XXII

LA BENDICIÓN DE MORGION

Los navíos de los ogros se deslizaron hasta el puerto sureño, que estaba estratégicamente situado junto a Ambeon. Era un refugio bien disimulado por las rocas altas y peladas que lo rodeaban.

El buque insignia de Golgren fue el primero en arribar. Los ogros que estaban en tierra y los tripulantes de las otras embarcaciones cercanas se detuvieron para mostrar su lealtad a base de aullidos. El Gran Señor, rodeado por sus enormes escoltas, avanzó solemnemente por la plancha y esperó.

Desde su nave, un soldado le llevó su montura favorita. El musculoso corcel avanzó con pasos vacilantes al principio, pero no tardó en recuperar el equilibrio. Golgren dio unas palmaditas en el costado del animal y lo observó con cuidado antes de montarlo. Cuando se disponía a hacerlo, otro ogro se le acercó trotando, muy agitado. El recién llegado llevaba un pergamino de piel de cabra en una mano, y en la otra, una jaula de madera con un pájaro mensajero que no dejaba de graznar. El ogro dejó la jaula en el suelo e hizo una profunda reverencia.

El ave era una de las pocas que había sobrevivido al intento de establecer un sistema de comunicación entre ogros y minotauros. Por el plumaje, Golgren reconoció que era un pájaro que él mismo había entrenado. Seguramente, ésa era la razón de que hubiera sobrevivido cuando todos los demás habían muerto.

—¿Halag i Kira tuk? —preguntó bruscamente Golgren, mirando al pájaro.

—Wosagi mun drena… —contestó el subordinado inclinado ante él, señalando al sol y levantando tres dedos.

—¡Hmmm…!

Con un simple chasqueo de sus dedos, Golgren hizo que levantara la jaula. El pájaro se mostró más hostil todavía cuando el otro ogro alzó la jaula, pero cambió de actitud en el momento en que el Gran Señor se inclinó hacia él. Susurrándole cosas, Golgren sacó el ave de su prisión y la posó sobre su muñón. Sacó el mensaje del saco diminuto y dejó que el pájaro se arreglara las plumas tranquilamente mientras él leía la misiva.

Más exigencias del emperador. Más tonterías. Sin acabar de leerla, el líder de los ogros rompió la nota y tiró los trocitos. El pájaro percibió su mal humor y graznó, pero Golgren lo tranquilizó con unas pocas caricias, y después cogió el pergamino de piel de cabra.

—Ambeon… —murmuró.

La letra del mensaje era burda pero legible, escrita en común. Nephera tenía ojos, pero también Golgren tenía los suyos, y no siempre pertenecían a su misma raza. A medida que leía el pergamino, su gesto reflejaba más ansiedad y perplejidad: «… conflicto armado entre las legiones…, entre el templo y el ejército…».

El resto del mensaje daba más detalles, que Golgren repasó rápidamente con una mirada rápida. Lo importante era la situación en sí. Las legiones leales a Maritia se habían levantado contra las dominadas por los Predecesores. El motivo no estaba muy claro, pero eso realmente no importaba.

Golgren se echó a reír. Por lo visto, no tendría que esperar mucho. Su destino se dibujaba velozmente.

Metió el pergamino en el cinturón y se agachó para devolver el pájaro a su jaula. La mente del Gran Señor estaba en plena ebullición. Tendría que reorganizar sus fuerzas, avanzar con más ímpetu hacía las regiones del sur. Sentía que su obligación era restaurar el orden en unas tierras sumidas en el caos.

El pájaro lanzó un chillido y escapó dando saltitos por el brazo de Golgren, mientras el otro ogro intentaba atraparlo. Trató de picotearlo y extendió las alas para que fuera imposible meterlo por la puerta de la jaula. La sonrisa de Golgren se nubló. Con un gesto ágil, cogió al ave rapaz por el pescuezo. El pájaro mensajero pudo dar un último graznido antes de que el Gran Señor le rompiera la tráquea con un movimiento certero.

