DESIGNIOS OSCUROS
Haab, el gobernador de Mito, siempre se había considerado un minotauro pragmático. Había seguido lealmente a Hotak durante la Noche Sangrienta y, como recompensa, había recibido el dominio de la tercera región más grande de todo el imperio, es decir, hasta Ambeon. Haab había cumplido sus obligaciones sometiéndose estrictamente a lo que creía que Hotak preferiría, ejerciendo un control férreo sobre la gran colonia.
Al morir Hotak víctima de un accidente, el minotauro de hocico largo se había apresurado a cerrar filas a favor de Ardnor. Incluso se había unido al culto de los Predecesores, al que pertenecía el nuevo emperador. Por supuesto, esa conversión se debía más a motivos prácticos que espirituales. Como miembro de la secta, el gobernador de la colonia podría manejar mejor a los Defensores que eran enviados para fortalecer el poder de Ardnor. A Haab los oficiales de la orden le parecían aborrecibles y demasiado entusiastas, pero no podía negarse que sabían cómo mantener el orden, por lo menos hasta el momento.
La figura con armadura de ébano entró a grandes zancadas en las habitaciones oficiales.
—Estoy aquí, hermano Haab.
Como era su costumbre cuando estaba irritado o concentrado en sus pensamientos, el gobernador tamborileaba con los dedos sobre el escritorio. Aquel Defensor en particular insistía en dirigirse a él con su título religioso, en vez de con el gubernamental, más apropiado.
—Estoy muy disgustado con tus compañeros, hermano Malkovius. Hoy se ha producido otro altercado en la plaza principal.
Malkovius se quitó el yelmo y dejó a la vista la melena rapada propia de su orden. Alrededor de sus ojos se distinguía la sombra rojiza que cada vez era más frecuente entre los Defensores más fanáticos. Malkovius se encogió de hombros.
—Algunos pensaron que el racionamiento era escaso. Creían que merecían más, a pesar de la donación que se exige a cada ciudadano por su compromiso con el templo. Nos vimos obligados a arrestar a cinco radicales.
—Y dos de ellos ahora están muertos.
—Opusieron resistencia.
Haab dio un resoplido. La muerte de los enemigos al trono era una cosa que nunca le había preocupado, pero cierto comportamiento de los Defensores sí. Volvió a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—Tengo informes que aseguran que la situación casi acaba en un motín.
Los ojos del Defensor relampaguearon.
—Mantuvimos el orden. Se castigará al sector implicado.
—Esto se está convirtiendo en algo demasiado frecuente. Lo que es aún peor, la productividad está bajando. Recibiremos mucha presión para cumplir con los objetivos del trono, hermano Malkovius, objetivos que nunca tuve problemas para cumplir en el pasado, dicho sea de paso.
Por primera vez, la figura de la armadura reveló algún sentimiento: ansiedad. Fallarle al trono no sólo significaba fallarle a Ardnor, que ya era algo suficientemente terrible, sino también al templo. Era evidente que a Malkovius le horrorizaba la idea de fallarle a lady Nephera.
—El orden debe ser restituido —insistió el Defensor—. Es crucial que se adopten medidas disciplinarias cuando el pueblo no cumpla sus obligaciones con el imperio.
El gobernador no daba descanso a sus dedos, reflexionando.
—Quizá necesites más ayuda. Retiraré a la mitad de legionarios de las avanzadas y los pondré a tus órdenes. Llevan meses holgazaneando, esperando los próximos movimientos de los rebeldes, pero según todos los informes ya no hay ningún peligro inminente.
—¡Estoy muy agradecido, hermano Haab! Aquellos que nos guían te han susurrado palabras sabias al oído…
—¡Sí, sí! Yo me encargaré de todo. Si…
Haab se detuvo intentando recordar el nombre de la comandante de la legión. Había sido un estorbo desde la muerte de Hotak y era evidente su falta de apego por los Defensores. Haab había considerado que esa oficial no tenía visión de futuro y había destinado a su legión a la protección de la costa, en parte para librarse de ella.
—Si la general Voluna protesta, que se presente ante mí.
—Como ordenes. —El hermano Malkovius se golpeó el pecho con el puño y se fue con gran celeridad.
Haab dejó de tamborilear con los dedos. Todos los informes que llegaban a su mesa afirmaban que la facción de rebeldes más cercana se encontraba en Kern o mucho más lejos, en el límite oriental del reino. No cabía duda de que la rebelión estaba en las últimas, pero conocía a Voluna. Era seguro que protestaría al verse reasignada junto a los Defensores. Sonrió para sí. Si se quejaba con demasiada vehemencia y calumniaba al trono, la relevaría de su puesto. Si no, tendría que arreglárselas con Malkovius.
