EL REGRESO AL IMPERIO
Cuando el general Bakkor volvía de su paseo de la tarde, descubrió a un contingente de soldados que llegaba en dirección contraria. Consciente de que sus tropas no estaban en esa zona, se aferró a las bridas con nerviosismo. Alrededor, el bosque nocturno se volvió más oscuro y amenazador.
—Tenemos compañía —informó el musculoso minotauro a sus tres guardias.
—Sí, general —respondió el de más edad.
El comandante de la legión no necesitaba ver el emblema en el peto del primer jinete para saber que pertenecía a la Legión de Cristal de Kilona. La arrogancia con la que cabalgaban era característica de los Defensores y los de su clase.
El capitán que lideraba a los recién llegados —cuyo yelmo no lograba disimular que se había rapado la melena— saludó a Bakkor cuando se acercaron más. El general hizo un cálculo rápido y pensó que los Defensores debían de ser unos veinte. Veinte contra cuatro.
—¿El general Bakkor, comandante de la Legión de los Wyverns?
—Ya sabes que sí, capitán Tulak —respondió Bakkor con su voz entrecortada y nasal.
Los legionarios de Tulak se dispusieron a rodear rápidamente al pequeño grupo. Al mismo tiempo, Tulak anunció:
—General Bakkor, por la autoridad que me otorga el procurador general, Pryas, estás arrestado por actos y pensamientos de insurrección…
Bakkor hizo un gesto de burla.
—¿Yo? ¿Actos y pensamientos de insurrección? ¡Soy un buen soldado, siempre leal, como tu querido procurador sabe bien!
—¡Todo signo de resistencia se aplacará con determinación! —manifestó el capitán con los ojos muy abiertos y la mirada enloquecida.
—¿Te refieres a algo así? —Bakkor desenvainó la espada y lanzó un aullido.
De las ramas saltaron innumerables figuras cubiertas con armadura blandiendo espadas, hachas y guanteletes con pinchos. El capitán de los Defensores pegó un salto sobre la silla, al mismo tiempo que muchos de sus guerreros caían de sus monturas arrastrados por los minotauros que llovían del cielo.
—¡Nunca tiendas una emboscada a un wyvern en el bosque! —ladró el general, abalanzándose sobre Tulak. Pero el capitán levantó rápidamente su maza, la balanceó pesadamente, y Bakkor tuvo que adoptar una actitud defensiva.
A lo largo de todo el camino, legionarios luchaban contra legionarios. El guantelete con pinchos de un wyvern desgarró el hocico de un Defensor. Uno de los guerreros de Bakkor cayó víctima de un hacha.
—¡Hereje! —gritó Tulak mientras caía sobre el general.
Aunque el Defensor era un buen guerrero, el general Bakkor tenía más experiencia y mucha habilidad con la espada. Por fin, consiguió rechazar la maza y hundir la hoja de su arma bajo el brazo del capitán.
Herido en el brazo, el otro legionario dejó caer su arma. Pero incluso con las manos desnudas intentó asir a Bakkor. Al ver que su enemigo jamás se rendiría, el veterano general atacó la parte desprotegida de su adversario, bajo el hocico. Llevándose las manos al río de sangre que le bajaba por el pecho, el capitán leal a Nephera y a los Defensores se desplomó sobre la montura.
Los demás Defensores siguieron luchando, sin ninguna intención de rendirse, hasta que los wyverns lograron derrotarlos. Cuando el último de los soldados de Kilona hubo caído, Bakkor ordenó un merecido descanso. Uno de los minotauros que habían saltado desde los árboles se acercó a él y lo saludó. Era alto y delgado, y se movía casi con elegancia.
—¡Todos los elementos de resistencia eliminados, general!
—Bien hecho, Vacek. Te felicito por haberte mantenido a nuestro lado. Se suponía que tenían que haber venido a por mí media milla antes.
El primer centurión resopló.
—Dejé a la mitad de mis guerreros allí y la otra mitad aquí. Pensé que los atraparíamos en medio, pero esto también salió bien.
—Sí… —Bakkor miró los cadáveres desperdigados—. ¿Bajas?
—Siete contra sus veintiuna. Tenemos cuatro heridos, dos graves. Lucharon bien para ser atacados totalmente por sorpresa.
El general gruñó.
—Minotauros contra minotauros…, claro que lucharon bien. ¿A dónde nos llevará todo esto…? ¿Dónde está ese honor que Hotak prometió devolver al imperio?
