XVI

EL ABRAZO DE ZEBOIM

Lady Nephera había escrito otra lista, una diferente de todas las anteriores. En ella no hacía una relación de sus enemigos —que lo eran porque ella así lo sospechaba o por cualquier otra cosa—, sino que estaba dedicada a un único enemigo.

El peor enemigo del imperio: Sargonnas.

El Dios de los Grandes Cuernos, el Señor del Cóndor, el Señor de la Venganza; lo llamaran como lo llamaran, la antigua deidad más importante de su pueblo era, así lo había decidido, la causa del creciente caos en sus dominios. Primero, había abandonado a la raza de los astados; después, había regresado sin que nadie se lo pidiera para depositar sus bendiciones sobre Faros, entre todos los minotauros posibles. Sargonnas era un entrometido. Nephera estaba convencida de que era necesario librarse de su interferencia, incluso eliminar al mismo Sargonnas de la mente y el espíritu de los minotauros que habían venerado al dios.

Su propio poder crecía, gracias a Morgion. «Con la ayuda de mi señor actual —pensaba Nephera, casi echándose a reír por la alegría—, puedo garantizar a Sargonnas una humillante derrota». Nephera repasó las primeras páginas de la lista. La sacerdotisa había anotado con todo detalle los lugares estratégicos en todo el imperio, las principales concentraciones de población, las zonas que había cubierto con los fieles Defensores, los puntos donde ya se habían construido y funcionaban los nuevos templos dedicados al culto de los Predecesores y a su señor.

—Sólo puede haber un dios —susurró con devoción al símbolo de su pecho—. Tú, mi señor.

—¿Señora sagrada? —preguntó una figura cubierta con una túnica gris justo detrás de ella. El consejero supremo Lothan levantó la vista del documento en el que estaba trabajando—. ¿Decíais algo?

—Sólo rogaba por la bendición de los Predecesores, mi querido amigo. —Se levantó de su escritorio con los pergaminos temblándole en la mano—. ¿Y bien? ¿Prevés algún problema con la aprobación?

El delgado minotauro hundió el arrugado hocico en la página que había estado estudiando y después volvió a levantar la vista.

—Nada que yo prevea. Iolin votará en contra. Negarius se abstendrá, y los demás votarán conmigo. El pueblo estará satisfecho al ver que el Círculo ha actuado de forma adecuada e independiente. Después, los fondos podrán repartirse rápidamente, ¡si así lo quieren los Predecesores!

Nephera asintió en señal de aprobación y luego alargó la mano en la que no tenía nada. Lothan hincó una rodilla ante ella. La suma sacerdotisa lo bendijo.

—Te vas con mi gratitud.

Observó cómo se alejaba con mal disimulada impaciencia. Lothan haría lo que ella le ordenara y se encargaría de los oficiales imperiales. No obstante, entonces, debía enviar su mensaje a los fieles de más allá de Mithas. Pero ningún mensajero humano sería lo suficientemente veloz. Dejaría que sus seguidores se maravillaran ante los poderes que Morgion le había concedido; su admiración acrecentaría su fervor por la causa.

—¡Takyr!

El fantasma estaba a su lado un instante después. La capa ondeaba alrededor. Ya se había recuperado completamente de los reveses que había sufrido.

Señora…

Sostuvo el mensaje que había redactado frente a él, junto con la larga lista de lugares. Takyr miró ambas cosas en silencio.

—¡Que se haga así! ¡Que todos escuchen mi mensaje! —ordenó Nephera.

El horrible fantasma tembló y una pálida aura verde lo envolvió. Abrió el hocico putrefacto y pestilente, y Takyr vomitó otro espectro. La figura fantasmal, apenas un sudario y unos ojos anhelantes, ascendió aullando y atravesó el techo.

Casi no le había dado tiempo a desaparecer cuando la boca del sirviente de Nephera arrojó un segundo espíritu. Ese fantasma parecía un poco menos etéreo; podían distinguirse los brazos y el contorno del cuerpo, pero también él aullaba y se apresuró a atravesar el techo de piedra.

Uno a uno, pero unidos por una especie de nebulosa, salieron despedidos para cumplir la orden de la suma sacerdotisa. Aquéllos eran los espíritus castigados por Takyr en nombre de su señora, atormentados sin descanso en el abismo espantoso de su interior. Su huida en ese momento no era más que un soplo de libertad, pues cuando hubieran cumplido con su obligación, no podrían más que volver a su terrible destino.

