XXVIII

LAS PUERTAS DE NETHOSAK

Debilitados por la plaga, obligados a luchar contra los vivos y los muertos resucitados, los rebeldes resistían lo mejor que podían. A pesar del inevitable fin, no querían, no podían rendirse. Seguían luchando porque era lo único que les quedaba. Habían sido esclavos y renegados, pero eran minotauros y morirían como tales.

Los Defensores parecían encantados de darles la oportunidad de continuar combatiendo. La ola negra avanzaba implacablemente, arrasando a su paso a los desesperados rebeldes. Las figuras negras como el ébano se habían entregado al aura que rodeaba a Ardnor y se habían convertido en extensiones de la depravación y el odio del emperador.

Al capitán Botanos le parecía que se enfrentaban a un enemigo imparable, pero, al igual que sus compañeros, no abandonaba la lucha. Esa había sido la orden de Faros. Los rebeldes tenían que resistir mientras su líder se medía contra Ardnor. Sólo si Faros vencía al emperador habría lugar para la esperanza, pero cuando el marino miró alrededor, lo atenazó el miedo de que el duelo no hubiera ido como Faros había planeado.

—Mi padre dijo que no sintió ningún placer al matar a tu tío —gruñó Ardnor alegremente—. Mi padre era un idiota. No se me ocurre nada que me dé más placer que derramar tu sangre.

Hizo un movimiento amplio con la maza.

El anillo de Faros lanzó un destello. La luz inesperada sorprendió a Ardnor el tiempo suficiente. Esa breve vacilación bastó para que el hijo de Gradic rodara sobre sí mismo y se librara del terrible golpe de la maza mágica que sacudió el suelo.

Ardnor dio un grito de rabia y golpeó de nuevo. Empuñando la espada, Faros se alejó de la figura negra justo lo necesario. Sargonnas no le había dado más que un respiro, eso era todo, pero la espada tiraba de él, casi como si le exigiera que la utilizara. Parecía que quería luchar contra lo que era imposible imponerse.

Los ojos del rebelde recorrieron al gigante, estudiándolo minuciosamente. Con expresión salvaje, el emperador volvía a lanzarse al ataque.

Ardnor se echó a reír.

—¿Quieres que te conceda otro intento inútil antes de despedazarte? —Abrió los brazos—. ¿Por qué no? ¡Tú mismo, Kalin!

—Como quieras —murmuró Faros.

Pegó un salto, empuñando la espada con todas sus fuerzas. La hoja dejó escapar un lamento mientras buscaba su blanco: la garganta de Ardnor. La estocada casi lo degüella. La cabeza de Ardnor rebotó hacia atrás, lanzando al suelo el yelmo, y dejó escapar un sonido ahogado, hueco. El cuerpo del gigante empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás.

Ante la mirada asombrada de Faros, Ardnor se colocó la cabeza con la mano cubierta por el guantelete. El cuello se unió y sólo quedó una cicatriz larga y fea.

Los ojos monstruosos de Ardnor se abrieron como platos.

—¡Buen golpe! No creí que tuvieras tanta fuerza…, aunque tampoco te sirve de nada, ¿verdad?

Su adversario no respondió, perplejo por su nuevo intento fallido y por lo que había debajo del yelmo caído. Los ojos del emperador resultaban terroríficos por sí solos, pero allí, en su frente, brillaba el símbolo de Morgion. El hacha invertida irradiaba el mal. Relució intensamente hasta que el cuello de Ardnor estuvo por completo curado; después, el resplandor se apagó un poco.

—Una pena, maldito Kalin —se burló el inmenso guerrero. Sopesó el arma sobrenatural—. Bueno, ya te has divertido bastante… ¡Ahora es mi turno!

Ardnor se movió demasiado de prisa para Faros. La maza le golpeó en el hombro con tanta fuerza que se oyó el crujido del hueso. Faros lanzó un grito, y la espada le resbaló de la mano.

—No te resistas más —le recomendó Ardnor con voz suave—. Esta vez acepta tu final. Te prometo que primero te machacaré la cabeza. Así ya no sentirás lo que venga después.

Con lágrimas de dolor surcándole el rostro, Faros trató de ordenar a la espada que volviera a su mano. Pero aunque el arma le obedeció, no tenía fuerza en los dedos para sostenerla. Cayó de nuevo al suelo con un ruido metálico.

—¡Es interesante esa espada tuya, gusano!

Cuando el emperador se echó sobre él, vio que los ojos le brillaban con la misma intensidad que el símbolo de su frente. Ardnor sonrió más abiertamente y se agachó para recoger la espada.

—¡Tal vez debería matarte con tu propia espada endeble! Sería un detalle que les encantaría a los poetas, ¿no crees?

Una vez más, Faros intentó llamar a su arma.

—¡Ríndete, Kalin! ¡Muere con un poco de dignidad, no como el resto de tu familia!

La espada voló a Faros…, pero fue a parar a su otra mano. Se sentía raro cogiéndola así.

—Padre —dijo con voz entrecortada el minotauro herido—, guía mi brazo…

Cargó con todas sus fuerzas.

