LA CRECIENTE OSCURIDAD
Nethosak. Maritia se sentía como si hiciera años que no estuviera en casa, pero no habían sido más que meses. De todos modos, su corazón se alegró con las primeras imágenes de su tierra cuando los barcos llegaron al puerto. No esperaba una bienvenida alegre, y no la tuvo. Nadie, quizá exceptuando su madre, habría sabido de su llegada hasta un día o dos antes. Tampoco su presencia allí presagiaba nada nuevo.
—¿Entiendes las órdenes, capitán Xyr? —preguntó Maritia mientras desembarcaba de El Señor de las Tormentas.
—Perfectamente, mi señora. Sólo espero la señal.
—No tardaré en dártela. Primero tengo que hablar con mi hermano.
El marino miró hacia el puerto.
—Parece que él también quiere hablar urgentemente con vos, mi señora.
—¿Sí?
Maritia siguió su mirada y descubrió la llegada de un grupo de bienvenida bastante adusto. Una docena de resueltos Defensores con insignias totalmente negras se acercaba a caballo. A su cabeza avanzaba un oficial con el uniforme de la Guardia Imperial, cuya melena al rape revelaba a quién debía su verdadera lealtad. Sostenía las riendas de uno de los corceles favoritos de Maritia, que trotaba a su lado.
La minotauro bajó por la plancha y se reunió con el oficial, que la saludó.
—Capitán Arochus, mi señora. Hemos venido para escoltaros directamente hasta el emperador.
—¿Dónde está el capitán Doolb? —preguntó ella, recordando al oficial ya veterano que debería haber sido quien hubiera acudido a su encuentro.
—Arrestado y ejecutado por traición hace algunas semanas, mi señora —contestó el Defensor sin inmutarse.
—Entiendo —repuso la comandante de la legión, disimulando su sorpresa. Doolb había sido uno de los guerreros más leales a su padre—. Mis guardias también necesitan monturas —añadió con un tono apagado.
—Es innecesario. El emperador considera que estáis a salvo con este contingente, elegido por él mismo. Vuestros guardias quedarán libres hasta que se los necesite.
Observando a los Defensores, Maritia no dudó de que fueran diestros guerreros. Todos ellos eran casi tan corpulentos y musculosos como Ardnor. Si él les ordenaba que dieran su vida por defender la suya, lo harían sin vacilar.
De todos modos, Maritia seguía prefiriendo las tropas de su confianza. Por desgracia, no podía revocar un mandato de Ardnor. Se volvió a sus guardias personales y les dijo:
—Ya habéis oído lo que ha dicho. Presentaos ante mí con las primeras luces.
—Sí, mi señora —contestaron al unísono.
Arochus se mostró atento, si bien distante, al entregarle las riendas del caballo. Era la hermana de su señor y la hija de la suma sacerdotisa de su culto, pero sin duda sabía, como la gran mayoría, que ella no seguía los caminos de la secta.
Cuando Maritia montó, reparó en otros minotauros que había alrededor y que se movían de forma peculiar. Se ocupaban de sus tareas como cualquier día, pero con movimientos muy estudiados y expresión meditabunda, que sólo podía achacar a la presencia de los Defensores. Muchos parecían cansados. Aquí y allá se veían más Defensores; vigilaban que no hubiera ningún problema. Eran más numerosos que antes y, aparentemente, actuaban en lugar de la Guardia del Estado.
—¿Mi señora? —Arochus la instó a que partieran.
Maritia hizo un gesto de asentimiento. Mientras el grupo daba media vuelta sobre sus monturas, Maritia vio un barco pesquero que descargaba sus presas. Un oficial vestido de gris, con aspecto de ser uno de los fieles, observaba cada red y marcaba cada captura en un pergamino. Cuatro minotauros con armadura presenciaban la escena atentamente, mientras el pescado era traspasado a una hilera de barriles y éstos cargados a un carro marcado con los símbolos de los Predecesores. Otro carro esperaba la llegada de más barcos de carga. Maritia sintió una punzada al pensar en Pryas y se preguntó si habría instaurado un sistema similar en Ambeon. Mientras cabalgaban, los Defensores formaron un muro de defensa infranqueable alrededor de la hembra de minotauro. Llegaba a ser claustrofóbico. Con la intención de entretenerse y olvidar el excesivo celo de su escolta, Maritia se concentró en su amada ciudad. Los edificios de Nethosak se alzaban altos y orgullosos. Las banderas ondeaban sobre las casas de los clanes. Las calles…
Las calles estaban cubiertas de suciedad, y el empedrado, embarrado. En los pasajes se veían las huellas de los viandantes. Los pocos ciudadanos con los que se encontraron caminaban furtivamente, con expresión cansada y recelosa.
