ALIANZAS ROTAS
Maritia soñó que seguía prisionera en el camarote de Golgren. Sin embargo, ésa no era su verdadera pesadilla. Era mucho peor. Al despertarse encontró con el mismo Gran Señor tumbado a su lado.
Giró sobre sí misma para apartarse, buscando con una mano la daga, que no pudo encontrar. Para su consternación, Maritia descubrió, entonces, que sólo la cubría una manta.
—¡Te despellejaré vivo! —gruñó a Golgren.
Recorrió todo el camarote con los ojos. Tenía que haber algo que pudiera utilizar como arma.
El Gran Señor se levantó tranquilamente. Estaba sentado justo a la altura de la cabeza de Maritia. Esta observó con alivio que el ogro estaba completamente vestido, con unos calzones de color marrón oscuro y verde, una túnica, una capa y botas altas de piel.
—No pretendía hacerte nada malo —dijo él, sonriendo.
Perfectamente consciente del doble sentido que siempre se escondía en esa sonrisa, Maritia no se sintió nada tranquilizada. Señaló la única tela que la cubría.
—¿Nada malo? ¿Y esto qué es?
—Tenías heridas que había que curar. Había que quitarte la armadura por tu bien.
—¡Y tenías que hacerlo tú, claro!
Él se echó a reír, un sonido que a Maritia le pareció obsceno.
—No, no. Fue mi sirviente. —Golgren hizo un gesto—. Por favor, mira.
Entre las almohadas, Maritia vio su ropa colocada con cuidado. La armadura había sido meticulosamente arreglada. Su espada estaba al lado… y, junto a ella, la daga de su padre. Las tres cosas acababan de ser limpiadas.
—Nagroch dijo mentiras. Tenía la daga.
—Como yo dije. —Apartándose la melena suelta, Maritia sacó los dientes—. Me gustaría vestirme.
Golgren le dio la espalda, un gesto que demostraba su confianza y su poder.
Todavía con pasos vacilantes, Maritia se acercó a su ropa. El Gran Señor contemplaba la pared del camarote con gran educación. Cuando se hubo puesto el peto y el brial, la minotauro dijo de mal humor:
—Si deseas volverte y mirarme, ya puedes hacerlo.
Mientras se giraba, Golgren hizo una reverencia al estilo de un cortesano humano. A veces se vestía como un elfo; en ese momento, se inclinaba como un humano. Maritia se preguntó a qué otra raza imitaría a continuación. El Gran Señor era un ogro extraño, una contradicción en ocasiones.
—¡La reina guerrera! —exclamó el ogro con grandilocuencia—. ¡La vencedora!
—Prisionera —repuso ella secamente—. La traicionada.
—No hay traición alguna, Maritia. Este humilde servidor se aseguró de que no siguieras a tu padre y a tus hermanos al Campo de los Cuervos.
Maritia supo a qué se refería. El Campo de los Cuervos era un mundo del mas allá donde los ogros creían que los héroes de su raza luchaban en batallas épicas y eternas. Enormes animales carroñeros devoraban a los vencidos, cuyos huesos se alzaban de nuevo al amanecer de cada día. Entonces, volvían a unirse al combate, con el afán de que el alimento de los carroñeros fueran los otros y no ellos. Para los ogros, aquél era el paraíso de los guerreros.
Sin embargo, para Maritia era el infierno de la raza de Golgren. Ella esperaba que cualquiera que fuera la vida después de la muerte que hubieran encontrado su padre y sus hermanos, fuese mejor que aquella batalla caótica y sin sentido. Maritia se inclinó hacia sus armas, sin dejar de mirar a su acompañante. Golgren abrió los brazos para mostrar que ni siquiera llevaba una daga. Sin sentirse del todo segura, ella se colocó el cinturón. Maritia comprobó si su espada había sufrido algún daño o desperfecto, pero no vio ninguno.
—Tus mismos guardias la limpiaron —le informó el ogro.
—Evidentemente. —Miró a Golgren a los ojos. El ogro tenía una mirada penetrante que casi le hacía temblar—. Lo que no es tan evidente es lo que piensas hacer conmigo ahora.
