XXVI

LA OLA NEGRA

La Legión del Corcel de Guerra parecía sumida en el caos, y Faros se sentía satisfecho. Seguían luchando y luchaban bien, pero los hostigaban por todas partes. Ningún legionario podía estar seguro de que el soldado que tenía detrás no fuera un enemigo disfrazado.

Los rebeldes también sufrían el peso de la batalla. En el suelo yacían los cuerpos de minotauros que habían seguido a Faros dos veces a través de Kern, que después habían cruzado el Courrain y, por último, habían superado la cordillera de Argon. Todo para encontrar una penosa muerte en el campo de batalla.

—¡Volvedlos unos contra otros! —gritó Faros, esquivando el hacha de un legionario—. ¡Encontrad a lady Maritia! ¡Ella es la clave de la victoria!

—¡Apuesto a que está preguntándose dónde están sus refuerzos! —ladró el capitán Botanos con una risa forzada.

La Legión de la Zarpa de Oso tardaría en llegar. Si a Maritia le había parecido que la fuerza de Faros no era demasiado imponente, no sólo se debía a que había disfrazado de prisioneros a doscientos de sus mejores guerreros. Además, había dejado atrás a una parte considerable de su ejército con las armas confiscadas a la legión vencida. El combate en la retaguardia retrasaría a los imperiales que acudían al rescate de lady Maritia.

El tiempo era crucial. Los rebeldes contaban con un día, nada más, antes de que las otras legiones se reagruparan y atacaran. Faros tenía que acabar con la Legión del Corcel de Guerra y marchar rápidamente hacia Nethosak.

—¡A cubierto! —bramó Botanos.

Faros y el capitán saltaron de sus monturas y se refugiaron entre las rocas. Una cortina de flechas cayó sobre los rebeldes y mató a demasiados. Faros se incorporó y vio que el capitán se agarraba el muslo, en el que tenía clavado un cuadrillo.

—¡Estoy bien! ¡Sólo necesito un momento para vendarme la herida! —gruñó el marino, arrancándose la flecha—. Preocúpate de conservar la cabeza…, ¡y tráeme la de esa minotauro!

Faros asintió y volvió a la batalla. Al ir a pie, el hijo de Gradic apenas podía ver con claridad lo que estaba pasando. A la izquierda descubrió a un grupo de soldados que intentaba ajustar la balista para disparar a la primera fila de rebeldes.

Faros gritó a los que tenía más cerca:

—¡Venid conmigo! ¡La balista!

Formaron en punta de flecha. Con la espada les indicó el punto por donde atacarían a los soldados que defendían la balista. Mientras, otros rebeldes se encargaban de los legionarios que quedaban para abrirles el camino. Los soldados vieron el peligro que se avecinaba e intentaron girar la máquina. Pero no tuvieron más remedio que empuñar hachas y espadas para enfrentarse al grupo de Faros.

El dekariano que estaba al mando cargó contra Faros. La silueta negra del Corcel de Guerra despertó en el hijo de Gradic el terror vivido en la Noche Sangrienta. Volvió a ver los cadáveres y las carcajadas de los que contemplaban cómo ardía su casa; recordó de nuevo al asesino oculto bajo el yelmo que había intentado matarlo.

La ira le dio nuevas fuerzas, y Faros obligó al dekariano a arrodillarse. El oficial abrió los ojos como platos al sentir la fuerza casi sobrenatural de su adversario. Olvidando la espada, el líder de los rebeldes cogió al legionario por el cuello y apretó lentamente.

Con la respiración entrecortada, Faros se volvió hacia la balista abandonada.

—¡Giradla!

Tras grandes esfuerzos, lograron darle la vuelta. El arma ya estaba cebada, así que los rebeldes sólo tenían que corregir la puntería y disparar. Las pequeñas flechas cayeron sobre los legionarios. Se oyeron gritos; los muertos y los heridos se mezclaban en montones grotescos.

Faros dejó atrás a sus compañeros y volvió a deslizarse entre los combatientes. De repente, una figura cubierta con una capa intentó detenerlo. Faros saltó a un lado y agarró al soldado por la capa. Lo lanzó por los aires y el desventurado cayó de cabeza. El oficial del imperio se dio un golpe muy fuerte y quedó inmóvil.

