XXV

LUCHA Y TRAICIÓN

Marchaban por las calles de Nethosak en perfecta formación. Era una lúgubre multitud de guerreros fanáticos que tenían un único objetivo: obedecer los deseos de su señor. Asomados a las ventanas y apoyados en los quicios de las puertas, los ciudadanos de la capital del imperio los contemplaban con desasosiego. No había minotauro que no apreciara el arte de la guerra, la devoción por la batalla, pero lo que los Defensores inspiraban era terror. El río negro avanzó hasta las puertas de la ciudad, irradiando un aura oscura que hacía que hasta los guerreros más veteranos se refugiaran en la tranquilidad de sus casas.

A la cabeza de aquella fuerza monstruosa marchaba el gran emperador. Ardnor tenía la mirada clavada en el camino que se extendía ante él, sin pronunciar palabra, como si su cabeza estuviera en otra parte. Sus dientes asomaban en una sonrisa siniestra, impasible: la mano crispada junto a la maza.

Sobre el río inacabable de Defensores ondeaba, orgulloso, un nuevo estandarte. Muchos no le prestaron atención, pues la imagen del emperador y sus guerreros atraía todas las miradas. No obstante, aquellos que sí se fijaron en él, si eran lo suficientemente mayores y tenían buena memoria, tal vez descubrieron algo familiar en el símbolo que había elegido su gobernante.

Un hacha invertida.

Maritia envió mensajeros a las legiones del este lo más rápidamente que pudo, pero oyó los cuernos en esa dirección apenas unos minutos después. Lanzó una risa forzada y se concentró en las posiciones que había que corregir con celeridad. Faros había sido más listo que ella, pero lo remediaría en poco tiempo.

Inevitablemente, admiraba su determinación. El modo en que había arrastrado a sus seguidores a través de las montañas, tan de prisa además, era una hazaña propia de un general del imperio. Pero ningún oficial con experiencia se habría aventurado en un viaje tan peligroso teniendo tanto que perder. De todos modos, al final esa gesta no le serviría de nada. Los generales Gularius y Domo ya debían de estar cercando a los rebeldes en ese mismo instante, y la Legión de Ónice avanzaba hacia su posición. AI noroeste, los legionarios del Grifo habían recibido la orden de estregar sus filas para facilitar la marcha de la otra legión. Maritia había enviado un mensaje urgente a las legiones cerca de Varga para que regresaran de inmediato, por si la batalla se alargaba más de un día.

—¿Preparados? —preguntó.

Tras comprobar que todos eran gestos de asentimiento, montó en su corcel y dio la señal. Un trompeta tocó las notas. La Legión del Corcel de Guerra marchaba hacia la batalla.

Maritia la había mantenido en la retaguardia en una muestra de astucia. En ellas residía la posibilidad de infligir una derrota aplastante a los rebeldes. Era cierto que al emplear al ejército de los Corceles de Guerra dejaría, por un período corto de tiempo, a la Guardia Imperial y del Estado como únicos defensores de la capital y que ambos cuerpos se encontraban muy mermados. Pero cuando llegara la Legión del Ónice, el peligro habría pasado.

Maritia volvió la vista hacia sus tropas y observó con orgullo a la fuerza con más honores de todo el imperio avanzando hacia el encuentro con los rebeldes.

—Guía nuestras armas, padre… —murmuró—. Haz que nuestras hachas sean afiladas y nuestras espadas veloces…, y te prometo que yo misma mataré al sobrino de Chot en tu nombre…

Hija

Maritia atiesó las orejas. Por un momento, pensó que su padre respondía a sus rezos, pero entonces se dio cuenta de que era otra voz muy conocida la que la llamaba.

—¿Madre?

Ardnor te ordena que avances más hacia el norte —susurró Nephera en su mente—. Al límite de la cordillera; después, desvíate hacia el este.

Aunque sorprendida por la orden, Maritia se repuso rápidamente. El poder de su madre nunca dejaba de admirarla, pero no podía seguir sus directrices a ciegas.

—¿A la cordillera? ¡Eso supondrá un tiempo precioso!

Ésta es una orden imperial. ¿Una legionaria leal como tú desobedecería a su hermano, el emperador?

Maritia no tenía preparada una respuesta. En su opinión, era mejor desviarse hacia el sur y después encaminarse directamente hacia la batalla. La Legión del Corcel de Guerra no sólo alcanzaría antes a Faros, sino que lo rebasaría.