Vacek se encogió de hombros.
—En el deber de su hijo.
—Donde desaparecerá. —Bakkor miró con expresión grave en la dirección de la ciudad que entonces se llamaba Ardnoranti—. El procurador general nos ha obligado a esto. Hacédselo saber a todos los demás. Ese maldito Defensor no va a quedarse de brazos cruzados.
El primer centurión asintió.
—Sí, general. Ahora mismo.
—Espera un momento, Vacek. —El comandante de la Legión de los Wyverns echó las orejas hacia atrás—. Habla con los demás. Asegúrate de que entienden lo que estamos haciendo aquí. Hablaron todos los suboficiales y los legionarios.
—Sí, general. Estamos protegiendo el auténtico imperio.
—Protegiendo el auténtico imperio… Sí. Es una buena manera de decirlo. Ya puedes irte.
Mientras el oficial se alejaba, el general Bakkor limpió la hoja de su espada.
—Protegiendo el auténtico imperio —repitió a uno de sus guardias personales—. Me pregunto si eso es lo que piensan también los malditos rebeldes.
Los barcos navegaron a una velocidad endiablada durante toda la noche. Cortaban el océano como una afilada cuchilla de hielo. Faros estaba seguro de que encontrarían alguna catástrofe o de que alguno de los barcos se iría a pique. ¿Cómo podrían sobrevivir todos los cascos y los mástiles a ese viaje fantástico? Pero todos parecían intactos.
—¡Por el Abismo! —rugió el capitán Botanos—. ¿Podremos resistir mucho más? ¡Ya casi está amaneciendo!
Apenas había acabado la frase… cuando las aguas se calmaron. Las olas fueron haciéndose cada vez más pequeñas; unas pocas gotas inofensivas los salpicaron. El terrible viento amainó de repente. Las velas colgaban como trapos. El único sonido que se oía era el suave batir del mar contra el casco.
Faros se soltó de la barandilla e inspeccionó el resto de la flota. A pesar de la velocidad a la que habían navegado y la distancia que habían recorrido, parecía que todas las naves estaban en su posición, casi en la misma posición que tenían respecto a los demás barcos antes de empezar aquel viaje alucinado.
—¡Comprobad que se encuentran todos bien allí abajo! —gritó Botanos—. ¡Haced señales a los que están más cerca y averiguad en qué estado están!
Faros no se sorprendió al saber que ninguno de los otros barcos había sufrido desgracia alguna. Había algún brazo roto, pero ni un solo marino había caído al mar ni había muertos. Ningún capitán informó de que el casco ni los mástiles de su barco hubieran sufrido daños, y ni siquiera las velas necesitaban muchas reparaciones.
—Increíble —murmuró el capitán a Faros—. ¡Sólo tú podías persuadirla de que hiciera algo así sin cobrarse un alto precio!
—Nos está enviando a la guerra. Ya tendrá su recompensa entonces —contestó secamente el líder de los rebeldes—. ¿Dónde crees que estamos exactamente?
Botanos intentó convencer a Faros de que descansara un poco. Pero a pesar de haber pasado toda la noche aferrándose a la vida, el minotauro más joven no sentía el menor cansancio.
Faros ordenó al capitán que fuera él quien se retirara a dormir unas cuantas horas; mientras, el líder de los rebeldes se quedaría cerca de proa, buscando con la mirada algún signo de tierra.
Al mediodía vio algo, que no era tierra firme, e inmediatamente gritó a un soldado que despertara a Botanos y le dijera que fuera a cubierta.
El capitán apareció poco después, frotándose los ojos.
—¿Qué sucede? —El minotauro siguió su mirada—. ¡Un barco!
Bastante detrás de ellos, pero procedente de otra dirección, un navío solitario surcaba las mismas aguas que el Cresta de Dragón.
—¿Podemos interceptarlo, Botanos?
El otro minotauro hizo un cálculo rápido.
—¡Sí, y creo que sin muchas dificultades!
El Cresta se desvió hacia el otro barco. Otras cuatro naves lo siguieron y formaron un arco abierto para bloquear el camino al barco desconocido, en caso de que intentara huir. Tal vez no los había avistado o había creído que se trataba de una embarcación amiga, pues el barco continuó avanzando al mismo ritmo.
