XX

EL DON DE MORGION

Cientos de fantasmas se arremolinaban alrededor de Nephera, todos querían transmitirle alguna información de suma importancia, pero la suma sacerdotisa no tenía tiempo para ellos en ese momento. Con los Defensores al frente de la mayoría de las colonias, no le cabía duda de que cualquier pequeña crisis sería superada.

El ogro la había traicionado. La traición que Nephera ya esperaba había llegado muy pronto, pero ella no se desmoralizaba.

—Para mí no eres más que un gusano —susurró a la lejana figura del Gran Señor Golgren—, y cuando me apetezca, te aplastaré como a un bicho sin importancia.

Habría cumplido su amenaza ese mismo día si Faros no hubiera sido una preocupación más acuciante. Pertenecía al linaje del antiguo emperador y era el héroe, si bien inepto, de un dios rival.

Nephera miró la visión que ondulaba en el cuenco. A través del líquido rojo observó cómo El Señor de Las Tormentas corregía su camino para unirse al resto de la flota.

—Primero Kolot, después Bastion y ahora tú, mi Maritia. Mis hijos están siendo una decepción. —La figura cadavérica tocó la superficie del fluido, que empezó a agitarse más violentamente—. Pero el castigo y la redención pueden esperar.

Maritia había tomado una decisión muy importante ella sola: había decidido que en vez de perseguir a los rebeldes, dejaría que ellos acudieran a su encuentro. Pero tal vez la hija de Nephera había elegido la mejor opción sin saberlo. Allí, en Nethosak, todo estaba a favor de Nephera. Faros navegaría hasta el corazón del imperio para enfrentarse a una fuerza más terrible que la de Maelstrom.

Pero ¿dónde estaba la flota rebelde? Tenía que seguirla muy de cerca y, por alguna razón, había vuelto a desaparecer.

—¡Takyr!

Señora

Como solía hacer, el monstruoso espectro se materializó pegado a ella. La suma sacerdotisa lo miró con ojos tan espantosos como los de cualquier fantasma. Cada vez los tenía más hundidos, reflejo de sus progresos en las enseñanzas de Morgion. Miraban nerviosamente a un lado y otro, acostumbrados como estaban a las incesantes visitas del espíritu condenado de su compañero.

Incluso en ese momento, mientras hablaba, los ojos de Nephera giraban intranquilos en busca de la sombra maldita.

—Transmite el mensaje a todos los demás. Haz que entiendan que no puede haber ninguna excepción. Tienen que encontrar a los rebeldes de Sargonnas, localizar al que responde al nombre de Faros y hacerme saber su paradero. ¡Todas las demás órdenes serán supeditadas a ésta! ¿Entendido?

La sombra encapuchada asintió lentamente, y después respondió con voz sonora:

—El imperio no descansa… La construcción de los templos agota todos los recursos…

—¡Todas las órdenes anteriores se supeditarán a ésta! —La mano esquelética de la sacerdotisa se lanzó al cuello de Takyr, y aunque ya estaba muerto, el temible espectro se encogió, tembloroso—. ¡Lo demás es irrelevante! ¡Los Defensores conocen sus órdenes! ¡Seguirán levantando los templos al Único y convirtiendo a la plebe! Todo recuerdo de los dioses del pasado, en especial del Señor del Cóndor, debe ser arrancado de la mente de nuestros congéneres…

Con el tiempo, Morgion se convertiría en el dios dominante: primero para los minotauros, después para todas las criaturas. Nephera no se preguntaba si sus ideas eran posibilidades reales o locuras. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en todo, menos en su deidad.

De hecho, no faltaba demasiado para el siguiente sacrificio. En ese mismo momento, los elegidos se dirigían al templo. Acudían en secreto; entrarían en el enorme edificio a través de una serie de pasadizos ocultos construidos por los que habían precedido a la suma sacerdotisa. A Nephera le divertía mucho la ironía de que los sacerdotes de Sargonnas hubieran construido los medios que ella necesitaba para vencer a su señor.