Pero… como había dicho su madre, se trataba de una orden imperial.

Se volvió hacia su oficial.

—¡Llama a los jinetes! ¡Nuevas órdenes! ¡Avisa a todos de que vamos hacia el norte hasta llegar a la primera montaña, después al este! —gritó.

El otro minotauro la miró un momento con curiosidad; sin duda, se preguntaba la razón de aquel rodeo tan complicado.

Mientras se transmitía la orden, Maritia empezó a sentirse mejor. Cogió las riendas con firmeza. No tenía la menor idea de lo que planeaba su hermano, pero necesitaba creer que había pensado algo especial para los rebeldes, algo que aplastaría a Faros sin remedio.

El flanco izquierdo, por fin, se rindió. Los guerreros de Faros lo atravesaron y obligaron a los soldados a dispersarse y defenderse por muchos frentes al mismo tiempo. Los centuriones y otros oficiales gritaban órdenes sin descanso, pero los legionarios novatos reaccionaban despacio y en medio de la confusión.

Faros atravesó el pecho de un soldado y esquivó el hacha de otro. Al frente se encontraban las catapultas y las balistas del enemigo. Las primeras estaban en plena carrera para no caer en manos de los rebeldes, pero las balistas apuntaban hacia los atacantes.

Una de las balistas disparó. Se oyeron gritos cuando empezaron a llover lanzas sobre los guerreros. Pero en su prisa por abrir fuego, los soldados no sólo estaban matando rebeldes, sino también a sus propios compañeros. El fragor metálico ahogaba todos los demás ruidos. Los minotauros luchaban cuerpo a cuerpo. El hacha de un legionario atravesó la garganta de un rebelde. Otros dos rebeldes lanceaban a un dekariano; las picas arrojaron el cuerpo entre los soldados imperiales.

Un treveriano a caballo salió de la nada y golpeó a Faros con una maza. La cabeza pesada del arma cayó sobre el brazo del líder de los rebeldes, le levantó la piel y machacó el hueso. Por suerte, consiguió esquivar un segundo golpe del oficial. Unos ojos fanáticos lo miraron con ferocidad, mientras el minotauro con yelmo volvía a balancear la maza.

—¡Hereje! —gritó de repente el treveriano—. ¡Criminal!

Faros esquivó el golpe y levantó el puño. El puñetazo cerró la boca del legionario y le abrió el yelmo, que descubrió su cabeza afeitada. Temblando a causa del ataque, el oficial cargó. El extremo afilado de la espada estuvo a punto de clavarse en la garganta de Faros.

Faros asió el arma por la empuñadura y tiró. El treveriano cayó hacia adelante. Emitió un sonido extraño cuando Faros volvió la espada hacia él y la hoja lo atravesó. El líder de los rebeldes tiró el cuerpo a un lado y echó un vistazo alrededor. Por momentos se abría un camino hacia las armas de guerra. Botanos, a la cabeza de un grupo de guerreros, se dirigía a una catapulta. Otra partida se encaminaba hacia las balistas.

Faros y su grupo atacaron a los soldados responsables de otra catapulta. Un soldado intentó golpearlo con un hacha. El líder de los rebeldes se deshizo de él con una sola estocada y saltó a lo alto de la máquina. Junto a la parte trasera, otro legionario intentaba colocar los misiles del arma gigantesca. Faros le propinó una patada y saltó por encima de él.

En ese momento, apareció una rebelde para luchar contra el legionario. El soldado rechazó el ataque y le clavó el hacha en el estómago. La rebelde se desplomó, y el minotauro dio un último corte a la cuerda para disparar los misiles. Pero en ese momento la espada de Faros le cercenó el brazo izquierdo. El soldado lanzó un chillido de dolor, y mientras trataba de sostener el hacha, Faros le cortó la cabeza.

Los rebeldes rodeaban la máquina por completo y dos soldados se rindieron. Pero Faros contaba con sus propios seguidores expertos en manejar catapultas para hacerse cargo de ellas.

—¡El flanco derecho! ¡Disparad!

Cuando ambas máquinas ya estaban apuntando hacia las fuerzas del imperio, Faros se volvió hacia las balistas. Dos seguían bajo el control de la legión, pero todas las demás que podían verse estaban en manos de los rebeldes. Faros cogió a uno de los suyos, señaló un sitio y empezó a gritar órdenes.