—¿Ahora? Puedes irte… como prometí.
—¿Eso es todo? ¿Salgo de este camarote y subo a un bote que me lleve de vuelta a mi flota?
Su sonrisa se llenó de colmillos.
—A tu flota no, ¡oh, no!
La mano voló a la empuñadura de la espada,
—¿Qué?
Golgren señaló hacía la puerta.
—¡Por favor! Todas las respuestas están fuera.
—Tú delante, entonces.
Con una risita inquietante, el Gran Señor se encaminó hacia la puerta. Cuando se abrió, al otro lado apareció un centinela peludo.
El guardia se agachó para mantener la cabeza más baja que la de Golgren.
Sin alejar los dedos de la espada, la comandante de la legión siguió a Golgren al exterior. Lo primero que vio fueron decenas de ogros. Era como si todas las criaturas a bordo del barco estuvieran esperando su entrada. Sus propios guardias estaban arrodillados cerca de la proa. Con expresión avergonzada por no haber sido capaces de protegerla, inclinaron la cabeza hasta que casi tocaron la madera de la cubierta con la punta de los cuernos.
—Levantaos —ordenó Maritia entre dientes—. Sois minotauros.
Obedecieron de inmediato. A Maritia no se le ocurría qué podían haber hecho para evitar todo lo sucedido, y sacrificar sus vidas le parecía un desperdicio.
Golgren señaló hacia estribor.
—Por aquí, hija de Hotak.
Flanqueada por sus guardias, Maritia avanzó entre los ogros, que se apartaban a su paso. Se detuvo en seco, ahogando un grito. Un pequeño bote se bamboleaba sobre el agua. Al otro lado de la barandilla no se veía ningún otro barco. Un pequeño punto de tierra, que ni siquiera merecía el nombre de isla, era lo único que rompía el paisaje interminable de agua.
Saltó hacia Golgren, lo que hizo que muchos ogros lanzaran un gruñido y que sus propios guardias se dispusieran a pelear.
—¿Adónde nos habéis traído?
Imperturbable, el ogro respondió:
—No muy lejos, no muy lejos. El último viaje será corto. —Golgren levantó el muñón para señalar la roca abandonada—. Allí solamente.
—¿Y después qué?
—Después nos vamos. Los Uruv Suurt vienen.
—¿Después os vais? —Maritia arrugó la frente.
—Volvemos a Kern. La caza…, la caza es toda tuya, Maritia. El rebelde Faros es tuyo… Si lo atrapas, es tuyo.
—¿Por qué olvidas tu venganza? ¿Por qué…?
—Por favor, el bote —dijo Golgren con un gesto.
Maritia se quedó mirándolo, sin lograr comprenderlo. Él le devolvió la mirada con una sonrisa sombría.
—Vamos —ordenó por fin a sus soldados. Decidiera lo que decidiera el ogro, ella tenía su misión muy clara. Debía dar caza a Faros.
Al mirar por encima de la barandilla vio a los seis enormes ogros que estaban a los remos. Uno de los guardias bajó, seguido de cerca por Maritia. Cuando ya llegaba al bote, el segundo guardia empezó a descender por la escala de cuerda. Y a continuación, para su sorpresa, Golgren también empezó a bajar.
Maritia se sentó y observó cómo descendía el ogro mutilado. Tenía que admitir que Golgren se movía con mucha agilidad a pesar de su problema. Era fuerte y taimado. Si en el combate hubiera tenido que enfrentarse al Gran Señor, se preguntaba si el resultado habría sido otro.
—No era necesario que nos acompañaras —señaló la hija de Hotak cuando el líder de los ogros se sentó a su lado.
—¿No? —repuso él, con semblante lúgubre. Después bramó a un ogro que sostenía un látigo en la proa—. ¡Tyraq i gero! ¡Kya ne! ¡Kya ne!
El ogro hizo restallar el látigo. Lanzando un gruñido al unísono, los remeros se pusieron a trabajar. Sus músculos se tensaron al enfrentarse a la corriente. Preguntándose adonde se dirigirían, Maritia admiró la fuerza de los remeros. La corriente era muy fuerte e incluso para un minotauro habría sido difícil dominarla.
