XVII

EL DUELO

Las dos flotas no abandonaron su posición a pesar del terrible temporal. Los minotauros contaban con la superioridad numérica y el mejor equipamiento, mientras que los ogros tenían la ventaja de la ferocidad. También tenían en su poder la clave de la sumisa cooperación por parte de los minotauros.

Maritia no había sufrido desde el día de su captura, al menos físicamente. De hecho, Golgren se había esforzado porque se sintiera cómoda. Incluso sus dos guardias habían recibido un trato moderadamente bueno, aunque sus camarotes estaban mucho más abajo y eran más angostos. Los alimentaban bien y sus captores los dejaban solos. Ciertamente, no habían disfrutado de manjares y excelentes bebidas, ni mullidos almohadones sobre los que dormir, como Maritia; pero, pensándolo bien, Golgren se había mostrado bastante gentil.

El Gran Señor había abandonado su propio camarote para dejárselo a Maritia como celda. La minotauro lo había registrado minuciosamente, pero la única salida que había encontrado era la puerta bloqueada y vigilada.

Aquella situación no podía alargarse de manera eterna. Golgren tenía que decidir qué hacer con ella. Si la flota de los minotauros se había contenido durante tanto tiempo, no se debía más que a la seguridad de Maritia. Su mejor opción sería regresar a su reino, pero no era una solución definitiva, y era seguro que los navíos de los minotauros le bloquearían el camino si lo intentaba.

En todo caso, ¿por qué la había arrestado? ¿Realmente podían condenarla Ardnor y su madre? Maritia lo dudaba. Ambos querrían vengar la muerte de Bastion tanto como ella.

Era incapaz de imaginar los motivos de Golgren.

A Golgren no le gustaba sentir las cosas desequilibradas. Todo había ido a la perfección. Tenía a su pueblo dominado, los titanes bajo control, el inicio de una sólida expansión en Neraka y fuertes lazos con sus aliados los minotauros, con lady Nephera, el verdadero emperador. Y en ese momento, por culpa de ella, todo pendía de un hilo.

—Jahara i du f’han i’Maritia’n —murmuró Nagroch, sentado detrás de su señor, que paseaba por el camarote.

—¿F’han i’Maritia’n? —ladró el Gran Señor, volviéndose a mirar a su segundo—, Kyat nur f’han i’Nagrochi, ¿ke?

El ogro de Blode bajó la cabeza; en sus ojos rondaba la incertidumbre.

Ngi —añadió Golgren, despectivamente.

El Gran Señor se había trasladado al camarote de Nagroch. La Uruv Suurt estaba prisionera en su cámara. En contraste con el paraíso perfecto de Golgren, Nagroch vivía rodeado de la sordidez a la que estaban acostumbrados la mayoría de los ogros. El musculoso guerrero dormía sobre pieles sucias tiradas en el suelo. Alrededor había restos de comida y el suelo estaba salpicado de manchas de vino. La estancia sólo estaba iluminada por la luz tenue de una lámpara de aceite, algo que Golgren agradecía, pues prefería no ver los detalles repugnantes del camarote.

Un terrible hedor flotaba en la habitación. Aunque bañarse era imposible en viajes así, por lo menos Golgren intentaba disimular su sudor con aceites perfumados. Pero ni un barril entero de esos aceites podría cubrir el olor impregnado en aquel camarote.

Nagroch se levantó y se apoyó sobre una pared con gesto aburrido. Golgren no le prestó atención; estaba más preocupado por la ausencia de aquel al que llevaba esperando días y noches.

El fantasma de Kolot ya debería haber vuelto. El espectro tenía la capacidad de recorrer grandes distancias en un abrir y cerrar de ojos; Golgren lo sabía. Ya había pasado más que el tiempo necesario para que hubiera entregado el mensaje del Gran Señor a su ama y hubiese regresado con la respuesta.

¿Acaso la suma sacerdotisa no se preocupaba por su propia hija?

Nagroch gruñó algo entre dientes. Aunque no entendió sus palabras, el significado estaba claro. Nagroch exigía los cuernos de lady Maritia, pues la culpaba de la muerte de su hermano a manos de Bastion. Las proporciones de tal estupidez, teniendo en cuenta que Maritia no sabía nada del asunto, no pasaban desapercibidas a Golgren.