Takyr desapareció sin decir nada más. Nephera contempló con embeleso los gigantescos símbolos del culto de los Predecesores que decoraban su cámara; sólo sus ojos veían el hacha al revés que estaba sobre ellos. Un ruido sobre la piedra la sobresaltó. Intentando tener el aspecto más agradable posible, Nephera se quitó la capucha y se ahuecó la melena. La suma sacerdotisa cubrió el cuenco con una seda negra y esbozó una sonrisa para recibir a sus invitados.

El muro de la derecha se abrió; por el hueco rectangular apenas cabía un minotauro. La figura larguirucha que entró en primer lugar se hincó de rodillas en cuanto vio a Nephera.

—Mi querida señora —murmuró Lothan. Bajo la gruesa capa marrón de viaje que llevaba podía adivinarse la túnica gris—. Nos honráis esta tarde. Jamás creí que yo viviría esto, a pesar de mi lealtad inquebrantable, que conocéis.

Nephera no le tocó en la frente, como hacía cuando bendecía a sus fieles, sino que le frotó un lado del hocico. Lothan intentó dominar el éxtasis que sentía, pero incluso así tembló de placer de pies a cabeza.

—El querido, amado, fiel Lothan… Esta noche te prometo que ganarás mi gratitud eterna. Esta noche recibirás la recompensa a tantos años de entrega.

—Me siento tan honrado.

Se levantó cuando entró una segunda figura. La impecable hembra de minotauro, de más edad, vestía una túnica idéntica a la de Lothan, pero debajo llevaba un peto reluciente y un brial que la identificaban como miembro de la flota.

—Almirante Sorsi —saludó Nephera, alargando el brazo.

Sorsi se arrodilló y tomó la mano de la suma sacerdotisa.

—Entrego mi vida al culto, mi señora —dijo con voz chirriante.

—Así será, así será.

Aparecieron otros tres minotauros en poco tiempo, todos ellos pertenecientes a la más alta jerarquía del imperio. Esa noche sabrían la verdad sobre Morgion.

—Faraug…, Lesta…, Timonius… —Los tres inclinaron los cuernos al oír su nombre: un mercader, una consejera y el patriarca de una de las casas más leales.

—Realmente es un honor —dijo con voz entrecortada Lesta, una joven minotauro de mirada acerada. No hacía mucho que se había convertido, pero su diligencia y devoción dejaban en mal lugar incluso a Lothan.

—Soy yo quien se siente honrada con vuestra presencia, la de todos vosotros. Habéis servido bien, con gran lealtad, incluso en los tiempos difíciles. Ahora es el momento de conquistar el mundo para nuestro dios.

—¿Conoceremos al dios, entonces? —murmuró el corpulento Faraug—. ¿Conoceremos la verdad?

—¡Conoceréis el rostro y el amor del dios, hijos míos! —la suma sacerdotisa, mirándolos uno a uno—. Conoceréis la perfección y entenderéis que tal perfección merece la devoción total.

Algunos de ellos parecían un poco perplejos. No obstante, pronto lo comprenderían. Cuando Morgion los bendijera, lo entenderían todo.

—Se acerca el momento —les dijo Nephera. Señaló hacia el centro de la habitación, donde se habían tallado con sumo cuidado los símbolos de los Predecesores—. Por favor. Vuestros sitios.

Fueron hacia los cinco puntos señalados en los símbolos. Tres se situaron en la cabeza, el extremo y el centro del hacha. Los otros dos se colocaron en el ala y la cabeza de la amenazadora ave.

Nephera se puso entre el hacha y el pájaro. En cuanto se hubo colocado, su sonrisa, que había lucido hasta entonces, desapareció. Las antorchas que iluminaban la estancia suavizaron su luz, aunque la habitación no se oscureció. Un inquietante resplandor plateado emanaba de los gigantescos símbolos que colgaban sobre la silla vacía de la suma sacerdotisa, en el estrado. El viejo Timonius dejó escapar un gruñido de sorpresa, pero fue el único en romper el silencio. Los cinco estaban extasiados ante esa clara señal de la presencia del dios.