Ardnor esperó el ataque. El emperador torturaba a Faros rechazándolo con gran facilidad.

—¿Por qué continuar con esta farsa? ¡Ya sabes lo que va a pasar! ¡Eres el mismo tonto e inútil que recordaba!

Faros tropezó y quedó desprotegido.

—¡Haré un buen servicio a nuestra raza librándola de ti! —gruñó el emperador burlonamente, tras lo cual volvió a balancear la maza con toda su fuerza.

El minotauro más pequeño giró alrededor de la maza y levantó la espada al mismo tiempo. Ardnor volvió a prever el ataque y lanzó una carcajada; incluso se atrevió a ofrecer su garganta a la hoja metálica.

En el último momento, Faros desvió la espada y pasó por alto el cuello, el hocico, y apuntó a la frente del su enemigo. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Faros clavó el arma mágica en el símbolo de Morgion.

La risa del gigante se transformó en un chillido. Faros empujó la espada contra la cabeza, resistiendo como buenamente pudo las fuerzas sobrenaturales que intentaban rechazarlo a él y a su espada. No soltó la espada ni siquiera cuando Ardnor agitó el brazo y estuvo a punto de decapitarlo.

El grito de Ardnor sacudió la tierra. Alrededor, todos los minotauros se detuvieron en medio de la batalla para mirar hacia él. Hasta los muertos vacilaron; sus siluetas temblaban como si cualquiera que fuese el poder que les daba vida entonces se viera amenazado.

Llamas verdes envolvieron la espada de Faros, pero su tacto era helado en vez de caliente. Faros sintió el frío que le agarrotaba los dedos. El minotauro tembló, pero no por eso se retiró. El fuego verde ya lo cubría por completo. Su grito se unió al de Ardnor. El mundo alrededor parpadeaba, oscilaba entre el campo de batalla y una tierra húmeda y oscura en la que, al borde de un acantilado que se asomaba a un precipicio sin fin, se alzaba una torre de bronce sin brillo que lo dominaba todo. Unas figuras en diferentes estados de putrefacción avanzaban hacia él con pasos vacilantes. Las cuencas vacías de sus ojos imploraban un descanso que él no podía otorgarles.

Faros hizo rechinar los dientes y se concentró únicamente en la espada y en su enemigo. El terrible paisaje se desvaneció y volvió a encontrarse en el campo de batalla.

De alguna manera, Ardnor, que no había dejado de gritar, había conseguido soltar su arma, que desapareció al alejarse de sus dedos. El emperador levantó las dos manos y tiró de la espada que tenía clavada en la frente, sin reparar en que la hoja le cortaba las palmas y los dedos. Una sustancia espesa manaba de todas sus heridas.

A pesar de los esfuerzos de Faros, el gigante empezó a arrancarse la espada lentamente. El hijo de Gradic volvió a empujarla, seguro de que en cuanto Ardnor se liberase, no quedaría ninguna esperanza. Pero, de repente, la espada se soltó ella sola. Salió lanzada hacia atrás y arrastró consigo a Faros como si no pesara nada.

De la garganta de Ardnor se escapó un grito más desgarrador que el primero, que se ovó en todo el campo de batalla. De la herida salían cada vez más llamas verdes y, a medida que arrojaba ese fuego, Ardnor de-Droka empezó a encogerse. Su carne se secaba y se pudría. Incluso la armadura perdió su brillo. El terrible corte que Faros le había hecho en el cuello volvió a abrirse y la enorme cabeza del minotauro cayó a un lado. La herida en el pecho también se abrió y empezó a escupir más fuego verde y frío.

El grito dio paso a un chillido agudo. Faros observó, atónito, que los ojos del emperador se apagaban y se hundían en el rostro. Ardnor intentó sujetarse el ojo izquierdo con dedos torpes, pero fue inútil. Dio un paso adelante y se le quebró la pierna izquierda, El emperador se tambaleó. Trató de apoyarse sobre su enemigo con una mano carcomida. A pesar del estado en que se encontraba, su odio parecía no decaer. Logró girar la cabeza hacia Faros, pero de sus labios no salieron las palabras que el señor de los Defensores deseaba pronunciar.

Entonces, Ardnor lanzó un aullido animal y se desplomó. De su interior escapó la última llama. Su piel se convirtió en polvo, sus huesos se ennegrecieron como si hubiera muerto mucho tiempo atrás. El cráneo rodó sobre el suelo.

Cuando todo hubo acabado, la tierra volvió a temblar. El efecto sobre los muertos fue inmediato. Como si fueran uno solo, dejaron caer las armas y se derrumbaron, uniéndose al hijo de Nephera en el olvido.

Alguien gritó y señaló hacia las montañas. Muy lejos de allí, al nordeste, una columna de humo negro se abrazaba al cielo tormentoso. A ésa se le unió otra, y después otra más, hasta que fueron cinco las columnas de humo. Los volcanes de la cordillera de Argon habían entrado en erupción.

El cielo se cubrió de graznidos. De las nubes turbias descendieron miles de pájaros. En esa ocasión no acudieron a los muertos, sino que se posaron sobre los vivos. La enorme bandada atacó a los Defensores, a los que seguían con vida, es decir, a los que hasta ese momento habían permanecido inmóviles como cadáveres.