El islote no parecía menos inhóspito al verlo desde más cerca. No había nada en el paisaje que Maritia pudiera identificar.
Uno de los guardias se inclinó hacia ella, susurrando:
—¡Esto es un truco, señora! ¡Quieren matarnos!
—¡Cállate, Rog!
Golgren fingió que no había oído la conversación, pero Maritia no se dejaba engañar. El ogro confiaba en que ella mantendría controlados a sus guerreros, así como ella confiaba en que él haría lo mismo.
El bote pegó un salto. Se había detenido, y los ogros empezaron a saltar al agua.
Golgren se levantó con gran solemnidad.
—Por favor, a la orilla —ordenó.
El otro guardia de Maritia salió del bote y después le ofreció su ayuda. La mayoría de los ogros estaban ya en la costa. De repente, Rog lanzó un rugido. Su hacha voló y se clavó en uno de los ogros que todavía estaban en el bote. El segundo remero se estiró para coger su arma.
Al momento, el resto de guardias de Golgren rodeó a Maritia y a su otro soldado. La minotauro logró desenvainar la espada y herir a uno de los atacantes en el costado, pero pronto quedó atrapada entre todos los cuerpos. La hija de Hotak vio que el Gran Señor cogía el hacha de uno de sus soldados. Con gran frialdad y destreza, la lanzó a la espalda de Rog.
La hoja voló girando sobre sí misma y se clavó con terrible precisión en la nuca de su objetivo. Se oyó el chasquido del hueso. El legionario cayó pesadamente al agua.
Golgren ladró una orden a sus guerreros. Los ogros que aprisionaban a Maritia retrocedieron. El guardia que le quedaba se puso a su lado. Le sangraba profusamente un brazo, debido a una terrible herida que tenía cerca del hombro. Después de una señal de la comandante de la legión, los dos minotauros bajaron las armas y esperaron.
El Gran Señor chasqueó los dedos e hizo que los ogros formaran dos filas a ambos lados de los minotauros. Mientras avanzaba con paso airado a la cabeza del grupo, miró a Maritia con tristeza.
—Lamentable —fue su único comentario.
Tardaron un rato en llegar al centro del islote. Allí, Golgren indicó que los dos prisioneros —pues Maritia pensaba que volvían a ser prisioneros— debían quedarse en un punto.
—Aquí —le dijo a Maritia—. Esperad hasta que el bote esté lejos.
No le respondió, pero era evidente que el ogro estaba muy satisfecho. Miró a uno de sus subalternos, que llevaba un pequeño morral de piel que Maritia no había visto en el bote.
Cuando el tosco guerrero lo tiró sin muchas contemplaciones a los pies de la hembra de minotauro, Golgren añadió:
—Para el hambre y la sed.
Maritia no se molestó en recoger el morral. El Gran Señor mandó a los demás ogros de vuelta al bote, haciendo que sólo dos se quedaran con él.
—Muy lamentable —dijo de nuevo, esa vez sonriendo abiertamente.
—No, no es lamentable. Es un error terrible por tu parte —dijo ella—. No lo olvidaré, Golgren.
El ogro parecía dolido.
—No, no me olvides. Adiós, Maritia. Deseo que combatas bien contra la sangre de Chot. Que muchos enemigos mueran aullando a tus pies.
—Así será… y algunos serán ogros.
El Gran Señor soltó una risita y, después de hacer una profunda reverencia, se alejó. La comandante de la legión contempló con amargura cómo su aliado la abandonaba en aquel islote batido por el viento. Su mirada se clavó en la espalda del ogro.
—¿Vamos tras ellos, mi señora? —preguntó el guardia.
—¿Para qué? ¿Para luchar con mucha gloria pero fallar al imperio de mi padre muriendo aquí? Ya habrá tiempo para los ogros, créeme. Ahora tenemos otras cosas de las que preocupamos. Hay una rebelión que debemos aplastar… y un linaje maldito que debemos extinguir.
