XXIX

HIJOS DEL DESTINO

El silencio se impuso en la cámara del templo, aunque finalmente fue roto por un arañazo metálico que provenía de Maritia de-Droka. Faros apenas tuvo tiempo de levantar la espada para rechazar la de la hembra de minotauro. Maritia emitió un gruñido feroz mientras intentaba empujarlo escaleras abajo.

—¡Maldito seas! ¡Todo esto es culpa luya! —Intentó obligarlo a arrodillarse y lo que consiguió fue que Faros se retorciera de forma muy rara.

—¡Iba a sacrificarte a su dios! —le recordó él—. ¡A Morgion!

Brotaron lágrimas de sus ojos.

—¡No voy a permitir que destruyas el sueño de mi padre!

—¡Ella mató a tu padre y también a tus hermanos!

—¡Te arrancaré la lengua!

Faros mostró los dientes y se defendió.

—¡Si te rindes, todavía te ofrezco el exilio!

—¡Jamás! ¡Mis ojos te verán muerto!

La hija de Hotak lanzó una estocada. Faros recuperó el equilibrio y frenó la hoja con la suya.

La espada mágica cortó el arma de Maritia por la mitad. La minotauro parpadeó, angustiada, y retrocedió varios pasos. Blandiendo la espada rota, gruñó:

—¡Atrás!

—¡Aparta eso! —la advirtió él—. O…

—¡Él está aquí! —dijo la voz de la espada—. ¡Él está aquí!

Fue como si un velo cubriera la cámara. Faros miró hacia la entrada por encima del hombro, pero sólo vio sombras. No había salidas. Lo único que parecía real era la parte de la habitación donde estaban él y la hija de Nephera, y la expresión perpleja de Maritia demostraba que ella estaba viviendo el mismo fenómeno.

—¡Te saludo, Faros, emperador de los minotauros, héroe del imperio! —La voz resonó en todos los rincones.

El antiguo esclavo pegó un salto hacia un lado y lanzó un gruñido cuando reconoció la inmensa figura, con armadura y capa, de pelaje llameante y ojos de color carmesí.

—¡Tú!

—¡Tengo una gran deuda contigo, mortal! —anunció Sargonnas, asintiendo—. Acabaste con los sirvientes del Señor de la Putrefacción y los distrajiste tal como necesitaba. La situación ha dado un giro y el conflicto ha llegado a su fin. Morgion ha aprendido cuál es su lugar… para su infinita desesperación. —El dios dedicó una sonrisa breve al hijo de Gradic.

—¿Y los fantasmas?

—Los muertos…, todos los muertos…, han ido al lugar donde deben estar…

—Que así sea.

Faros no quería ni necesitaba una explicación más clara de palabras de la deidad. Lo único que le importaba era saber que su familia descansaba en paz. Miró de reojo a Maritia, que presenciaba la escena atónita, y entonces apoyó la espada en el suelo, terriblemente agotado.

—¿Y ahora qué?

—Mis hijos deben volver a ser uno solo. —Sargonnas echó un vistazo a los restos de Nephera—. La suma sacerdotisa no se equivocaba en una cosa: es necesario hacer sacrificio. Tú, Faros Es-Kalin, debes aceptar el manto de Ambeoutin, de Toroth, de Makel. Debes convertirte en el emperador que una al reino, que lo gobierne como debe ser gobernado.

—Yo no quiero eso —repuso Faros sin más—. Nunca lo quise. Vete y déjame solo, Dios de los Grandes Cuernos.

—Siempre hay otras opciones, pero no necesariamente las que uno desea. —Sargonnas volvió sus ojos rojos hacia Maritia, que miraba fijamente a Faros, tratando de entender su respuesta—. Yo he vencido al dios sin rostro, pero ahora vosotros podéis mataros o hacer un sacrificio diferente.

—¿Un sacrificio? —murmuró Maritia. Sostenía la espada sin mucho entusiasmo hacia el dios que le habían enseñado a reverenciar el dios al que su madre había traicionado y ofendido—. ¿Qué sacrificio?

—Ése tipo de sacrificio, no —respondió el dios, señalando el cuerpo de la suma sacerdotisa—. Uno más…, más personal. —Se cernió sobre los dos jóvenes; su melena centelleante arrojaba llamas—. Por el bien del reino, por el bien de vuestra raza…, ambos debéis uniros en una alianza. Debéis casaros.

—¿Qué? —Faros no pudo reprimirse—. ¿Con ella?

—¡Jamás! ¡Antes lo mataría!

La expresión del dios se volvió amenazadora.

—Lo haréis porque mi decisión es sabia y porque he dicho que es necesario.