Nephera contemplaba cómo se iban yendo con los ojos desmesuradamente abiertos, inyectados en sangre. Por fin, todo empezaba a encajar. Las armas mortales segarían la vida del elegido del Dios de los Grandes Cuernos, pero para la deidad había dispuesto una batalla diferente. El decreto de la suma sacerdotisa ordenaba que toda la mano de obra se dedicara a la construcción y perfección de los nuevos templos. No sólo eso, sino que se exigiría que los fieles —y eso significaba todos los minotauros sin excepción— acudieran a los rituales tres veces al día para venerar a los Predecesores y a su señor. Se rechazaría y castigaría todo recuerdo de otros dioses. El único dios de los minotauros era Morgion, cuyo nombre se desvelaría sólo cuando los fieles estuvieran conveniente y profundamente adoctrinados. Sin el apoyo de los minotauros, su raza elegida, Sargonnas caería en el olvido. Se retiraría y acobardaría hasta convertirse en una deidad menor, sólo conocida por unos pocos. Poco a poco, la oscuridad lo envolvería.

Sonriendo débilmente, Nephera tocó el símbolo del hacha que tenía en el pecho y murmuró tiernamente:

—Primero mataré a su mascota mortal, mi señor. Después, por la grandeza de tu gloria, mataré al mismo dios.

Los mensajeros fantasmagóricos se elevaron por los cielos y sobrevolaron todos los rincones del imperio entre gritos y chillidos. Descendieron velozmente sobre las colinas a las que habían sido enviados, en busca de los individuos a los que su señora deseaba dirigirse.

En Mito, en Amur, incluso en Ambeon, los espectros flotaban sobre los elegidos antes de materializarse únicamente para sus ojos. El procurador general de Dus estuvo a punto de caer de su montura cuando un niño menudo y lastimero apareció flotando en el aire delante de sus ojos. Su homólogo en Thuum, que estaba en medio de una regañina a un legionario al que se le habían oído decir cosas poco agradables sobre el emperador, lanzó un epíteto cuanto menos sorprendente al descubrir que un minotauro enjuto y andrajoso se había materializado frente a sus ojos.

Para el segundo maestre Pryas, la visita de un fantasma enviado por su sacerdotisa fue motivo de gran exaltación. Lo consideró el mayor honor que jamás le hubieran concedido. La hembra, pálida pero aun así hermosa, lo miraba con ojos anhelantes y afligidos. Pryas no prestó atención a su agonía, ansioso por escuchar el mensaje.

—Oye mi mensaje, fiel —comenzó a decir la figura translúcida y oscilante con la voz de la suma sacerdotisa—. He recibido una visión del más allá, la visión de una empresa de tal magnitud que, cuando se haya llevado a cabo, cambiará nuestro mundo para siempre…

Prvas escuchó mientras la mensajera de Nephera explicaba sus intenciones. Para el procurador general de Ambeon, la misión asignada era especialmente interesante y una prueba de que estaba en gracia. Sin duda, los Predecesores habían guiado su destino. Apenas una hora más tarde todos los jinetes habían partido para comunicar la buena nueva al resto de Ambeon, y poco después, Pryas fue interrumpido por la entrada del general Bakkor montado en cólera.

—¿Qué es esta locura? —preguntó el comandante de los wyverns, agitando delante del hocico del Defensor uno de los documentos que habían escrito los ayudantes de Pryas apresuradamente.

Pryas leyó con detenimiento el mensaje, cuyo contenido conocía perfectamente.

—Aquí se explica tu cargo, general… —respondió—, y en virtud de esto, te advierto que no vuelvas a pronunciar una blasfemia así. Siéntete afortunado por mi buen humor, pues de lo contrario ya estarías recibiendo tu castigo.

—¡En primer lugar, los dos tenemos la misma autoridad aquí! —dijo Bakkor, calmándose un poco y mirando airadamente al Defensor—. En segundo lugar, y con todos mis respetos, si seguimos este decreto al pie de la letra, Ambeon se sumirá en el caos. Has dejado las fortalezas occidentales desprovistas de poder, nuestros aliados los ogros andan rondando por el norte y casi nadie está trabajando en el campo…

—Eso pueden hacerlo los elfos.

—¡Pero no basta con que los vigilen un puñado de capataces! ¡Se escaparán! Y lo mismo sucederá con los trabajadores de la cantera.

A juzgar por su expresión también airada, al procurador general no le afectaban sus argumentos.

—¡Nos embarcamos en un proyecto más importante, más ambicioso que Ambeon! Esto determinará el futuro de nuestro pueblo…

—No habrá ningún futuro si dejamos de ocuparnos de los aspectos más rutinarios de la expansión del imperio. No permitiré que…

Pryas pegó un puñetazo en la mesa. Al momento aparecieron cuatro guerreros gigantescos con yelmos negros que rodearon al general Bakkor por los cuatro costados.