Alzando las manos, Nephera se abrió al terrible señor al que servía. Sentía su proximidad. Comparada con él, toda la raza de minotauros eran simples cucarachas. Que su dios la honrara con una diminuta parte de su gloria era un acto tan generoso que las lágrimas acudieron a sus ojos, algo que no era la primera vez que le sucedía.

Nephera dibujó con el dedo el símbolo del hacha al revés. A su paso, la uña dejaba una llama de un intenso verde. Cuando terminó el hacha, describió alrededor una estrella de cinco pumas. En cuanto acabó la estrella, el hacha se iluminó. De cada punta de la estrella salió un zarcillo de luz que buscaba a uno de los convocados.

—Qué… —empezó a decir Lothan, pero no pudo continuar, pues en cuanto los zarcillos tocaron a cada uno de los cinco minotauros, éstos se quedaron paralizados.

Lady Nephera caminó en círculo para contemplar a sus fieles y en sus rostros leyó el miedo y la duda. Sonrió para que se sintieran seguros.

—¡Está con nosotros, nos rodea por todas partes! —dijo—. Abríos para ver y sentir al Único…

En la mente de cada minotauro resonó tina voz.

Conocedme…, conocedme…

Y el señor de la torre de bronce se reveló a cada uno de ellos.

—¡Que los dioses nos protejan! —exclamó Faraug.

Lothan sacudió la cabeza. Lesta reflejaba una intensa devoción La almirante Sorsi hizo rechinar los dientes y Timonius únicamente miraba fijamente al vacío.

Soy Morgion… —continuó la voz—. Soy el fin de todas las cosas

Faraug intentó liberarse, y eso provocó el disgusto de Nephera. Los cinco habían sido elegidos por orden de Morgion. Habían sido honrados. Si no alcanzaban a entenderlo, sería peor para ellos.

Se alzó hacia las imágenes llameantes y, murmurando para sí, hizo que se invirtieran. Sorsi aulló. Timonius se balanceaba como si una mano gigante e invisible lo sacudiera. Lesta era la única que no se movía, quizá porque su devoción era tan fuerte que permanecía intacta tras la revelación de la identidad de su dios.

Me serviréis —continuó la voz del terrible dios— y, con vuestro sacrificio, serviréis a nuestra suma sacerdotisa.

—¿Sacrificio? —preguntó Lothan—. ¡Mi…, mi señora Nephera! ¿Qué…?

—No pasa nada, querido Lothan —contestó ella, formando un cuenco con las manos y poniéndolas bajo los símbolos ardientes—. Esto hará que os ame más todavía. Os amaré más todavía.

—¡El Señor de la Putrefacción no! —murmuró la almirante—. ¡No por…!

Sus palabras se perdieron en un chillido angustioso. Timonius se unió a su grito, y después, fue la voz de Faraug la que se alzó en el coro de lamentos. Sólo Lesta seguía en silencio, aunque las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Sabed que, gracias a vuestras acciones, el templo será más poderoso —les informó la suma sacerdotisa—. El imperio será más poderoso.

A Nephera no le importaba lo más mínimo que no la oyeran por culpa de los gritos. Ya estaban en comunión con su dios, algo que suplicaban desde hacía mucho tiempo.

—Habréis servido al Único como pocos lo han hecho.

Tras esas palabras, cogió la pequeña hacha por el mango.

Sobre ella, los enormes símbolos brillaban con tal intensidad que incluso Nephera tuvo que protegerse los ojos. El hacha le abrasaba la carne, pero si ella sufría, ese sufrimiento no podía compararse con la agonía que sentían los cinco minotauros. Aparecieron pústulas sobre sus cuerpos y la piel de los elegidos se cubrió de heridas, que después se abrieron. De ellas manaba un pus verde y amarillento que corroía la carne. En pocos segundos, era imposible reconocer minotauros en esas figuras, a no ser por los cuernos. El pus se había comido los hocicos. La carne putrefacta caía a tiras. Durante todo el proceso, los aullidos no cesaban. Incluso Lesta se unió a ellos.