—¿Dónde estabas durante el reinado de Chot? ¿Dónde estabas entonces para decimos lo que era necesario? —exigió Maritia—. ¡Nuestro señor! ¡Ja! ¿Qué derecho tienes a pedirnos nada?

Faros sacudió la cabeza con vehemencia.

—La sangre de los Kalin y los Droka jamás se mezclará… ¡a no ser que se derrame ahora en esta habitación!

—Sí me caso con este gusano, será sólo para degollarlo y…

—¡¡Basta!!

Una fortísima honda expansiva tiró a Faros y a Maritia al suelo y lanzó las armas por los aires, pero eso no fue nada en comparación con la brusca transformación del dios. Sargonnas se alzó como una torre inmensa de fuego y lava, y en su semblante se adivinaba tal ferocidad que los dos curtidos guerreros no se atrevían a mirarlo directamente. En sus hombros nacieron dos enormes alas negras y las manos extendidas se transformaron en las garras de una gran ave rapaz.

Sargonnas miró a los dos mortales con fiereza. Al ver que ninguno se movía ni apenas osaba respirar, asintió con la inmensa cabeza astada y volvió a adoptar la forma con que se les había aparecido.

—¡Ahora escuchadme! —declaró el Señor del Cóndor con voz atronadora—. El imperio necesita estabilidad. Por un lado, están aquellos que te seguirán a ti, Faros, y por otro, los que siguen siendo fieles a los Droka. Nethosak es tuyo, líder de los rebeldes, pero ¿por cuánto tiempo? —Su mirada aterradora se volvió hacia Maritia—. ¿Es eso lo que deseaba Hotak? ¿Cuántos muertos más tiene que haber? ¿Acaso la raza de los minotauros va a luchar contra sí misma hasta la extinción? ¿Y los ogros? ¡Piensa en eso, hija de Hotak! ¿Permitirías que Ambeon se convierta en el tercer reino de los ogros y que el Gran Señor Golgren sea su benevolente kan?

Maritia se estremeció al oír el nombre de Golgren, pero contestó en tono desafiante:

—¡No pienso convertirme en el juguete de éste!

—¡No, y tampoco él será el tuyo! ¿No recordáis nada de mis antiguas enseñanzas? ¡Kalin y Droka deben unirse como iguales! ¡Sólo así podrá salvarse nuestro pueblo! ¡No hago promesas! Convertíos en emperador y su consorte, pero ambos con la misma autoridad. ¿No es esa igualdad la que nuestra raza ha buscado siempre?

Sus palabras despertaron algo en Faros. El hijo de Gradic intentó negar la verdad que había en ellas, pero no pudo. Al final, suspiró.

—¡Está bien! —Su tono era de enfado. Sentía como si la decisión lo envenenara. Mirando a Maritia, Faros añadió—; Por el bien de nuestra raza, acepto. ¿Y tú?

La hembra de minotauro vaciló más tiempo, en su rostro se reflejaba el odio. Por fin, con las orejas hacia atrás, ladró:

—¡De acuerdo! Y que mi padre me perdone…

—Una demostración de afecto enternecedora —comentó Sargonnas con ironía—, pero incluso en tierra tan yerma puede brotar algo con el tiempo. —Al ver que ninguno de los dos respondía, resopló—. ¡No tengo nada más que hacer aquí! ¡Dejo en vuestras manos la posibilidad de levantar el imperio o hundirlo! Tened eso en cuenta cuando planeéis llevar una daga a la noche de bodas. —Frunció el entrecejo y se inclinó hacia Faros—. Sin embargo, hay algo que debo llevarme conmigo, héroe. El anillo y sus secretos te pertenecen, una señal de mi apoyo. No obstante, la espada debe volver a mí. Tiene otras misiones que cumplir.

Faros bajó la vista hacia su mano, a la que la espada de piedras preciosas había regresado sin que se diera cuenta.

Podría hacer tantas cosas por ti… —susurró el arma al antiguo esclavo—. Podría convertirte en algo por encima del mejor emperador de los minotauros.

Había algo en el modo en que la espada prometía esas cosas que inquietó a Faros. Sin pensarlo dos veces, abrió la mano, y el arma voló a la figura carmesí.

Sargonnas sonrió. Asió la empuñadura con firmeza y estudió la espada.

—Un buen trato con tu dueño… esta vez —dijo misteriosamente el de los Grandes Cuernos a su creación—. Mejor para ti, pues si no tendría que castigarte de nuevo.

Desde donde estaba, a Faros le pareció ver que la mortífera espada se estremecía. Sargonnas abrió un lado de su capa y metió el arma dentro, donde desapareció sin dejar rastro. Con las manos vacías de nuevo, inclinó los cuernos hacia el último vástago de los Kalin.

