GAERTH
Faros se ahogaba. Una presión muy intensa le aplastaba los pulmones. La oscuridad de las profundidades lo envolvía. Sabía que estaba a las puertas de la muerte.
Intentaba agarrarse en vano. Una tupida espesura de algas se aferraba a él. Las plantas largas y fibrosas le apresaban brazos y piernas. Se sentía atado. Faros tiraba desesperado de las algas, pero parecía que lo único que lograba era que se hicieran más compactas, más fuertes…
Se despertó entre jadeos.
Durante lo que le pareció una eternidad, Faros fue incapaz de llenar de oxígeno los pulmones. Daba igual cuántas veces tomara bocanadas desesperadas de aire, nunca era suficiente.
Algo le agarró del brazo. Faros trató de zafarse.
—¡Tranquilo, compañero! ¡Tranquilo!
La voz familiar lo calmó. Temblando, lentamente, Faros empezó a cobrar conciencia de dónde se encontraba. Poco a poco, su respiración se normalizó y, a medida que lo hacía, los recuerdos acudieron a él.
Recuerdos del monstruo de las profundidades… y de la diosa voluble que era su señora.
—¡Mi señor Faros! —gruñó la voz—. ¿Puedes oírme? ¡Alegra esa Cara, muchacho!
—¿Botanos? —logró decir el líder de los rebeldes con voz entrecortada.
Miró con los ojos desenfocados a un minotauro, pero ni la voz ni su silueta eran la del capitán del Cresta de Dragón.
—Toma. —Le pusieron un tazón en la mano izquierda—. Bébetelo, poco a poco.
Si había algo que no sentía en absoluto era sed, pero su borroso compañero empujó la taza hacia el hocico del minotauro más joven. De mala gana, Faros tragó el contenido.
En su cabeza estallaron las llamas, le arrasaron el estómago y le recorrieron las extremidades.
—¡Por Vyrox! ¿Qué…?
—Sí, dicen que es muy fuerte. —El otro minotauro se convirtió en Napol, el comandante.
Napol navegaba con Tinza a bordo del Corsario de los mares. ¿Cómo había acabado Faros en ese otro barco? ¿Lo habrían rescatado del mar? ¿La visión de Zeboim y su criatura sólo era un producto de su imaginación?
Lentamente, empezó a percibir las cosas que lo rodeaban. Estaba en una cabaña de techo alto, pero estrecha. Descansaba sobre un colchón marrón de algodón, en un catre de madera de seis patas.
Lo cubría una manta de algún tejido parecido. El suelo era blando, de arena blanca. Había una mesa, hecha con tablas de un antiguo barco, sobre la que descansaba una vela larga en un soporte cuadrado de plata. La puerta había sido confeccionada con la piel curada de algún animal. Se agitaba suavemente por la brisa del mar. Faros podía decir que era de día, pero poco más. En la habitación no había ningún objeto personal aparte del soporte de la vela, nada que pudiera indicarle dónde se encontraba.
—¿Dónde…?
Napol lo interrumpió.
—Ellos no nos quieren decir el nombre de este lugar, aunque no sea más que un lugar de paso. Es una promesa.
—¿Quiénes son ellos?
—Los conocerás a su debido tiempo. Quieren que nos vayamos de aquí. No les dio demasiada alegría vemos aparecer de esa manera.
Tratando de disimular la confusión que sentía. Faros preguntó:
—El capitán Botanos, ¿ha muerto?
Napol abrió los ojos como platos.
—¿Muerto? Ya lleva un día despierto. ¡Tú eres el que nos ha tenido más preocupados, mi señor! ¡Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, si no lo hubiera vivido en mis propias carnes, jamás lo habría creído!, y puedo asegurarte que a los demás les pasa lo mismo.
Levantó un odre grande y ofreció a Faros un poco más de aquella bebida. Éste se apresuró a rechazarla.
—Cuéntamelo todo —dijo.
—Es mejor que descanses. Te lo contaré cuando tomemos el bote para volver a nuestros navíos…
La expresión de Faros se endureció.
—Cuéntamelo…
Bajo aquella mirada, el veterano soldado tragó saliva con nerviosismo.
—¡Sí, mi señor! ¡Sí…!