Faros jadeó en busca de aire y miró a sus seguidores. Todos los síntomas de la plaga habían desaparecido con Ardnor. Pero más importante que eso era que aquellas dos señales grandiosas de Sargonnas, como Señor del Cóndor y de los Volcanes, sumadas a la victoria de su líder sobre un enemigo invencible, habían alentado a los rebeldes. Mientras los Defensores, confusos y desesperados, intentaban comprender la magnitud de su tragedia, los rebeldes gritaban y se lanzaban de nuevo a la batalla.

Los Defensores intentaron oponer resistencia, pero sus oficiales estaban desmoralizados y los guerreros espectrales habían desaparecido. Ya nada podría detener a los minotauros de Faros. El ejército negro se desintegró. Desapareció toda antigua organización. Continuaban las luchas cuerpo a cuerpo, pero los Defensores ya no eran el mismo enemigo temible.

De repente, el capitán Botanos apareció junto a Faros. El marino desmontó y ayudó a Faros a sobreponerse. Al ver los restos espeluznantes del emperador, el veterano guerrero se estremeció.

—¡Por todos los dioses, Faros! ¡Has conseguido lo imposible, mi señor!

—Por todos los dioses, no —respondió el minotauro más joven con gran esfuerzo. A regañadientes añadió—: Por un dios, quizá. —Frunció el entrecejo—. Ahora… necesito un caballo.

—¿Para qué? —le preguntó Botanos mientras le ayudaba a montar sin perder tiempo.

—Todavía queda el templo —contestó Faros, palpándose las heridas y azuzando al caballo con cuidado—. Todavía está la suma sacerdotisa, Nephera.

—Nooo… —lady Nephera cayó al suelo entre gemidos.

Maritia apartó a las sacerdotisas y se arrodilló junto a su madre.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede?

—Se ha ido… se ha ido… se ha ido… —repetía la suma sacerdotisa incansablemente.

—Ardnor… —dijo Maritia en voz baja—. ¡Es imposible! ¡Nada puede vencerlo!

Nephera no le respondió, sólo repetía las mismas palabras una y otra vez. Su hija la sujetó mientras intentaba pensar. Tan cerca de su madre, se asustó al ver el aspecto tan demacrado, tan cadavérico de Nephera.

En el interior del edificio resonaron los cuernos. Uno de sus oficiales entró corriendo en la estancia, sin dar tiempo a los perplejos centinelas a reaccionar.

—¡Lady Maritia! ¡Menos mal que os encuentro! ¡Los rebeldes ya están en las puertas! ¡Los Corceles de Guerra y los guardias tratan de detenerlos, pero los Defensores están sumidos en el caos! ¡Es como si fueran unas armaduras huecas!

Maritia hizo un gesto a una de las sacerdotisas para que se ocupara de su madre y se levantó.

—El emperador ha muerto.

—¡Señora!

—¿Cuántos de tu rango quedan?

—Alrededor de dos docenas a caballo —respondió el oficial rápidamente.

—Consígueme un caballo. Nos reuniremos en la parte de delante. —Cuando el edecán se alejó corriendo para cumplir sus órdenes, Maritia miró a su madre, confusa y afligida—. Haremos lo que podamos.

Nephera no dijo nada, con la mirada perdida en otro lugar. Maritia salió detrás de su oficial con paso firme, aunque con reticencia.

Las sacerdotisas revoloteaban alrededor de su señora sin saber qué hacer. Una llevó un poco de vino, pero la mirada de Nephera se perdía en la lejanía, mientras abría y cerraba la boca como si pronunciara palabras mudas. Entonces, la suma sacerdotisa parpadeó.

Sus ojos se iluminaron con una luz aún más salvaje, lo que hizo que sus acólitas retrocedieran, asustadas.

—Se ha ido… —murmuró Nephera para sí—. Igual que antes, ¡no! ¡Igual no! ¡Esta vez no! ¡Todavía hay tiempo!

Una de las sacerdotisas extendió una mano hacia ella.

—¡Señora! ¡Lamentamos la pérdida de vuestro hijo!

Nephera la agarró por la muñeca con pulso firme, a pesar de su aspecto cadavérico.

—¡No lloréis por él! ¡Todavía hay tiempo! ¡Todavía siento el poder! —Miró más allá de sus temerosas sirvientes, hacia el altar—. Todavía puede haber tiempo.

Los rebeldes se abalanzaron sobre las puertas. Los que primero les opusieron resistencia fueron los guerreros supervivientes de la Legión del Corcel de Guerra. Vieron frenado su avance, pero la victoria estaba de su parte. Ni siquiera los miembros de la Guardia que se habían unido a los legionarios pudieron detenerlos.

Faros se abrió paso en medio del tumulto, en busca de un camino que lo condujera al templo. Le llamó la atención la ventana abierta de un edificio cercano. Un minotauro de pelo gris, que había perdido parte de la oreja izquierda en alguna batalla antigua, miraba de soslayo al jinete que luchaba bajo su ventana. De repente, cerró bruscamente la ventana con el puño derecho.