Faros cogió las riendas de un caballo y montó de un salto. Miró alrededor, en busca del yelmo y la capa distintiva de Maritia. Eran muy pocos los que la llevaban, y menos aún hembras.

Lanzó un gruñido de dolor cuando la hoja de una espada le rozó el costado. El instinto fue lo que le salvó la vida, pues con un movimiento ágil de su espada logró rechazar el segundo golpe.

—¿Me buscabas? —dijo Maritia de-Droka en tono burlesco.

La hija de Hotak volvió a blandir la espada, obligando al caballo de Faros a girar sobre sí mismo.

Las dos espadas se encontraron. Saltaron chispas, y la hoja de Maritia quedó mellada. Sin inmutarse, la comandante de la legión cortó las riendas de Faros.

El caballo del rebelde se revolvió inquieto. Maritia intentó aprovechar la ventaja, pero antes tenía que colocarse bien.

Faros contraatacó. Estuvo a punto de cercenarle la mano de una estocada, pero en el último momento la hoja pareció desviarse por su propia voluntad y sólo la golpeó con la parte plana. Maritia dio un chillido y soltó el arma sin querer, que desapareció entre los cuerpos que los aprisionaban.

La minotauro buscó su daga. Un río de guerreros se interpuso entre ellos. Faros tuvo que agarrarse a las crines del caballo para no caerse. Maritia se abalanzó sobre él con la daga. El líder de los rebeldes paró el golpe con el antebrazo y sintió el desgarrón de la piel. Su caballo dio una sacudida y, sin pretenderlo, propinó un fuerte golpe a Maritia en la sien con el puño que asía la empuñadura.

Maritia sintió que se le bamboleaba la cabeza. Se habría caído del caballo de no ser por la oportuna aparición de dos de sus oficiales. Uno se enfrentó cuerpo a cuerpo con Faros, mientras el otro la sostenía.

Faros apenas podía guardar el equilibrio. Frustrado, vio que el segundo oficial se llevaba a la aturdida Maritia. Por fin, pudo zafarse del legionario que lo acosaba y lo atravesó con la espada con gran satisfacción. Pero mientras el soldado se desplomaba, su hacha se clavó en el cuello del caballo de Faros. El animal se encabritó y lanzó por los aires al jinete.

El líder de los rebeldes cayó sobre el costado que estaba herido y lanzó un grito de dolor. Un segundo después rodaba sobre sí mismo para esquivar unos cascos que aterrizaban justo donde él había caído. Faros se salvó sólo gracias a la confusión del momento. Con tantos minotauros luchando y cuerpos retorciéndose alrededor, él mismo logró pasar desapercibido. Jadeando, consiguió ponerse en pie.

De repente, oyó un cuento. No reconocía la señal, lo que significaba que debía de tratarse de un aviso de los imperiales. Por un momento Faros se preguntó si los refuerzos habrían logrado llegar de todos modos. Entonces, se dio cuenta de que los legionarios se retiraban.

La Legión del Corcel de Guerra se replegaba.

Los soldados del imperio no parecían contentos con aquella orden inesperada, pero obedecieron. Aunque algunos rebeldes empezaron a cuidar de los heridos, la mayoría, entusiasmados por la rendición del enemigo, siguieron hostigando a los legionarios en su retirada.

De la hija de Hotak no había ni rastro. Faros vio a una rebelde a caballo.

—¡Tu caballo! ¡Lo necesito!

La jinete se lo entregó. De un salto se subió a la silla y volvió a mirar en derredor. Nada. Maritia se le había escapado, pero otro rostro familiar captó su atención. El capitán Botanos, con la pierna vendada, montaba un corcel increíblemente grande. El marino lo vio y dejó escapar un suspiro de alivio.

—¡Por todos los dioses, tienes un aspecto horrible! —bramó. Tras estudiarlo durante unos segundos, Botanos añadió—: Pero te conservas entero, excepto por esa herida tan fea en el costado. Deja que te ayude a vendártela.

Botanos cogió un trozo de tela que había sido un estandarte y lo envolvió alrededor de la cintura de Faros para tapar rápidamente la herida.