¡G’hai! —espetó el Gran Señor, hartándose de su segundo—. ¡Roch g’hai!

Con expresión huraña, Nagroch agachó la cabeza y salió del camarote.

Golgren lo siguió, irritado, aunque su enojo no sólo se debía al otro ogro. Con su mano buena apretó la que le colgaba de la cadena, mientras reflexionaba sobre los pros y los contras de su alianza.

—Gran Señor…

La única muestra de su sorpresa fue que apretó con más fuerza la mano mutilada. Golgren miró por encima del hombro, pero no vio al hijo menor de la suma sacerdotisa, que ya le era tan familiar.

Irguiéndose, el Gran Señor contempló al lúgubre espectro de la capa. Sabía que Takyr sentía su inquietud aunque aparentemente conservara la compostura.

—¡Aquí está, la mascota de la señora! He estado esperando…

—Tiene otras cosas mucho más importante y de las que ocuparse que llevarte a ti de la mano…

Sin hacer caso de la broma a costa de su condición de lisiado, Golgren respondió:

—¿Más que su propia hija? He hecho todo lo que pediste, todo lo que pidió el hijo de Nephera…

—Y ahora debes dejar que se vaya. El emperador ha vuelto a estudiar la situación y considera que es un error. Maritia es leal. La sacerdotisa ya ha sido informada.

El ogro entrecerró los ojos.

—¿Así sin más? ¿Es una broma? La declaré traidora en nombre de su hermano. Esperé durante días. —A pesar de la repugnancia que le provocaba el fantasma, Golgren se acercó a la malévola sombra—. Soy el Gran Señor. Dejarla ir ahora, de esta manera, iría en contra de mi reputación, ni siquiera podría explicarlo.

De repente, pareció que Takyr ocupaba todo su campo de visión. Los pliegues de su capa se extendieron hacia Colaren, que no quiso moverse.

—La señora ha dado una orden. Todos…, todos obedecen…

—Yo…

Antes de que pudiera decir nada más, el horrible espíritu desapareció. Golgren escupió donde un segundo antes flotaba Takyr.

Lo único que había conseguido la decisión de la suma sacerdotisa era ponerle de peor humor. A Golgren no le gustaba que jugaran con él como si fuera una marioneta y después le echaran una reprimenda. Para la Uruv Suurt era muy fácil decirle que dejara ir a Maritia de-Droka, pero hacerlo, sin la explicación que no se atrevía a dar, haría pensar a sus seguidores que había perdido su poder. Y después, estaba la misma Maritia. ¿Cómo se lo diría a ella?

Mostrando los dientes, Golgren resopló. No serviría de nada descubrirle a Maritia el papel del emperador en la muerte de Bastion. No iba a creerle a él antes que a su madre y su hermano. De hecho la minotauro era lo suficientemente inteligente como para preguntarse por el anillo y quizá siguiera las pistas hasta descubrir su propia conexión con la muerte de su hermano.

Un desastre, porque en realidad él prefería a la hija antes que a la madre.

—Esta alianza —murmuró el Gran Señor para sí— ya no compensa tantos problemas… —Se golpeó el pecho, donde colgaba la mano momificada—. No merece la pena…

Asintió. Acababa de tomar una decisión. Lady Nephera le había dejado con el baraki proverbial en el saco, pero el Gran Señor haría lo más conveniente para él, no para ningún Uruv Suurt. Si Nephera no se preocupaba por Golgren, tampoco él se preocuparía por la suma sacerdotisa.

Entonces, se le reveló la solución, una solución tan evidente que se asombró de que no se le hubiera ocurrido antes.

Nagroch también se alegraría al oírla.

—¡Nagroch!

Maritia estaba apoyada sobre varios cojines con aire despreocupado y miraba fijamente a Golgren. Había ido a verla con Nagroch y un par de guardias. ¿Qué pretendería? Su captor era muy taimado.

—¿Es de tu gusto? —preguntó el Gran Señor, abarcando toda la estancia con un gesto.

—Demasiado refinado para mí. Prefiero mi camarote.

Golgren miró alrededor y se dio cuenta de que no había ninguna jarra.