Faros maldijo. El pueblo de Nethosak podía cambiar el curso de los acontecimientos si decidía apoyar a los seguidores de Ardnor y al templo.

—¡Romped esa fila! —gritó a varios rebeldes—. ¡Deprisa!

Los legionarios resistían. Era imposible que no supieran que su causa estaba perdida, pero jamás se rendirían. Faros pensó, con una punzada de dolor, que hasta podía considerarse un gesto honorable por su parle.

Entonces, justo detrás de los soldados, una silueta se escabulló entre dos edificios. Faros reconoció al minotauro de más edad. Llevaba una armadura vieja y blandía un hacha maciza. Después salió otra minotauro, una hembra un poco más joven armada con una espada. A los dos primeros los seguían más con gran cautela. Faros vio a dos jóvenes que corrían hacia otros edificios, seguramente para atacar a sus vecinos. El hijo de Gradic maldijo en voz alta. Si ciudadanos se unían a la legión, ¿qué pasaría?

Uno de los oficiales se dio la vuelta por casualidad y vio al grupo.

Le gritó algo al minotauro que iba a la cabeza. El macho de pelo entrecano no se detuvo.

El legionario empuñó el hacha y, al mismo tiempo, alertó a otro oficial. El guerrero de más edad se abalanzó sobre ellos. El resto lo siguieron. Varios legionarios se volvieron para hacer frente al inesperado ataque. Por fin, los rebeldes pudieron abrirse camino entre la fila sumida en el caos.

El guerrero entrecano y el primer oficial luchaban entre sí. El legionario era fuerte, pero le faltaba rapidez. Al final cayó, no sin antes herir gravemente a su oponente. La hembra que lo había seguido de cerca remató al oficial.

Los defensores se dispersaron. Los rebeldes avanzaron y dividieron a los legionarios en dos grupos pequeños. Faros se echó al galope. Por las calles adyacentes aparecían más minotauros, todos con alguna arma en la mano. Muchos lanzaban vítores cuando veían a los rebeldes y a su líder entrando en la capital.

De repente, un guardia imperial se interpuso en el camino de Faros, pero apenas le prestó atención. Una muchedumbre le pisaba los talones; en la persecución se mezclaban jóvenes y viejos por igual. A su derecha peleaban dos grupos de ciudadanos, prueba de que no todos estaban del lado de los rebeldes.

Cuanto más se adentraba en la ciudad, más violenta se hacía la situación. En todos los rincones reinaba la anarquía. Pasó junto a varios guardias muertos y dejó atrás un edificio en llamas del que nadie se preocupaba. Se oyeron gritos por el norte, después voces que provenían del este. Mirara donde mirara, lo que veía era lucha.

Justo cuando Faros y los que lo acompañaban llegaron al desvío hacia el templo, por la esquina apareció a toda velocidad un grupo de jinetes con el símbolo de los Corceles de Guerra. Faros se enfrentó a una soldado, acabó con ella y se abrió camino entre las filas tumultuosas.

Delante de él se alzaba el templo. Las puertas estaban abiertas y sin vigilancia. Faros ascendió por el elegante camino. Cuando estaba desmontando, oyó un ruido a su espalda y descubrió que una unidad de caballería había seguido sus pasos hasta el templo. Dos legionarios desmontaron e intentaron cerrar las puertas, pero la multitud se abalanzó sobre ellas. Otros tres jinetes huyeron hacia el enorme edificio, dejando atrás a sus compañeros.

Faros se sobresaltó al oír un chirrido. Se había distraído y no se había dado cuenta de que un Defensor subía sigilosamente los peldaños. Con los ojos inyectados en sangre, el guardia lanzó un golpe mortal a Faros con la maza. El hijo de Gradic levantó la espada y la clavó en la parte inferior de la mandíbula. La figura de armadura negra tropezó con los escalones, y Faros lo remató en el suelo.

Subió la escalera de un salto y se encontró con otro guarda. A diferencia de los Defensores en el campo de batalla, este parecía tan entregado como en los buenos tiempos. Primero intentó herir al rebelde en las piernas. Faros esquivó el golpe y luego se lanzó sobre él. La hoja de la espada atravesó limpiamente la armadura y, por desgracia, el Defensor no contaba con ninguna magia divina que lo curara.

Mientras el cadáver caía ruidosamente escaleras abajo, Faros se atrevió a mirar hacia atrás por encima del hombro. Rebeldes y ciudadanos a la par tomaban el templo al asalto. Seguido de varios minotauros que le eran leales, Faros atravesó la puerta exterior. Al instante lo atacaron dos guardias. Rechazó al primer atacante y lo mató. Otros dos rebeldes se ocuparon del segundo, y así Faros pudo seguir avanzando.

Con el rabillo del ojo, el hijo de Gradic vislumbró el destello de una armadura. Volvió la cabeza a tiempo para ver a dos legionarios que enfilaban un pasillo. No intentaban escapar, sino que habían entrado en el templo por otro pasadizo.

Sólo podían dirigirse a un lugar…, la cámara donde se encontraba la suma sacerdotisa. Era seguro que los legionarios querían llevársela de allí.