Napol le narró la historia de forma muy simple. A bordo del Corsario de los mares no se habían enterado de que dos de ellos habían caído al mar. Tinza había tenido que enfrentarse a sus propios problemas, principalmente un mástil que crujía más de lo normal y los barcos que empezaban a separarse sin remedio.
—Temíamos que si los que nos seguían perdían el rumbo, los rebeldes acabarían desperdigados en todas las direcciones. ¡Habríamos tenido suerte si hubiéramos vuelto a encontrar al menos uno!
Faros asintió.
—Entonces…, jurarás que he estado bebiendo agua del mar en vez de buen ron…, pero de verdad pasó esto: ¡las aguas se quedaron quietas como un muerto! Nos quedamos en la cubierta, preguntándonos qué habría sucedido. Las velas colgaban sin fuerza, como un ahorcado, ¡y no se oía ni un solo ruido! —Hizo una mueca—. ¡Pero había un olor insoportable! Era como si todos los peces del mar estuvieran ahí, pero muertos, ¡y nosotros estábamos en el lugar que habían elegido para pudrirse!
Estaba tan concentrado en su propio relato que Napol estuvo a punto de pegar un trago del odre sin darse cuenta. En el último segundo lo alejó de los labios con asco.
—¡Puf! ¡Lo siento, muchacho! Lo que viene después hace que me olvide de todo…
—¿Qué pasó?
—Pensarás que estoy loco, ¡pero todos los demás, menos Botanos, pueden jurar que también lo vieron! Estábamos mirando el mar, tratando de entender lo que había sucedido… ¡cuando salió del agua el tentáculo del kraken más grande que yo haya visto en mi vida!
»El primero en verlo fue una marina que estaba en la popa. Dio un grito y lo señaló. Al igual que Napol, Tinza y los demás miraron hacia allí y vieron el enorme apéndice saliendo del agua. Su diámetro era mayor que la altura del barco más alto. Se alzaba hacia el cielo oscuro, mucho más allá de lo que pudiera verse desde el Corsario de los mares.
»En tu nave también lo vieron, después de que desaparecieras —añadió el comandante—. Lo más curioso del tentáculo, no obstante, era que estuvo estirado hacia el cielo durante muchísimo tiempo. No sólo eso, sino que ninguno de los navíos rebeldes han declarado haber visto el resto de aquel gigante. Todavía no logramos explicamos por qué nadaría de esa forma, con un tentáculo al aire.
Faros no dijo nada. Las palabras de Napol describían de forma tan precisa la lengua de la criatura de la Reina de los Mares que le daba miedo. Ya no le cabía ninguna duda: su encuentro con Zeboim había sido real. Faros intentó incorporarse. Napol se acercó para ayudarlo, pero el rebelde lo apartó.
—¿Cómo acabamos aquí…? ¿Y dónde estamos, al fin y al cabo?
—De lo primero no puedo decirte mucho, muchacho. De repente, el tentáculo volvió a hundirse en el agua y el cielo regresó. Se desvaneció el hedor y nos encontramos en el refugio de esta isla. Ellos vinieron a nuestro encuentro con las primeras luces…, y nos dijeron que te tenían a ti y al capitán.
—Otra vez ellos. ¿Quiénes son, Napol?
—Se refiere a nosotros.
Faros se volvió hacia la voz. En la entrada de la habitación había un minotauro. Alto y delgado, se movía como un felino. Vestía un sencillo brial verde que a Faros le recordó el de Napol, aunque era evidente que no había ninguna relación entre ellos. El recién llegado miró al minotauro más joven por encima de su hocico afilado.
—Mi nombre es Gaerth. Mi pueblo… ya no es el tuyo.
Lanzando un gruñido, Faros intentó abalanzarse sobre él. Pero su mente parecía navegar a la deriva y se habría caído al suelo de no haber sido por la ayuda de Napol.
Gaerth observaba la escena con la más absoluta indiferencia.
—Si tomas el brebaje durag, no deberías hacer movimientos tan bruscos durante la primera hora. ¿No se lo has dicho?
Napol echó las orejas hacia atrás.
—No tuve la oportunidad de advertirle, mi señor.
—¿Qué quieres decir con eso de que tu pueblo ya no es el mío? —preguntó Faros, intentando ganar la batalla al mareo. Entonces se enderezó.