—Hace tiempo que no estoy aquí. ¿Cómo van las cosas?
Arochus parecía sorprendido.
—Todo está en perfecto orden, mi señora. Nethosak funciona con la eficiencia soñada por vuestro padre. La suma sacerdotisa y el emperador hicieron realidad esos sueños. Por mandato del trono, el templo supervisa la actividad necesaria para la expansión del imperio. La productividad ha llegado a un nivel jamás alcanzado y los trabajos del anexo al edificio principal están muy avanzados.
—¿El anexo?
—Es necesario que el templo crezca. Lo mismo sucede en todos los templos de otros lugares del imperio. Imagino que también es así en Ambeon.
—Me fui antes de que se pusiera en marcha tal medida.
—Los fieles trabajan en su tiempo libre para que el proyecto se lleve a cabo rápidamente. Incluso muchos de los que todavía no se han convertido se sienten inclinados a ofrecer su ayuda. —Lucía una gran sonrisa—. ¡Es un momento glorioso de nuestra historia!
Maritia no dijo nada. Habían avanzado varias manzanas en silencio cuando de repente Archorus ordenó que la partida se desviara bruscamente de su camino. Maritia se quedó mirando el tejado del palacio, que, después de empezar a verse por encima de la casa de un mercader, volvía a alejarse.
—Creía que nos dirigíamos directamente a ver al emperador.
—Así es, pero a esta hora se encontrará en el templo. Pasa allí mucho tiempo. —Las últimas palabras fueron pronunciadas en un tono que revelaba que Arochus censuraba el que ella no lo supiera.
El retumbar de unos pasos le hizo alargar la mano hacia la espada sin ni siquiera pararse a pensarlo. Con una velocidad que Maritia jamás habría imaginado, el capitán detuvo su movimiento interponiendo su maza.
—Lo pagaría con mi cabeza si algo os sucediera, mi señora. ¡Por favor! Esperad. Yo me ocuparé de todo.
Apareció, entonces, un regimiento de Defensores, guiado por un oficial a caballo. Lanzó una mirada al grupo de Maritia y después hizo un gesto brusco de asentimiento a Arochus, antes de gritar algo que hizo que su grupo girara en una de las calles que se abrían ante ellos.
Maritia observó las filas de figuras con armadura negra y pensó que todas parecían idénticas. Era como si los Defensores fueran la misma figura repetida una y otra vez.
Sujetando con fuerza las riendas, Maritia preguntó:
—¿Qué pasa, capitán?
De repente, los ojos de Arochus se enrojecieron y su respiración se aceleró.
—¡Buscan a los asesinos, mi señora! ¡Infames asesinos!
—¿En Nethosak? ¿Cómo es posible?
El regimiento se dispersó por toda la manzana, por los pasajes y frente a los edificios. Al oír un grito del oficial, los Defensores empezaron a golpear furiosamente las puertas, en algunos casos hasta las tiraron abajo. Un minotauro greñudo que salió a contestar se encontró arrancado de su hogar y encadenado. Los Defensores ocuparon su casa y empezaron a oírse los consiguientes ruidos de protesta.
Arochus, que parecía muy ansioso, explicó:
—Los asesinos mataron a nada más y nada menos que cinco de los minotauros más prominentes y fieles. La almirante Sorsi, entre ellos, y hasta dos miembros del Círculo Supremo, ¡incluso el mismo consejero Lothan!
Maritia estaba atónita por la noticia. A pesar de la aversión que sentía por Lothan, que había sido tomado en cuenta como uno de candidatos para un valioso matrimonio de conveniencia, no podía sino maldecir a aquellos que lo habían asesinado.
—¿Cómo los mataron?
—De eso no se sabe nada, pues los cuerpos jamás se encontraron, ¡pero ellos han desaparecido y sus pertenencias han sido saqueadas! ¡No muy lejos se encontró sangre! La lógica es irrefutable.
No tanto para Maritia, que frunció el entrecejo al oír una historia tan extraña. El oficial al mando del registro desmontó del caballo. Le dijo algo al prisionero encadenado, que negó con la cabeza. Insatisfecho, el oficial cogió un látigo de la silla de montar. Volvió a gritar al prisionero, que respondió con un murmullo. Con un resoplido airado, el Defensor de ojos enloquecidos lo azotó varias veces.