Los rebeldes prorrumpieron en gritos cuando una de las balistas de la legión disparó a una de las que había caído en manos de los atacantes y mató a los que la manejaban. Las nuevas balistas de la legión eran diferentes de las que antes utilizaban las fuerzas imperiales o las de los navíos. Disparaban flechas más pequeñas, pero en cantidades tres o cuatro veces mayores. Era como si una cortina de flechas, pequeña pero increíblemente ligera, saliera lanzada a la altura de los minotauros. El efecto era devastador.

—¡Haceos con esas dos! —ordenó Faros a un grupo de guerreros—. Id por su izquierda.

Las balistas en manos de los rebeldes respondieron al ataque y alcanzaron la retaguardia de la legión. Cayeron muchos soldados imperiales, entre ellos varios oficiales a caballo.

Había llegado el momento de disparar una catapulta manejada por los rebeldes. La pesada roca cayó entre los legionarios, la tierra se levantó y los cuerpos salieron volando. El enorme proyectil dejó un cráter en medio de las fuerzas enemigas. Con eso, la legión podía considerarse derrotada. El capitán Botanos, cubierto de sudor pero exultante, apareció junto a Faros.

—¡La primera victoria es nuestra! ¡Cayeron como un castillo de naipes!

—¡No eran guerreros experimentados! Sus mandos eran Defensores. Los demás serán mejores.

La batalla iba apagándose. Una hembra con el brazo sanguinolento en cabestrillo informó:

—¡Su general ha muerto! ¡Apenas quedan ya focos en lucha! ¿Los matamos o intentamos coger prisioneros?

—Dadles una oportunidad, y si vacilan, haced lo que debáis. ¡No tenemos tiempo que perder!

Las catapultas dispararon unas cuantas veces más a objetivos diferentes, y después Faros ordenó que se detuvieran. Los rebeldes iban a necesitar cada proyectil y cada cuadrillo.

Regresaron los exploradores de los rebeldes. Uno de ellos gritó nada más llegar:

—¡La Legión de la Zarpa de Oso avanza al norte!

—¿Al norte? —gruñó Botanos—. ¿Es que su general se ha vuelto loco?

—Otra legión está de camino, una más poderosa todavía. También se dirige al norte.

—No tiene sentido… —ladró el marino—. Se están desviando hacia el norte. ¡No nos cogerán hasta que casi hayamos llegado a la capital! ¡Tiene que ser un truco! ¿Qué piensas tú?

Faros no lo dudó.

—No me importa. Nosotros avanzaremos de todos modos. Si les dejamos que se acerquen y nos enfrentamos a ellos, nunca llegaremos a Nethosak. Mermarían nuestras fuerzas.

Los rebeldes reunieron todo lo que pudieron y emprendieron la marcha. Uno de los flancos se separó y se dirigió hacia el norte. Faros incorporó un nuevo elemento a la cabeza del ejército: doscientos minotauros ataviados con los petos deslustrados de la legión vencida y con las manos atadas a la espalda. Los rebeldes los obligaban a caminar con las espadas.

Los exploradores no dejaban de informar sobre la legión del norte, que por lo visto no sólo se movía en una dirección extraña, sino que lo hacía a un ritmo muy lento.

El capitán Botanos frunció el entrecejo.

—¡Su comportamiento no es normal, muchacho! Casi parece que lo que intentan es evitar la batalla.

—Asegúrate de que los exploradores los vigilen constantemente —murmuró el líder de los rebeldes—. Todavía pueden sorprendernos.

—¿Y si se quedan lejos?

—Lo único que importa ahora es Nethosak —fue la respuesta de Faros, que pensaba en el hogar que no veía desde hacía años—. Lo único.

La ola negra cruzó las puertas de Nethosak como un río de sangre y cubrió todo el paisaje. Gigantescos timbales de cobre marcaban el ritmo. El entusiasmo que movía a los Defensores era aterrador. Estaban seguros de su poder, seguros de la gloria que alcanzarían después de aquella victoria.

Entre las filas se repartían las cinco temibles sombras que había invocado Ardnor para mantener el orden entre sus fuerzas. Los espectros apenas eran visibles, parecían insustanciales, pero nadie dudaba de su presencia. Cabalgaban sobre corceles putrefactos, muertos mucho tiempo atrás. Los guerreros que avanzaban a su lado no parecían inquietos en absoluto por tener compañeros tan monstruosos, pues lo interpretaban como un signo más de la grandeza del dios al que servían, aunque desconocieran su nombre.