—¿No tienes nada para beber?

—Se llevaron la jarra cuando intenté estampársela en la cabeza a uno de ellos.

El ogro se echó a reír y le dedicó una mirada de admiración. Maritia sospechaba que en algunas ocasiones Golgren deseaba que fuera de su misma raza. No sabía si sentirse halagada o indignada.

—Has venido a decirme la fecha de mi ejecución, supongo —declaró con expresión imperturbable.

—¡Oh, no! Vengo por una razón muy diferente y positiva. ¡Te vamos a liberar! ¡Sólo ha sido un malentendido!

—¿Un malentendido? —Se levantó bruscamente, intentando controlarse—. ¿Como mi anillo?

—Un problema de información, como tú dijiste. Ahora todo está aclarado.

—Si eso que dices es cierto, me marcharé de inmediato. ¿Mis guardias?

Dio unos pasos, como si quisiera reunir sus cosas. Para su sorpresa, Golgren no protestó ni la detuvo.

—Te esperarán en la cubierta.

—¿Y mis armas?

Estar entre tantos ogros sin ni siquiera una daga…

—¿Nagroch?

A la orden del Gran Señor, el gigantesco ogro, que estaba allí de pie mirándola ferozmente, le tendió la espada envainada, el peto y la daga. Maritia le devolvió la mirada fiera y se puso el peto. Se colocó la espada y estaba a punto de hacer lo mismo con la daga cuando se dio cuenta de que no era la suya.

—¡Ésta no es la daga de mi padre! —Al levantar la vista, Maritia vio que Nagroch tapaba con la mano una daga en su costado—. ¡Devuélveme eso!

—¡No tengo tu puñal! —ladró Nagroch.

Maritia se lanzó hacia él, pero los dos guardias la detuvieron. Golgren frunció el entrecejo.

¡Kul itak! ¡Itak! —gritó.

Los guardias retrocedieron. Maritia volvió a avanzar hacia Nagroch, pero esa vez fue el Gran Señor quien se puso delante de ella para impedirle el paso.

—¿Estás acusándolo de ladrón? —preguntó con aire despreocupado.

La hija de Hotak tiró al suelo la daga que le habían dado.

—No es mía. ¡Exijo que se me devuelva la daga de mi padre!

Señaló el cinturón de Nagroch, pero ya no vio la daga. Maritia estudió al malévolo ogro, sin embargo el regalo de su padre había desaparecido.

—¡No ladrón! —tronó Nagroch—. ¡Miente!

—¡La tienes en algún sitio!

El ogro lanzó un escupitajo a sus pies. A Maritia se le agolpó la sangre en la cabeza. Intentó mantener la calma, pero le pesaban los días de cautiverio y la pérdida de aquel preciado recuerdo de su padre. Nagroch le había robado la daga y en ese momento cuestionaba su honor.

G’lahdi i suug… —prosiguió Nagroch con palabras envenenadas—. Nera i suug…

Sabía lo suficiente de la lengua de los ogros como para entender, a grandes rasgos, que Nagroch la había llamado hembra incapaz de tener hijos. En realidad, era un insulto tonto y ridículo, pero ya estaba harta, así que le propinó un buen puñetazo en la mandíbula.

El ogro se estremeció al recibir el golpe, pero no se movió. Nagroch le dedicó una mirada cargada de odio.

—¡In hita f’han! ¡Duelo! ¡El honor lo exige!

—¡Saca tu arma! —repuso Maritia.

—¡No! —El Gran Señor se interpuso entre ambos. Parecía muy ofendido. Paseó la mirada de Nagroch a Maritia—. Ya han pasado demasiadas cosas desagradables. ¡No debes ponerte en peligro, hija de Hotak!

A Maritia le latían las sienes. Tales palabras lo único que consiguieron fue alimentar su determinación.

—¡Seré yo quien lo ponga en peligro ahora mismo!

Golgren sacudió la cabeza.

—¡El emperador nunca lo entendería!

—¡Llama a mis guardias! ¡Ellos serán mis testigos!

—¿Qué pasará si mueres? ¿Quién tendrá la culpa?

Maritia se enderezó, orgullosa.

—¡Nadie!

Golgren suspiró.