Golgren observaba la bandera que ondeaba en lo más alto de su barco, orgulloso del diseño del que él mismo era responsable. El viento hacía que pareciera que la mano cortada se movía, clavando la daga incansablemente. Cada cuchillada era una herida mortal para algún rival, algún enemigo…
La suerte estaba echada. Por fin, se había roto el pacto con los Uruv Suurt. Era inevitable que llegara ese día, aunque no de la manera en que lo había hecho. Lady Nephera y sus poderes oscuros se habían convertido en una carga más pesada de lo que estaba dispuesto a soportar y aquella debacle le había costado a Golgren más de lo que él habría querido. Nagroch no había estado a la altura y, al fin y al cabo, quizá la hija de Hotak le había hecho un favor al derrotarlo. No había sido el desenlace que el Gran Señor esperaba, pero descubrió que le había gustado más, por lady Maritia.
Sus enemigos pensarían que entonces era más débil, pero Golgren había planeado muy bien esa oportunidad. Ni siquiera los poderes infernales de la compañera de Hotak podrían alejarlo de su objetivo final. Tenía otros métodos, otras fuentes de poder a las que recurrir. Quizá sus rivales lo considerarían una presa fácil, pero él sería como el jakary, el reptil largo y delgado, de enormes fauces, que engañaba a sus presas con su aspecto enfermizo para después clavarles los colmillos envenenados cuando menos se lo esperaban. El potente veneno del jakary no tardaba más que unos segundos en matar. Golgren intentaría ser igual de rápido.
Como siempre, había más de un motivo detrás de las acciones del Gran Señor. Maritia seguía sirviendo a un propósito, uno muy importante. Que se dedicara a perseguir al maldito Faros y derramara mucha sangre de Uruv Suurt. Golgren quería que muchos, muchísimos minotauros se vieran arrastrados al conflicto antes de que terminara. De hecho, legiones que eran cruciales ya habían abandonado Ambeon…, la hermosa Ambeon, o como al Gran Señor le gustaba pensar en ella, Dyr ut iGolgrenarok, el Reino del Poder de Golgren, un nombre mucho más adecuado que aquel que honraba a un rey inútil y venido a menos de los Uruv Suurt.
El bote llegó junto al barco. Mientras Golgren subía, sin dejar que lo ayudaran, se detuvo para contemplar la isla que había dejado atrás. El trato que había hecho con el capitán de la flota imperial le daría el tiempo necesario para alejarse. Sus otras naves hacía mucho que se habían ido de aquella zona. Los Uruv Suurt irían a recoger a su comandante y después partirían a combatir contra sus propios congéneres.
Quien ganara la guerra era algo que, a largo plazo, a Golgren no le importaba. Se permitió una amplia sonrisa al imaginar el destino de la colonia imperial de Ansalon. Sus hordas atacarían por sorpresa. Los Uruv Suurt que vivían allí sustituirían a los esclavos que había liberado Faros.
Había muchos planes que desarrollar, muchas cosas que hacer. Los Uruv Suurt, los minotauros, se creían los hijos del destino, pero se equivocaban. Sólo había un hijo del destino, aquel que gobernaría a todos.
Y Golgren estaba dispuesto a aceptar humildemente esa carga…
El Señor de las Tormentas llegó varias horas después, demasiado tarde para atrapar al Mano de Golgren. El sol estaba a punto de ponerse por el horizonte. Un atribulado capitán Xyr fue al encuentro de Maritia mientras ésta subía a su buque insignia.
—Deberíamos haber tomado su barco al asalto, señora. —Le ofreció el hacha y la nuca—. Fallé a vuestro hermano y ahora os fallo a vos. Estoy a vuestra merced. —El marino se agachó ante ella.
Maritia rechazó el arma y le perdonó la vida.
—No desperdiciaré tu sangre, capitán. Levántate. Hiciste lo que te pareció correcto. —Resopló—. Seguramente, yo habría hecho lo mismo.
—Gracias, señora.
—¿Dónde está el resto de la flota de los ogros? —preguntó después—. ¿Todos han huido?
—Todos los barcos sin excepción. Yo diría que el Gran Señor está reuniéndose con ellos en estos momentos.