Corrió tras ellos.

Había perdido la batalla.

Había perdido el imperio.

Maritia ni siquiera pudo llegar a las puertas. La batalla la atrapó antes de que hubiera recorrido la mitad del camino. Los rebeldes ocupaban toda la capital y, lo que era peor, la mayoría de ciudadanos que había visto no sólo los recibían con los brazos abiertos, sino que se unían a sus filas. Por un instante, se preguntó por qué los ciudadanos se levantarían contra su madre y su hermano tan jubilosamente. Sabía que los legionarios y los guardias no podrían contener a una fuerza tan numerosa.

Sus pensamientos volvieron a su madre. Tenía que ayudarla a escapar a uno de los puertos menores y desde allí podrían partir hacia Ansalon. Una vez que llegaran, con la ayuda de los wyverns y los Sabuesos Terribles, y tal vez incluso de las fuerzas de Pryas, podrían levantar una nueva base de operaciones. Lo que había funcionado a los rebeldes también podía servirle a ella. Los Droka recuperarían el imperio.

Sintió una punzada al darse cuenta de lo que estaba pensando. ¿Abandonar Nethosak? ¿Abandonar el corazón del imperio en manos de los rebeldes? No tenía muchas más opciones. Fue corriendo en busca de su madre. A medida que se acercaba a las puertas, Maritia vio que, además de los guardias anteriores, había dos Defensores recelosos.

—¡Dejadme pasar! ¡Es imperioso que saquemos a la suma sacerdotisa de aquí!

—Ha ordenado que no entre nadie —dijo el guardia de más rango.

—¡Es nuestra última oportunidad de salvarla de los rebeldes, idiota!

El líder de los guardias dudó y acabó por asentir. Maritia echó un vistazo a la pequeña comitiva.

—¡Quedaos aquí! ¡Ayudadlos a vigilar la entrada hasta que os llame!

Pasó entre los soldados y se deslizó hacia la cámara. Lo que encontró le hizo olvidar de inmediato su preocupación por tener que llevarse a su acongojada madre a la fuerza.

Los símbolos gigantescos irradiaban un brillo plateado siniestro. Su luz ahogaba la de las antorchas. El resplandor plateado daba a la cámara un aire sobrenatural, lúgubre, que se veía aún más realzado por la extraña figura de su madre.

Nephera miró a su hija sin moverse.

—Así que has vuelto.

—¡Madre! ¡Los rebeldes están en el templo! ¡Ven conmigo! Todavía tenemos alguna posibilidad…

—¡Sí! —la interrumpió la minotauro de más edad; en su expresión se reflejaba de repente una nueva determinación y fanatismo—. ¡Sí, queda una! ¡No me ha dejado completamente abandonada! A pesar de que yo no pueda sentirlo, ¡los iconos demuestran su lealtad!

—¿De qué estás hablando? —Maritia miró los símbolos, esperanzada—. ¿De quién hablas? ¿Ha…, ha regresado Sargonnas a nuestro pueblo?

—¿Sargonnas? —respondió la suma sacerdotisa con desprecio, intentando contener la risa—. Está del lado de ese perro, Faros.

De repente, la joven minotauro comprendió sus palabras. Estaba perpleja. No, seguro que no la había oído bien. ¡Era imposible que hubiera dicho eso! ¡El dios de su pueblo prefería al líder de los rebeldes!

—¿Faros? —repitió Maritia—. ¿Quieres decir que el de los Grandes Cuernos está a favor de…, de los rebeldes?

—Para lo que importa.

—Pero… yo creía… Pero ¡los Predecesores…,! —Maritia hizo un gesto hacia los símbolos—. ¿Quién…?

Lady Nephera esbozó una sonrisa coqueta que su hija no veía desde hacía mucho tiempo, cuando se la reservaba sólo a Hotak, su marido, el usurpador ya muerto que había desencadenado tantos años de violencia después de la Noche Sangrienta.

—¡El que está al final de todas las cosas! ¡El que nos da la vida con su sufrimiento! ¡El que contempla la eternidad sentado en su torre de bronce al filo del Abismo!

Nacida y criada en las legiones en un tiempo en que los dioses no eran más que recuerdos, Maritia sólo conocía bien a Sargonnas y a Kiri-Jolith, pero las palabras de su madre le hicieron recordar otra deidad, cuyo nombre despreciable se abrió camino hasta su lengua temblorosa.

—Madre…, no puedes referirte a… No puedes… ¿Morgion?

La expresión beatífica que iluminó el rostro de Nephera fue respuesta suficiente. Maritia retrocedió; todo su mundo se vino abajo.

—¿Todo este tiempo?