—Maritia, Nagroch ha recibido un golpe. Ha declarado un duelo. La ley de los ogros dicta que el ogro manda.

Con eso quería decir que las disposiciones serían favorables a Nagroch. No obstante, a Maritia no le importaba.

—¡Adelante! —Dirigiéndose a su adversario, añadió—: Y cuando esto haya acabado, ¡recuperaré mi daga!

Nagroch simplemente sonrió. Parecía muy satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos.

El Gran Señor ladró varias órdenes a sus subalternos, incluido su segundo. Los otros ogros salieron y dejaron a Golgren con la minotauro.

—¿Estás segura de lo que haces? —le preguntó.

Para entonces Maritia ya se había arrepentido de su estallido de furia, pero su honor no le permitía retroceder.

—Completamente segura.

—Entonces, prepárate. —El líder de los ogros la miró con simpatía—. Y ten cuidado, pues Nagroch nunca pierde.

Fueron a buscarla a la puesta del sol. El redoble de los tambores de piel anunció la ceremoniosa entrada de Golgren. El Gran Señor avanzaba con expresión solemne, aunque en su interior sentía ganas de sonreír. La hija de Hotak había olvidado su arresto por equivocación y nadie recordaba el error de Golgren, tan concentrada estaba la minotauro en el desafío. Nagroch había aceptado el plan de Golgren sin vacilar, pues veía en él la manera de vengar a su hermano matando a Maritia.

«La venganza engendra venganza», pensó el Gran Señor, lanzando un triste suspiro.

—Todo está a punto. —Golgren no lucía sus delicados ropajes habituales, sino una sencilla faldilla. Contrastaba con el peto, de origen minotauro, tan pulido como el de un legionario—. Una terrible tragedia, llegar a esto.

Maritia no mostró emoción alguna. «Jamás demuestres tu debilidad a tu enemigo ni a tu aliado», le había aconsejado su padre en más de una ocasión. «El Gran Señor es mi enemigo y mi aliado», pensó para sí.

Cuando salió del camarote, los guardias la flanquearon. Golgren lideró el pequeño grupo hacia la cubierta. Allí Maritia vio que habían dispuesto antorchas a lo largo de toda la barandilla. Se preguntó si los tripulantes de su propia nave sabrían lo que estaba pasando. ¿Atacarían si lo supieran? Esperaba que no. Aquél no era el momento de destruir una alianza incómoda. Sobre todo por culpa de la amenaza constante de los rebeldes, los ogros continuaban siendo importantes para los planes a largo plazo del imperio.

Los tambores seguían redoblando. No había rastro de sus guardias. Había hablado antes con ellos y les había hecho entender que ella había decidido aceptar ese duelo. Habían protestado, pero al final habían tenido que aceptarlo. Seguramente, Golgren los tenía entonces fuera de la vista, para evitar que estallaran refriegas entre los minotauros y la tripulación.

Sobre la cubierta habían pintado un hexágono con tiza. En cada punta, se veían los corruptos signos de la escritura de los Grandes Ogros que utilizaba la casta de Golgren. La hembra de minotauro sólo reconoció el que representaba una serpiente. La sierpe parecía estar comiendo una calavera diminuta.

Los tambores callaron. Los ogros se lanzaron a cantar una especie de coro de ladridos. Muchos golpeaban la parte superior de las mazas o el mango de las hachas sobre la madera, hasta hacer crujir la barandilla.

¡Kya du ahn di i’gorunaki! —exclamó el Gran Señor, alzando la mano al cielo—. ¡i’Nagrochi ut i’Maritia’n!

Los ogros repitieron su grito, obviamente sedientos de sangre, aunque mejor si era la de Maritia. La hembra minotauro avanzó para encontrarse con su oponente. Nagroch sonrió malévolamente y saludó a la muchedumbre.

El Gran Señor señaló el centro del dibujo. Mientras los dos se colocaban donde les ordenaba, Golgren hizo un gesto a otro ogro con dos hachas herrumbrosas. Nagroch cogió una, la balanceó y empezó a quitarse el peto.

Mientras cogía la otra hacha vieja y oxidada, a Maritia le sobrevino un ataque de pánico y pensó en correr hasta la barandilla y lanzarse al mar. No, ya era demasiado tarde para ese acto deshonroso y, además, sus guardias sufrirían terriblemente por su cobardía.