Tiró el cuerpo inerte al suelo y se limpió un poco de sangre y plumas con el pergamino. Miró el pájaro muerto un momento. De todos modos, no había ningún motivo para mantener el pájaro con vida. Con las noticias que acababa de recibir, el último lazo que los unía a los Uruv Suurt se había cortado tan definitivamente como su mano.

¡Gaj i Kira nun! —ordenó secamente Golgren, señalando el pájaro.

Pasó junto al cuidador mientras éste se agachaba para recoger el cuerpo. Su pesada montura pisoteó el suelo duro en el que había caído la última misiva de Ardnor con paso cansino. El mensaje quedó reducido a unos trozos sucios, como el pacto entre los ogros y los minotauros.

Innumerables navíos imperiales zarparon hacia Mito, sin dudar de su capacidad para atrapar a los temerarios rebeldes en ese punto. Habían levado anclas en cuanto habían recibido el urgente mensaje. El renegado, Faros, se encontraba allí y, por fin, podrían darle caza.

El único problema era que Faros no estaba allí. Había dejado Mito muy atrás. Para entonces, la capitana Tinza y el comandante Napol ya habrían logrado tomar una posición viable o habrían muerto en el puerto. En cualquiera de los dos casos, morirían sirviendo a la causa a la que se habían entregado. No le habían pedido nada más.

Faros esperaba que su sacrificio, como el de todos los que habían atacado Mito, sirviera de gloriosa inspiración para los rebeldes.

—Nos estamos acercando mucho —murmuró el capitán Botanos—, pero esas nubes de tormenta me preocupan. A pesar de que está oscuro, no parecen naturales.

—No lo son.

Tanto el anillo como la espada habían reaccionado ante las nubes con una suave vibración, como si le advirtieran. De vez en cuando, Faros oía el susurro de la espada:

—Ten cuidado con ella…, ten cuidado con él…

—¿Faros?

El líder de los rebeldes se irguió.

—¿Sí?

Botanos se encogió de hombros.

—Nada. Sólo que no me gustaba esa mirada extraña. Era la misma que tenía el general Rahm antes de…, bueno, de morir.

El cielo tormentoso hizo el día más corto. Cuando las últimas luces se apagaron, las lejanas montañas se clavaron en el cielo como garras.

—La cordillera de Argon —dijo Faros en voz baja.

—¿No estaremos cometiendo un error? De todas las direcciones posibles, ¡ésta es la peor! Necesitaremos una semana o más para cruzar la región del sur y, aunque lo consigamos, tendremos que pasar por la zona de las minas…

—No es para tanto. Hay un puerto secreto en este lado, uno que los imperiales utilizan en momentos especiales. No lo encontrarás en ningún mapa.

El capitán frunció el entrecejo.

—Entonces, ¿cómo vas a…?

Faros no apartaba la mirada de la costa, cada vez más cercana.

—Fue lo último que vi de Mithas cuando las galeras de los ogros zarparon para Kern.

Botanos, prudentemente, no comentó nada más sobre el asunto. Poco a poco, la flota se desvió hacia la oscura región. Faros contaba con encontrarse con algunos imperiales, pero no tantos como para que les hicieran perder mucho tiempo. Por lo poco que había visto del puerto cuando los oficiales de Hotak lo entregaron a Golgren, sólo se dedicaba a fines militares. No había ninguna población civil, sólo una guarnición formada por cien minotauros como máximo.

El líder de los rebeldes levantó el anillo, que brilló cuando dirigió la gema un poco más hacia el suroeste.

—Allí.

Botanos ordenó a los marinos corregir el rumbo. En la popa lucía una sola lámpara de aceite para guiar a los barcos que avanzaban justo detrás de ellos, los cuales, a su vez, indicaban el camino a los siguientes. Un viejo peto hacía las veces de escudo, para evitar que desde la costa se viera la luz parpadeante en medio del mar. Estando tan cerca, los rebeldes no podían correr ningún riesgo.