—Te digo adiós, Faros Es-Kalin, y a ti, Maritia de-Droka. Para lo que pueda serviros, yo os bendigo. —Empezó a desvanecerse, pero en el último momento dijo a Faros—: ¡Ah!, una última cosa sobre la boda, mortal.

—¿De qué se trata? —preguntó Faros molesto, mirando a Maritia de reojo.

—Lo más sensato sería celebrarla cuanto antes.

Se logró tener todo dispuesto en un mes, un período de tiempo demasiado largo, pero para la pareja pasó muy deprisa. Lamentablemente, muchos minotauros murieron antes de que se propagara la noticia y costó convencer a muchos otros de que lo que oían era cierto.

Desde Mito llegaron, victoriosos, la capitana Tinza y Napol, acompañados de una general de la legión llamada Voluna, que había sido crucial a la hora de negociar la rendición de la isla después de que ella misma matara al gobernador. Desde Ambeon llegó la capitulación total del procurador general Pryas, quien, según el general Bakkor, parecía haberse desintegrado en el mismo momento de la muerte de Nephera.

Noticias similares provenían de varios puntos del interior del imperio. Muchos Defensores de los rangos más altos, aquellos más cercanos ni poder de la suma sacerdotisa, habían perdido la voluntad y también, en gran medida, la cordura. Carentes de líderes, los Defensores se sumían en el caos, y sus enemigos aprovechaban la oportunidad.

Eso no quería decir que todos desearan que el clan de Kalin volviera a ocupar el trono. Cuando Maritia no podía convencer a alguno de los minotauros leales a ella de que apoyaran el matrimonio, hacía arrestar a los más recalcitrantes y ordenaba que los llevaran a su presencia. Poco después, se iban completamente convencidos.

Había otras muchas preocupaciones en el imperio, pero, como ocurría con tantas cosas, tendrían que esperar. Lo primero era celebrar la boda.

En ese lagar que era el corazón del corazón del imperio, el Gran Circo de Nethosak, se encontraron Kalin y Droka. Hojas frescas de cola de caballo cubrían los dos caminos que debían recorrer los prometidos. Por la puerta del norte entró Faros. Llevaba la melena recogida, los cuernos relucientes. Le habían untado el pelaje con aceite de oliva y de palma para que brillara. Sobre el peto deslumbrante destacaba el símbolo del cóndor de tiempos pasados. Una capa larga y con vuelo, del color de la medianoche, le cubría la espalda. En el brazo llevaba colgada la Corona de Toroth. Cruzada a la espalda, el Hacha de Makel, el Temor de los Ogros. Aquel día no sólo se celebraba la boda de Faros, sino también su subida al trono. Tras él desfilaban los representantes de su grupo victorioso, con el capitán Botanos a la cabeza en calidad de patriarca de Faros. Muchos de los integrantes del grupo habían sido esclavos como Faros.

Por la puerta del sur apareció Maritia. Vestía la armadura de la Legión del Corcel de Guerra y lucía la melena suelta al viento, como era costumbre entre las hembras de minotauro en esas ceremonias. Al igual que Faros, había cuidado su pelaje con aceites. Al brazo, la hija de Hotak llevaba su propio yelmo. La espada envainada estaba sujeta con una cinta de piel poco apretada, símbolo de que se acercaba a alguien a quien no temía y que tampoco debía temer nada de ella. El hacha de Faros también estaba atada así.

A ella la asistía el patriarca de la Casa de Droka, el corpulento Zephros. Detrás, desfilaba un grupo de comandantes de la legión, entre ellos Bakkor y varios oficiales de alto rango, muchos de los cuales habían sido leales a Hotak en el pasado. En algunos rostros todavía podía leerse el descontento por la nueva situación.

Los dos caminos se encontraban bajo un arco de madera de roble de treinta pies de alto, que terminaba en unos pinchos largos y curvos que apuntaban al cielo. A ambos lados habían tallado la historia de los dos prometidos, con símbolos que señalaban los momentos más importantes de su vida. Entre los referentes a Faros había una llama y dos eslabones rotos, la muerte de su familia y la liberación de sus cadenas.

Del arco colgaban dos estandartes, el de Droka y el símbolo del cóndor elegido por el nuevo emperador. Faros no sentía ningún aprecio por su tío y podía vivir perfectamente sin la bandera que Chot había creado. El cóndor no sólo recordaba que Sargonnas había regresado, era también una muestra de la determinación de Faros de volver a las tradiciones que su padre tanto había valorado.

Con la huida de los dioses, la tradición de que un sacerdote o una sacerdotisa supervisara la ceremonia había sido sustituida por la figura de un oficial. Sin embargo, Faros y Maritia habían decidido que ellos mismos dirigirían la ceremonia. En las bodas de los minotauros no había palabras, sólo gestos que representaban la unión de los prometidos.