La hija de Hotak se irguió. La pronta brutalidad con que la figura de la armadura había golpeado al prisionero la había dejado perpleja. Hizo girar su montura.
Arochus situó su caballo frente al de Maritia con un movimiento brusco.
—¡Nos retrasaremos y perderemos al emperador! Perdonadme, señora, ¡pero debemos continuar o correremos el riesgo de llegar tarde!
El oficial no esperó su respuesta, sino que dio un golpe fuerte en un costado del caballo con la maza para obligarle a continuar. El corcel se encabritó, pero Maritia logró controlarlo. Arochus, que ya se había alejado, no se disculpó.
Maritia volvió la vista hacia el interrogatorio, pero su escolta le tapaba la imagen. Con las orejas echadas hacia atrás, la hija de Hotak intentó apartar de su mente lo que había visto. Los hablarían a hermano de ese desagradable incidente. Los Defensores servían a las órdenes de Ardnor. Sin duda, él castigaría cualquier acción que excediera su autoridad.
Ante sus ojos apareció el templo. Maritia comprobó que el oficial se había quedado corto al hablar del anexo. Parecía que su madre estaba construyendo una segunda estructura tan grande como la primera, junto a ésta. La imponente muralla que rodeaba las tierras del templo había sido demolida por la parte este, así como la calle y los edificios que se alzaban enfrente. Haciendo un esfuerzo, Maritia recordó que algunas de las construcciones derruidas habían alojado los clanes leales a su padre.
El capitán debía de observarla más atentamente de lo que Maritia pensaba, porque se apresuró a decir:
—Traidores, mi señora. Descubiertos por los esfuerzos conjuntos del templo y el trono. Vuestro hermano tomó sus propiedades y las cedió a la suma sacerdotisa como recompensa por su buen servicio. Como vuestro padre hacía, estos clanes se han rechazado oficialmente; sus nombres no volverán a pronunciarse y sus historias caerán en el olvido.
—¿Todos?
Arochus asintió con vehemencia.
—Al fin y al cabo, estaban en las listas de lady Nephera.
Una amenazadora fila de Defensores hacía guardia en la entrada; casi se confundían con las sombrías estatuas del interior. El comandante, de ojos centelleantes, hizo un gesto de asentimiento a Arochus casi sin prestar atención a Maritia, y le dio paso.
A pesar de lo avanzado de la hora, las obras estaban repletas de minotauros enfrascados en duros trabajos, como arrastrar bloques de piedra o levantar vigas. Sin embargo, no parecían tan entusiasmados como ella había imaginado. Tampoco esperaba ver tantos Defensores vigilando los avances de la construcción.
—¿Por qué hay tantos guardias?
—Por los asesinatos, por supuesto, mi señora.
Maritia levantó la vista y vio la alta silueta oscura del anexo. Lo cubriría una bóveda. Los fieles podrían acudir allí y escuchar la predicación de su madre.
Dos guardias tomaron sus monturas. Dejaron a la escolta detrás, y el capitán la condujo al interior. A su paso se inclinaban los acólitos con las típicas túnicas blancas y doradas. A Maritia le llamaron más la atención otros que vestían elegantes ropajes negros. Se trataba de los sacerdotes y las sacerdotisas de más alto rango de su madre, el círculo privado que la asistía en las ceremonias íntimas. Estaban incluso más demacrados y ojerosos que el resto de acólitos. Por lo visto, imitaban a la suma sacerdotisa tanto en su aspecto como en su profunda devoción.
Maritia vaciló. La recorrió un escalofrío. No le sirvió de mucho sentir que también Arochus estaba inquieto. Justo delante de ellos se alzaba la primera de las colosales estatuas, los Predecesores, e incluso desde donde estaba, las figuras sobrenaturales lograban asustarla. «No son más que estatuas», se recordó a sí misma la hija de Hotak; eran simples bloques de mármol esculpidos con destreza. Casi parecía que tenían vida, si podía decirse algo así de los espíritus de los muertos. No había nada que temer, menos aún una curtida veterana de la legión.
Sacando los dientes, Maritia se obligó a continuar. Sintió, ya que no vio, los semblantes envueltos en sombras, las formas amortajadas. Las voces que le susurraban al oído eran las corrientes de aire, no voces reales. La sensación de que figuras oscuras se movían junto a ella era una mera ilusión, provocada por la luz temblorosa de las antorchas.