—¡Ella me abandonó! —gritó bruscamente la suma sacerdotisa, adoptando una expresión de miedo y traición. Nephera volvió a calmarse casi a la misma velocidad—. ¡El único dios verdadero, sí! —Le brillaban los ojos—. ¡Cuando vino a mí, todo volvió a estar bien! ¡El poder volvía a ser mío! ¡Podía mantener el control sobre el imperio! Sólo eran necesarios algunos sacrificios. —Su rostro se endureció y dio la espalda a Maritia, absorta en una especie de ensueño—. Hasta ahora. ¡Ahora es comprensible que exija más! Algo más valioso…

Unos sonidos tristemente familiares llegaron de fuera y sacaron a Maritia de su horror. Al reconocer los ruidos de la batalla, volvieron a ella sus antiguos reflejos. Los rebeldes habían llegado a las puertas. La comandante de la legión inspeccionó la habitación, tratando de descubrir las salidas secretas que sabía que, sin duda, había en algún sitio.

Sin embargo, lo que Maritia encontró fue el cadáver de una sacerdotisa. Dio un paso hacia la pobre criatura, y entonces se dio cuenta de que no era el único cuerpo que había en la cámara.

—Madre…

Nephera había sumergido las manos en el gran cuenco que descansaba sobre un pie de mármol. En vez del agua que imaginaba su hija, los dedos de la suma sacerdotisa salieron cubiertos de una sustancia roja.

—Debe ser un sacrificio valioso —prosiguió Nephera para sí misma—. Sacrifiqué a mi marido, a mi hijo. ¡Le entregué mis seguidores más estimados, pero no fue suficiente! Lo he disgustado y la única forma de que me perdone es darle todo lo que tengo…

Marina, al oír sus palabras, la miró, horrorizada. Se oyó un golpe fuerte en la puerta.

—¡Madre! ¡Ya están aquí! ¡Se acaba el tiempo!

—Sí… tienes razón. —La suma sacerdotisa se acercó al cuenco y sacó una daga, también cubierta de un tono carmesí.

Maritia empezaba a perder los nervios.

—¡No puedes enfrentarte a ellos con eso! No puedes…

La puerta se abrió de golpe. Uno de los legionarios entró dando traspiés hasta el centro de la estancia. Un fornido Defensor intentaba defenderse de los rebeldes con su maza mientras avanzaba de espaldas. El otro Defensor también se replegó hacia el interior; su único adversario era un minotauro de mirada intensa y cubierto de heridas que manejaba una espada negra con la rapidez de un rayo.

Faros Es-Kalin.

El Defensor intentó lanzar un ataque y levantó la maza por encima de su cabeza. El líder de los rebeldes lo rechazó con la espada y después la bajó con fuerza. La hoja atravesó la mandíbula inferior del Defensor hasta la garganta. El corpulento guardia dejó escapar un grito y cayó sobre un costado.

Maritia desenvainó la espada; en sus ojos se reflejaba la determinación de su alma. Unos pocos pasos por detrás, lady Nephera los contemplaba, impasible.

—Ríndete —le ofreció Faros—. Ríndete y no perderás la vida.

—Eso lo dudo mucho —gruñó Maritia, interponiéndose entre el rebelde y su madre.

Para sorpresa de ambos, la suma sacerdotisa se encaminó tranquilamente al estrado, donde se alzaba una silla tallada y de respaldo alto, casi como un trono, bajo las enormes representaciones de los símbolos de los Predecesores.

—¡Madre! Vuelve aquí…

La suma sacerdotisa se detuvo en uno de los escalones. Sin prestarles atención, levantó las manos manchadas y gritó a los iconos:

—¡Único! ¡Te daré lo que deseas! ¡No me abandones! ¡Todavía puedes reinar por encima de todos! —Nephera miró a faros con desprecio—. Todavía puedes tener su alma y la de otros muchos…

Faros avanzó hacía la figura ataviada con una túnica, pero Maritia volvió a bloquearle el paso.

—¡Atrás!

Se quedó inmóvil al ver que el anillo destellaba repentinamente. Faros se volvió.

Desde las profundidades de las sombras aparecieron una especie de tentáculos y lo agarraron por las piernas. A causa de la oscuridad no podía más que vislumbrar un rostro quemado, corrompido. Sintió el hedor pestilente de algo que se pudre en el mar.

Nephera se echó a reír. El resto de combatientes, incluso los sirvientes de la suma sacerdotisa, huyeron de la estancia al ver aquella forma demoníaca. De la oscuridad surgieron unos dedos retorcidos y huesudos, directos al cuello de Faros.

Faros lanzó un grito gutural y agitó la espada sin control. Los tentáculos, parte de la amplia capa que vestía el fantasma, salieron disparados en todas las direcciones. Los trozos desaparecían antes de tocar el suelo. Entonces, el líder de los rebeldes dio una estocada al brazo alargado hacia él. El espectro dejó escapar un gemido de dolor cuando la extremidad espectral se separó del cuerpo.

Faros cargó contra la oscuridad y ensartó a Takyr con su espada. El lamento del fantasma era ensordecedor. La monstruosa sombra se retorcía y giraba, intentaba aferrarse al aire en vano. La hoja de Sargonnas atraía y absorbía al siniestro espíritu sin remedio. El fantasma intentaba resistirse, pero era inevitable. En sus rasgos, antaño malvados, se veía entonces una expresión de desconsuelo.

Cuando el último vestigio de Takyr desapareció en la hoja negra, cesó el lamento. El arma latía con fuerza propia cuando Faros se volvió hacia las Droka.