En torno al emperador se arremolinaban otros fantasmas. Se trataba de sus asistentes, ojos fantasmagóricos que Nephera le había concedido para que estuviera al corriente de todo lo que sucedía cerca y lejos. A través de ellos, Ardnor fue testigo de la derrota de la primera legión y vio los movimientos de los rebeldes.

Pero no podía penetrar en la mente de su líder. Una niebla envolvía al miembro de los Kalin. Era inútil que Ardnor torturara cruelmente a las rastreras sombras con el poder que Morgion le había concedido, pues no podían decirle lo que Faros pretendía hacer a continuación.

Al final, estaba tan furioso que Nephera apareció en su mente para tranquilizarlo

—¡Detén esos intentos vanos, hijo mío! ¡Pronto Faros Es-Kalin será tuyo!

—Pero ¿por qué no puedo ver a ese gusano? —gruñó, sin preocuparse de que estaba hablando en voz alta. Ninguno de los que lo rodeaban se atrevería a cuestionar su extraño comportamiento—. ¿Qué lo protege del poder de Morgion?

—Los esfuerzos lamentables de un dios agonizante…, sólo eso. ¡El último acto desesperado del Dios de los Grandes Cuernos! Era de esperar…, aunque al final no le servirá de nada, ni a él ni a su marioneta.

La mano de Ardnor volvió a deslizarse hacia la maza. Se moría de ganas de hundirla en la cabeza de Faros.

—Da igual. Lo importante es que los aplastaremos antes de que lleguen a las murallas.

La fuerza con que se reveló la presencia de la suma sacerdotisa estuvo a punto de tirar a Ardnor de la silla.

—¡No harás nada de eso! ¡Seguirás mis instrucciones al pie de la letra!

El emperador abrió la boca para responder, pero la voz que resonaba en su mente volvió a apoderarse de él.

—¡No le apartarás de los planes! ¡Faros será tuyo, hijo mío, eso te lo prometo!

—¡Pero Maritia! Ella lo alcanzará primero.

¡Y cumplirá con su cometido! ¡Harás lo que convenimos! El día de hoy será testigo de la destrucción total de los rebeldes y el pueblo conocerá la superioridad del templo y del Único. ¡Sabrán que no puede haber otro emperador más que tú! Tú, Ardnor…

Olvidó sus protestas.

—Yo…

¡El resultado está asegurado! ¡Sigue el camino que se te ha señalado y no te preocupes por el papel de tu hermana! Pronto serás tú quien ocupe el lugar más importante.

La voz se apagó en su cabeza. A Ardnor el corazón seguía latiéndole con tuerza. Esbozando una sonrisa propia de un depredador, susurró:

—Ese gusano de Kalin sigue siendo mío.

Los que estaban más cerca de él fingieron no haberlo oído.

Por fin, Faros tenía Nethosak a su alcance. Hasta los ciudadanos nacidos en las poblaciones más remotas visitaban Nethosak por lo menos una vez en la vida. La capital representaba el imperio. Había sido arrasada una y otra vez, pero siempre había resurgido después de cada debacle, más fuerte e imponente que antes.

Faros contempló sus torres; le costaba creer que estuviera en casa. Entonces, oyó un cuerno y vio el estandarte al norte. Minutos después, llegó un explorador sin aliento.

—¡Es el estandarte de la Legión del Corcel de Guerra, mi señor! ¡Se acercan velozmente!

—Averigua si los Zarpa de Oso siguen alejándose —dijo el líder de los rebeldes a otro explorador. Mientras éste se alejaba raudo, Faros añadió—: Vamos al encuentro de la Legión del Corcel de Guerra, capitán.

—Sí, muchacho. Ya no podríamos escapar de nuestro destino aunque quisiéramos.

La Legión del Corcel de Guerra representaba al imperio más que ninguna otra legión. Si la vencían, la noticia de su victoria se propagaría por todas las demás legiones y minaría la determinación de los soldados imperiales.

Los rebeldes se desviaron hacia la fuerza que se acercaba. Incluso desde tan lejos, la legión de Maritia era impresionante. Los legionarios avanzaban sin un solo hueco en sus líneas, sin vacilaciones. Sus petos relucían. Los oficiales a caballo se adelantaban y retrasaban con movimientos precisos. De repente, a medio camino, la legión se detuvo sin más.