El fuego verde que rodeaba la pequeña hacha lucía con más fuerza. Quemó los dedos de Nephera. Sin embargo, ésta no sentía dolor, pues había entrado en éxtasis. Entonces, por encima de cada uno de los elegidos, se alzó un espeso y horrible humo. Los zarcillos lo absorbieron, y mientras lo hacían, el hechizo llegaba al final. Lanzando un último aullido, la almirante Sorsi se retorció como un trapo que se escurre. Su carne, sus tendones, sus huesos, todo se derritió. El peto reluciente se cubrió de roja herrumbre y la capa se pudrió.

Los cuerpos de los elegidos se desplomaron. Cuando los zarcillos arrancaron lo que buscaban —los espíritus—, lo poco que quedaba de su caparazón mortal cayó para formar montones horrendos. La armadura de Sorsi tintineó sobre el suelo de piedra, y el peto oxidado se partió en dos.

Los zarcillos se encogieron en la estrella, y la estrella desapareció en el hacha. Respirando con dificultad y con los ojos anegados en lágrimas, Nephera seguía asiendo su creación, aunque tenía la mano quemada y retorcida. De repente, el fuego se apagó. Los símbolos de los Predecesores seguían luciendo con el brillo plateado, pero su intensidad disminuía.

Sólo se oía la respiración de Nephera. Sin prestar atención a su mano dolorida, contempló, asombrada, lo que Morgion había hecho a través de ella. En la palma de su mano se dibujaba el símbolo del terrible dios; el contorno todavía brillaba. No era mayor que el que le marcaba el pecho, pero podía percibir su increíble poder.

—Está hecho… —susurró con voz rasgada—. Está bien.

—Está bien… —convino la voz en su mente.

Mirando hacia los símbolos de los Predecesores, se hincó de rodillas en muestra de gratitud.

—Te doy las gracias, mi señor…

—Cinco noches… Las lunas estarán en conjunción dentro de cinco noches… El cenit de esa noche…

—Entiendo.

Sin más, la presencia de Morgion se desvaneció. Sintió el desasosiego que la embargaba cada vez que la unión con el dios llegaba a su fin, pero en aquella ocasión la deidad le había dejado parte de sí. Con el rabillo del ojo, Nephera vio los restos de los elegidos. Morgion había exigido que, para concederle lo que le reservaba, tenía que sacrificar a valiosos fieles.

La desaparición de los cinco minotauros, especialmente la de Lothan y la de la almirante Sorsi, no pasaría inadvertida. Pero siempre estaban los rebeldes para echarles la culpa. Eso, a su vez, le permitiría, a través de Ardnor, ordenar que los Defensores y los guardias del reino se abalanzaran con más determinación sobre los que ella consideraba sospechosos.

Se oyó un leve tintineo donde había estado la almirante; los trozos herrumbrosos de la armadura todavía temblaban. Curvando sus monstruosos dedos sobre la diminuta hacha, la suma sacerdotisa invocó su poder.

Una ráfaga de viento recorrió toda la cámara. Agitó los ropajes de Nephera, pero aparte de eso lo único que tocó fueron los restos horrendos de los fieles. Como si fuera un perro de caza alimentado por su ama, el viento absorbió primero uno de los montones, después otro. Velozmente hizo desaparecer todas las pruebas de lo que había sucedido, alzadas por lo alto.

Nephera describió un círculo con el dedo, y el viento giró más de prisa. Polvo, esquirlas de hueso y trozos de metal marrón se movían sin descanso. Cuanto más velozmente soplaba el viento, más compacta era la masa de desechos. Formó una chimenea, un pequeño tomado.

Tan repentinamente como se había levantado, el viento amainó. Con él se fueron los espantosos restos de lo que allí había pasado. Nephera mostró los dientes, embargada por el placer en una sincera sonrisa.

Con los asuntos insignificantes ya resueltos, la suma sacerdotisa volvió a contemplar con embeleso el regalo de Morgion. Sólo tenía que esperar cinco noches.