Maritia ahogó un grito, incapaz de comprender lo que acababa de presenciar. Lady Nephera, con una mirada asesina, bajó los escalones hacia su hija.

—¡Pagarás por tantos problemas como has causado, Kalin! ¿Comprendes todo lo que has destrozado? ¡Tantas listas, tantas cosas por hacer para crear el reino perfecto! ¡Ningún sacrificio era demasiado!

—Madre… —Maritia se puso delante de la suma sacerdotisa. Ya no parecía tan decidida—. Faros, si nos rendimos…, si… ¿Nos concederías un exilio permanente en unas de las colonias más alejadas? Sólo yo, mi madre y quizá un par de ayudantes para ella.

—Vigiladas por mis guardias… y jamás podríais regresar.

Marina echó hacia atrás las orejas.

—Así debe ser. Con tal de salvar su vida…

—Una vez más, me sorprendes y defraudas, hija mía —intervino Nephera con un tono de voz tan agudo y estremecedor que a los dos jóvenes se les puso el pelo de punta—. Lo he sacrificado todo por alcanzar la gloria, ¡y tú la entregas en un abrir y cerrar de ojos!

—Es la única solución, madre —argumentó Maritia, sin apartar los ojos del rebelde.

—Todavía queda otra solución, ¡si uno está dispuesto a sacrificarse! —La suma sacerdotisa agarró con firmeza la daga. Su mirada también se dirigía a Faros—. ¡Incluso él, que ha sufrido tanto, lo sabe! —Bajó otro peldaño y se detuvo junto a su única hija con vida—. Kolot murió por el imperio. Tu padre murió por el imperio. ¡También Bastion, y ahora Ardnor!

—Ya lo sé…

—Pobre Hotak, pobre tonto. Jamás debería haber nombrado a Bastion su sucesor —continuó Nephera—. ¡Ése fue el momento en que dejó de darse cuenta de lo que había que hacer! ¡Lo habíamos dispuesto todo, habíamos creado el plan perfecto! Pero él cambiaba de idea todo el tiempo, siempre quería más lujos. Cuando intenté corregir las cosas, ¡lo único que hizo fue enfadarse más! ¿Sabes?, él no valoraba al templo, y a mí no me quedó más remedio que comprender que, si había de llegar una época dorada, ¡tenía que eliminar el problema! ¡Había que hacer un sacrificio, y yo lo hice!

Maritia apartó los ojos de Faros.

—Tú…, ¿qué?

—Justo cuando parecía que ya conducía el imperio por el buen camino… ¡llega Bastion a estropear de nuevo las cosas! Bastion, ¡que ya debería haber muerto! ¡Intentó derrotar a su hermano y dividir a las legiones contando mentiras a su hermana! —La suma sacerdotisa sacudió la cabeza—. ¡Debería haberme imaginado que ese bruto de los colmillos me traería problemas! Mezclar sus sentimientos con sus obligaciones…

La hija de Nephera la contemplaba con los ojos como platos.

—Sí, hija, ¡tu padre y tus hermanos se sacrificaron por la causa correcta! ¿No lo entiendes? ¡Vaya, a veces puedes ser tan tonta! Yo asumo la responsabilidad. ¡Nadie más podía mantener el orden! ¡En cuanto acababa una lista, ya hacía falta otra nueva! La rebelión no dejaba de extenderse. Tu padre fracasó, ¡igual que tu hermano! —Se golpeó el pecho con el puño que sostenía la daga; la hoja y la mano dejaron una estela a su paso—. ¡Si no fuera por mí, todos estaríamos sumidos en la anarquía!

—No…, ¡no!

Maritia miró a Faros, y se encontró con sus ojos furiosos.

—Sólo yo estaba dispuesta a hacer sacrificios, ¡sin importar cuántos fueran necesarios! Incluso en este momento, ¡la victoria está a mi alcance! Ellas no eran lo suficientemente… —Con un gesto despreocupado señaló a las sacerdotisas muertas—. ¡Pero seguro que me concede el poder que necesito para el hechizo si le entrego lo que me pide! Así fue con tu padre, después con tu hermano y ahora contigo…

La suma sacerdotisa alzó la daga.

—Sí, es tu turno, querida hija mía.

Maritia se alejó de ella. Nephera se detuvo en mitad de la frase, ahogando un grito. La daga se escurrió entre los dedos temblorosos. Sacudió la cabeza y señaló más allá de los dos. Maritia miró hacia allí, pero no vio nada.

—¡Aléjate de mí! —ordenó Nephera al aire—. ¡Ya te lo dije! ¡No pienso tolerar tus reproches estúpidos!

Faros parpadeó, incapaz también él de ver nada, y entonces decidió entrar en acción. A pesar de que Nephera estaba muy débil, era imposible saber cuánta magia conservaba y no podía arriesgarse a que intentara utilizarla. Depositando su confianza en el poder de la espada y en su benefactor, el hijo de Gradic asió el arma con ambas manos y, lanzando un aullido que resonó en toda la cámara, se lanzó sobre la sacerdotisa.

Nephera levantó una mano cadavérica hacia Faros justo en el momento en que éste empujaba a la sorprendida Maritia a un lado.

