EL PODER DE LA OSCURIDAD
La voz de la espada volvió a susurrar en la mente de Faros.
—Cuidado…
Defensores. Cubrían el terreno delante de la capital como una plaga de langostas. Faros estudió el ejército buscando a Ardnor de-Droka.
—Quiere que el pueblo disfrute del espectáculo —murmuró Faros—; aniquilar a su enemigo a las puertas de la ciudad para que la hazaña se cuente en todas partes.
Botanos miró con fiereza al ejército que se aproximaba.
—Pues entonces debe de pretender hacer un espectáculo impresionante de nuestra muerte.
—Mira este cielo siniestro, capitán. ¿No se te ponen los pelos de punta?
El viento aullaba en el cielo, más oscuro que la armadura de un Defensor, como si ya hubiera caído la noche. Una tempestad amenazaba en lo alto, pero todavía no había empezado a llover.
—Sí. Seguiré convenciéndome a mí mismo de que no es nada.
—Pero sí lo es. Es todo lo que hemos temido. —Faros asió su espada con firmeza—. No tenemos más alternativa que enfrentamos a ello.
Entre las filas de los Defensores, los tambores redoblaban como un corazón inmenso, de forma lenta y amenazadora. Los guerreros negros avanzaban perfectamente compenetrados. A la cabeza cabalgaba un gigante terrorífico. De pie, por lo menos sería tan alto como un ogro, pero incluso sin armadura era el doble de corpulento…, una montaña de músculos firmes. En una mano llevaba una maza larga y mortífera, cuya cabeza despiadada parecía irradiar un tenue brillo verde.
—¿Eso es un minotauro o un ogro gigante disfrazado con unos cuernos? —preguntó Botanos, asombrado.
Faros no apartó la mirada del jinete que se acercaba. Como si se hubiera dado cuenta, la figura con yelmo miró justo en la dirección del líder de los rebeldes. Por un instante, sus dos miradas se cruzaron. Faros descubrió que bajo el yelmo había una criatura que ya no era mortal. Sus ojos irradiaban muerte y, peor todavía, una decadencia agonizante no sólo del cuerpo, sino también del espíritu.
Ardnor de-Droka fue el primero en apartar la mirada, pero no porque le faltase determinación. Lanzando una carcajada salvaje, el emperador volvió la vista hacía las filas de sus fanáticos seguidores y balanceó la maza por encima de su cabeza. El redoble de los tambores se interrumpió.
En medio de un griterío ensordecedor, los Defensores se lanzaron a la carga.
Faros levantó la espada e hizo un movimiento hacia abajo. Los rebeldes empezaron a avanzar lentamente, ganando velocidad a medida que se acercaban al adversario. Permanecían silenciosos, tal como hacía su líder.
Al frente de los Defensores, Ardnor blandió la maza. El arma relució; la inquietante aura verde le envolvía la cabeza como si de llamas se tratase.
Faros se estremeció. Lanzó una maldición y echó un vistazo rápido a sus filas, pero por el momento los guerreros parecían inmunes a la magia. De su garganta salió un grito de furia, de venganza. Como si fueran un solo guerrero, los rebeldes recogieron su grito y lo alzaron por encima de los truenos.
Defensores y rebeldes se encontraron con la fuerza de dos ríos. Cien minotauros o más perecieron por la mera violencia del choque. Los cuerpos se alzaron varios pies por encima del suelo, tal fue la intensidad del encuentro. Los cadáveres de rebeldes y Defensores salpicaron la tierra por igual, y los que seguían con vida en las primeras filas estaban cubiertos de sangre. En ambos bandos se formó un muro de muerte, pues todo movimiento cesó por completo.
El emperador, en la vanguardia de su ejército, reía mientras aporreaba a un enemigo tras otro. Ninguna espada, ninguna hacha, resistían las embestidas de su maza. Cada vez que golpeaba, el arma brillaba con aquel verde lúgubre.
—¡Faros! —acució Nephera a Ardnor—. ¡Enfréntate a él, hijo mío! ¡Los demás no importan!
El emperador, inmerso en el regocijo de la matanza, no prestó atención a la sacerdotisa. Ardnor sabía que Faros acabaría siendo suyo. Todavía había tiempo para divertirse.