—Barco a la vista —murmuró el capitán.

A lo lejos, varios puntos de luz señalaban al recién llegado. Faros estudió su ángulo y llegó a la conclusión de que debía dirigirse al mismo lugar.

—Seguidlo.

—Sí, mi señor.

Aproximadamente media hora más tarde, avistaron las primeras luces del puerto. El barco al que seguían navegaba tranquilamente hacia su destino. Era evidente que no sospechaban que iba a producirse un ataque rebelde tan cerca del corazón del reino.

Faros se irguió.

—Indicad a todos los demás que se queden atrás —ordenó—. Primero arribaremos nosotros solos.

—¿Estás seguro?

—Tendremos más oportunidades si nos confunden con otra nave imperial.

Dejando atrás a los demás navíos, el Cresta de Dragón siguió avanzando hacia el puerto. La espesa oscuridad que imponían las extrañas nubes de tormenta jugaba a favor de los rebeldes, pues los mantuvo ocultos hasta que estuvieron muy cerca de las dársenas.

Alguien a bordo del otro barco, que ya había sido amarrado, los llamó. El capitán Botanos fingió que no lo oía. Dos trabajadores del puerto acudieron corriendo al encuentro del Cresta, dispuestos a ayudarlos. El oficial que estaba al cargo, un dekariano de la legión, se acercó mientras el barco rebelde se aproximaba al refugio.

—¡Vosotros! ¿Dónde está el capitán?

Botanos se acercó a la barandilla.

—¡Aquí estoy!

En la oscuridad que se abría detrás de él, se había agrupado sigilosamente gran parte de la tripulación. Faros estaba cerca de la primera fila, con el brazo levantado.

—¡Menudo tiempo! —refunfuñó el oficial, sujetándose el yelmo—. ¿Qué barco es éste? ¡No veo nada con esta oscuridad! ¿Qué órdenes os traen aquí?

Botanos le dio el nombre del barco mensajero que habían capturado y después las órdenes, incluidos los códigos, que los rebeldes habían encontrado en el camarote del capitán. No esperaban engañar del todo al vigilante del puerto, pero al menos sí ganar un poco de tiempo.

Rascándose la cabeza, el dekariano comprobó su lista. Al no encontrar lo que Botanos le había dicho, llamó a dos de sus guerreros y los mandó corriendo al puerto.

—¡Tenemos que conseguir la aprobación oficial! —gritó el oficial—. ¡Aquí no aparecéis!

—¡Al menos déjanos amarrar! —insistió Botanos—. ¡El tiempo está empeorando y no quiero poner en peligro mi barco!

El dekariano no vio ninguna razón para negarse y les hizo señales de que avanzaran. Los trabajadores del puerto cogieron las cuerdas del Cresta de Dragón y amarraron el barco.

—Ya estamos seguros… —murmuró Botanos a Faros.

—La plancha.

Asintiendo disimuladamente con la cabeza, el capitán gritó:

—¡Un miembro de la tripulación está gravemente herido! ¿Podéis llevároslo? ¡No tenemos las medicinas necesarias a bordo!

El dekariano meditó la respuesta.

—¡Está bien, pero sólo el herido y el que lo lleve!

El capitán Botanos chasqueó los dedos. Dos miembros de la tripulación que ya estaban preparados se apresuraron a colocar la plancha. Justo cuando el tablón se apoyaba en el muelle, aparecieron a lo lejos los dos legionarios enviados por el dekariano.

—Casi están aquí, y no parecen muy contentos, muchacho.

Faros bajó el brazo. Silenciosos como la muerte, los rebeldes descendieron por la plancha. El oficial a cargo se quedó paralizado, sin saber muy bien lo que estaba pasando. Un momento después, sacó el hacha y gritó una advertencia.

Faros se abalanzó sobre un legionario y lo hirió antes de que ni siquiera pudiera desenvainar su espada. Los rebeldes se impusieron sobre los guardias y se cobraron muchas víctimas en muy poco tiempo. El dekariano se defendió durante varios segundos y logró herir a un rebelde y rechazar a otro, pero una flecha lanzada desde el Cresta acabó con él.

