A TRAVÉS DE LA CORDILLERA
Después del intento fallido de los esclavos minotauros de tomar las minas imperiales de Vyrox, los legionarios de Bastion habían obligado a los supervivientes a cruzar la cordillera de Argon hacia los barcos de los ogros que los aguardaban. El camino había sido arduo y para algunos mortal. Los soldados no habían mostrado compasión.
Faros no se había mostrado más comprensivo con su ejército. Todo había ido bien hasta que habían salido de la cordillera de Argon. Agotados por la marcha entre las montañas, no prestaron la atención suficiente al puesto que había más adelante. Seguramente, ni siquiera en Nethosak se recordaba la insignificante y solitaria estructura. Podría alojar a una docena de soldados como máximo, pero teniendo en cuenta el penoso camino a través de las montañas, su existencia apenas tenía sentido.
Botanos, que guiaba a su caballo por el escabroso terreno, se dio de bruces con el primer soldado del imperio, que salió corriendo para advertir a sus compañeros.
—¡Cogedlo! —gritó Faros desde detrás del capitán, soltando las riendas de su montura.
Los rebeldes gateaban entre las rocas, pero el guardia conocía los caminos y consiguió adelantarse. Allí se alzaba el cuartel, pequeño y cuadrado. Cuando llegó más cerca, el legionario empezó a gritar. De repente, una flecha se le clavó en la espalda. El soldado chocó contra la puerta de madera gastada y cayó al suelo.
La puerta se abrió al momento y salieron tres figuras armadas. A pesar de que se enfrentaban a cientos de guerreros, los tres soldados no retrocedieron ni un milímetro. La puerta se cerró tras ellos. Las fuerzas eran tan desiguales que la batalla seria ridícula, pero estaba claro que lo que los legionarios pretendían era ganar tiempo para que un compañero mandara un mensaje, seguramente con un pájaro.
Empuñando las hachas, los tres soldados formaron una línea delante de la angosta entrada. Faros, a la cabeza de los rebeldes, se desvió hacia la izquierda, seguido por Botanos y otros minotauros. Corrieron alrededor de los tres defensores desesperados. Un segundo después, los soldados ya tenían encima a cuatro rebeldes, mientras el resto del contingente se abalanzaba sobre la construcción.
Dejando el repiqueteo de las armas a su espalda, Faros y Botanos treparon por una valla que guardaba a los caballos imperiales. Faros corrió hacia la parte trasera de la construcción, pero casi lo detuvo una hacha que se clavó en la madera a escasas pulgadas de su estómago. Cargó sobre el legionario que había estado esperándolo y le atravesó la armadura y el pecho con su espada.
Desde el interior, alguien disparó una flecha, y el rebelde que llegaba justo detrás de Faros se desplomó. Botanos, que estaba al otro lado del líder de los rebeldes, señaló, furioso, un hueco pequeño que había en la parte superior de la construcción.
La vieja tabla de roble se abrió lentamente. Al entrar, oyeron los ruidos de una jaula y los graznidos nerviosos de un pájaro. Faros quiso ir hacia allí, pero algo se le enredó en el pie y la espada salió volando. Botanos se acercó y clavó el hacha en el soldado moribundo que sujetaba a su líder por el tobillo.
La jaula se abrió. Por puro instinto, Faros se tiró hacia la forma marrón que salía por la ventana. En sus manos estalló una bola de plumas y garras. Un pico bien afilado se le clavó en el antebrazo. Un ala lo cegó. Faros se retorcía, intentando matar al ave, pero ésta logró zafarse de él y salió volando. Se alzó en el cielo dando bandazos, esforzándose por llegar a las nubes.
El ruido de los cuerpos luchando, los gritos furiosos y el breve entrechocar del acero, anuncio del fin de los soldados, llenaron el interior del cuartel.
—Lo dejaste herido —comentó Botanos, señalando la sangre y las plumas que manchaban las manos de su líder, restos de la refriega con el pájaro—. Lo más probable es que muera antes de llegar a ningún sitio.
Después de limpiarse las manos lo mejor que pudo, Faros recogió la espada.
—Si no es así, ya no podremos contar con el elemento sorpresa —respondió gravemente.
Sin perder más tiempo, se hicieron con los caballos y los víveres del cuartel, y siguieron avanzando hacia la llanura. Aquella región de Mithas apenas ofrecía protección contra las fuerzas de la naturaleza. La lluvia persiguió a los rebeldes día y noche, hasta que, incapaces de seguir luchando contra la tormenta, hicieron un alto en el camino. A pesar de las dificultades, habían recorrido un buen trecho. Si continuaban a ese ritmo, a última hora de la mañana siguiente ya vislumbrarían Nethosak en el horizonte.