A pesar de todo, para Maritia fue un alivio llegar a las habitaciones personales de su madre. Las dos guardias saludaron a Maritia con sequedad. No muy lejos, dos enormes Defensores observaban en silencio.
—Mi señora —dijo la hembra de más edad—, sed bienvenida. La suma sacerdotisa y el maestre os esperan.
—Os dejo aquí —murmuró el capitán Arochus, haciendo una profunda reverencia—. Vuestra montura será atendida y estará preparada para vuestra partida.
Maritia hizo un gesto de asentimiento y entró. Si los salones exteriores le habían parecido débilmente iluminados, aquella estancia podía considerarse a oscuras. El tenue resplandor de una lámpara de aceite, redonda y de bronce, junto a una mesa alta, era prácticamente toda la iluminación de la habitación. También había dos velas a punto de consumirse en dos nichos de la pared.
Desde la mesa, con una mirada tan fija que sobresalió a Maritia por su similitud con la de las estatuas, su madre dijo:
—Bienvenida a casa, hija mía. —Sonrió, pero Maritia no sintió calidez ni ternura—. Esperaba tu llegada con impaciencia.
Maritia se quitó el yelmo y se arrodilló. Con los cuernos inclinados hacia el suelo, la comandante de la legión contestó:
—Gracias por tu bienvenida. Lo único que deseo es merecerla. Los ogros…
—Sí —le interrumpió Nephera—, sé de qué va el doble juego de Golgren. Llegará su momento cuando los rebeldes hayan sido aplastados.
—En cuanto a eso, me temo que el retraso les ha dado tiempo para acercarse a Mithas. No tenía ningún mensaje vuestro, porque decidí que lo mejor era acudir directamente aquí.
La suma sacerdotisa se levantó. La túnica colgaba de su cuerpo como colgaría de un esqueleto. Estaba muy demacrada y escondía una mano en la amplia manga.
—Mucho se ha pensado sobre los acontecimientos que se avecinan. Has decidido sabiamente dirigir tu flota hacia casa, en vez de perseguir a los rebeldes. Resulta más apropiado que el fin de esta insurrección estúpida tenga lugar en la cuna de nuestra civilización, a la sombra del templo.
—Los renegados vendrán con todo lo que disponen.
Nephera hizo un gesto despectivo con la mano para alejar esa preocupación.
—La brisa intentando derribar un bosque.
—Tal vez sería conveniente enviar las flotas situadas en Mito, Amur y…
—Están ocupadas en sus propias misiones cruciales —repuso la suma sacerdotisa, sin dar más explicaciones.
Maritia asintió.
—Exceptuando las unidades que están en la misma capital, a partir de ahora tienes autoridad sobre todas las legiones y las guarniciones de la isla imperial. Los almirantes ya han recibido la orden de que te sigan. Sólo tendrás que rendir cuentas ante tu hermano.
Maritia alzó los ojos, asombrada ame esa muestra de confianza. Las unidades de élite, sumadas a las fuerzas que ya controlaba, suponían un poder asombroso.
—Yo…, yo estoy muy agradecida.
—Ya se ha redactado una proclama y ha sido enviada a todos aquellos a los que concierne.
—Empezaré las preparaciones en cuanto parta. Calculo que necesitaré dos días o tres para ponerlo todo en marcha, siempre que Faros no esté ya a las puertas.
—Todavía no lo está —le aseguró Nephera—, pero lo espero pronto.
—Organizaré todos los navíos.
—Tenemos plena confianza en tus estrategias, hija mía. No necesitas justificarlas. Simplemente, haz lo que consideres mejor.
Maritia sintió que la cabeza le daba vueltas. Ambeon había sido un desuno importante por sí mismo, pero era un puesto fronterizo. En ese momento, acababan de concederle una autoridad casi tan importante como la que había ostentado Bastion poco antes de ser elegido heredero del trono.
Bastion. El recuerdo de su otro hermano empañó su alegría, pero, gracias a su nuevo puesto, pronto podría vengarlo.
De repente, se dio cuenta de que no había visto al único hermano que le quedaba con vida.
—¿Dónde está Ardnor? Creía que estaría aquí.
—Aquí estoy, hermana.
Maritia se sobresaltó. El motivo no era que la voz saliera de la oscuridad tan de improviso. No; la causa estaba en la voz en sí. Era la de Ardnor, por supuesto, pero había algo diferente en ella que le erizaba el vello de la nuca.