Cuando ya estaba más cerca, el barco solitario giró bruscamente para intentar alejarse de las cinco naves. Pero la maniobra exigía tiempo y el Cresta de Dragón acortaba cada vez más la distancia que los separaba. En ese momento, ya podían ver claramente que el barco desconocido era también minotauro. Botanos les indicó que disminuyeran la velocidad y, como respuesta, una catapulta lanzó un proyectil que pasó rozando la proa.
—No es una embarcación amiga y lleva la bandera del emperador —gruñó el capitán.
—Vamos a por ellos, pero intentando no hundir el barco.
—Haremos lo que se pueda.
Los rebeldes colocaron la balista y dispararon. Los proyectiles cayeron en la parte de babor de la popa. Saltaron astillas de madera de la cubierta y se oyó un coro de gritos. Los minotauros corrían de un lado a otro de la cubierta, en busca de hachas y otras armas.
—¡Quiero acabar con esto rápidamente! —conminó Faros, desenvainando su espada.
Otro de los barcos rebeldes, capitaneado por un antiguo compañero de Tinza en la flota imperial, cercó al navío solitario por el otro lado.
—¡Arriad la bandera! —exigió Botanos al enemigo.
Una flecha golpeó la barandilla justo delante de él.
—¡Ésa era su última oportunidad! —ladró—. ¡Ganchos preparados! ¡Vosotros, los de ahí! ¡Ponednos a su altura!
A bordo del navío enemigo, la tripulación se afanaba por preparar la catapulta, pero las fuerzas de Faros ya se habían acercado demasiado para que esa arma fuera una amenaza. Mientras tanto, el otro barco rebelde disparaba su balista desde el otro lado, sin dar tregua al navío imperial.
—¡Asegúrate de que la tripulación sabe que no quiero que el enemigo se vaya a pique, Botanos!
—¡Sí, ya lo saben!
El Cresta se acercó de lado. Mientras una lluvia de flechas caía sobre los rebeldes, los ganchos se fijaban en la barandilla del enemigo. Dos marinos de Botanos se desplomaron muertos y un tercero se retiró herido en el brazo, pero la mayor parte de la tripulación mantuvo su posición. Ya había más de una docena de ganchos bien sujetos.
—¡Tirad, maldita sea! —gritó el capitán Botanos.
Faros hizo una señal a los arqueros.
—¡Fuego!
La segunda cortina de flechas fue más intensa y diezmó las filas enemigas. Respondieron con unos pocos cuadrillos, pero apenas causaron daños. Lanzando un gruñido por el esfuerzo, los marinos acercaron más los cascos. Los rebeldes aullaron pensando en la batalla que se avecinaba.
Arrapada entre dos enemigos de más envergadura, la tripulación del barco imperial no podía defender los dos flancos. Mientras el segundo navío rebelde los hostigaba por el otro lateral, Faros atacó con ansia al primer soldado que se le puso por delante. La hoja de la espada le atravesó la garganta. Hirió a otro enemigo en el antebrazo e intercambió golpes con un tercero.
Los rebeldes se desplegaban por la cubierta. Tras verse obligados a retroceder rápidamente de la barandilla, los soldados imperiales intentaban reagruparse. Una hembra de hocico estrecho y pelo entrecano, seguramente la capitana, logró formar una línea, pero antes de que Faros pudiera encargarse de ella, una flecha del segundo barco rebelde se le clavó entre las paletillas.
Los supervivientes del navío imperial no tardaron en sumirse en el caos. Se convirtieron en presas fáciles para la superioridad de sus atacantes. En poco tiempo, la resistencia se desmoronó. Faros pensó en ejecutar a todos los que se rindieran, pero llegó a la conclusión de que los prisioneros podrían ser valiosos.
—Es un buen barco —comentó el capitán Botanos a Faros cuando subió a bordo—. Los desperfectos de la popa y los de la otra barandilla pueden arreglarse en poco tiempo. Está en condiciones de luchar.
—Designa a alguien para que se encargue de todo y dale una dotación.
—Sí.
El segundo del Cresta, un minotauro con un parche en un ojo, llevó a rastras a una figura desaliñada que resultó ser su homólogo en la nave imperial.
—¡Esto es todo lo que queda de los mandos enemigos, mi señor!
—Soy Oryrn —murmuró el prisionero en un tono lastimero—. ¡Mis cuernos os pertenecen! ¡Tomadlos y acabad conmigo!
