se había informado de la presencia de varios vagabundos en la zona, y algunos de ellos ya habían sido identificados e interrogados, sin éxito por el momento. Se estaba ampliando la búsqueda del resto.

—Me han autorizado para informar al tribunal de que estamos buscando a un hombre en particular —declaró Wright—. Esperamos dar con su rastro e interrogarlo en un futuro muy próximo.

El doctor Galloway se mostró igualmente escueto. Adosando a la violación de Alice Bridger el único adjetivo de «brutal», el forense detalló sucintamente las heridas, tanto internas como externas, sufridas por la niña durante el asalto, leyendo de una declaración preparada, sin levantar la cabeza, consciente tal vez de la presencia de los padres de Alice en el juzgado. La niña había sido estrangulada con posterioridad, y a juzgar por la cantidad de agua hallada en sus pulmones era probable que el asesino también la hubiera sumergido en la corriente. Su rostro había sido «gravemente maltratado», dijo Galloway, pero sin entrar en detalles.

—Pienso darle la menor cantidad de carnaza posible a la prensa londinense —les había explicado a Madden y Helen, con quienes se había encontrado a las puertas de la sala de justicia antes de que comenzara la vista—. Vigilan de cerca las pesquisas judiciales.

Madden, uno de los primeros testigos, había declarado largo y tendido sobre el hallazgo del cadáver a orillas del arroyo. El juez de instrucción, recientemente asignado, no ocultó la sorpresa que le causara su implicación en el caso.

—¿Exactamente por qué está usted aquí, señor Madden? —preguntó.

—Acompañé al agente Stackpole con mi coche desde Brookham. Opinaba que se debería rastrear el bosque sin demora, en vez de esperar a que llegaran los detectives de Guildford.

—Sí, ¿pero por qué se involucró usted en el rastreo? No es habitual que un civil se involucre hasta ese punto en una investigación policial.

—Nada habitual —había convenido Madden, dejando a su interrogador rascándose la cabeza, contrariado, pero igual que estaba.

—Por un momento pensé que te iba a cargar de cadenas, John. —Canoso y sesentón, el superintendente en jefe Boyce, director del DIC de Guildford, enganchó a Madden en la calle al término del proceso. Eran viejos conocidos—. ¡Mira que tropezamos con un caso como éste a seis meses de mi jubilación! Menos mal que por lo menos es fácil.

Esperó una respuesta, sin recibirla.

—¿No está usted de acuerdo? —Boyce enarcó una ceja y se giró para quitarse el sombrero y hacer una reverencia—. ¡Doctora Madden!

—Señor Boyce… ¿cómo está usted? —Helen le estrechó la mano. Venía de hablar con la señora Bridger, la madre de la niña asesinada, que se encontraba junto a los escalones del juzgado en medio de un corro de vecinos de Brookham, agarrada al brazo de su marido como si necesitara su apoyo para sostenerse de pie. El propio Bridger, pálido y con expresión aturdida, apenas si parecía ser más capaz de mantener el equilibrio que ella. Molly Henshaw los rondaba con afán protector.

—Se van a desplomar, los dos —dijo Helen, refugiándose en su desapasionada voz clínica—. No le hará gracia, pero pienso escribirle una nota al doctor Rowley. Tiene que cuidar de ellos como es debido.

Durante el proceso, Madden había visto a Fred Bridger sentado en la segunda fila de la sala, en los asientos públicos. Sus miradas se habían cruzado por un instante, y había sentido la fuerza de la angustia del otro hombre mientras escuchaba las lacónicas declaraciones ofrecidas por diversos testigos de las circunstancias que rodeaban los agónicos últimos momentos de su hija sobre la faz de la tierra.

—Este hombre al que buscan —le dijo Helen a Boyce—. ¿Se trata de ese misterioso Beezy?

—En efecto, y no entiendo cómo es posible que no le hayamos echado el guante todavía. —El jefe de policía de Surrey parecía sombrío—. Estos vagabundos saben pasar desapercibidos, está claro… tienen escondrijos donde jamás se nos ocurriría mirar. Pero así y todo, pronto deberá salir a la luz. Como poco, tendrá que buscar comida.