—Hace mucho tiempo que nuestro camino y el del imperio se han separado. Nuestro hogar es nuestro, nuestro destino nos pertenece, no nos debemos al trono ni al Dios de los Grandes Cuernos. Estáis aquí porque así lo pidió otro, uno al que debemos respeto y veneración. El Señor de las Causas Justas ha pedido que hagamos todo lo que podamos por ti, pero no haremos nada más que eso.
—¿El Señor de las Causas Justas? —repitió Faros—. ¿Quién…?
Gaerth ya se había dado la vuelta hacia la puerta.
—Tus barcos ya están preparados. Pronto partiréis… y no volveréis nunca.
Con vértigo o sin él, Faros se zafó como pudo de Napol y cogió a Gaerth por el hombro. El minotauro más alto intentó empujarlo pero Faros le agarró del brazo y se lo retorció. Gaerth lanzó un gruñido, sorprendido.
Al momento, otros dos minotauros irrumpieron en la cabaña. Iban a por Faros, pero Gaerth los detuvo con un gesto. Napol, a pesar de que estaba desarmado, intentó defender a Faros y ladró a los dos recién llegados.
—Escúchame —murmuró Faros entre dientes, sintiendo un calor abrasador en la cabeza—: ¡Yo no pedí jamás tu ayuda ni la de ese Señor de las Causas Justas tuyo! Llegué aquí sin saberlo por el capricho de una diosa…
—Zeboim —dijo Gaerth, frotándose el brazo por fin liberado—. Son tiempos extraños cuando dioses así se alían…
—Es la hija de Sargonnas; no hay nada de extraño en eso.
—Te trajo junto a aquellos que siguen los designios de Kiri-Jolith, Faros Es-Kalin. Ha puesto al héroe de su padre en manos de su mayor rival por lo que a nuestra raza se refiere. Está claro que son extraños aliados…
«Primero tengo que vérmelas con un dios, después con dos y ahora con tres». Faros soltó un bufido.
—En lo que a mí respecta, tres dioses me parecen demasiados. ¿Qué quieren de mí? ¿Es que tres dioses no pueden vencer a Morgion?
Gaerth se encogió de hombros.
—Éste no es el único frente abierto. Zeboim y el dios bisonte tienen que ganar sus propias batallas. Los templos tal como nosotros los conocemos son cosa del pasado. Ya no existe Takhisis ni Paladine. ¿Cómo puede saberse lo que pasará a continuación?
—Yo puedo…, ¡y lo haré! —Faros buscó alrededor—. ¡Mi espada! —Su expresión se endureció—. ¿Dónde está?
—Tu arma…, todas vuestras armas… estarán en un lugar seguro hasta que os vayáis. No correremos ningún peligro…
—¡Devuélveme la espada ahora mismo!
Los guardias se acercaron a Gaerth, de manera que impedían el paso al líder de los rebeldes. Los ojos de Gaerth se cerraron hasta ser finas rendijas.
—Ningún extraño lleva armas en nuestras tierras. Olvidarás tus exigencias y…
Faros dobló los dedos dos veces, como si ya estuviera asiendo la espada.
—¡Exijo mi espada!
Los dos guardias se adelantaron hacia él y, de repente, se quedaron inmóviles. Un rayo de luz negra relampagueó en la mano vacía de Faros. Se alargó y dibujó un extremo agudo en el aire. La luz se había convertido en la espada creada por Sargonnas.
Uno de los centinelas lanzó un gritó y cargó hacia Faros. Éste partió el hacha en dos y después balanceó la hoja hacia el minotauro, que por poco acaba también cortado por la mitad.
—¡Atrás! —ladró Gaerth. Hizo un gesto señalando la espada—. No os acerquéis a esa… ¡cosa!
Retrocedieron y dejaron el camino libre al rebelde. Sin esperar a Napol, Faros pasó junto a Gaerth, cruzó el umbral de la puerta y, un momento después, daba un traspié, desconcertado.
Una ciudad de altas agujas plateadas y estructuras curvas, que parecían las conchas de nautilos, recibió a sus perplejos ojos. La ciudad estaba rodeada de agua ribeteada de espuma de brillantes tonalidades azules y verdes. En lo alto de muchas de las estructuras de la ciudad ondeaba una bandera azul con el contorno de un hacha de doble filo dibujado en plateado. Una gruesa muralla serrada del color de las perlas protegía a la ciudad de las aguas al este, donde aguardaban anclados los navíos rebeldes.