Faros levantó la espada y la pasó por uno de sus cuernos. La afilada hoja raspó el hueso. Como Faros esperaba, Oryrn se estremeció por el dolor y la humillación. Para un minotauro, los cuernos eran más valiosos que un brazo o incluso una pierna.
—Puedes conservar los cuernos y la vida si respondes a un par de sencillas preguntas.
El cautivo intentó no mostrarse optimista, pero un tenue brillo iluminó sus ojos.
—¿Qué tipo de preguntas?
—¿Cuál es la isla más cercana?
Oryrn parpadeó, casi a punto de echarse a reír. Por lo visto, algo le parecía muy gracioso, pero olvidó su buen humor en cuanto Faros volvió a rasparle el cuerno con la espada.
—¿Estáis navegando por aquí y no lo sabéis? ¡Tal vez seáis buenos guerreros, pero como marinos no valéis más que un enano gully!
—La isla. —Esa vez Faros pasó la hoja con más fuerza.
—¡Está bien! ¡Mito, está claro! ¿Cuál, si no?
Mito. El hijo de Gradic casi podía oír la risa de la Reina de los Mares. Quería que Zeboim los llevara al imperio y lo había hecho. Ahora estaban rodeados de puertos imperiales, no muy lejos de uno de los más grandes de Nethosak.
—Mito —repitió Faros, saboreando el nombre. Bajó la espada—. Lleváoslo, y a los demás también. Repartidlos entre los otros barcos para que no puedan organizarse.
Mientras el segundo se llevaba al prisionero, Botanos miró a su líder.
—¡Mito! ¿Eso son buenas o malas noticias?
—Bueno, no podemos navegar por aquí durante mucho tiempo sin que nos descubran, a no ser que nos desviemos tanto que perdamos un tiempo precioso.
El capitán sacudió la cabeza.
—Yo voto porque perdamos ese tiempo. Si atacamos Mito, incluso asumiendo que tenemos pocas posibilidades de éxito, ¡la noticia llegará rápidamente a Nethosak! Mito está lo suficientemente cerca como para que envíen una flota y nos alcancen sin que casi nos haya dado tiempo a hacernos al mar.
Faros asintió con aire pensativo.
—Sí, eso sería lo que harían, ¿verdad?
El gobernador Haab tamborileaba con los dedos nerviosamente sobre la mesa. Hacía dos días que tenía que haber recibido mensajes especiales de Amur y de otras colonias clave, pero el barco que llevaba las misivas no había aparecido. Un día de retraso, eso podía entenderlo, pero el barco mensajero ya debería haber llegado a Strasgard sin problemas.
Entró un edecán. Tentando la cólera del gobernador, anunció:
—El hermano Malkovius está aquí.
Haab echó hacia atrás las orejas. Con un bufido de resignación, contestó:
—Hazle pasar.
El oficial de los Defensores se quitó el yelmo cuando entró en la habitación.
—Hermano Haab.
—Que los Predecesores guíen tus pasos.
—Y los tuyos. —Era evidente que Malkovius estaba muy impaciente por algo—. Gobernador, ¿se sabe algo del barco mensajero?
—Yo mismo estaba ocupándome de ese asunto. Nada. Está retrasándose un poco más de lo habitual…
—Estoy esperando instrucciones muy importantes de mis homólogos. La construcción de los templos en cada colonia debe ser sincronizada, según las órdenes de la suma sacerdotisa. Yo…
El gobernador le interrumpió.
—Soy consciente de tus necesidades, hermano. Ya he decidido enviar una partida por la ruta que el barco mensajero debería haber seguido. Si ha sufrido cualquier percance, pronto lo sabré y te mantendré informado.
Eso satisfizo al Defensor.
—Hay otro asunto. Los legionarios de la general Voluna no cooperan con mis órdenes. Lo último que ha hecho es negarse a tomar medidas duras contra unos alborotadores en los centros de racionamiento.
—Un asunto muy molesto. Será la última vez que Voluna se exceda. Ya he dado las órdenes oportunas para su destitución.
De repente, se oyó un ruido que hizo que ambos minotauros se incorporaran. Mientras Haab rodeaba su mesa, Malkovius se acercó a la ventana que dominaba el puerto.
—¿Qué pasa? —preguntó el gobernador.
—¡Llega un barco!
—¡El mensajero, por fin!
—No, es otro, ¡y tres más!
No cabía duda, había cuatro enormes barcos de guerra entrando en Strasgard. Prácticamente bloqueaban la salida al mar abierto.