Dos legionarios que habían sobrevivido se dieron media vuelta y huyeron corriendo. Se oyó un cuerno, lo que acababa con el elemento sorpresa. Detrás de Faros, los rebeldes cogieron prisioneros a los trabajadores del puerto y a los tripulantes de la embarcación más pequeña.

Faros se puso al frente de un grupo y avanzaron hacia el interior, donde localizaron el fuerte de la guarnición. Las puertas estaban completamente abiertas, pues el comandante no esperaba ningún problema. Pero a medida que Faros se acercaba, los soldados empezaron a tirar de ellas para cerrarlas.

—¡De prisa! —bramó.

Una lluvia de flechas cayó sobre los minotauros que lo acompañaban. Él esquivó una que casi le saca un ojo. A diferencia de las dársenas, el puerto estaba muy bien iluminado, gracias a unas lámparas que colgaban de postes de hierro. Los arqueros de la fuerza rebelde contestaron al ataque disparando hacia las puertas. Cayeron dos minotauros leales al imperio, y eso ralentizó el cierre de la entrada.

Cuando los rebeldes llegaron a las puertas, un pelotón de Defensores salió a su encuentro. Su sacrificio fue en vano, pues los rebeldes no tardaron en vencerlos. Lanzando un aullido, Faros balanceó la espada, cortó el brazo a un soldado y la garganta a otro. Al entrar en el fuerte se encontró caía a cara con otro dekariano. El oficial le melló uno de los cuernos, pero cometió el error de no protegerse un costado. Faros le clavó la espada y obligó al dekariano a dejar caer su arma y coger la daga. Entonces, le hirió en la mano y lo remató con un golpe rápido.

Cada vez más rebeldes ocupaban el pequeño fuerte. Faros descubrió al comandante, un centurión de hocico ancho y pelaje entrecano. Aunque eran dos los rebeldes que lo atacaban sin tregua, el minotauro cubierto de cicatrices luchaba con admirable tenacidad.

Mientras intentaba abrirse paso para llegar al combate, Faros apartó a un rebelde de un empujón.

—¡Rendíos y no os mataremos! —gritó.

El comandante dudó un momento. Miró alrededor, calculó las bajas y acabó por asentir.

—¡Me rindo!

Cuando se enteraron en el puerto que la guarnición había caído, la tripulación de los demás barcos también se rindió. Faros ordenó que encerraran a los oficiales de las naves junto a lo que quedaba del mando de la guarnición, para interrogarlos a todos.

Botanos, con su hacha y el pelaje cubierto de la sangre de sus enemigos, se unió a él en el cuartel del centurión.

—¡Un plan magnífico! ¡Admirablemente ejecutado!

Faros ojeaba notas y mapas.

—¡Ordena que el resto de barcos arribe lo antes que puedan! Quiero a todos los guerreros disponibles: después, tú y el resto de capitanes podéis cumplir vuestras órdenes…

El otro rebelde sacudió la cabeza.

—Esta vez voy contigo, ¡y no puedes negarte, muchacho! Ya me salvaste la vida dos veces y, además, alguien tendrá que encargarse de ti, ¡por el bien de todos! Tengo un buen maestre que podrá hacerse cargo del Cresta de Dragón y llevarlo a su destino.

Faros no hizo ningún comentario sobre las palabras de Botanos.

—¡Pues que descarguen los barcos! Los que ya están en el puerto pueden salir al mar para que otro navío ocupe su lugar.

—¡Sí, mi señor!

Como el Cresta ya estaba vacío, los dos barcos no necesitaron mucho tiempo para zarpar. Pero sólo podían estar amarradas cuatro naves a la vez, así que, aunque los marinos trabajaban lo más deprisa que podían, las horas se sucedían velozmente. Poco a poco, un ejército de proporciones considerables empezaba a formarse. Muchos soldados no habían tenido más remedio que dejar atrás sus monturas por culpa del largo viaje, y lo mismo había sucedido con casi todas las armas de sitio. En la guarnición encontraron algunos buenos caballos y un par de catapultas pequeñas, pero lo que les sobraba era fuerza y coraje.