Alrededor de sus naves se veían muchos barcos verdes de perfil bajo, con mástiles más cortos y delgados. Las proas terminaban en una punta alargada y estrecha; Faros pensó que parecían lanzas preparadas para clavarse en el casco de sus enemigos. En cada proa se veía también una balista apuntando a los extraños.
—¡Lord Faros! —exclamó Napol—. Recuerda, el brebaje durag…
En cuanto oyó la voz del otro minotauro, Faros sintió que todo te daba vueltas. La fantástica ciudad desapareció y en su lugar sólo veía una triste sucesión de colinas sin ningún signo de vida. Miró hacia el mar y en esa ocasión no vio más que tres barcos junto a las embarcaciones rebeldes. Faros parpadeó y volvió a mirar las colinas, después otra vez los barcos, pero todo seguía igual. Clavó los ojos en su espada y el anillo, pero ni siquiera entonces volvió a aparecer la ciudad plateada.
—¿Estás bien, mi señor?
—¿Dónde está? ¿Cómo se oculta?
Napol parecía perplejo.
—¿Dónde está el qué?
—¡La ciudad! ¿Qué velo mágico la cubre? —Se volvió hacia Gaerth, que los había seguido tranquilamente hasta el exterior—. ¿Qué tipo de lugar es éste?
—Un refugio en el camino para nuestro pueblo. Lo habitaban media docena de minotauros. Los demás vinimos cuando así nos lo pidió el Señor de las Causas Justas.
—Un refugio. —Lanzando un bufido, el líder de los rebeldes señaló las colinas—. ¿Qué tal si subo a lo alto para tener una vista mejor de vuestra poderosa flota?
Gaerth se encogió de hombros.
—Si así lo deseas, no seré yo quien te detenga.
—Lo que significa que no hace falta que me moleste…
Faros pensó que la ilusión tenía que ser muy poderosa.
—El brebaje es muy fuerte, forastero. Puede hacer incluso que uno crea estar viendo cosas… al menos por un momento.
Los dos guardias se acercaron. Faros empuñó la espada, pero Gaerth volvió a enviarlos adentro. Dirigiéndose a Faros, dijo:
—Tu capitán Botanos ya está a bordo del Cresta de Dragón. Ha estado controlando la carga de víveres y armas. Me atrevería a decir que debe de estar a punto de terminar. Parece que ya puedes viajar, así que es el momento de que os vayáis.
Como Faros no deseaba disfrutar de la compañía de Gaerth por más tiempo, asintió.
—¿Qué quieres decir con eso de los víveres y las armas?
—Una promesa hecha a nuestro señor. Tenéis todo lo que podemos daros. Es vuestro momento de ganar el imperio… o perderlo. No nos importa. Nuestras naves os guiarán hasta un lugar conocido; después ya no formaremos parte de nada de todo esto. Pero tened cuidado. No os alejéis de vuestra escolta hasta que no os lo indique.
—¿Por qué?
—Porque sí no lo hacéis, podéis perderos para siempre. Ni siquiera nosotros podríamos salvaros y tampoco íbamos a arriesgarnos por intentarlo.
—¿Tanta protección para un simple lugar de paso?
Gaerth no contestó, sino que hizo un gesto a Napol, quien se apresuró a alejar a su líder antes de que se enzarzara en otra discusión.
—No lucho contra ti —declaró Faros al desconocido—. No vendré a por ti si me hago con el imperio.
—Nunca volverías a encontramos.
El guerrero más joven mostró los dientes al delgado minotauro.
—Claro que os encontraría… si tuviera que hacerlo.
A Gaerth le temblaron las aletas de la nariz, pero no dijo nada.
Faros se dio la vuelta y siguió a Napol. En la orilla de arena blanca de la playa en la que se alzaba la cabaña los esperaba un bote. Cuando se acercaron, los saludaron cuatro marinos del Cresta de Dragón.
Mientras el bote se alejaba, Faros volvió la vista. Gaerth seguía junto a la diminuta y vulgar cabaña. Parecía a punto de derrumbarse, envejecida por los elementos. La isla no era más que una roca inhóspita y desolada, tan poco tentadora como los islotes al norte de Karthay.