Madden había visto la descripción puesta en circulación por la policía de Surrey. Se había enviado no sólo a los agentes del distrito sino también a los granjeros y guardabosques, y Will Stackpole le había traído una copia del póster.

Beezy aparecía retratado como un hombre de mediana edad, con barba y vestido de cualquier manera… palabras aplicables a casi todos los vagabundos, como había señalado el policía. Sin embargo, poseía un rasgo característico en el que se había fijado el agricultor de Dorking para el que había trabajado recientemente: le faltaba el lóbulo de la oreja derecha.

—Y tampoco hemos vuelto a tener noticias de Topper desde que lo soltamos —se lamentó Boyce—. Wright ha tenido que tachar su nombre de la lista de testigos esta mañana. Me pregunto adonde habrá ido.

La mirada de suspicacia que le lanzó a Helen al pronunciar estas palabras no suscitó ninguna reacción, aparte de una sonrisita divertida que afloró a los labios de la mujer.

—No sé qué es lo que piensa, pero se equivoca usted —declaró la médica—. No he vuelto a verlo desde aquella noche en Brookham, y no tengo la menor idea de su paradero actual.

Ambas declaraciones eran ciertas, reflexionó Madden, aunque, como antiguo policía, podría haberse sentido tentado de acusar a su mujer de no ser completamente sincera. El día anterior su jardinero, Tom Cooper, había encontrado un ramo de rosas silvestres y cabellos de ángel en una rama de sauce tendida en la hierba frente a la verja al pie del huerto. Lo había desconcertado un poco descubrir, además, un burdo dibujo grabado en la pintura verde de la puerta del jardín —una cruz inscrita en un círculo— y se disponía a coger la brocha y el cubo de pintura para reparar el desperfecto cuando Helen lo detuvo. «Que se quede ahí», había decretado.

El gesto del trampero había extrañado a Madden, hasta que su esposa se lo explicó.

—Está escondido —dijo—. Sabe que la policía volverá a salir en su busca. Deberían haberlo retenido cuando tenían la oportunidad.

—Sí, pero ya que estaba aquí, ¿por qué no vino a verte?

—Porque entonces tendríamos que haber decidido qué hacer… si informar a la policía o no… y no quería ponernos en ese compromiso. La señora Beck acertó al decir que mi Topper es todo un caballero. Pero me preocupa. Está demasiado mayor para deambular por ahí.

Boyce, mientras tanto, había vuelto a concentrarse en Madden.

—Volviendo a lo que estaba diciendo, John… heridas de la niña aparte, ¿crees que su asesinato tiene algo de extraordinario?

Helen sintió una punzada de intranquilidad al escuchar al policía de Surrey. Consciente del respeto que su marido había inspirado siempre en sus colegas —y no sólo en los del Yard— sabía que estarían ansiosos por conocer su opinión, sobre todo en un caso tan serio como éste. Pero al verlo ahora con sus propios ojos, la asaltaron los presentimientos.

—Oh, es truculento, lo admito —continuó Boyce, que no había obtenido una respuesta inmediata—. No he visto nunca nada parecido a la cara de esa pobre niña. Pero apuesto diez contra uno a que este tal Beezy resultará ser el hombre que buscamos. O alguien muy parecido a él.

—¿Se refiere a un vagabundo? —Madden parecía sorprendido.

—Bueno, sí, supongo. Alguien por el estilo. —El superintendente frunció los labios—. Mire, no es inconcebible, con la vida que llevan… los vagabundos… los nómadas… les faltan tantas cosas… no tienen oportunidad… —Dirigió una azorada mirada de soslayo a Helen, que había adivinado ya el origen de su turbación.

—Quiere decir usted que sufren privaciones sexuales.