Los ogros rodearon el dibujo, levantando las mazas. No estaban allí para observar sin más. Si la minotauro o Nagroch se salían de la zona designada, los ogros golpearían al desafortunado hasta que regresara al duelo. Una vez que éste comenzara, sólo terminaría cuando uno de los combatientes yaciera muerto.

Se observaron en busca de algún punto débil. Verdaderamente, Golgren había escogido a su segundo con acierto. Aunque se había quitado la armadura, Nagroch parecía una auténtica montaña de músculos.

—Preparaos —advirtió el Gran Señor.

Maritia se acuclilló y asió el hacha con fuerza. Los rasgos de sapo de Nagroch se deformaron en una sonrisa de anticipación. En algún punto a su espalda, se oyó una única nota del tambor.

Con el hacha en alto, Nagroch saltó sobre ella. La cubierta prorrumpió en gritos.

Maritia rechazó a duras penas el primer golpe. Sintió que todo su cuerpo temblaba bajo el golpe del guerrero monstruoso. La minotauro cayó sobre una rodilla y luchó por alejar el hacha enemiga de su nuca.

F’han, Uruv Suurt —le susurró Nagroch—. F’han…

La minotauro resopló, en parte para alejar de su nariz el aliento hediondo del ogro. Mientras luchaba por ponerse de pie, de repente Maritia pegó una patada al ogro. Sintió que su pie rebotaba sobre la gruesa pierna de Nagroch sin causarle el menor daño, pero el movimiento sirvió para sorprender al ogro comido por la viruela y le hizo retroceder un paso.

Se incorporó de un salto y balanceó el hacha a baja altura, buscando el estómago de Nagroch. El ogro también bajó su arma y rechazó la de Maritia, pero por lo menos logró arañarle en un costado. El corte era tan pequeño que ni siquiera parecía doloroso, pero tenía un valor simbólico. La primera gota de sangre era suya. Sin embargo, la que más importaba era la última.

Se alzaron los gritos, pues los ogros amaban la violencia, el espectáculo y la promesa de más sangre. Maritia miró alrededor en busca de Golgren, pero no pudo encontrarlo, y Nagroch no le concedió más tiempo. El feo ogro volvió a balancear el hacha. Cuando la comandante de la legión cambió de posición para protegerse, la enorme mano del ogro le propinó un buen golpe. La finta le había cogido completamente por sorpresa.

Nagroch la agarró por el cuello y empezó a apretar. Medio ahogada, Maritia tiraba de su muñeca, Pero era como intentar tirar abajo el Gran Circo, así de fuerte era el brazo del guerrero.

Nagroch se rió.

—¡Te voy a despellejar, Uruv Suurt! ¡Qué bonita capa!

Quería decir literalmente lo que estaba diciendo. A veces, los ogros utilizaban las calaveras, los cuernos y la piel de sus enemigos muertos para decorar su casa y engalanarse ellos mismos. Por el contrario, los minotauros no veían la utilidad de coleccionar tan horribles trofeos. Quizá pudiera encontrarse alguna que otra calavera en la casa de algún legionario, pero no era algo común.

Los dedos de Nagroch apretaban con más fuerza. Maritia sentía que su cuello estaba a punto de quebrarse, pero Nagroch había cometido un error al utilizar sus manos desnudas. Por un momento, había bajado el hacha, y Maritia levantó la suya. El ogro prefirió echarse hacia atrás a arriesgarse a sufrir una profunda herida en el brazo.

Maritia cayó sobre una rodilla. Tomó una bocanada de aire, con la esperanza de que se le pasara el mareo que sentía. Notó un intenso dolor en el brazo que sostenía el arma. El hacha voló rozando la cubierta. Se tiró rodando para alejarse del ogro, sujetándose un hombro. Las fuertes pisadas la advirtieron de que tenía a Nagroch muy cerca, a su espalda. El instinto hizo que retrocediera, pero entonces chocó contra un par de piernas peludas.

—¡No! —gritó sin apenas aliento.