—Pues entonces eso es todo…, por ahora. Partamos, capitán —repuso Maritia secamente—. Tenemos que unirnos a los demás. Los rebeldes nos esperan.
—Sí.
Maritia calculó el tiempo.
—¿Cuántos días hemos perdido, capitán?
—Cinco.
La minotauro estaba perpleja.
—¡Demasiados! Estuvieran donde estuvieran los rebeldes antes ya no los encontraremos allí. Por el hacha de mi padre, ¡quizá hayan avanzado hasta el corazón del reino!
El capitán parecía más afligido aún.
—Lo mismo he pensado yo, mi señora.
—¿Ha llegado algún mensaje, o señal de mensaje, procedente de Nethosak?
—No, señora. ¿Esperabais un pájaro mensajero?
—No —respondió Maritia después de una pausa—. No esperaba nada.
—Con vuestro permiso, haré que nos pongamos en marcha.
—Que así sea.
Mientras el capitán Xyr vociferaba órdenes, Maritia se retiró a su camarote. Sus mapas y notas seguían allí. Dos centinelas la saludaron, y uno de ellos le abrió la puerta. Pero cuando volvió a cerrarse, la oscuridad de la estancia la sobresaltó. Maritia sintió un escalofrío y se echó a temblar. Se imaginó el rostro de Golgren sonriendo entre las sombras. Maldiciendo con la habilidad propia de un legionario veterano, la hija de Hotak se apresuró a encender la lámpara de aceite redonda que colgaba cerca de la mesa de roble. La luz arrinconó sus miedos.
—Mucho mejor así —murmuró para sí.
Como su padre y su hermano Bastion habían hecho antes que ella, apenas guardaba objetos personales en su camarote. En la pared cerca del catre tenía un espacio para colocar el hacha y la espada. En una repisa se alineaban algunas botellas de vino y un bote de arcilla con tiras de carne de cabra conservadas en sal. La mesa en la que discurría sus estrategias dominaba la habitación; era un mueble cuadrado, macizo, sujeto al suelo con clavos. Los mapas y sus anotaciones, todos colocados bajo pesos, esperaban abiertos para su estudio. Algunos pergaminos se habían desplazado a pesar de los pesos, y Maritia dedicó un momento a organizar sus papeles. Para cuando había acabado, ya había tomado una decisión. Los rebeldes estaban en algún punto del imperio. Si intentaba seguir su pista, podía acabar en el otro extremo del reino.
—A él no le va a gustar —murmuró— y a ella tampoco.
Maritia no sabía si su hermano y su madre estarían de acuerdo, pero sentía que no le quedaba ninguna otra opción. Tenía que seguir sus instintos, y éstos sólo la dirigían en una dirección.
Un grito hizo que acudiera uno de los guardias.
—¿Señora?
—¡Que venga el capitán! ¡Ahora mismo!
Un momento después, Xyr entraba apresuradamente. Jadeaba un poco, estaba claro que había estado haciendo algún trabajo duro.
—¿Sí, lady Maritia?
—En cuanto nos reunamos con los demás, quiero que tomemos una nueva dirección. —Señaló el mapa con el dedo—. ¡Tenemos que llegar aquí lo antes posible! ¡Todo puede cambiar en cuestión de segundos!
El capitán miró el punto que señalaba.
—¿Sargonath? ¿Planeáis regresar a Ambeon?
—No, pero necesitamos refuerzos para llevar a cabo mis planes. No puedo conseguirlos en Ambeon… —Maritia no se atrevía a buscarlos en Ambeon, no con Pryas ansioso por usurpar su lugar y Golgren actuando de forma impredecible—. Hay dos legiones destinadas aquí y aburridas sin nada que hacer. ¡Podemos recogerlas y después partir hacia Nethosak!
—¿Nethosak? —Xyr cada vez estaba más confuso—. ¿Vamos a la capital? ¿Y los rebeldes?
Maritia asintió con gravedad.
—Faros Es-Kalin sólo quiere volver a casa. Déjalo. Cuando llegue, lo menos que se merece es que le demos la bienvenida… clavándole un hacha en el pecho.