Cuando pudo volver a pensar con claridad, Faros supo que los rebeldes ya habían salido del hechizo que rodeaba la isla de Gaerth. La confirmación llegó unos minutos después, pues de repente los tres barcos que los guiaban se desviaron. No hubo ninguna señal, ninguna advertencia. Aquellos minotauros no querían nada del imperio ni de los rebeldes, y Faros no quería nada de ellos.

—No logro avistar tierra firme a nuestras espaldas —señaló el capitán Botanos—. Sé que por lo menos deberíamos ver el contorno de la isla desde aquí, pero ni siquiera los catalejos son de ayuda.

—Déjalo. Olvídalo.

Faros miró el sol del atardecer. La noche ya se cernía sobre ellos, aunque eso daba igual. Los minotauros eran excelentes marinos. Las estrellas eran puntos de referencia perfectos.

—Lo que necesitamos descubrir ahora es en qué lugar nos encontramos.

—Seguramente al este del imperio —sugirió Botanos. Gruñó—. O al noroeste… o al suroeste.

El líder de los rebeldes pensó en desenvainar la espada para ver si podía guiarlos, pero entonces sus ojos se posaron en el anillo. El anillo del general Rahm. El anillo de Sargonnas. Emanaba un tenue resplandor.

Lo levantó a la altura del pecho.

—Enséñame el camino, te lo ordeno.

Pensando en Mithas, pensando en un hogar que ya no existía y en una familia que ya no lo recibiría, Faros se volvió hacia el este. El brillo no aumentó. Sin dejarse llevar por el desánimo, el minotauro se giró un poco más. Nada.

Botanos lo observaba sin disimular su asombro. A Faros se le hincharon las aletas de la nariz al pensar en lo ridículo que debía de estar. De todos modos, siguió intentándolo.

Cuando la gema negra centelleó, le sorprendió su brillo. Faros sonrió con expresión de triunfo. Aquella vez no había suplicado ayuda; había exigido obediencia.

—¡Ése es nuestro camino, capitán! ¡Dirijámonos allá!

—Ya están dadas las órdenes —respondió el marino, recuperado de su asombro—. Sospecho que estamos al este del nordeste. —Su entusiasmo se desvaneció—. Y no hay dudas sobre la distancia: mucho más lejos de lo que querríamos.

—Levemos anclas de todas maneras. —Faros paseó la mirada del anillo a las profundas aguas—. Ella nos trajo aquí. También puede ayudamos a volver.

—Ella. —El corpulento minotauro sacudió la cabeza con los ojos muy abiertos—. Lord Faros…, ¡no estarás pensando en volver a hablar con la Reina de los Mares!

—Mantén el barco en la dirección que te he indicado —dijo Faros, yendo hacia proa—. Asegúrate de que las órdenes llegan al demás naves. —Miró por última vez el mástil del Cresta—. Y que nadie me moleste.

—¡Claro! ¡Yo me encargaré de todo sin problemas!

Mientras se acercaba a la barandilla delantera, Faros pensó desenvainar la espada de Sargonnas, para presentarse lo más imponente posible a la tempestuosa hija del Dios de los Grandes Cuernos, aunque tal vez a ella le pareciera ridículo. Renunciando al arma, se asomó por la barandilla. El agua lamía el casco, la oscuridad del fondo era total. Faros no era un marino curtido, pero sí tenía un sano respeto por el mar… y por su señora.

Frotó el anillo, con la idea de que, de alguna manera, le pondría en conexión con ella.

—Sé que estás ahí abajo…

El Cresta de Dragón se alzó sobre una gran ola, que lo levantó como si fuera de juguete. Faros se agarró a la barandilla con más fuerza con la mano derecha. No sería así de fácil deshacerse de él.

—Sé que estás ahí abajo, Reina de los Mares —repitió el minotauro con firmeza, sin que sus ojos se apartaran de las aguas—. Sé que me estás oyendo…

Los últimos rayos del sol se hundieron en el horizonte, y el océano se volvió aún más negro. Cambió la dirección del viento, que empezaba a soplar con más fuerza. El agua salada saltaba a los ojos de Faros, pero el minotauro no dejó de asomarse peligrosamente al reino de Zeboim.