—Cumplirás con tu deber como se te ordena. —Dirigiéndose a los guardias, el Defensor dijo—: Escoltad al comandante hasta su montura.

—¡No te preocupes! ¡Estoy encantado de irme de aquí! —Asintiendo con un movimiento brusco, Bakkor dio media vuelta y salió pisando con fuerza.

El segundo maestre señaló a uno de sus subalternos.

—Tulak, antes he enviado un mandato del trono que ordenaba el arresto de lady Maritia. No me ha llegado ninguna información. ¿Qué ha sucedido con ese mensaje?

El fornido soldado frunció el entrecejo.

—Yo sólo lo llevé hasta la puerta oriental. Allí lo recogió un legionario.

—De Wyvern, seguro. Eso lo explica todo. Obstrucción al trono. Un signo de traición. Apostaría a que el legionario llevó el mandato al general Bakkor… —Frunció el entrecejo—. Empezad a reunir un contingente de la Legión de Cristal. Dentro de poco, tendré una importante misión para vosotros.

Una sonrisa maligna deformó el hocico de Tulak.

—Sí…

Pryas también se permitió una sonrisa cuando el oficial hubo partido a cumplir la orden. La suma sacerdotisa se sentiría muy orgullosa de él. Nada se interpondría en las obras del templo en Ambeon. Se exaltaría la raza de los minotauros, el pueblo se salvaría; a pesar de que unos pocos, como el general Bakkor, tuvieran que ascender al otro plano un poco antes de lo que esperaban.

La tormenta se desató justo antes de que amaneciera y fue empeorando a medida que avanzaba el día. A pesar de que los barcos habían anclado en aguas seguras, las fuertes corrientes y el intenso viento los bamboleaba. Muchos se vieron arrastrados hacia la isla, donde corrían el peligro de encallar.

La nave más cercana a la de Faros fue la primera en sufrir daños.

De repente, se oyó un terrible crujido, seguido de un grave gemido. Bajo la mirada impotente de los rebeldes de los otros barcos, el mástil principal del barco se derrumbó. Cayó en las aguas enloquecidas, arrastrando consigo los aparejos, parte de la barandilla y a dos minotauros de reflejos lentos. Los dos desventurados desaparecieron inmediatamente entre las olas.

—¡No va a aguantar mucho! —gritó Botanos—. ¡Será mejor que salgan todos antes de que sea demasiado tarde!

—El Héroe de Duma y el Vengador de Karak se están escorando uno hacia el otro —advirtió alguien desde popa.

Unas pocas yardas separaban la proa del Héroe de Duma del Vengador de Karak por babor. Las tripulaciones de ambas embarcaciones luchaban desesperadamente para evitar el choque, pero las mismas anclas que antes no los habían asegurado en aguas más profundas entonces boicoteaban sus esfuerzos.

El casco del Héroe de Duma, más resistente, golpeó a la otra nave. El Vengador de Karak escoró y más de un marino salió lanzado por la borda.

—¡Éste será el fin de la rebelión, a no ser que hagamos algo! —exclamó Faros—. ¡Da la señal de levar anclas! ¡Mi padre dijo una vez que es mejor capear una tormenta que dejar que te estalle en el hocico!

—¿Y si zozobramos en aguas más profundas? —le advirtió Botanos.

—¿Prefieres quedarte aquí y rezar?

El capitán asintió y fue a la barandilla, desde donde transmitió la orden al resto de navíos con un farol. La tripulación del Cresta de Dragón puso manos a la obra para preparar las velas. Dando gruñidos por el esfuerzo, los minotauros se enfrentaron a las cuerdas, que se agitaban como látigos. Algunos marinos subieron al aparejo para asegurarse de que las velas quedaban bien puestas.

En los navíos dañados, los supervivientes empezaban a instalarse en los botes para dirigirse a los otros barcos. El trayecto era muy duro. Más de un minotauro cayó por la borda y desapareció en lo que muchos llamaban el abrazo de Zeboim. Por fin, los navíos dañados quedaron vacíos. El mar ya se había tragado al Vengador de Karak. Uno a uno, los barcos de la flota rebelde abandonaron la isla.

Cuando se acercaron al corazón de la tormenta, el capitán Botanos señaló hacia allí.

—¡Ahí es peor! ¡Es imposible seguir un rumbo seguro en el Mar Sangriento! ¡Tendremos que dirigimos a Courrain!

—¿Durante cuánto tiempo?

—¿Con una tormenta como ésta? ¡Imposible de saber! ¡Horas seguro, tal vez días!