Pasaron junto a uno de los barcos verdes. La tripulación, minotauros tan delgados como Gaerth y con rasgos más suaves, los observaba en silencio.
—Bastante arrogantes para ser tan pocos —comentó el comandante Napol.
—¿Nos abastecieron de todo lo que necesitábamos?
—¡Sí! ¡A todas nuestras naves!
Faros estudió el barco verde más cercano de proa a popa. Aunque parecía veloz y peligroso, era evidente que no podría albergar más que una tercera parte de los tripulantes y guerreros de su propio navío.
—A todas las naves —repitió Napol.
El veterano guerrero no se daba cuenta de lo que Faros ya había descubierto. Tres embarcaciones no podían abastecer una flota. Era improbable que pudieran haber llevado tantos víveres y mucho menos armamento. Habría hecho falta más de una docena…
El Corsario de los mares estaba anclado a babor del Cresta de Dragón. Faros subió a bordo de este último. Napol cogió otro bote y se dirigió al primero.
Un exultante capitán Botanos recibió a Faros.
—¡Mi señor! ¡Alabado seas, por fin estás consciente y sano! —El inmenso minotauro se apoyó sobre una rodilla e inclinó los cuernos hacia un lado—. ¡Me rescataste de las profundidades! ¡Una vez más, te debo la vida!
Faros frunció el entrecejo.
—Cuéntame todo lo que recuerdes.
—¡No demasiado! ¡Caí al agua, todo el océano en mis pulmones y tú que saltabas a por mí! Sé que me cogiste, pero después de eso… nada, hasta que me desperté en esa roca inhóspita que a ellos tanto les gusta.
—Lo dices como si ya los conocieras.
Mientras se levantaba, Botanos pareció olvidar su buen humor.
—Los recuerdo de un breve encuentro hace tiempo. Ayudaron a mi capitán, Azak, y al general Rahm Es-Hestos a huir de los tiburones de Hotak, y después, igual que ahora, cortaron todo contacto. —Con las orejas tiesas, el capitán del Cresta de Dragón resopló—. El capitán Gaerth también estaba allí. Azak casi acaba peleándose con él. Después Gaerth y los suyos se fueron. Nunca pensé que volvería a encontrarlos. Un minotauro de lo más extraño.
Faros gruñó. Volvió a observar atentamente la isla, pero no se le concedió ninguna otra visión. El líder de los rebeldes se encogió de hombros y se dispuso a ocuparse de asuntos más prácticos.
—¿Estamos listos para partir?
—¡Sí! Sólo te esperábamos a ti.
—Entonces, vámonos de este lugar. —Echó una ojeada a los barcos verdes—. Se supone que aquellos tres serán nuestra escolta, ¿verdad?
Botanos asintió con gesto arisco.
—Tengo que hacerles una señal cuando estemos preparados. ¡No sé por qué tengo que dejar que ésos me guíen en el mar! Nací y me crié en un barco y aprendí del mejor, ¡del buen capitán Azak!
—Síguelos, síguelos sin desviarte ni un milímetro. No intentes separarte.
El marino estudió el rostro de Faros.
—Como ordenes.
Mientras Botanos se alejaba para dar las órdenes oportunas, el antiguo esclavo se dirigió a la barandilla para verlo todo. Con unas banderas triangulares, el Cresta de Dragón hizo señales a los otros barcos. Cuando ya se sintió satisfecho, el mismo capitán Botanos dio la señal a la embarcación verde que tenían más cerca.
Casi al instante, los tres extraños navíos empezaron a moverse. Sus velas curvas atrapaban la más leve de las brisas. Faros observó su diseño, tan diferente.
—¡Mira cómo cortan el agua! —exclamó un miembro de la tripulación.
La verdad era que los tres barcos eran veloces y muy ágiles. Faros recordó la breve visión que había tenido. Si aquella imagen escondía algo de verdad, tenían más de tres barcos rodeándolos, más que suficiente para destrozar su flota si faltaba a su palabra.