En ese mismo momento, se oyó el sonido de un cuerno. Haab prestó atención.
—¡Son los puestos del norte! ¡Ésa es la señal que dan en caso de ataque!
Otro sonido se propagó por el aire, más ensordecedor con cada segundo que pasaba. El gobernador atiesó las orejas. Conocía ese sonido…
La pared de la habitación saltó en mil pedazos. Los dos minotauros cayeron al suelo. El techo se derrumbó cerca de la mesa del gobernador. Astillas de madera y bloques de piedra salieron volando sobre Haab y el Defensor.
Cuando por fin se posó todo el polvo, el gobernador quitó los escombros que lo sepultaban. No podía mover la pierna izquierda y sangraba por una mejilla. Distinguió los restos de una gran roca, el proyectil de una catapulta. Alguien había disparado con muy buena puntería.
—¡Guardias! —gritó Haab—. ¿Malkovius…?
La armadura del Defensor no había logrado salvarlo. Un trozo enorme de piedra había aplastado la cabeza de Malkovius, que no llevaba yelmo. Alejándolo de sus pensamientos, Haab se incorporó del todo y fue en busca de su hacha, que guardaba cerca de la mesa. Utilizándola como si fuera una muleta, entró apresuradamente en la estancia contigua justo cuando uno de sus guardias estaba corriendo hacia él.
—¡Gobernador! ¡Están desembarcando rebeldes! ¡Avanzan hacia la ciudad!
—¡Ya lo sé, idiota! ¡Llévame a donde los pájaros mensajeros! ¡De prisa!
Con la ayuda del guardia, el gobernador pudo llegar a la pequeña habitación donde guardaban los pájaros. Las paredes estaban cubiertas de estantes, en los que se alineaban las jaulas. Generaciones de minotauros habían entrenado a aquellas pequeñas aves rapaces. Cada nidada conocía su lugar de nacimiento por instinto y no importaba lo lejos que se encontrara, siempre volvía allí.
En cada caja había un solo pájaro, con su lugar de nacimiento escrito sobre la puerta. No había ni rastro de los cuidadores. Haab buscó las aves que necesitaba y rápidamente cogió varios pergaminos de los que se utilizaban para escribir los mensajes. Pluma en mano, escribió un mensaje urgente a toda velocidad. El gobernador cogió la misiva, la enrolló muy apretada y, sin sacar el ave de la jaula, la metió en el pequeño saquito de piel atado a una de las patas del pájaro.
—¡Mándalo!
El guardia llevó la jaula junto a la ventana y abrió la puerta mirando al cielo. El pájaro mensajero alzó el vuelo velozmente.
Haab copió el mismo mensaje una y otra vez. En dos ocasiones, el rasgar de la pluma quedó ahogado por fuertes estruendos. Un poco más lejos, se oían gritos.
—¿El último?
Cuando el ave salió volando, el gobernador se sintió aliviado. Había enviado mensajes a cargos de la flota en la capital y al mismo emperador, entre otros. En pocas horas sabrían lo que estaba ocurriendo. La flota, lista para zarpar en cuanto se enterara de la noticia, emprendería el camino hacia Mito. Los legionarios y los Defensores tendrían que esperar hasta entonces.
Oyó que los cuernos anunciaban la llegada de la legión.
—Encuentra al segundo de Malkovius —ordenó al guardia—. Comunícale que yo me pondré al frente de los Defensores y los soldados en el nombre del emperador. Dile que el espíritu de Malkovius me ha guiado a la hora de tomar esta decisión.
—Sí, gobernador.
Haab comprobó el estado de su pierna y le pareció que tenía suficiente fuerza. Bufó al pensar en la audacia de los rebeldes.
—¡Convertiremos sus tácticas en una trampa, y éste será el fin de la revuelta! —El gobernador sopesó el hacha con una sonrisa—. ¡Hasta es posible que yo mismo tenga la oportunidad de cortar la cabeza de su líder! —De repente, se fijó en el guardia—. ¿Qué haces? ¡Vete va!
—¡Sí, gobernador!
Mientras el soldado se alejaba, Haab miró por la ventana, desde donde se veía otro navío de los rebeldes. Lo contempló con incredulidad.
—¡Idiotas! —se burló el antiguo capitán preboste—. ¡Más que idiotas! ¿Cómo es posible que hayan creído que iban a conseguir algo?