Lanzando una maldición, Faros asintió. Incluso él podía ver que dirigirse al suroeste de Karthay seria coquetear con la muerte. El Cresta de Dragón se puso en primera posición. Retumbaban los truenos y el cielo se oscurecía.

—¡Encended esos faroles! —gritó Botanos—. ¡Quiero que la popa resplandezca más que el Gran Circo cuando hay combate!

La luz ayudaría a las otras naves a seguir el barco guía. El miedo a que los barcos se separaran era mucho mayor al de la remota posibilidad de que los imperiales se acercaran lo suficiente para divisar la luz.

Trabajosamente, el Cresta de Dragón se abrió camino hacia el norte de Courrain. En contra de sus esperanzas, la tormenta arreció. Las olas se alzaban por encima de los mástiles. El centinela tuvo que abandonar su puesto por miedo a que lo arrastrara el mar.

—¡A babor! —gritó Botanos, mirando a Faros—. Tenemos que ir un poco más despacio. ¡Algunos están empezando a retrasarse! ¡Si los perdemos aquí, quizá no volvamos a encontrarlos!

Entonces, como salida de la nada, una ola gigantesca barrió la cubierta. El líder de los rebeldes sintió un golpe y salió disparado. Chocó contra otro cuerpo, se golpeó con algo de madera y pasó por encima de la barandilla. Tan velozmente como había ocurrido todo lo primero, algo volvió a elevarlo y a lanzarlo a bordo del barco. Cuando la ola se deshizo, Faros, con la mitad del océano en el cuerpo, se encontró tirado boca abajo sobre la cubierta. Se incorporó como pudo y, a través de los ojos anegados en agua salada, vio a otro minotauro que luchaba contra la tempestad. El capitán Botanos trataba de nadar hacia el barco, pero sus esfuerzos resultaban ridículos.

Faros miró en derredor y encontró un cabo largo de cuerda. Gritó a los marinos que tenía más cerca:

—¡Aquí! ¡Vuestro capitán ha caído al mar!

Acudieron en su ayuda mientras él se ataba un extremo de la soga a la cintura.

—¡No deberías hacerlo, mi señor! —chilló un marino—. Déjame a mí…

—¡No hay tiempo! ¡Asegurad el otro extremo!

Faros miró a Botanos. Aunque el corpulento minotauro seguía flotando, era evidente que le fallaban las fuerzas. El pelaje empapado lo arrastraba al fondo del mar. Faros se lanzó al agua. Era como tirarse contra un muro de piedra. Meneó la cabeza para sacudirse el mareo, y el líder de los rebeldes empezó a nadar hacia Botanos.

Al principio, las olas lo ayudaban, lo empujaban hacia el capitán, pero cuando intentó agarrarlo por la mano, lo llevaron hacia atrás, Pero eso no era lo peor, sino que la cuerda estaba tan tirante que amenazaba con estrangularlo.

Faros luchó con la cuerda, que de repente se soltó y desapareció entre las aguas. El minotauro más joven agarró a Botanos. El capitán seguía a flote, pero apenas se movía.

—¡Botanos!

No obtuvo respuesta. Sin previo aviso, el océano se inclinó. Faros miró hacia atrás y lo único que vio fue una pared de agua. La gigantesca ola se acercaba dispuesta a engullirlos. Empujó a Faros hacia abajo. Se le llenaron los pulmones de agua.

De repente, lo envolvía una extraña calma. La tempestad, el estruendo de las olas…, todo desapareció. Un resplandor verde cubrió las aguas.

Un poco más allá vio a Botanos, dejándose arrastrar, inerte. Faros intentó llegar hasta él, pero las extremidades le pesaban como si fueran de piedra. Entonces, una mano gigante y de dedos largos se materializó bajo el capitán. Al mismo tiempo, otra mano abrazó a Faros. Intentó alejarse nadando, pero fue inútil.

Los dedos se abrieron un poco para que Faros descansara sobre la palma. El minotauro vio que estaban unidos por una membrana. La piel era del color del marfil con un suave tono verdoso, aunque tal vez no fuera más que un efecto de la luz. Las dos manos se juntaron, formando un cuenco en el que quedaron atrapados los dos minotauros. Faros pensó que Botanos y él deberían estar muertos, y quizá lo estaban. Llevaban más tiempo debajo del agua del que ninguna criatura terrestre podría resistir sin respirar.