—Sabes lo que quiere tu padre —susurró—. Sabes qué es lo que quiero yo.

Atiesó las orejas al oír un leve sonido. Por un momento, Faros creyó haber oído una risa femenina.

Agarrándose a la barandilla con las dos manos, gritó:

—¡Ríete si quieres, Reina de los Mares! ¡No dejes de reírte cuando la avaricia de Morgion llegue hasta tu reino! ¿Acaso crees que el Señor de la Putrefacción no codicia los desaparecidos en tus mares? ¿No entiendes que si toma lo que es de tu padre, también puede tomar lo que es tuyo?

Faros esperó, pero sólo las olas y el viento le respondieron. Lanzando un gruñido, se volvió hacia la popa. Aunque necesitaran un año para regresar al imperio, lo conseguirían. No fracasaría. Había elegido su camino y, pese a que su destino fuera el trono o la muerte, no se sometería a los caprichos de una diosa tornadiza.

No se había alejado más que unos pasos de la barandilla cuando le pareció volver a oír la risa. Al mismo tiempo, el viento volvió a cambiar de dirección y el mar empezó a mecerse de una forma extraña.

La tripulación comenzó a gritar. El capitán Botanos fue a su lado; el marino, siempre impasible, no podía dejar de temblar entonces.

—¡En el nombre del mar…, en el nombre de ella! ¿Qué has dicho? ¿Qué has hecho?

—¡Sujétate! —le ordenó Faros.

El casco del Cresta crujió siniestramente. Se sintió un golpe que los dejó a todos temblando y uno de los marinos casi se cae de las jarcias.

—¡La popa! —gritó alguien.

Faros y Botanos echaron a correr. El líder de los rebeldes empujó a un marino paralizado por el asombro para ver lo que pasaba. Detrás del navío se levantaba una ola gigantesca. No era tan alta como los mástiles, pero tenía la fuerza necesaria para provocar muchos daños en el barco si caía sobre él.

—¡Nunca exijas nada a la Reina de los Mares! —exclamó el capitán Botanos—. ¡No se lo permite a nadie!

La ola avanzó hacia el navío. La mayoría de los que estaban en la popa salieron huyendo, pero algo en el interior de Faros le hizo quedarse quieto y enfrentarse al desastre.

Justo cuando iba a alcanzar al Cresta de Dragón, la ola se partió. Frunciendo el entrecejo, Faros creyó ver que en la parte más alta se formaban unos dedos de agua. La oscuridad no le permitía estar seguro de lo que había visto, pero no dudó de lo que vio a continuación. En vez de aplastar el barco, la ola lo empujó, casi podía decirse que con delicadeza, por la popa. La embarcación se tambaleó y después empezó a deslizarse hacia adelante. Al mismo tiempo, las velas se hincharon bajo el viento. El Cresta de Dragón volaba sobre las aguas a una velocidad que ningún otro barco había alcanzado jamás.

—¡Sujetaos fuerte! —gritó Faros a los demás—. ¡Que bajen todos de los mástiles y las jarcias!

Frotándose los ojos, miró al resto de barcos. Conociendo el humor cruel de Zeboim, no le habría extrañado que hubieran quedado muy lejos; pero también ellos volaban sobre las aguas agitadas con la misma velocidad increíble. Detrás de cada navío, una ola lo impulsaba.

—¡Por todos los dioses! —Botanos se había atado una cuerda a la cintura para asegurarse a una barandilla de la cubierta—. ¿Qué le pediste?

—Que nos licuara a nuestro destino, ¡y que lo hiciera de prisa!

—¿Le pediste también que llegáramos de una sola pieza?

Faros no se molestó en contestar, pues eso no lo había pedido Sin embargo, mientras los demás se aferraban a su preciada vida y, sin duda, rezaban a la diosa para que se la conservara, él miraba hacia adelante con impaciencia.

El imperio lo aguardaba.