El Cresta de Dragón se puso en marcha. Los barcos rebeldes se juntaron unos a otros. Mientras toda la flota dejaba atrás la isla, Faros volvió a mirarla. El aislado dominio de Gaerth parecía borroso, como si hubiera perdido la consistencia. La roca apenas se distinguía de una sombra. Faros se sentía desorientado. Ni siquiera le ayudaba mirar al cielo, pues parecía que las nubes, y también el sol, se movieran de un lado a otro, lo que hacía imposible determinar cada punto cardinal.
Pensando en los otros barcos. Faros exclamó:
—¡Botanos! ¡Indica a los demás que no se alejen!
El capitán obedeció. Al ver que el mensaje pasaba de un barco a otro, Faros se sintió un poco más tranquilo.
Pero un momento después, Botanos empezó a gritar:
—¡Responded, malditos seáis! ¡Responded!
El líder de los rebeldes se dio la vuelta.
—¿Qué pasa?
—¡Nadie responde desde el Furia de Harnac! Lo que es peor, ¡me parece que está desviándose hacia el sur y más barcos lo siguen!
Mientras lo observaban sin que pudieran hacer nada, el Furia se apartó completamente del camino de los otros barcos. Se dirigía hacia el sur, con otro navío siguiéndolo ciegamente.
—¡Hacedles señales de fuego! —mandó Botanos a un marino.
—¡No tenemos tanto tiempo! —Faros miró en derredor y vio la balista—. ¡Disparadles!
—¡No los alcanzaremos a esta distancia!
—¡No es eso lo que pretendo! ¡Quiero captar su atención!
La hábil tripulación preparó el arma lo más rápidamente posible, pero los dos barcos perdidos ya se habían alejado demasiado.
Faros dio la orden. Las lanzas de punta de acero rasgaron el aire lo más alto que la balista pudo dispararlas. Punzaron el agua y después se hundieron. El mar recibía cada impacto con una casada de gotas de agua.
Todos los que estaban a bordo del Cresta esperaron. Botanos lanzó un gruñido de alivio al ver que el último barco empezaba a dar la vuelta hacia la flota, pero el Furia no reaccionó. Avanzaba bamboleante, sin control, como si la tripulación no pudiera dominarlo.
—¡Volved aquí, malditos! —gritó el capitán con impotencia. Acompañado del tintineo de sus pendientes de oro, ordenó a su propia tripulación—: ¡Preparaos para dar media vuelta!
Faros lo agarró por el brazo.
—¡No! ¡Déjalos!
—Todavía podemos alcanzarlos…
Como respuesta, el líder de los rebeldes le obligó a mirar hacia el cielo.
—¡Mira!
El minotauro más corpulento ahogó un grito. Zafándose de Faros, intentó concentrarse en las nubes constantemente cambiantes. Era un esfuerzo demasiado intenso, y Botanos se apoyó, derrotado, sobre la barandilla, parpadeando.
—¿Qué le pasa al cielo? —logró decir.
—¡La misma magia que protege este lugar! ¡Si vas tras el otro barco, corres el peligro de perder por completo la orientación! ¡Gaerth dijo que siguiéramos la escolta! ¡Hazlo, sin importar cuántas naves queden atrás!
Botanos tragó saliva. Agarrándose la cabeza, gritó a la tripulación:
—¡Olvidad la última orden! ¡Manteneos junto a los barcos verdes! ¡Aseguraos de que los demás hacen lo mismo!
El capitán y Faros miraron una vez más al Furia de Harnac. Un poco más allá algo cayó al agua, el último intento desesperado del segundo de los barcos por prevenir a sus compañeros. No obstante, el Furia no reaccionó. Al igual que la isla, empezó a desdibujarse.
—¿Qué crees que será de ellos? —murmuró Botanos.
Si Faros había entendido bien a Gaerth, seguirían navegando hasta que murieran. Pensó en Sargonnas con amargura, en Morgion y en todas las deidades.
—Un dios u otro lo exigirá para sí. ¿No somos todos simples instrumentos de los dioses?
El gigantesco marino no tenía ninguna respuesta.
Faros contempló al Furia mientras desaparecía hacia su destino y después se dirigió a proa. No tenía la menor idea de adonde los conducían las naves de Gaerth, pero cuanto antes la isla se convirtiera en un recuerdo, mejor. A cambio de un barco, tenía víveres y armas para todos los demás. La rebelión podía seguir según lo planeado.
Y más minotauros podrían morir mientras los dioses los observaban indiferentes.