En cuanto a Faros, ya se había dado cuenta de que el gigante era Ardnor, pero no podía llegar a él. El tumulto de cuerpos y los interminables adversarios que encontraba en el camino lo mantenían alejado. Un Defensor de mirada enloquecida se acercó a él e intentó trepar a su montura. El líder de los rebeldes esquivó la maza del guerrero negro y después le propinó un buen golpe en el cuello con la empuñadura de la espada. El Defensor se llevó las manos a la garganta y cayó sobre la muchedumbre, donde desapareció bajo las pisadas frenéticas.
Uno de los leales a Faros intentó pasar a su lado, pero el guerrero veterano vaciló sin razón aparente y cayó de rodillas. Faros extendió un brazo para ayudarlo, pero lo apartó, horrorizado. El hocico y los brazos del guerrero se habían cubierto de unas pequeñas pústulas marrones. Faros miró rápidamente alrededor y vio que más rebeldes mostraban los mismos síntomas.
La plaga…
De pronto, comprendió el gesto de Ardnor con la maza. Faros se estremeció al pensar lo que eso significaba. La plaga mágica arrasaría a los rebeldes en minutos, y así se decidiría el resultado de la batalla. Airado, miró al cielo en busca de la constelación velada de Sargonnas. El dios ya se había enfrentado a la plaga de Morgion antes. ¿Dónde estaba entonces?
La lluvia no acudió a la invocación de Faros, no apareció ninguna agua purificadora que arrastrara el mal de Ardnor. El hijo de Gradic maldijo a la deidad ausente.
—¿Quieres fieles o no? ¡Muéstrame cómo acabar con esto!
De repente, la espada tiró de él y señaló hacia las espeluznantes filas de los Defensores. Faros la siguió con la mirada y sus ojos se encontraron con Ardnor de-Droka.
—¡Botanos! ¡A mí! —El capitán y varios jinetes más corrieron hacia Faros—. ¡El poder de Morgion está entre nosotros! ¡Nuestra única opción es que llegue junto a Ardnor, y de prisa!
—¡Bien, te llevaremos hasta él! —gritó el capitán—. ¿Cómo podrás luchar contra Ardnor? Es un gigante con una fuerza increíble. Alguna magia malévola lo protege. ¡No tiene ni un arañazo!
—Simplemente llevadme hasta él.
Botanos organizó rápidamente la formación en punta de flecha y él mismo se colocó en el extremo. A medida que se adentraban en el mar de armaduras negras, vieron que cada vez más guerreros tenían las marcas del mal siniestro. Los rebeldes daban traspiés, se llevaban las manos al estómago y se secaban la frente calenturienta. Los Defensores conquistaban más terreno y vidas. Los guerreros enfermos no podían enfrentarse a los fanáticos de Ardnor.
Delante de Faros, Botanos atacó a uno de los soldados de armadura negra como el ébano y acabó fácilmente con él. El marinero instó a los demás:
—¡Hemos abierto un hueco! ¡Seguid presionando!
Entonces, el Defensor al que había matado volvió a levantarse. A un lado del cuello tenía el profundo corte que había abierto el hacha del capitán. Seguía manando sangre de la herida, pero el guerrero, con paso inseguro, levantó la maza para volver a unirse a la batalla.
—¡Botanos! —gritó Faros—. ¡Cuidado!
—¡Por el de los Grandes Cuernos!
El capitán rechazó la maza a duras penas. Volvió a atacar al Defensor; esa vez golpeó con más fuerza en la misma herida. El Defensor cayó de rodillas…, y después se levantó.
Faros maldijo. No cabía más que una explicación. Además de la plaga, Ardnor estaba resucitando a los muertos. De hecho, por todas partes se veían minotauros heridos y cubiertos de sangre que se levantaban lentamente para continuar luchando. Todos tenían la misma expresión velada, vacía.
El Defensor que ya había muerto dos veces a manos de Botanos volvió a cargar contra el capitán, pero otro rebelde a caballo se interpuso con valentía delante del cadáver viviente. Los dos combatientes intercambiaron estocadas; el rebelde clavaba su espada una y otra vez en la garganta destrozada del Defensor. A pesar de que la cabeza se le balanceaba a un lado, la maza de aquella figura monstruosa seguía golpeando sin descanso, hasta que aterrizó sobre el pecho del rebelde. Apenas un suspiro después, el rebelde muerto volvió a erguirse. Sus ojos eran idénticos a los de la criatura que lo había matado. Se volvió hacia el jinete que tenía más cerca.