La hembra de minotauro regresó a la pelea justo cuando el guardia que estaba en la línea levantaba la maza, rozándole el muslo. Al echar a correr hada adelante. Maritia chocó contra Nagroch. Lo pegó un fuerte golpe con el cuerno izquierdo. El ogro lanzó un chillido, mientras la hija de Hotak miraba alrededor, aturdida, y veía un reguero de sangre de Nagroch bajándole por el hocico.

¡Nya i koja eza f’hani, Uruv Suurt! —bramó el segundo de Golgren. Le pegó un golpe fortísimo a un lado de la cabeza, pero por suerte le dio con la parte plana de la hoja. Aun así, Maritia oyó un pitido y sintió que se le adormecía la mandíbula. La minotauro trastabilló hacia atrás.

Nagroch se apartó a un lado, cojeando. En la pierna derecha se le abría una profunda herida redonda. Sufría temblores. Desde ese momento, el ogro tendría que preocuparse por apoyarse en la otra.

Con el hacha bien agarrada, Maritia se incorporó para enfrentarse al gigante. Nagroch volvió a sonreír, como si sus ansias por luchar no hicieran más que crecer. La muchedumbre abucheó por esos segundos de vacilación. Nagroch les devolvió los insultos y se lanzó hacia Maritia, describiendo con el hacha arcos mortales.

Maritia balanceó su arma. El choque de las hachas se oyó mucho más allá del barco. La minotauro y su oponente daban vueltas uno alrededor del otro, en busca de la más mínima ventaja. Entre el mar de rostros vociferantes, Maritia descubrió el de Golgren. Como siempre, el Gran Señor era indescifrable. Observaba el combate con una indiferencia cínica.

—¡Ríndete! —gruñó Nagroch—. ¡Ríndete y no sufras! ¡Te prometo que te daré una muerte rápida!

—No siento dolor ni cansancio —mintió la comandante—. ¿Puedes decir lo mismo?

—¡Yo soy Nagroch! ¡Nagroch, el inmenso mastark! ¡El mismo Donnag me dio ese nombre al nacer!

A Maritia no le extrañaba que el cacique de Blode hubiera bautizado así a aquel animal. A pesar de que la pierna no dejaba de temblarle, Nagroch recordaba mucho a un mastark, capaz de luchar toda la noche si hacía falta.

Maritia sabía que ella no resistiría toda la noche. La minotauro se concentró en el lado derecho de Nagroch. A cada oportunidad, atacaba con su hacha el punto débil del ogro. Una y otra vez, lo obligaba a apoyar todo su peso sobre la pierna herida. No tuvo que esperar mucho para que su esfuerzo diera resultado. Nagroch no dejaba de sangrar y la pierna cada vez le temblaba más. Maritia, en ocasiones poniéndose ella misma en peligro, seguía atacándolo por la derecha.

De todos modos, el ogro seguía siendo un temible enemigo. Logró burlar su defensa en dos ocasiones, la primera le rozó el costado y la segunda le hirió en un muslo. Maritia hizo caso omiso del dolor y no dejó de atacarlo.

Entonces…, Nagroch se tambaleó y cayó sobre una rodilla.

El público rugió enfervorecido ante ese giro inesperado. Si gritaban como muestra de admiración hacia Maritia o para dar ánimos a Nagroch, era imposible de adivinarlo.

El ogro intentó levantarse, pero la pierna le falló. Se agitaba sin control. Con el presentimiento de que aquélla era su oportunidad, Maritia se abalanzó sobre su pecho desprotegido.

Nagroch levantó el arma para detenerla, pero la minotauro hizo un movimiento inesperado y su adversario perdió el equilibrio. Mientras Nagroch intentaba enderezarse, Maritia volvió a centrarse en su verdadero objetivo. La hoja se hundió en la garganta del ogro; el chorro de sangre empapó el arma hasta la empuñadura.

Nagroch dejó escapar un estertor lastimero. Pero para consternación de Maritia, el ogro no murió ni se desplomó. En vez de eso, con una agilidad que era imposible de creer, le arrancó el hacha de la mano y la lanzó hacia el público.

Con el pecho empapado de su propia sangre, Nagroch se levantó lentamente. Como una marioneta rota, dio un paso lento, después otro, hacia su oponente. Cada paso iba marcado por un amplio arco del hacha dentada. Sin otra opción que retroceder, Maritia pronto se encontró peligrosamente cerca de la línea que la separaba de los impacientes ogros. Uno de ellos blandió su maza, pero se detuvo justo al límite.