En el cuartel del comandante, Faros descubrió algo sobre Mithas. Le llamó la atención un informe reciente, pues indicaba las rutas de las dos legiones más cercanas a su situación. A pesar de que había corrido la noticia de que los rebeldes estaban en Mito, alguien —Ardnor o la suma sacerdotisa— estaba enviando legiones en todas las direcciones como medida de precaución.

—Éstas avanzan hacia el norte —dijo al capitán—. Parece que están tomando posiciones al sur de Varga, por si Mito era una distracción.

—¡Hmmm!, que es el caso. —Botanos se frotó la barbilla.

Concentrado en el mapa, Faros señaló un punto en la costa a medio camino entre la capital y Varga.

—Seguramente, creen que vamos a desembarcar más o menos por aquí. En esa zona hay alguna playa hasta la que pueden llegar los botes, y eso, junto con Varga, sería el ataque coordinado más sensato.

—Ahí es donde enviaste algunos de los otros barcos…

—Droka espera que los rebeldes desembarquen donde pueda desembarcarse. No podíamos desilusionarlos.

—Sí —refunfuñó el marino—, y esperan que crucemos por donde puede cruzarse. ¿Tienes idea de cuánto tiempo necesitaremos para cruzar esta región llena de montañas?

—Encárgate de que todos estén listos lo antes posible.

Retumbó un trueno que hizo temblar toda la construcción. Botanos lanzó un juramento.

—Esperemos que el tiempo no empeore, o será imposible llegar de prisa a ningún sitio —murmuró.

—Avanzaremos rápidamente de todos modos —le prometió Faros—. El temporal es el menor de nuestros problemas.

A muchas millas de Mithas, la tormenta bramaba. El cielo de Nethosak se cernía sobre las cabezas de los minotauros, que corrían a refugiarse. Aunque estaban templados en la adversidad, sabían que cuando el tiempo se enfurecía así, no presagiaba nada bueno.

En el santuario de la suma sacerdotisa, el ambiente era igualmente tenso. Lady Nephera se erguía orgullosa en el centro del lugar donde había hecho el último hechizo. No podía separar los ojos de los gigantescos símbolos plateados que colgaban de la pared, pues detrás de ellos veía el reino de su amado señor. Alrededor, todos los fantasmas bajo su yugo aleteaban nerviosos, temerosos. Esa noche utilizaría a los espíritus como nunca antes. Esa noche su dolor y sufrimiento se multiplicarían por diez.

Takyr se paseaba entre ellos, manteniendo el orden. La sed de sangre impulsaba su figura monstruosa, y una de sus manos esqueléticas se retorcía como si recordara otro tiempo, otra vida. La capa ondeaba inquieta.

—¡Ha llegado el momento! —anunció Nephera—. ¡Mí hijo debería estar aquí! ¡Takyr!

El fantasma desapareció y volvió a materializarse al instante.

Tu hijo se acerca, señora…

Resonó un fuerte sonido metálico sobre la puerta. Sin apartar los ojos de la maravillosa imagen de los símbolos de su dios, Nephera hizo un gesto. Las puertas se abrieron, y el emperador con el yelmo negro colgado del brazo, entró. Su arrogancia vaciló cuando su mirada se paseó por la estancia, pues aunque Ardnor no podía ver la legión de muertos, sí percibía que él y su madre no se encontraban solos.

Irguiéndose, Ardnor dijo:

—Es la hora que indicaste.

—Sí, ¡has llegado en el momento justo! —Haciendo un gran esfuerzo, la figura cadavérica se volvió hacia él—. Acércate a mí, hijo mío…

Había algo agradable en su voz, pues el emperador no pudo evitar esbozar una sonrisa. Dejó el yelmo en un banco que había junto a él y caminó hacia su madre. Aunque él no les prestara atención, a su paso los espectros huían temblando de aquella acumulación de fuerza. Ardnor ya había recibido la caricia del poder oscuro de su madre y la gloria oscura de su deidad, y las sombras sentían su emanación.