—Bueno, sí. Ya que lo expone de esa manera. —El jefe de Guildford buscó refugio en su pañuelo. Se sonó la nariz ruidosamente—. Y esa clase de sensaciones pueden acumularse, ¿verdad? La presión aumenta, cada vez más, y cuando se rompe el dique, en fin, la tromba puede ser inesperada y feroz. Eso es lo que ha ocurrido aquí, creo. Quienquiera que matase a esa chica perdió los estribos.

—¿Está usted seguro de eso? —La serena interjección de Madden pilló por sorpresa a sus interlocutores. Boyce se lo quedó mirando.

—¿Qué quieres decir, John? —preguntó—. ¿Qué estás sugiriendo?

—No estoy seguro, exactamente. —Con el ceño fruncido, de pronto Madden parecía ser presa también de las dudas—. No quiero entorpecerte con ideas a medias.

—Eso no importa. —Boyce arrugó la frente a su vez—. Dime lo que estás pensando. —Cuando Madden guardó silencio, añadió—: ¿Intentas decirme que debería llamar al Yard?

Helen vio que su marido estaba esperando esa pregunta. Pero su respuesta no fue la que se imaginaba.

—No veo cómo podrías hacerlo —dijo Madden—. Todavía no. Podrías tener razón acerca del vagabundo. En cualquier caso, hay que encontrarlo. Pero yo me aseguraría de que se informara al Yard sobre esto. —Hablaba ahora con más confianza; había tomado una decisión—. Y tampoco perdería tiempo, Jim, si estuviera en tu lugar. Me pondría en contacto con ellos inmediatamente.

El viaje de regreso a Highfield fue silencioso. La costumbre que tenía Madden de retraerse en sí mismo cuando algo lo preocupaba estaba muy arraigada, y Helen había aprendido por experiencia a tener paciencia con él.

Cuando se conocieron, había tardado varias semanas en conocer los detalles de su pasado. En arrancarle la historia de la joven esposa y el bebé que había visto morir en una epidemia de gripe antes de la guerra: en escuchar de sus propios labios la historia de su consiguiente descenso al infierno de las trincheras, una experiencia de la que había salido con el espíritu tan lastimado que, hasta que el destino lo arrojó en sus brazos, había dejado de albergar la menor fe o esperanza en su futuro.

Estas sombras, erradicadas hacía tiempo, ya no empañaban sus vidas. Lo que inquietaba a Helen ahora era el temor irracional que había sentido al ver a su marido atraído una vez más a una investigación policial tras su prolongada ausencia de la profesión. Su decisión de abandonar el trabajo y empezar una nueva vida con ella no se había tomado a la ligera. Tampoco era una decisión de la que se arrepintiera. Si se estaba dejando implicar ahora sólo podía ser en respuesta a una profunda ansiedad, y esta idea era lo que hacía que el pulso de la preocupación palpitara dentro de ella.

Los años de felicidad que habían pasado juntos eran fruto de la tragedia, algo que no podría olvidar nunca. Antes bien, ese pensamiento ocupaba su mente mientras cruzaban el pueblo, pasando por delante del verde patio de la iglesia, con su muro recubierto de musgo, siguiendo la dispersa línea de casas de campo que conducía a la alta pared de ladrillo que rodeaba Melling Lodge. El edificio, alquilado por sucesivos inquilinos en los últimos años, se hallaba desocupado en la actualidad, y las puertas cerradas con llave y el oscuro paseo flanqueado de olmos le prestaban un aire lúgubre.

El tiempo había mitigado el dolor de aquella mañana de verano, hacía más de una década, cuando una llamada urgente de William Stackpole hiciera que Helen, la médica de la aldea, traspusiera a la carrera aquellas mismas puertas para enfrentarse a la inimaginable realidad de una familia brutalmente asesinada; entre las víctimas, su amiga más querida. Al conducir ahora por delante de ella era su marido en quien pensaba.

Y sin embargo los dos estaban indisolublemente relacionados. Fue la consiguiente investigación policial lo que los unió, y aunque el amor que floreció entre ellos había trazado una línea bajo el torturado pasado de Madden, habían pagado muy caro su futuro juntos. El caso, uno de los más cruentos de los anales del Yard, había estado a punto de costarle la vida.