Los tambores redoblaban al compás de los movimientos de los dos grupos. Con las armas alzadas, dos hileras de guerreros flanqueaban el arco, la Casa de Droka al este, los rebeldes de Faros al oeste. El público, que apenas cabía en el Gran Circo, empezó a patear al ritmo de los tambores.

A medida que los futuros esposos se acercaban, los tambores dieron paso a las trompetas, que resonaron en cada extremo del Gran Circo. El público se quedó inmóvil. Cinco notas agudas señalaron el comienzo de la verdadera ceremonia, momento en el que el incesante murmullo y todos los demás sonidos de la enorme construcción se silenciaron.

Faros y Maritia avanzaron hasta el arco y cayeron sobre la rodilla izquierda. A su lado dejaron el yelmo y la corona. Entonces, ambos se inclinaron y levantaron el brazo izquierdo, apoyándose en la frente del otro y dándose la mano con fuerza.

Los inmensos tambores volvieron a redoblar lentamente. El capitán Botanos, con el uniforme de la flota, se unió al patriarca de los Droka junto a la pareja. Ataron firmemente las cabezas y las manos de ambos con unas cintas de piel.

Tras cumplir su cometido, el marino y el anciano se retiraron.

Maritia y Faros se levantaron y empezaron a caminar en círculo. Los tambores marcaban cada paso, que seguía un intrincado camino. Faros y Maritia no apartaron los ojos el uno del otro en ningún momento. Tras haber completado cinco vueltas —el número cinco daría buena suerte al matrimonio—, se detuvieron, y los tambores se callaron.

Los asistentes volvieron a golpear el suelo con los pies, al ritmo de los tambores, que tocaban de nuevo. Las trompetas emitieron una nota solitaria, y todos los ruidos se silenciaron otra vez.

Maritia cogió la espada. La hija de Hotak levantó el arma delante del líder de los rebeldes. Faros juntó su hacha a la espada. Tras entrechocarlas con fuerza, ambos se dieron la vuelta de un salto, espalda contra espalda, con la espada y el hacha alzadas contra cualquier enemigo que se acercara a lo lejos.

El público volvió a patalear y rugió con júbilo. Zephros y Botanos se acercaron a la pareja y cortaron las cintas que los unían por los brazos. Faros y su nueva compañera envainaron las espadas y volvieron a cogerse de la mano. Levantaron el otro brazo y saludaron a los asistentes.

—Todo ha pasado en tan poco tiempo —murmuró Maritia.

—Sí, muy poco —convino Faros.

—Juré que haría lo que fuera necesario para que el imperio no se derrumbara, Kalin. Seguiré haciéndolo, pase lo que pase.

—Entonces, llámame Faros… Maritia —respondió él intencionadamente.

Ella asintió levemente con la cabeza.

—Faros…

Al principio, muchos confundieron el ruido que se oyó con el de un trueno que hacía temblar el gigantesco coliseo. Pero el nuevo emperador sabía qué era. Los volcanes habían vuelto a entrar en erupción. Quién podría negar que aquél fuera el momento más propicio.

Entonces, sin previo aviso, miles de aves oscuras sobrevolaron el Gran Circo. En sus graznidos parecía escucharse un nombre: Faros.

—¡Por todos los dioses! —bramó Botanos, señalando a lo alto—. ¡Mirad!

A pesar de que era de día, la constelación de Sargonnas lucía intensamente, cada estrella era un sol diminuto. La multitud aceptó todos aquellos augurios, y los vítores y las patadas sobre el suelo subieron de intensidad.

—Tienes todo el poder —susurró Maritia—. Él te lo entrega libremente.

—Nosotros tenemos el poder. Eso fue lo que dijo: nosotros.

La hija de Hotak lo miró de forma extraña, apreciativa. Faros la instó a que se adelantara con él y pidió silencio con un gesto. La acústica de aquella construcción legendaria permitió que todos los asistentes, y muchos de los que aguardaban fuera, pudieran oír sus palabras como si estuviera a su lado.

—«Nos han esclavizado, pero siempre hemos roto nuestras cadenas —comenzó a recitar la tradicional letanía—. ¡Nos han obligado a retroceder, pero siempre hemos vuelto a luchar más fuertes que antes! ¡Hemos alcanzado nuevas cimas, cuando otras razas se han derrumbado! ¡Somos el futuro de Krynn, los amos predestinados del mundo entero! —Faros se detuvo—. ¡Somos los hijos del destino!»

Los minotauros gritaron, vitorearon, rugieron.

Faros miró a Maritia y lo que descubrió en sus ojos le sorprendió y agradó al mismo tiempo.