La batalla estaba convirtiéndose en una auténtica pesadilla. Los rebeldes caían al suelo víctimas de la plaga. Los guerreros de ambos bandos que morían resucitaban como fantasmas malévolos; cada muerto se unía a las filas del señor de Ardnor.
La formación en punta de flecha se rompió, pues cada guerrero se vio obligado a luchar por su propia vida. Faros consiguió llegar junto a Botanos, que rechazaba los golpes de una rebelde con el estómago abierto por una hacha apenas unos segundos antes.
—¡Encuéntralo! —chilló con desesperación el marino, ya sin aliento—. ¡Encuentra a Ardnor!
Faros asintió y pasó junto a su compañero para perderse en el caos. Sus filas estaban prácticamente desintegradas. Si no encontraba pronto a Ardnor, ése sería el fin. Mientras buscaba entre la marabunta, una sombra oscura se extendió sobre él.
A Faros le pareció distinguir una figura con armadura, si bien delgada e insustancial. Cada vez que se daba la vuelta, la sombra desaparecía. Pero no le cabía duda de que veía una espada, tan inmaterial como quien la manejaba; de pronto, el arma se lanzó directamente a su corazón. La espada de Faros se levantó justo a tiempo. Cuando las dos armas se encontraron no se oyó sonido alguno, pero se formó una nube de humo.
El guerrero oscuro silbó. Su forma se alargaba y encogía como la marea, por lo que era muy difícil de determinar su posición. Cuando su espada volvió a atacarlo, Faros reaccionó demasiado tarde y se tambaleó hacia atrás. Mientras trastabillaba unos cuantos pasos, el líder de los rebeldes se preguntó qué terribles dimensiones había alcanzado el poder del templo. La misma muerte parecía estar a las órdenes de los Predecesores.
Entonces, en un recuerdo más profundo que esos pensamientos que le pasaban por la cabeza, Faros pensó en su propia familia, asesinada tanto tiempo atrás. Había sido testigo de todas las señales que indicaban que el templo controlaba los espíritus de los muertos. Si era así, ¿era posible que incluso su padre, todos los que él amaba, fueran esclavos del templo? En vez de convertirse en espíritus honrados, ¿los habrían convertido en sus marionetas?
No podía soportar tal idea. Se imaginó a su madre, a su hermana, a su hermano, a Crespos, todos obligados a cumplir la voluntad de la suma sacerdotisa.
Lanzando un rugido, encontró fuerzas renovadas y cargó contra la sombra. La espada de Sargonnas atravesó la figura oscura sin encontrar resistencia y, envuelto en un gemido monstruoso, el guerrero demoníaco desapareció como la niebla. De inmediato, se esfumó todo signo de vida del caballo, y el animal se desplomó convertido en un montón de carne putrefacta y huesos ante los ojos enrojecidos de Faros. Pero al mirar alrededor, Faros se dio cuenta de que su victoria era insignificante. Sus seguidores caían cruelmente, a cada paso morían por docenas. Los rebeldes muertos se levantaban sin dilación y comenzaban a luchar contra sus antiguos compañeros.
Desde el centro del caos se alzó una risa ensordecedora, burlona, sólo podía provenir de una persona. Al frente, la figura inmensa de Ardnor sobresalía montada sobre su caballo. El emperador balanceaba la maza hacia adelante y hacía atrás como si fuera un juguete. Cada vez que el arma golpeaba a un minotauro, resplandecía con su luz verde. Entre carcajadas y juramentos, Ardnor no parecía prestar demasiada atención a lo que pasaba alrededor, absorto como estaba en la placentera matanza.
—¡Droka! —bramó Faros—. ¡Mírame, Droka!
Ardnor detuvo la maza en medio de su recorrido. Una sonrisa salvaje le deformó el rostro al reconocerlo. Tiró de las riendas y avanzó con impaciencia hacia Faros. Crujió un trueno. Un rayo verde atravesó el cielo. Faros sacó los dientes anticipándose al encuentro con el gigante. Si fracasaba entonces, les fallaría a todos.