—Ya que amas tanto a tu dios —rugió—, ¡únete a él!

A medida que se acercaba a la sacerdotisa, Faros sentía que su cuerpo se movía más lentamente, como si el aire que lo rodeaba fuera espeso como miel. Empujó hacia adelante, enfrentándose a la magia. La suma sacerdotisa no dejaba de señalarlo, aunque le temblaba la mano y tenía expresión cada vez más cansada.

El esfuerzo debilitó a Faros. Al final, acabó por entender que no podría llegar a Nephera, así que se concentró en la mano extendida. La suma sacerdotisa se dio cuenta y cambió de postura.

La punta de la espada apenas le arañó el dorso de la mano. Faros cayó sobre una rodilla en los escalones, pero la espada le sirvió de punto de apoyo. Por encima de él, lady Nephera se miraba el arañazo, divertida.

—Así que esto es todo lo que tu dios puede…

No terminó la frase. En la mano, que era poco más que hueso, empezaron a salirle unos forúnculos pequeños y rojos. Nephera se miró la otra mano, que empezaba a cubrirse de idénticas heridas.

—¿Qué…? —La suma sacerdotisa frunció el entrecejo y sufrió una sacudida—. El calor… —dijo con voz entrecortada—. El calor…

Maritia hizo un amago de acercarse a su madre, pero retrocedió, horrorizada. Unas venas rojas, palpitantes, cruzaban el hocico y el rostro cadavérico de Nephera. Faros también se alejó, pues el calor que emanaba lady Droka quemaba el aire.

—Esto no… Él no…

Nephera se derrumbó sobre la silla. Sudaba profusamente; el sudor le empapaba el pelaje. Empezaron a caérsele grandes mechones de pelo, que cubrieron el estrado.

Comenzó a arrancarse la ropa y desgarró la parte de arriba de la túnica. Su respiración se convirtió en una tos seca y, en las zonas donde se le había caído el pelo, la carne se tiñó de un intenso color carmesí.

Así lo has ordenado —dijo la voz de la espada a Faros—. Así actúa el Señor de la Venganza. La sirviente se presenta a su señor cubierta de la maldad que ella ha proyectado sobre los demás.

Faros retrocedió lentamente.

Nephera alargó una mano empapada hacia el vacío que había tras ellos y algo hizo que Faros y Maritia volvieran a mirar las sombras.

Allí vieron una figura ataviada con una armadura adornada con los símbolos de los Corceles de Guerra y cubierta de sangre. Miraba fijamente a la agonizante sacerdotisa con su único ojo sano.

—¡Padre! —exclamó Maritia, perpleja, pues tanto ella como Faros podían ver al extraño y desdichado espíritu.

Detrás de esa sombra se iban formando muchas más, hasta que la cámara estuvo llena de figuras transparentes y silenciosas. Todas ellas observaban a Nephera, que se retorcía en su agonía. Los rostros de los fantasmas no revelaban ninguna emoción, pero al contemplarlos era imposible no sentir la acusación que pesaba en sus miradas.

Hotak, con el rostro totalmente destrozado por la caída que le había causado la muerte, ascendió los peldaños con paso cansado.

Sus legiones lo siguieron al momento. Al pasar cerca de Faros, tocó la espada, pero los fantasmas pasaron a través de él. Lo único que sintió fue un leve escalofrío, nada más. Miró por encima del hombro y vio que Maritia también intentaba apartarse del camino de los espectros. Miraba fijamente a su padre, presa de una gran confusión, pero, aunque Hotak desvió los ojos haca ella un momento, nada indicó que la reconociera. Al igual que los demás fantasmas, sólo parecía interesado en llegar junto a su consorte.

Los fantasmas se arremolinaron alrededor de la suma sacerdotisa. A pesar de que tenían la consistencia del aire, Nephera actuaba como si una multitud real la aprisionara y no le dejase escapar Los empujaba y les clavaba la daga, e incluso, a veces, parecía que lograba abrirse camino, pero nunca conseguía moverse de donde estaba. Sus movimientos eran cada vez más frenéticos.

Como si ya no pudiera más, la suma sacerdotisa se derrumbó sobre el trono, presa de terribles convulsiones y con todo el cuerpo cubierto de ampollas.

Hotak alargó una mano translúcida. Nephera, como hipnotizada, avanzó hacia la mano de su marido, pero antes de que pudiera llegar a ella, se le desprendió la piel enrojecida de los dedos.

—Los…, los sacrificios fueron… necesarios —consiguió decir una vez más, con expresión ceñuda—. Todos los…

De repente, Nephera dejó escapar un gemido y empezó a convulsionarse, cada vez más hundida entre sus propios ropajes. Hotak bajó la mano y contempló la escena, como hacían todos los demás. La sacerdotisa lanzó un chillido ensordecedor y, llevándose una mano al cuello, lady Nephera de-Droka murió en su trono entre espasmos.

El último resplandor plateado se apagó. Con él desaparecieron las infinitas legiones de espíritus que hasta entonces había dominado la suma sacerdotisa. El último en desvanecerse fue Hotak.

El poder de los Predecesores había muerto.