Los relámpagos iluminaban la zona, seguidos de truenos ensordecedores. No cabía ni plantearse siquiera la posibilidad de encender una hoguera, así que además de empapados, los minotauros estaban muertos de frío.
La lluvia cesó justo antes de que amaneciera. Con el pelo chorreante, los desharrapados minotauros se levantaron del barro como si fueran cadáveres que volvían a la vida y salían de sus tumbas abiertas. Faros apenas les concedió un rato para arreglarse, consciente de que el tiempo apremiaba más que nunca.
Justo cuando ensillaba su montura, Faros oyó un graznido que parecía de un ave mensajera imperial. El minotauro levantó la vista, pero no vio nada. Mientras avanzaban, Faros dispuso a los guerreros en una formación muy abierta. Avanzaban a buen ritmo, en parte gracias a que sólo tenían las armas que llevaban consigo, mientras que las legiones, mucho más lentas, transportaban balistas, catapultas y provisiones, Por suerte, el pueblo de Gaerth les había dado comida suficiente y espadas fuertes y resistentes.
Faros entregó los pocos caballos que tenían a sus mejores exploradores y les ordenó que se adelantaran. El primero regresó sin nada que señalar, pero los que habían llegado más lejos por fin volvieron diciendo que habían visto las afueras de Nethosak y el primer asentamiento.
También habían identificado dos legiones, las primeras de otras muchas. Faros hizo llamar a los pocos oficiales que seguían con vida y que habían pertenecido a las legiones antes de unirse a él, Los exploradores explicaron lo mejor que pudieron lo que habían visto, en especial todo lo referente a las banderas.
Uno de los estandartes de las legiones enemigas tenía el dibujo de una zarpa marrón y ancha, con la silueta negra de un oso detrás.
—La Legión de la Zarpa de Oso —indicó un antiguo centurión—. Seguramente su comandante siga siendo el general Gularius. Organiza una defensa fuerte y compacta, combinada con un ataque poderoso y metódico.
Faros atiesó las orejas.
—¿Metódico, o ingenioso?
—No usaría la palabra ingenioso para describirlo, mi señor.
La segunda legión, la que estaba más cerca, se identificaba por un rubí rojo sobre un fondo de rayas diagonales doradas. Ninguno de los antiguos soldados recordaba ese símbolo, y ni siquiera Botanos, que había sido militar durante muchos años, podía relacionarlo con nada.
—Quizá sea un grupo nuevo —aventuró el capitán.
Faros asintió.
—Ese símbolo me parece propio del templo.
—Hemos oído que se han formado algunas legiones bajo el control de los Defensores; algunas están compuestas sólo por fieles. Podría tratarse de una de ellas.
—¡Hmmm…! Su entrenamiento y experiencia serán inferiores a los de las demás legiones. —Dirigiéndose a los exploradores, Faros preguntó—: ¿Dónde está esa Legión del Rubí? —Cuando se lo indicaron, dibujando las posiciones en el suelo, miró a Botanos—. ¿Qué piensas?
—Si tienen un punto débil, sin duda es ése…, pero ése es un si… muy grande, señor.
El líder de los rebeldes volvió a mirar a los jinetes.
—Indicadme dónde están las catapultas y las balistas.
Señalaron todas las que habían visto y se aventuraron a adivinar dónde se escondían más.
—Reunid a todos los que hayan trabajado juntos con alguna de esas armas. Lo que quiero que hagan es…
Dos horas más tarde, los rebeldes ya estaban en movimiento, guiados por lo exploradores. Faros no podía dejar de pensar en el pájaro mensajero que se le había escapado. Entonces, vieron a la legión. Las primeras señales fueron el humo y los ruidos del campamento. Faros y Botanos treparon hasta un alto y observaron el lugar, estudiando al enemigo. Los soldados iban de un lado a otro con aire despreocupado, lo que era la confirmación definitiva de que no eran legionarios bien entrenados y curtidos en la batalla.
—Tiene Defensores al mando, apuesto lo que sea —murmuró el capitán Botanos, esperanzado—. Demasiado seguros de sí mismos.
Faros ya había desenvainado.
—No podemos vacilar. —Se volvió hacia un subordinado—. Da la señal.
Un rebelde ondeó un par de banderas blancas y verdes. La señal silenciosa pasó de sección en sección del ejército. Cuando llegó la respuesta de que todos estaban listos, Faros se levantó y balanceó la espada. Unidos en un único rugido, los rebeldes se lanzaron a la carga.
Les había dado tiempo de recorrer la mitad de la distancia hasta el perímetro exterior cuando se oyeron los primeros cuernos dando la voz de alarma. Minotauros con armadura se apresuraron a cubrir su posición. En su honor hay que decir que pronto formaron una defensa.