Una risa femenina, ligera y embriagadora como la brisa marina, lo sobresaltó. En ese momento, Faros descubrió que dos criaturas nadaban hacia ellos. Al principio, las confundió con magoris, pero luego se dio cuenta de que eran enormes tortugas marinas de un inquietante color gris. Cuanto más se acercaban, más tenebrosas le resultaban. En vez de tortugas, parecían ojos; ojos grises, del color de las tormentas; ojos femeninos. Cuanto más los miraba, más se convencía de que se trataba de unas pupilas gigantescas, hermosas, hipnotizadoras, pero también amenazantes.

Cuando parpadearon y comprobó que eran unos ojos de párpados gruesos, el líder de los rebeldes, por fin, lo comprendió. Alrededor de los ojos se distinguían unos rasgos pálidos, irreales. Aquella figura femenina no parecía elfa ni humana. De hecho, ni siquiera la belleza del irda podía compararse con la suya. Sin embargo, cuando los labios perfectos y carnosos se abrieron en una sonrisa, la nariz fina y elegante se arrugó, y la larga melena de espuma blanca lo envolvió, Faros se sintió más incómodo que extasiado. En aquel ser, el minotauro percibía la muerte.

Con las pocas fuerzas que podía reunir, Faros inclinó los cuernos ante Zeboim, la temida señora de los mares más oscuros. De nuevo, oyó el gorjeo de la diosa. La leyenda decía que Zeboim era un espíritu caprichoso; podía apoderarse de un marino en su barco y pasar la noche con él, o lanzar al desventurado a las fauces de los moradores de su reino. La Reina de los Mares, como muchos la llamaban, estaba constantemente enfrascada en disputas con Habbakuk, el Rey Pescador, por la soberanía de las aguas de Krynn. Zeboim era la señora de todos los que habían muerto en el mar y de las razas que habitaban bajo la superficie.

Al comprobar que no lo hundía en las profundidades negras, Faros se atrevió a mirarla a los ojos. Bajo unas cejas graciosamente dibujadas, las pupilas grises lo observaban. En su expresión se mezclaba la curiosidad, el desdén y la diversión. Se sentía extrañamente atraído hacia ella, más que hacia ninguna otra hembra. Ella era la costa prometida que todos los marinos ansiaban, pero también la profundidad turbia y agitada a la que algunos se veían condenados.

Una mano empujó delicadamente a Botanos hacia Faros. Zeboim acercó a los dos a su pecho como si fueran sus retoños. La Reina de los Mares se cubría con un vestido verde y azul, de fina gasa, que parecía estar hecho del mismo mar. La pálida diosa nadaba por el océano. Al mismo tiempo, agitaba una mano hacia las profundidades, como si hiciera una señal.

De la oscuridad del abismo emergió una presencia de proporciones tan inmensas que a su lado incluso Zeboim parecía pequeña. Se trataba de algún tipo de pez, pues tenía aletas y agallas, pero era redondo, con la boca llena de dientes finos como agujas. Era tan grande que podría haber engullido a toda la flota de naves rebeldes.

Pensando que quizá ésa fuera la intención de Zeboim, Faros intentó liberarse de la mano de la diosa. Pero en cuanto se alejó de ella, el agua empezó a llenar sus pulmones y sintió que se ahogaba.

¡Malo, malo! —Una voz femenina resonó, melodiosa y desagradable al mismo tiempo, en la mente del minotauro.

La Reina de los Mares, con expresión irritada y ojos de un repentino verde intenso, lo levantó y lo zarandeo como si fuera su pequeña mascota. Jadeante, Faros no podía hacer otra cosa que mirar a la diosa, cuyo rostro reflejaba entonces cierta alegría sombría, mientras ascendía a la superficie acompañada del monstruo marino.

Zeboim señaló las naves. Con sus espantosos ojos blancos, carentes de pupila, la criatura pareció entender. Partió en dirección a los rebeldes, con las grandes fauces abiertas como un cañón. La deidad se acercó la mano al rostro y miró a Faros fijamente a los ojos. Los suyos tenían en ese momento la tonalidad pura del azul del mar.

—Por mi padre… —Faros oyó de nuevo su voz susurrante—. Y porque tu pequeña raza sabe cómo respetar a una reina

Después, Zeboim se echó a reír y lanzó a los dos mortales a su enorme mascota. Faros intentó contener la respiración mientras se hundía. Se le nubló la vista. Vio a Botanos caer junto a él; un leve movimiento del brazo del capitán fue la única prueba de que su compañero seguía con vida.

La abominable criatura llegó nadando por detrás, abrió las fauces y se los tragó. Un apéndice largo y serpentino, la lengua del monstruo del mar, se lanzó sobre ellos. La lengua roja como la sangre rodeó los dos cuerpos y los arrastró a su interior.