Únicamente Takyr se mantuvo inmóvil, pero aunque había ocasiones en las que casi llegaba a mofarse del hijo de su señora, aquella vez hizo un respetuoso gesto de aprobación hacia Ardnor, que no podía verlo. En sus ojos se escondía quizá el brillo de los celos.

Ardnor ocupó su lugar en el centro y se arrodilló sumisamente ante los pies de la suma sacerdotisa. Inclinó los enormes cuernos hacia el suelo.

—Te ha convertido en su héroe, su brazo en este plano mortal mi querido Ardnor.

Nephera posó una mano cariñosa, si bien abrasada y huesuda, sobre la frente de su hijo, y le frotó entre los cuernos.

—¡Estoy tan agradecido, madre! ¿Qué debo hacer para cumplir con mi merecido papel?

—Que tu cuerpo sea fuerte —le respondió—. Que tu mente lo sea más aún.

Con el emperador todavía arrodillado, la suma sacerdotisa presionó la palma de la mano sobre el punto que un momento antes había estado acariciando.

A pesar de su inmensa fortaleza, Ardnor lanzó un grito. Intentó moverse, pero fue en vano. La suma sacerdotisa contenía con una sola mano al toro imponente que era su hijo.

Nephera alzó la mirada y miró a sus sirvientes forzosos. Uno a uno, por docenas después, sus rostros se retorcieron en una mueca de dolor más intenso que el que afligía a Ardnor. La misma aura plateada que emanaba de los símbolos de los Predecesores envolvió al tumulto de fantasmas. Mientras las sombras se agitaban, el aura creció para abarcar a Nephera y, después, a su hijo.

—Mi mano te toca —dijo la suma sacerdotisa al emperador—, pero es él quien te bendice. Mi mano transmite el hechizo, pero es él quien lo realiza.

El grito de Ardnor perdió fuerza. Con lágrimas surcándole las mejillas, el emperador se contrajo. Hizo rechinar los dientes y exclamó entrecortadamente:

—¡Bendito… es… su… poder! ¡No… soy… más… que… su… herramienta!

Alrededor de la mano de su madre se formó un siniestro resplandor verde. El pelo de Nephera que estaba en contacto con la luz se ennegreció y se convirtió en polvo. Nephera miró a Takyr, que le hizo una reverencia. El malvado fantasma cubierto con capa apareció pegado a la suma sacerdotisa.

Takyr penetró el cuerpo de su señora. La minotauro se estremeció levemente y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos un momento después, eran completamente rojos; incluso los iris eran de color carmesí.

Venid a mí —pronunció una voz que no era la de Nephera ni la de Takyr—. Venid a mí…

Como si fueran uno solo, los fantasmas acudieron sin remedio a la llamada de la suma sacerdotisa. El cuerpo de lady Nephera se agitaba con violencia, pero la palma de su mano nunca se separó de la frente del emperador. Cada vez que un fantasma se introducía en su cuerpo, el resplandor que envolvía la mano palpitaba, y Ardnor volvía a gruñir con dolor renovado. Poco después, los fantasmas se sucedían a tal velocidad que los gruñidos se convirtieron en un lamento constante.

Las últimas sombras desaparecieron en su nueva prisión. El brillo verde se intensificó de repente alrededor de Ardnor, que se quedó tan inmóvil como una de las estatuas de la entrada. Los ojos enrojecidos de Nephera se entrecerraron, y una carcajada jamás salida de una garganta mortal retumbó en la estancia.

Ardnor echó la cabeza hacia atrás y lanzó un bramido antes de desplomarse. La suma sacerdotisa se separó de él y estuvo a punto de caer también, pero su cuerpo se enderezó como si fuera un muñeco manejado por una mano gigantesca. Los fantasmas empezaron a salir de Nephera. Huían en todas las direcciones posibles, lanzando gritos mudos de dolor. Atravesaron las paredes, el techo y el suelo, desesperados por escapar de lo que no podían eludir.