—¡A la izquierda! —gritó Botanos cuando su ojo experto descubrió el punto más débil—. ¡El flanco izquierdo está desorganizado!
—¿Qué hacemos con los Zarpa de Oso? —preguntó un rebelde que se encontraba a su altura. La segunda legión no estaba a la vista pero era seguro que acudiría al rescate.
—Si acabamos pronto con éstos, ¡estaremos listos para recibirlos! —contestó Faros.
—¡Otro si muy grande! —bromeó el marino mientras seguía a Faros, que ya se había lanzado al ataque.
Una sombra amenazadora pasó velozmente sobre ellos. Algo cortaba el aire. Aterrizó con un fuerte golpe mucho más al norte, desviándose bastante del flanco de los rebeldes. Faros sonrió sin dejar de correr y dar órdenes. Una catapulta manejada por minotauros bien preparados nunca habría errado tanto.
Al frente, seguían formándose las líneas. Los oficiales a caballo chillaban órdenes. Las lanzas se posicionaron mientras se preparaban los arcos.
Faros miró al guerrero que daba las señales.
—¡Fuego! ¡Ordénales abrir fuego!
El rebelde tocó una nota con el cuerno. Muchos miembros del harapiento ejército se detuvieron, apuntaron y dispararon los arcos. Sabían cómo disparar sobre la marcha. Un centenar de flechas cayó sobre los legionarios. Muchas rebotaron sobre los escudos y las armaduras, otras cayeron al suelo pisado sin causar ningún daño, pero otras muchas se clavaron en su objetivo. Los soldados caían por doquier. Algunos se llevaban las manos a las heridas. Apresuradamente, quitaron los cadáveres de las filas.
La legión devolvió el ataque. Muchos de los rebeldes que estaban en primera línea cayeron. Los que venían detrás esquivaron los cadáveres y siguieron avanzando. La última esperanza de los guerreros caídos estaba en sus compañeros. El flanco izquierdo del enemigo ya parecía más organizado. Los encargados de las balistas las habían girado y estaban preparados para disparar.
Faros balanceó la espada. Los cuernos volvieron a tocar. Una segunda descarga cavó sobro el flanco izquierdo de la legión. Murieron muchos más soldados y, a partir de entonces, Faros sólo pudo ver los rostros serios de los legionarios que tenía justo delante de él. Se concentró en uno y buscó su mirada.
Un segundo después, los dos ejércitos se encontraron.
Armada con nueva confianza, Maritia abandonó Nethosak para tomar el mando en el campo de batalla. Todavía recordaba la forma caótica de luchar de los esclavos en Vyrox. Entonces, eran un grupo numeroso, pero muchos habían caído y sus mejores líderes habían encontrado la muerte. Que el sobrino de Chot hubiera sobrevivido había sido un descuido lamentable.
A diferencia de algunos de sus oficiales, Maritia no había creído sin más que toda la fuerza de Faros estuviera en Mito. No, el líder de los rebeldes era inteligente, eso tenía que reconocerlo aunque le costara, y seguramente se trataba de un truco. Había sido toda una sorpresa que Ardnor se mostrara tan dispuesto a que ella decidiera las posiciones de los contingentes más importantes. En el breve lapso de tiempo que había pasado desde las últimas noticias de los movimientos de Faros, había ideado estrategias para todas las situaciones posibles.
La costa estaba patrullada por partidas muy poderosas, menos la zona a la que daba la cordillera de Argon. Maritia no tenía los poderes sobrenaturales de su madre, pero había un ir y venir incesante de jinetes que la mantenía en contacto con las diferentes legiones, mientras los pájaros mensajeros le indicaban todo lo que sucedía en el mar.
Estaba contemplando los preparativos de la Legión del Corcel de Guerra, cuando llegó un mensajero procedente del oeste con una misiva para ella.
—¡Lady Maritia! ¡Acaba de llegar!
Al leer la nota, el corazón le dio un vuelco. Se habían avistado varios navíos rebeldes al oeste. Uno parecía ser el Cresta de Dragón, la embarcación más escurridiza de toda la flota rebelde. ¡Ojalá pudiera atraparlo intacto y pasearlo como trofeo por la capital! A Maritia no le cabía duda de que Faros habría conseguido de alguna manera dejar a sus guerreros en algún lugar al norte o al noroeste, quizá cerca de Varga.
—Envía un pájaro a Varga. Pide que te respondan de inmediato.
—¡Sí, mi señora!
La hija de Hotak miró en derredor.
—¿Dónde está el enlace con la Legión del Ónice?
Ésa era una de las legiones más nuevas y a Maritia le costaba recordar los nombres. Para ella, los nuevos nombres carecían de la grandeza de los wyverns o del Grifo Volador.