—Nos está retando a que rayamos a ella, Botanos. —Faros intentó descubrir la posición de las catapultas y las balistas, pero no podía distinguirlas a tanta distancia. Tal vez enviara a sus fuerzas a una trampa mortal. El instinto le decía que cuanto antes actuara, mejor—. No vamos a defraudarla. Ella y yo tenemos asuntos pendientes.

—Sí, mi señor.

A la señal de los cuernos, los rebeldes avanzaron hacia el enemigo. Los prisioneros estaban al frente. «Dejemos que Maritia crea que somos unos animales sin honor», pensó Faros. De todos modos, lo más probable era que ya lo creyera.

La distancia entre los dos bandos era cada vez menor. Entonces ya podía distinguir los rostros de los legionarios y, por fin, encontró a quien buscaba. ¡Allí! El símbolo de los comandantes identificaba a Maritia. Sus rasgos seguían siendo vagos, pero aquella figura con el yelmo empenachado y una capa púrpura no podía ser más que ella. Sólo una Droka montaría con gesto tan poderoso. Ya los había visto antes en Vyrox.

—¡Todavía no han disparado! —gritó Botanos—. ¡Los prisioneros los confunden!

—¡Deja que se confundan más todavía! —Faros hizo un gesto brusco con las manos.

Los rebeldes aminoraron el paso. Empujaron a los legionarios cautivos y después los dejaron ir. Los prisioneros reaccionaron lentamente, vacilantes, pero en cuanto estuvieron más lejos de los rebeldes echaron a correr hacia la libertad.

Los soldados de la vanguardia de los Corceles de Guerra gritaban para animarlos. Cuando llegaron los primeros, las filas se abrieron rápidamente para dejarlos pasar. Muchos legionarios les daban palmaditas en la espalda. Más de uno utilizó su propia espada para cortar las ataduras.

—La primera fase completada —murmuró Faros—. Ahora a por la segunda.

De repente, azuzó a su caballo al trote. Botanos ahogó un grito e intentó cogerle del brazo, pero Faros ya se había alejado demasiado.

A medio camino, el líder de los rebeldes se detuvo y esperó. Consiguió lo que quería. Segundos después de haberse parado, la figura que había tomado por Maritia se quitó la capa y el yelmo, y cabalgó hacia él.

—Faros Es-Kalin —le escupió la hembra de minotauro.

—Mi señora. Ha pasado mucho tiempo desde Vyrox.

Ella lanzó un resoplido.

—¡Ojalá hubiera acabado allí contigo!

—Yo siento exactamente lo mismo —repuso.

—Todavía puedes rendirte, rebelde. Prometo que tu ejecución será rápida y que haré todo lo que pueda por los que te son leales.

—¿Puedes devolvernos a nuestras familias? ¿A mi padre? ¿A mi madre? ¿A todos los asesinados vilmente aquella noche sólo porque teníamos la misma sangre que el emperador?

—¡Era necesario! —contestó Maritia—. ¡Necesario por el bien del reino!

—¿Y honroso?

La minotauro lo miró con fiereza.

—Sólo quiero que sepas una cosa, mi señora. Hacemos lo que nos han obligado a hacer.

Con esas palabras, el líder de los rebeldes hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó de la comandante, mientas ésta lo miraba fijamente con gran sorpresa.

Al reunirse con Botanos, el capitán parecía furioso con su líder.

—¡¿Qué ha sido todo eso?! —bramó—. Lo único que podías conseguir era que un arquero impaciente te disparara o que incluso lo hiciera la misma señora, ¡y tú habrías caído en la trampa o, peor aún, estarías muerto!

—Eso no habría sido honroso.

Faros volvió su montura justo a tiempo para ver a Maritia desparecer por un hueco en la primera línea de sus tropas,

—Tienen dos catapultas en el flanco izquierdo, bastante detrás, que apuntan justo a nuestro centro —dijo Faros, enérgicamente—. Detrás de las tres primeras líneas hay cuatro balistas. La segunda y tercera filas tienen un hueco en esos puntos. Pueden verse por los pequeños banderines rojos que ondean en cada posición. ¿Los ves?

Botanos, perplejo, asintió con la cabeza.