—¡La escoria de los Kalin! —rugió Ardnor, alegremente—. ¡Hola, gusano! Pareces todavía más insignificante visto de cerca, ¿lo sabías?
Faros admiró con asombro mal disimulado el tamaño increíble del emperador y se preguntó si seguiría siendo mortal. No dijo nada, sino que se lanzó de inmediato al pecho cubierto por la armadura de su enemigo.
Ardnor rechazó su arremetida sin inmutarse. El inmenso guerrero se movía a una velocidad impresionante. Al mismo tiempo que rechazaba la espada del líder de los rebeldes, con la otra mano balanceó la maza para machacar el otro brazo de Faros. El aura verde se encendió con gran intensidad en el momento del golpe. Faros lanzó un grito de dolor. Además del terrible dolor físico, tenía una sensación extraña, como si un veneno insidioso entrara por la herida para torturarlo desde dentro.
—¿Sigues vivo? —bramó su enemigo monstruoso, apartando la maza. De sus pinchos colgaban coágulos de sangre, pelo y trozos de carne—. Ella ya me había dicho que tal vez tendrías un poco de ayuda… —Se inclinó hacia adelante—. ¡Pero no te bastará con eso! ¡Veamos lo que pasa si te golpeo otra vez!
Faros saltó del caballo. La maza de Ardnor lo rozó, fallando por pocas pulgadas.
El emperador lanzó una sonora carcajada mientras giraba su montura para enfrentarse al minotauro más pequeño.
—¡Huye, huye! Atacar y salir corriendo, ¿ése es tu plan? Ojalá me enfrentara al gran general Rahm y no a un vividor inútil que sólo por un golpe de suerte no murió junto a su familia.
Ardnor tiró de las riendas para que el caballo se encabritara. Los cascos del animal golpearon a Faros en el cuerno derecho. Tembloroso pero resuelto, el hijo de Gradic rodó bajo el animal y le clavó la espada. La hoja se deslizó entre las costillas del caballo. El corcel, mortalmente herido, relinchó y perdió el equilibrio. Ardnor gritó, confuso, al verse lanzado por los aires.
Faros se escabulló ágilmente justo en el momento en que el animal se desplomaba. El antiguo esclavo pegó un salto y buscó a Ardnor. Entonces, descubrió que la oscuridad que lo cubría era la sombra de su enemigo, aterrador y gigantesco.
—¡Kalin inmundo! ¡Había cuidado de ese caballo desde que era un potro! ¡Lo quería como a un hijo! —Se abalanzó sobre Faros, con la maza ya levantada para golpear—. ¡La vida de ese animal es más valiosa que la de cien como tú!
Los dos chocaron torpemente, pues un grupo de guerreros tropezó con ellos. Brazos y piernas parecían enredarse por todas partes. Faros logro zafarse de Ardnor cuando la maza ya bajaba hacia él. El arma golpeó el suelo. Todo la superficie tembló y se abrió una grieta de una yarda de longitud junto al enemigo del emperador.
—¡Quédate quieto para que pueda aplastarte! —ordenó Ardnor, riéndose por su propia ocurrencia—. ¡Igual que aplastamos a todos los Kalin!
Faros se agachó y esquivó el golpe, que aterrizó otra vez en el suelo, pero dejó su costado izquierdo desprotegido. Un Defensor se volvió, después de destripar aun rebelde, y balanceó su hacha hacia la cabeza de Faros.
—¡No! ¡Es mío!
Ardnor pegó un salto. La maza del emperador destrozó el yelmo y el cráneo del Defensor, que no esperaba ese ataque. Pisando el cadáver del soldado, que, al fin y al cabo, volvía a levantarse lentamente de entre los muertos, Ardnor miró con ferocidad a Faros.
—¡Mi gloria!
Faros pegó un salto y propinó una patada a Ardnor en las piernas. Le hizo perder el equilibrio y cayó. El hijo de Gradic se levantó e intentó herir a Ardnor en la mano abierta, pero la maza se interpuso en su camino. Al chocar, las dos armas soltaron chispas. Faros volvió a sentir aquel dolor insoportable y el extraño veneno. Hizo más fuerza y logró que su adversario retrocediera un poco.
—¡Eres un poco más fuerte de lo que pensaba! ¡Ja! ¡Perfecto! ¡Así disfrutaré más de la victoria!