—¡Quiero que confirmen su posición! —Miró a lo lejos—. ¿Por qué la legión del general Domo está desviándose hacia el este? ¡Van a dejar un hueco por el que podría colarse todo el Mar Sangriento!
Los edecanes de Maritia se apresuraron a ocuparse de todos esos asuntos. Uno de sus guardias personales apareció a caballo.
—Un jinete del norte, mi señora.
Era el mensajero de la Legión del Ónice. A pesar de su melena rapada y la mirada alucinada, había demostrado ser un correo muy eficiente y describió a la perfección la posición de su mando. Maritia se relajó un poco al escuchar el informe que cubría los huecos que ella no sabía.
—Todo va bien, padre —murmuró, distraída.
—¿Perdón, mi señora? —preguntó el mensajero, confuso.
—Nada.
La hembra de minotauro miró más allá del mensajero de la Legión del Ónice y vio que, por fin, las fuerzas del general Domo corregían su rumbo. Al comprobar que se dirigían hacia la posición asignada, Maritia dejó escapar un suspiro de alivio. Casi todo y todos estaban listos. La flota perseguía a los barcos rebeldes. Cada vez estaban más cerca de Faros. El líder de los rebeldes había actuado exactamente como Maritia había predicho. Hasta sentía cierta desilusión al pensar en lo fácil que sería la victoria.
Procedente del este, llegó un pájaro mensajero malherido que anunció su presencia con débiles graznidos. Maritia observó con impaciencia cómo descendía hacia los cuidadores. ¿Quién le enviaría un mensaje del este? Allí no había más que dos legiones; era una posición sin valor estratégico.
—Del puesto cerca de Tagla, mi señora —informó el soldado que le llevó la nota sellada—. El pájaro está herido —añadió muy serio.
—Tagla. —Maritia echó las orejas hacia atrás mientras leía la inscripción del estuche—. Este pájaro debería haber continuado hasta la capital. Los fuertes vientos de las montañas deben de haberlo desviado y decidió detenerse en el primer lugar conocido que encontró.
En el sello distinguía el corcel de guerra negro. El mensaje era corto y sencillo…, y demasiado sorprendente para creerlo: «¡Rebeldes por las montañas! ¡Un gran ejército! A dos millas al sur de Vyrox, en dirección…».
En dirección a Nethosak.
Con las aletas de la nariz hinchadas, Maritia releyó el mensaje. Era de tres días atrás. La verdad era que el pájaro herido se había desviado mucho.
Maritia miró hacia el este, consciente de que allí su defensa era débil.
—¡Un mapa! —gritó a uno de los guardias—. ¡Tráeme un mapa de la cordillera de Argon!
AI encontrar Tagla en el mapa y descubrir la difícil ruta entre las montañas, se dio cuenta de que había pasado por alto una posibilidad crucial para todos sus planes. Entonces, por increíble que pareciera, Faros Es-Kalin estaba detrás de sus líneas y muy cerca de la capital.
—Ha llegado la hora, mi señor —susurró la suma sacerdotisa desde su trono bajo los iconos—, el final de la era de Sargonnas y el comienzo de la del gran Morgion.
Nephera estaba impaciente por exhibir los cadáveres de los rebeldes, especialmente el de ese Kalin. La muerte de cada uno de los rebeldes fortalecería a su dios y ayudaría a que el señor de la torre de bronce reinara por encima de los demás dioses.
Se estremeció al sentir el primer choque entre los insurrectos y las legiones en Tagla. La muerte alimentaba su placer, pues cada muerto se convertía de inmediato en otro de sus sirvientes, y así su poder crecía.
Gracias a los fantasmas, Nephera sabía desde hacía tiempo que los rebeldes estaban avanzando por el este, pero había decidido no avisar a Maritia. No era mala idea probar a su hija. Además, la suma sacerdotisa quería que el sobrino de Chot se sintiera confiado, llevarlo como un cordero al matadero…, y Faros estaba complaciéndola en todo.
—Con tu permiso, mi señor —dijo a los símbolos brillantes.
La suma sacerdotisa cerró los ojos y vio a su hijo. Ardnor esperaba impacientemente sus órdenes, rodeado por un mar de figuras oscuras.
—Ardnor, querido hijo, ha llegado el momento.
En su visión, lady Nephera pudo distinguir la sonrisa de su primogénito. Lanzando una carcajada, el emperador se ajustó el yelmo. La suma sacerdotisa sintió los poderes con que le había bendecido su dios, con los que le había despertado a una vida malévola.
Nephera abandonó la visión y volvió a concentrarse en la batalla. Todo marchaba según sus deseos.