—Estabas…

El líder de los rebeldes lo interrumpió y añadió rápidamente:

—Otra catapulta muy a la derecha, apuntando justo a la izquierda respecto a nuestro centro. Tal vez allí haya otra más. Cuentan con una reserva de caballería cerca; seguramente vendrán cuando la batalla haya comenzado. Además, están los arqueros detrás de las líneas principales, con los arcos ya listos. Nos dispararán cuando estemos más o menos a la distancia que se quedó ella. Tres partidas de soldados detrás de las que vemos ahora, la que pude ver mejor estaba liderada por un centurión, así que supongo que tienen trescientos guerreros en la retaguardia.

—¡Es la legión más numerosa que haya visto nunca! —Botanos sacudió la cabeza.

Faros bufó.

—¿Creías que sólo había ido a admirar a su comandante?

—Sinceramente, esa idea se me había pasado por la cabeza, sí.

En ese momento, los alcanzó el explorador que había enviado antes. El minotauro recién llegado no dijo nada, sólo asintió con la cabeza.

El hijo de Gradic se movió sobre la silla.

—La legión del Corcel de Guerra se está impacientando y no quiero que mis seguidores también pierdan los nervios. Asegúrate de que todos siguen mis señales.

—¿Después de lo que has dicho? Yo mismo gritaré las órdenes si es necesario.

—Entonces, vamos allá.

Un trueno retumbó en el cielo, inquietando a los caballos. Faros se fijó en que su anillo brillaba por un momento. No le habría sorprendido que a su alrededor estuvieran sucediendo otras cosas, cosas fuera del alcance de la comprensión humana.

—¡Dad la orden de avanzar!

Tras la nota de un único cuerno, los rebeldes se lanzaron a la carga.

La suma sacerdotisa presenciaba la escena desde la perspectiva de su hija. Intentó superar sus límites y alcanzar los pensamientos de Faros, pero una barrera volvió a bloquearla. El poder de Sargonnas ocultaba algo, pero Nephera no sentía nada que pudiera preocuparla especialmente.

Tanto los Defensores como las legiones estaban en las posiciones adecuadas. Era una pena que su hija desconociera por completo la estrategia de la suma sacerdotisa, pero los sacrificios eran necesarios. Con este último pensamiento, volvió a embargarla la inquietud. Nephera dio un gruñido y miró rápidamente por encima del hombro, pero el único que estaba allí era Takyr, aguardando sus órdenes.

Hotak no estaba, ni tampoco su mirada condenatoria…

Resoplando al pensar en su propio nerviosismo tonto, la suma sacerdotisa volvió a concentrarse en la batalla. Los rebeldes empezaban a avanzar. Era el momento de disfrutar de su destrucción.

Los legionarios esperaban inmóviles, con expresión de cautela. Tenían las armas levantadas, pero aguardaban la señal convenida. Faros midió la distancia. Agitó la espada mirando al trompeta. Dos notas cortas, seguidas de otra más larga, se propagaron en el aire.

La parte trasera de las legiones prorrumpió en gritos. Enormes rocas surcaron el aire. En las primeras filas, los soldados se apartaron para dejar paso a las balistas escondidas.

De repente, la primera línea del ejército de Faros se partió en dos.

—¿Qué están haciendo? —gruñó Maritia.

Miró al cielo y vio los proyectiles que caían. Aterrizaron con toda la fuerza de la gravedad y su peso; eran enormes piedras diseñadas para provocar la peor de las carnicerías, siempre que cayeran sobre algo.

Los rebeldes se movían ágilmente; cambiaban su ordenada formación rectangular por un medio círculo en constante movimiento, en el que la mayoría de rebeldes se desplazaban hacia los lados. Los proyectiles caían donde antes había estado el centro, dejaban enormes cráteres, lanzaban piedras…, pero todo en vano. Uno o dos rebeldes se retorcieron como si alguna esquirla los hubiera herido, pero todos los demás siguieron sin problemas.

Dos balistas dispararon de nuevo antes de que la comandante tuviera tiempo de ordenar que pararan. Una logró detener a un rebelde que se había interpuesto en su camino, pero las demás lanzas cayeron de forma inofensiva.

—¡Dejad de disparar! —ordenó Maritia—. ¡Parad!

Había creído que Faros era un tonto fatalista que se había encontrado con ella en un último acto desafiante para dar ánimo a sus tropas. Entonces se daba cuenta de la realidad. Lo que había hecho era medir sus fuerzas disimuladamente. Por eso le había parecido que sus palabras eran bastante absurdas, porque la mente del rebelde estaba ocupada en cosas mucho más importantes.