El último en aparecer fue Takyr. No era más que una sombra desdibujada, el fantasma de un fantasma, pero, a diferencia de los demás, controlaba su agonía sin importar el dolor que sintiera. Takyr lo soportaba estoicamente, con los ojos clavados en su señora.

Ella parpadeó. Desaparecieron las terribles órbitas rojas y volvieron a su lugar los ojos inquietantes de la hembra de minotauro. Nephera se pasó una garra temblorosa por la melena, que era ya completamente plateada. Recuperó el aliento y miró en derredor, hasta que por fin pareció que recordaba dónde se encontraba. Su mirada se posó en su hijo, que seguía postrado en el suelo.

Irguiéndose, la suma sacerdotisa adoptó una expresión sumamente autoritaria.

—¡Levántate, hijo mío! ¿Así se muestra un héroe?

—No, madre… —respondió el emperador con voz áspera, más propia de uno de los fantasmas que de su hijo—. Así no…

Ardnor se levantó…, y siguió levantándose. Siempre había sido un ejemplar gigantesco de su raza, pero entonces superaba la altura de un ogro. Era tres veces más corpulento que la suma sacerdotisa. Al igual que Nephera, el emperador había sufrido un cambio sorprendente en el pelo, pero en su caso los mechones eran de un intenso verde espeluznante, un verde que hacía juego con sus ojos centelleantes… y con el hacha llameante, dibujada al revés, que le marcaba la frente.

El don de Morgion.

—Así… —dijo el gigante con voz más potente y clara—. Así es como se muestra un héroe.

Ardnor alargó un brazo, y el yelmo voló a su encuentro. Se lo puso y después extendió el otro brazo. Su maza, que no había llevado consigo, se materializó en el aire.

Volviéndose para mirar los gigantescos iconos, el emperador exclamó:

—¡Soy tu mano, tu arma! —Las paredes se estremecían bajo el rebumbo de su voz—. ¡Soy tu voluntad en este plano mortal!

La cabeza de la maza brillaba envuelta en la misma aura oscura que antes lo había abrazado a él. Ardnor volvió a caer de rodillas, y al hacerlo, el arma golpeó el suelo. A sus pies se abrió una grieta. Del interior salieron unos tentáculos de humo y se oyeron unas voces lúgubres que suplicaban al unísono. Con la mano que tenía libre, Ardnor hizo un gesto, como si quisiera arrastrar algo de lo más hondo de las profundidades.

De hecho, así fue, pues del abismo salieron cinco sombras negras. Danzaron alrededor del emperador, para acabar deteniéndose frente a él. Todas ellas guardaban un vago parecido con un guerrero, aunque de diferente figura e incluso distinta raza.

Ardnor se echó a reír y buscó por encima del hombro el rostro radiante de su orgullosa madre.

—Maritia tiene sus generales. Ahora yo tengo los míos.

Nephera asintió, satisfecha.

El minotauro volvió a golpear el suelo y la grieta se cerró, de modo que los lamentos eternos quedaron ahogados.

Poniendo la maza boca abajo en un gesto simbólico, el primer maestre declaró:

—Mi vida es vuestra, ahora y para siempre…

Los iconos de plata relucieron.

Con Takyr pegado a sus talones, lady Nephera se acercó a él.

—¡Has recibido un gran don, uno que incluso yo debo envidiar, hijo mío! ¡Utilízalo sabiamente! Que sus ojos, ¡y los míos!, comprueben que eres merecedor de él.

—Yo te traeré la cabeza, la piel y los cuernos del sobrino de Chot, madre. —Se tocó con gran solemnidad el lugar de la frente en el que lucía su nueva marca bajo el yelmo—. Y a él le traeré el mismísimo espíritu de Faros Es-Kalin…