Tan cerca de su enemigo, Faros pudo ver los ojos de Ardnor como realmente eran, espeluznantes, sin igual entre todas las criaturas vivas. El poder de Morgion había devorado la poca calma que Ardnor pudiera haber tenido.
—Estás admirando su don… —se burló el emperador—. ¡Sí, yo soy su elegido! ¡Su héroe! —Empujó a Faros, presa otra vez de una risa incontrolable—. ¡El de los Grandes Cuernos tuvo que contentarse contigo! ¡Su tiempo ha acabado, al igual que el luyo!
Ardnor se quitó el guantelete que le protegía la mano libre. Cuando la alargó hacia él, Faros vio que la rodeaba la misma aura terrorífica.
—¡Siente el tacto maravilloso que tengo, Kalin! ¡Siente su fuerza! Vamos, no te dolerá mucho…, al menos no por mucho tiempo…
Faros ya no podía retroceder más y descubrió, en lo más profundo de su ser que, en realidad, no deseaba retroceder. Tal vez moriría, pero no se apartaría. Con el entrecejo fruncido, el líder de los rebeldes apuntó a la mano con su espada. Ardnor se rió, como si nada de lo que el minotauro más pequeño intentara pudiera salir bien.
Dejó de reírse cuando la hoja de la espada cambió de dirección de improviso. Ni siquiera los reflejos sobrenaturales de Ardnor pudieron sobreponerse a su sorpresa, La espada de Faros cortó el mango de la maza. Hubo un estallido de luz verde cuando las dos partes se separaron; después, el aura desapareció.
Ardnor siguió su instinto de coger la parte superior, pero Faros, fortalecido por la magia de su propia arma, echó todo su peso hacia adelante y con la espada atravesó el brazo del emperador, clavó la hoja entre sus costillas y la sacó por la espalda.
Faros dio un suspiro, tambaleante.
Entonces, la parte posterior del guantelete le golpeó con fuera en la mandíbula y salió disparado hacia atrás. De alguna manera, Faros logró conservar la espada en la mano. Con un sonido húmedo, el regalo de Sargonnas salió limpiamente del pecho de Ardnor.
Ardnor de-Droka se echó sobre su rival y, aparentemente sin sentir ningún dolor, lanzó una carcajada lúgubre.
—¡Yo soy su héroe! —repitió a la figura caída—. ¡No hay poder mayor que el del Señor de la Putrefacción!
Una sustancia espesa y hedionda del color de la carne podrida empezó a rezumar por la herida que le había infligido Faros. Ardnor la palpó con los dedos desnudos, admirado por lo que Morgion había hecho de él.
—Ningún poder… —repitió, mostrando los dientes en una mueca aterradora.
El gigante se untó el líquido en el puño, y a medida que se extendía por sus dedos, cambiaba de forma. Alrededor de la mano, la sustancia pestilente se convirtió en un mango de acero. La sustancia siguió avanzando, se alargó casi tres pies y formó una bola cubierta de pinchos, pequeños y afilados. La nueva maza sobrenatural brillaba con todo el poder del señor de Ardnor.
—¡Menos aún el de una criatura agotada e inútil como Sargas! ¡Es hora de poner fin a su dolor… y de que el último de los Kalin se una a él en el olvido!
En el santuario de la suma sacerdotisa, Nephera y sus ayudantes estaban muy ocupados. Nada de lo que sucedía fuera pasaba por alto a la madre de Ardnor, y además de la unión con su hijo, la multitud de fantasmas que la rodeaban no dejaban de susurrarle al oído, contándole todos los detalles de lo que acontecía.
Sabía que el último vástago de los Kalin había sido finalmente abatido. Con las manos teñidas de carmesí, Nephera observaba a su hijo, dispuesto a mandar a Faros a las filas de los muertos esclavizados. Pensó que se sentiría a gusto entre los muertos, pues por fin se reencontraría con su familia, a la que tanto amaba… y a la que había fallado tan estrepitosamente.
—Tu poder no tiene igual —recitó a los símbolos de los Predecesores—. ¡Nada se le compara! Su héroe ha sido vencido. Él ha sido vencido.
Sin embargo, por alguna extraña razón, la suma sacerdotisa no sentía el intenso placer que habría esperado de su dios. Morgion parecía distante, casi podría decirse que distraído.