—Los Corceles de Guerra están retirándose —comentó Botanos mientras se ocupaba de él—. ¡Jamás creí que vería algo así! ¡Éste sigue siendo un tiempo de milagros!

—Espero que no hayamos acabado con la reserva —respondió Faros lacónicamente.

—¿Vamos tras ellos?

El minotauro más joven lo miró a los ojos.

—No, ¡hacia Nethosak!

Botanos sonrió, pero Faros no sentía ninguna alegría. Las nubes que se agolpaban sobre la capital eran tan negras como la noche. También se había levantado viento. Ninguna de las dos cosas era natural. El poder de los Predecesores se unía con algún fin detestable, y Faros temía lo que eso podía significar.

No obstante, sabía que ya no había vuelta atrás.

Ardnor se irguió en su montura al sentir la presencia de Nephera cubriendo todos sus pensamientos.

—¡Ya es tuyo, hijo mío! ¡Esta hazaña será recordada en fas cantos de los bardos por los siglos que han de venir! ¡Adelante!

El emperador lanzó un rugido de satisfacción. Sacó la maza y apuntó con ella al frente. Los cuernos retorcidos de cabra dieron la lúgubre señal. Los tambores marcaron el avance.

La maldición negra de los Defensores marchó al frente.

La mancha del deshonor jamás desaparecería. Había perdido la legión de su padre. Los Corceles de Guerra se habían rendido en una batalla por primera vez desde que Hotak los creara como modelo para todos los demás ejércitos.

—¡Tenemos que reagruparnos antes de llegar a Nethosak! —dijo a los oficiales que la rodeaban, levantando la voz para que pudieran oírla por encima de la tormenta. Un tercio de los oficiales habían muerto o habían desaparecido, y otros muchos, como ella misma, estaban heridos—. ¡Avisad a la Legión del Ónice de que debe resistir en el frente en nuestro lugar! ¡Tenemos que mantenemos en nuestra posición hasta la caída de la tarde! Cuando lleguen a la capital, los rebeldes se enfrentarán a un muro impenetrable. Vendrán las legiones del norte y nos ayudarán a acabar con ellos. —Tosió—. ¿Alguna noticia de los Zarpa de Oso?

—Ninguna, mi señora.

—Deben de estar ocupándose del resto de rebeldes. Nos las arreglaremos sin ellos si es necesario. —Nethosak brillaba a lo lejos. Era como si de la ciudad saliera una inmensa sombra oscura en dirección a los legionarios en retirada—. ¿Qué…?

No había acabado de formular la pregunta, cuando comprendió la respuesta. «Defensores». Más Defensores juntos de los que hubiera visto jamás reunidos en un mismo lugar y momento, una legión que sobrepasaba en número incluso a los imponentes Corceles de Guerra. En perfecta formación avanzaba una fila tras otra de guerreros con armadura de ébano. Cada soldado de infantería llevaba dos armas, la típica maza terminada en una cabeza y un hacha de doble filo. Alrededor, oficiales ataviados con una capa negra sobre diabólicos corceles mantenían el orden con látigos y mazas. Unas figuras irreales y tenebrosas flotaban entre los soldados.

Sobre tan enorme formación ondeaba un estandarte que Maritia no conocía, el símbolo del centro parecía un hacha al revés. La fuerza amenazadora cubría el paisaje hasta donde alcanzaba la vista. Más allá incluso, pues de la ciudad seguían saliendo filas de soldados.

Por fin, Maritia distinguió a Ardnor a la cabeza de su ejército. Su hermano parecía aún más grande que la última vez que lo había visto. Al mirarlo atentamente, la hija de Hotak sintió la misma incomodidad que a veces la embargaba en presencia de su madre, pero al mismo tiempo Maritia obtuvo fuerzas de su hermano. Los orgullosos guerreros de Faros se enfrentarían al enemigo perfecto.

—¡Dad la señal para reagruparnos! Volveremos a formar y daremos tiempo al emperador para que se prepare.

No harás nada de eso.

La voz sacudió a Maritia. Parpadeó y miró hacia Nethosak, hacía el lugar en el que se alzaba el templo,

Sigue retirándote. No vuelvas a organizar tus fuerzas.

—Pero… ¿por qué?