Por supuesto, Maritia también había aprovechado para analizar a su enemigo, pero casi no tenía máquinas de guerra y contaba con muy pocas unidades a caballo. Aunque Faros había localizado catapultas y las balistas, no podía adivinarlo todo. Era seguro que no sabía lo que había reservado para ese momento.

—El general Domo debería estar en su posición —dijo para sí misma—. ¡Te atraparemos en medio y acabaremos contigo, Faros Es-Kalin! —Dirigiéndose a un trompeta, Maritia gritó—: ¡Da la señal!

Al compás de los cuernos, la legendaria legión empezó a desplegarse lenta y metódicamente en dirección a la horda que avanzaba hacia ellos.

—¡Arqueros preparados!

Cuatrocientos arcos se tensaron.

Maritia midió la distancia.

—¡Fuego!

Los rebeldes estarían distraídos con el avance de los soldados de infantería. No estarían preparados para la lluvia mortal que caería sobre ellos; pero entonces volvió a oírse una serie de señales del bando contrario. En cuanto las flechas surcaron el aire, fue evidente que su trayectoria tendría que haber sido más alta y en forma de arco. La fuerza de los rebeldes volvió a cambiar de forma.

La táctica no fue tan eficaz como con las catapultas, y muchos rebeldes cayeron o quedaron atrás. Sin embargo, no tuvo lugar la matanza que Maritia esperaba.

—Si así lo queréis, recurriremos a las hojas afiladas de las espadas —gruñó la minotauro.

Volvió a calcular rápidamente el número de los rebeldes. Ella tenía la ventaja, sin duda. Además de su ejército de más confianza, contaba con los supervivientes de la otra legión, a los que habían rearmado rápidamente. En ese momento, esperaban detrás de la caballería.

Con la espada levantada, Maritia guió el flanco derecho hacia adelante para rodear a la fuerza de los rebeldes. En esa ocasión, la hija de Hotak no subestimó al adversario, pues sabía que muchos de ellos eran antiguos soldados. Incluso algunos seguían llevando los emblemas de los Exterminadores de Dragones, quizá para hacer dudar a sus tropas.

—¡Esos arqueros, a la derecha! —gritó la hija de Hotak mientras intentaba localizar a Faros, impaciente por tener la oportunidad de hacerse con él.

Los gruñidos y los gritos lo cubrían todo. Muchos rebeldes cayeron, pero también legionarios. Un minotauro enorme, con los aros dorados típicos de los marinos, se materializó frente a ella; con el hacha atravesaba el yelmo y el cuello de un soldado. Maritia lo identificó como un posible subcomandante, pero antes de que pudiera acercarse a él, la batalla lo engulló de nuevo.

De repente, se oyó un estruendoso ruido metálico detrás del flanco derecho. Los legionarios empezaron a girar en círculo de forma caótica. Algunos se miraban, confundidos, y otros, comportándose de manera muy extraña, bajaron las armas. Entonces, para su total desconcierto, un legionario que estaba cerca de ella hizo oscilar la espada y poco faltó para que le hiciera una profunda herida en la pierna.

Maritia logró escapar con un corte a lo largo del muslo y devolvió el ataque al traidor con una certera estocada en la garganta. Mientras el soldado se tambaleaba hacia atrás, Maritia lo miró con incredulidad…, y se dio cuenta, demasiado tarde ya, de que no era uno de los suyos. En su peto lucía el símbolo del rubí.

¿Los prisioneros?

El caos se apoderó de la retaguardia de la legión. Por todas partes, los prisioneros liberados caían sobre sus confusos compañeros. Las filas se deshicieron. Los soldados encargados de las catapultas tuvieron que abandonarlas para defenderse. La caballería se desorganizó; muchos caballos cabalgaban sin sus jinetes.

La verdad se le reveló con toda su crudeza. Los prisioneros que Faros había entregado a los Corceles de Guerra podían llevar las armaduras legión, pero en realidad eran rebeldes.

«¡Qué tonta he sido al caer en una trampa así!», —pensó Maritia con amargura. Tendría que haberse asegurado. Tendría que haberlos apartado. La hija de Hotak jamás habría esperado un truco tan vil. Los falsos prisioneros no serían doscientos, pero con la fuerza principal atacando por el frente, los legionarios se veían acosados por todas partes.

—¿Dónde está Domo? ¡Maldito sea! ¿Dónde se ha metido?

No había ni rastro de la legión que había reservado para un caso de necesidad, ni rastro. Algo había fallado estrepitosamente en sus planes.