Nagroch intentó decir algo, pero en vez de palabras emitía sonidos guturales. Su sonrisa era más amplia, más malévola, más enloquecida. Dejaba un rastro de sangre sobre la cubierta, pero no detenía su avance.

Ya lo tenía tan cerca que podía oler su aliento pestilente. Agotada, Maritia se retorció hacia un lado y, al mismo tiempo, le pegó una patada desesperada con los dos pies. Esa vez le dio en las piernas con las últimas fuerzas que podía reunir.

El gigantesco ogro se balanceó hacia atrás. Las tablas del suelo crujieron cuando cayó pesadamente. Maritia rodó sobre un costado e intentó levantarse. La muchedumbre bramaba, enloquecida. Nagroch también luchaba por incorporarse.

Empapada en sudor, la minotauro buscó su arma. Por fin, la encontró y gateó hacia el ogro.

Sin perder su mirada maligna, el ogro moribundo todavía logró agarrarla por un tobillo. Los dedos apretaron y casi le pulverizan el hueso.

—Nya i f’han… i’Bastinioni… —gruñó, mostrando sus feos colmillos.

—¿Qué? —A punto de darle el golpe mortal, Maritia vaciló—. ¿Qué dices?

Intentó recordar lo poco que sabía de la lengua de los ogros ¿Qué estaba intentando decir ese bruto sobre Bastion?

De repente, Golgren estaba a su lado. Maritia levantó la vista y vio su rostro sombrío.

—El duelo es tuyo, Maritia. Debes cobrarte su vida.

—No hasta que…

—Avergonzarás al clan de Nagroch si lo dejas morir lentamente, como un carnero desangrado. ¡Mátalo ya! —Alrededor, los ogros gritaban f’han una y otra vez.

Maritia quería terminar el duelo respetando las normas, pero también quería saber lo que Nagroch intentaba decir sobre Bastion.

Los dedos del ogro aflojaron la presión. Abrió la boca, entrecerró los ojos…

í’Bast…

No pudo acabar la frase. La hoja curva le atravesó la garganta limpiamente y por la herida se escapó el último aliento de vida de Nagroch.

El silencio se hizo entre los guerreros agolpados. Con un suspiro, Nagroch por fin quedó inmóvil. Maritia se liberó de su mano de un lirón.

—¡No deberías haber hecho eso! —dijo, enojada, mirando a Golgren.

El Gran Señor le devolvió la mirada con indulgencia, parecía que hasta con cariño.

—Son las normas de los nuestros. Tal vez te haya salvado la vida. —Señaló al resto de guerreros, que entonces volvían a vitorear y a gritar.

—Pero él…

Golgren no estaba dispuesto a seguir escuchando. Le tendió su daga a un subordinado, quien, a su vez, le entregó al Gran Señor un pequeño odre de agua.

—¡Bebe! Lo necesitas.

No podía discutir. Mientras bebía a sorbos, a Maritia le daba vueltas la cabeza. Nagroch había intentado engañarla, balbuceando. Era seguro que había sido eso. Era imposible que supiera nada de Bastion.

¿Por qué el Gran Señor se había entrometido?

—Haré que registren las cosas de Nagroch, Maritia. Encontraremos la daga de tu padre.

—Bien…

Maritia se tambaleó. La batalla la había dejado exhausta. Se le nubló la vista. Apenas podía pensar.

—Bien luchado, Uruv Suurt —comentó Golgren, apenas esbozando una sonrisa. La miró fijamente—. Bien luchado, Maritia.

—Yo…, yo gané, Golgren. ¡Ahora, exijo mi…, mi libertad co…, como es mi derecho!

El Gran Señor no dijo nada, se limitó a entrecerrar los ojos. La sonrisa se convirtió en la de un depredador, repleta de dientes afilados.

Él no dijo nada más, tampoco ella. El agotamiento y el mareo se apoderaron de Maritia. El odre de agua se le resbaló de la mano y derramó su contenido. La cubierta empezó a dar vueltas.

Maritia se desplomó.