¡Claro! Era seguro que Sargonnas estaba de por medio, en un último intento lastimoso por ayudar a su pueblo. Sencillamente, Morgion estaba ocupado encargándose de su rival, al igual que en el plano mortal Ardnor se entretenía aplastando los últimos vestigios de la insurrección.
Nephera volvió a sumergirse en su hechizo. Por fin, el populacho entendería que la resistencia contra el poder del templo era inútil. No quedaría con vida ningún rebelde. Ese había sido el error de Hotak, que había perdonado vidas. Evidentemente, él no se beneficiaba de las muertes como ella. Jamás comprendió todo lo que había intentado hacer por él. En ese momento, todas las vidas truncadas en el campo de batalla se unían a sus fuerzas, la hacían más poderosa que nunca.
Su mirada se desvió hacia la laja. No obstante, el poder que invocaba no era suficiente. Necesitaba más.
—Limpiad esos desperdicios. Traedme algo… fresco.
Mientras sus acólitas obedecían, ella volvió a enfrascarse en clímax de la batalla que tenía lugar fuera. Nephera se introdujo masen la mente de Ardnor para poder saborear la experiencia a través de él. Su hijo estaba absorto en el momento, se percató sonriendo para sí. Ese tonto de Kalin miraba con ojos desorbitados su muerte inminente. La espada que le había dado su pobre dios resultaba inútil, pues no sabía cómo utilizarla. El corazón era un blanco tan obvio.
—Pobre Faros Es-Kalin…, pero tú nunca descubrirás los secretos de un dios, ¿verdad?
En ese momento, alguien empezó a llamar insistentemente a las puertas de bronce. Sin abandonar su conexión con Ardnor, la suma sacerdotisa hizo un gesto enojado con la mano hacia sus fieles, instándoles a que acabasen de una vez el sacrificio. Como los golpes no cesaban, Nephera volvió a lavarse las manos con sumo cuidado. El rojo nunca desaparecía del todo, pero hacía mucho que la limpieza era algo que había dejado de importarle.
La suma sacerdotisa se acercó a las puertas e hizo un gesto. Las hojas se abrieron y descubrieron a dos guardias angustiados… y al motivo de su desasosiego.
Su hija.
Maritia estaba allí. Miró a todas partes con ojos intranquilos y se concentró en su madre, desaliñada y con mirada enloquecida, y en la extraña escena que tenía lugar en el interior del templo.
Agitando las manos, Nephera preguntó tranquilamente:
—¿A qué se debe esta inoportuna visita, Maritia? Sobre todo cuando se supone que deberías estar organizando activamente la defensa de la ciudad…
—¡Madre! ¡Debemos tomar precauciones! En caso de que le sucediera algo a Ardnor, necesitas que…
—Despacio, despacio. Ten fe, hija mía. A tu hermano no le va a pasar nada. ¡El Único está con él!
—Pero Ardnor…
—Está a punto de concluir este episodio épico de nuestra historia. En pocos segundos, la sangre de Kalin regará la tierra. Sus seguidores serán perseguidos hasta que sean totalmente aniquilados. La insurrección no será más que una anécdota en la gloriosa historia que está por venir. —Sus labios se hicieron aún más finos—. ¡La historia de nuestra época dorada!
Maritia intentó decir algo, pero Nephera no tenía más tiempo para palabrería. No quería perderse el gran momento del triunfo, la muerte de la rebelión y de un dios.
—Por favor, vete. Déjame ahora, hija. Todavía hay asuntos a los que debo atender, y tú también tienes cosas urgentes de las que ocuparte.
La joven minotauro se mantuvo firme.
—Así es, madre, y una de ellas es protegerte. Por si acaso un rebelde o uno de sus simpatizantes logran llegar hasta el templo…
—¡Ya te lo he dicho! Preocuparse de eso es…
Nephera se quedó inmóvil; sus ojos brillaban con una intensidad que asustó a Marina.
—Madre, ¿estás bien?
—¡Silencio! ¡Está a punto de pasar! —afirmó Nephera, mirando al vacío—. ¡La muerte de Faros Es-Kalin! —Se echó a reír, y sus carcajadas no sólo estremecieron a su hija, sino también a los fantasmas que la rodeaban—. ¡Y la muerte de su dios!