Cuando el emperador salió de las sombras —parecía incluso que la oscuridad daba forma a su cuerpo—, Maritia estuvo a punto de pegar otro salto. Reconocía a su hermano, sí, pero vagamente. Era más corpulento y más alto que cualquier minotauro que hubiera visto jamás. Cada músculo de su cuerpo estaba firme, cada vena perfectamente dibujada. Parecía que Ardnor contuviera en su interior una furia inimaginable a punto de explotar.
Llevaba la armadura de los Defensores; los dibujos dorados lo identificaban como el maestre de la orden. Del cinturón colgaba una maza enorme, casi tan larga como el brazo de su hermana, terminada en una pesada cabeza.
Pero lo que dejó a Maritia sin aliento fueron los ojos de Ardnor. Antaño siempre inyectados en sangre, entonces eran de un intenso verde sobrenatural; incluso las pupilas tenían ese color. Maritia no podía enfrentarse a su mirada directamente, algo que en apariencia divertía a su hermano.
—Lo…, lo siento —dijo tartamudeando—. No te había visto.
Eso pareció divertirle aún más.
—Llevada por la emoción…
Maritia descubrió que si no miraba al emperador directamente a los ojos, podía relajarse un poco.
—No pretendía desairarte, Ardnor. —La comandante de la legión empezó a arrodillarse demasiado tarde—. Sé que ordenaste mi arresto llevado por la idea equivocada de que había traicionado al reino…
—Ya no hace falta preocuparse más por ese asunto —dijo lady Nephera—. Pronto se te consideró inocente. El Gran Señor fue muy valioso a la hora de descubrir la verdad. Que Golgren recurriera a sus pequeños trucos es algo por lo que pagará… en el futuro.
La hija de Hotak no estaba muy segura de entender todo lo que decía su madre, pero sabía que el templo siempre encontraba la manera de adivinar las cosas. Ardnor también parecía satisfecho.
—Podrás redimirte en el campo de batalla, hermana. Por fin, tendrás todos los soldados que siempre has querido para jugar con ellos. Serás igual que nuestro padre.
—¡Basta de chácharas! —exclamó, de repente, Nephera, lo que hizo que sus dos hijos la miraran—. ¡Siento que ese gusano de Kalin anda cerca! Las batallas amenazan el corazón del imperio aquí y allá, ¡pero él no está con los rebeldes! Por tanto, debe de encontrarse cerca de Mithas.
—Con vuestro permiso —intervino Maritia, convenida de nuevo en el soldado perfecto—, debo empezar a trabajar de inmediato. Hay mucho que hacer; fortificar las guarniciones del norte, reforzar las fuerzas del interior, situar a la flota en la posición adecuada y…
El emperador se echó a reír con gran estrépito.
—¡Como acabo de decir, más parecida a nuestro padre que ninguno de sus hijos!
—Sea como sea, vas con mi bendición.
Nephera rodeó la mesa, entre un aleteo de pergaminos. Se acercó a Maritia. Resultaba imponente y, de alguna manera, espeluznante al mismo tiempo. Junto a su hermana, Ardnor se arrodilló respetuosamente.
La suma sacerdotisa le tocó el hocico y después la cabeza cubierta por el yelmo. Luego se volvió hacia su hija. Maritia aceptó gustosamente la caricia en el hocico y en la frente, pues sabía que esos gestos significaban mucho para su madre. Nephera hizo que sus dos hijos se levantaran.
—Que los Predecesores os protejan y guíen —recitó Nephera—. ¡Ellos y el poder que los invoca harán pedazos a nuestros enemigos!
—Que así sea —contestó su hijo.
Maritia se limitó a asentir con la cabeza.
—Ardnor, quédate conmigo un momento más —dijo la suma sacerdotisa—. Tú ya puedes retirarte, hija.
Maritia besó la mano de su madre, y después se volvió y se inclinó ante su hermano.
—¿Alguno de los generales ha recibido ya órdenes?
—Ordena lo que desees. Yo tengo mis propios generales —contestó el emperador con una sonrisa enigmática.
Maritia esperó a que dijera algo más, pero Ardnor se quedó mirándola con aquellos ojos perturbadores.
—Haré como dices, entonces.
Maritia hizo otra reverencia y se marchó. A pesar de las inquietantes imágenes que había visto, la embargó un sentimiento de euforia. Tendría a sus órdenes una fuerza que podría compararse a la de su padre o a la de Bastion. El superviviente de los Kalin moriría en el campo de batalla. Después, se dijo a sí misma, Nethosak recuperaría su gloria original. Por fin, el reino emprendería el camino hacia el futuro.
Finalmente, el sueño de su padre se haría realidad.