Una fuerza muy intensa le apretó la cabeza. Maritia se quitó el yelmo y se llevó las manos a las sienes. Sus edecanes, que no oían la voz ni comprendían nada, se miraron entre sí sin saber qué hacer.

¡Tu obligación es servir al imperio, hija! ¡Obedece! ¡Todo está planeado! —La presión se suavizó—. Ardnor te agradece tus sacrificios, pero ahora desea que te hagas cargo de la protección de la capital durante su ausencia. Confía en ti más que en nadie para esa misión.

Maritia se calmó. La retirada de los Corceles de Guerra podía tener un propósito. Si eso era lo que su hermano, su emperador, deseaba que hiciera, ¿quién era ella para poner en entredicho sus sabias decisiones? Se debía al trono y al legado de su padre, ambas cosas personificadas en Ardnor.

—Obedeceré —respondió sin más al aire. Cuando la presencia de Nephera se desvaneció, la minotauro miró a sus soldados—. ¡Anulad la última orden! ¡Continuaremos en retirada! ¡Retrocederemos hasta detrás de las líneas del emperador y entraremos en Nethosak!

Los guerreros hicieron una reverencia y corrieron a transmitir las órdenes. Mostrando los dientes, Maritia se concentró en las filas oscuras que seguían avanzando. No tardó en identificar a su hermano. Ardnor, como si sintiera su mirada, se volvió hacia ella.

Maritia estuvo a punto de detener el caballo. Aquellos ojos no eran los de un mortal.

Ardnor gritó algo al oficial que estaba a su lado. Éste le hizo una profunda reverencia, a continuación volvió su montura y se dirigió directamente hacia Maritia y su grupo lastimoso de legionarios en retirada.

—Mi señora —dijo el Defensor con un tono inexpresivo nada más llegar—, el emperador quiere expresaros su alivio al ver que habéis sobrevivido a este revés.

—Sí, gracias. Me gustaría hablar con mi hermano sólo un momento.

El Defensor levantó un poco la mano. Como si fueran un solo minotauro, la fila más cercana de guerreros volvió el rostro hacia ella. En sus expresiones se reflejaba una lealtad propia de fanáticos.

—Ahora mismo eso no es posible. La batalla es inminente, como sabéis.

Maritia no insistió. Dirigiéndose a sus oficiales, se limitó a añadir secamente:

—Ya lo habéis oído. Continuad avanzando. Que todos crucen las puertas lo antes posible.

—Nosotros, por supuesto, cubriremos vuestra retirada —dijo la figura negra.

No le prestó atención. Los Corceles de Guerra habían sido humillados para siempre al verse obligados a abandonar la batalla.

—¡Vamos!

El Defensor hizo un gesto con la mano. La fila de guerreros volvió a mirar al frente. Entre las hileras se abrió un camino. Maritia pensó que los Defensores se movían como si fueran marionetas, las marionetas de su hermano.

Mientras pasaban entre las siniestras figuras, la mirada de Maritia se posó sobre una de las sombras en las que había reparado antes. La silueta oscura cabalgaba sobre un caballo famélico. Por mucho que Maritia intentaba concentrarse en el jinete, lo único que lograba era distinguir vagamente una figura con armadura. En su empeño por verla mejor, la comandante se fijó un momento en el corcel.

—¡Por todos los dioses! —exclamó.

El animal tenía los costados hundidos y por ellos asomaban las costillas, cubiertas por tiras de carne putrefacta.

—Mi señora —susurró uno de sus acompañantes—, ¿os encontráis bien?

—¡No os detengáis! ¡Adelante! —Maritia se alegró de ver las puertas de la ciudad.

Eran sólidas. Eran reales. Eran el lugar por el que había salido el ejército siniestro de Ardnor.

—¡Patok! ¡Encárgate de la supervisión de los Corceles de Guerra! Si ves a algún guardia, que se una a nuestras filas. Refuerza nuestra formación, ¡por si acaso! Forma nuevas filas justo al otro lado de las puertas y ordena que estén preparadas para avanzar hacia el campo de batalla o para controlar las calles.

—Pero ¡mi señora! ¿Adónde vais vos?

Frunció el entrecejo. Brilló un relámpago. Maritia miró hacia el cielo y su expresión se ensombreció aún más.

—Voy a ver a mi madre.