—¿Dónde están? —murmuró Maritia, mientras estudiaba el Mar Sangriento—. No se habrán atrevido a utilizar galeras para esta misión.
—Seguro que el Gran Señor no es tan tonto —respondió con una voz sorprendentemente suave el marino de pecho ancho y fuerte que estaba junto a ella.
La voz del capitán Xyr no parecía acorde con su corpulencia. La veta grisácea que le recorría el pelaje era la única evidencia de todos los años pasados en el mar. Por todo lo demás, Xyr aparentaba menos edad de la que tenía.
Como capitán de El Señor de las Tormentas, Xyr había sido el primero en informar de la desaparición de Bastion en el mar. Él mismo se había impuesto seguir buscándolo cuando ya hacía mucho que todos habían perdido la esperanza. Para Maritia esa entrega era exactamente lo que debía esperarse de un oficial del imperio y, por eso, había decidido nombrarlo capitán mayor de su flota.
—No, no lo es —convino de mala gana—. Más bien es todo lo contrario.
El centinela empezó a gritar. El fuerte viento se llevaba sus palabras exactas, pero quedaba bastante claro lo que quería decir. Maritia deslizó su mirada hacia occidente. Que Golgren llegara por esa dirección le dejaba perpleja. La inteligencia imperial había informado de que la mayoría de barcos de guerra de los ogros se encontraban mucho más al norte. O Golgren se había desviado mucho, o el imperio se equivocaba en lo concerniente a la localización de sus fuerzas navales. Maritia anotó mentalmente que tenía que ordenar a sus oficiales que investigaran el asunto, Resultaba inquietante pensar que tantos ogros podían navegar cerca de Ambeon sin ser detectados.
La mayoría de navíos que formaban la flota de Golgren habían perecido a otras razas, incluida la de los minotauros, o se habían construido imitando los del imperio. Normalmente, eran barcos más grandes, y a medida que las embarcaciones de los ogros se acercaban, Maritia distinguió un estandarte que no conocía: una mano cortada que sujetaba una daga sangrienta sobre un fondo marrón, un tono de marrón que recordaba demasiado al color de su propio pelo.
Dando por hecho que la primera nave era el barco del Gran Señor ordenó al capitán Xyr que diera la señal de reconocimiento. Un marino tocó cinco notas cortas, seguidas de otra más larga y aguda. Segundos después, se volvió a oír la nota larga, con las cinco más rápidas a continuación.
—Prepara mi bote, capitán —ordenó Maritia.
—Con todo mi respeto, mi señora, el protocolo prefiere que sea él quien acuda aquí.
La minotauro atiesó las orejas.
—El Señor de las Tormentas es el barco más moderno del imperio. No me cabe duda de que a Golgren le encantaría que esos que los ogros consideran carpinteros de navíos pudieran estudiar el casco y las velas con toda tranquilidad. Dejemos mejor que hagan burdas copias desde lejos; no quiero que suban a bordo para fijarse hasta en el más mínimo detalle. —Resopló—. Son aliados, no iguales…, y sin duda no merecen ninguna confianza.
Xyr se volvió para dar la orden oportuna.
—Eso no os lo discutiré.
Minutos después, el bote ya estaba preparado. Maritia sólo llevó dos guardias consigo. Cuantos más minotauros hubiera a bordo del barco de los ogros, más probable sería que se produjera algún altercado. Sabía que sus soldados no iniciarían ninguna refriega, pero derramarían sangre si los provocaban.
Cuatro remeros los llevaron a través de las aguas oscuras del Mar Sangriento. Durante el trayecto, Maritia observó el barco del Gran Señor. Era el navío más nuevo y avanzado de los ogros que hubiera visto nunca. Sin duda alguna, era de estilo minotauro, seguramente una presa del pasado. En la proa pudo distinguir el antiguo nombre del imperio. Las letras habían sido arrancadas sin mucho cuidado y reemplazadas por esos símbolos tan curiosos con los que los ogros preferían representar sus nombres.
Maritia se entretuvo descifrándolos, hasta que descubrió el nombre del barco: Mano que Todo lo Devora. ¿Qué querría decir exacta mente? Sospechaba que algo tenía que ver con Golgren. Desde había perdido la extremidad, alardeaba de la mano desaparecida de las maneras más extravagantes.
El Mano se mecía suavemente sobre las aguas. En la cubierta apenas había ogros marinos. No se veía más que a un pequeño grupo.
Justo cuando estaba a punto de gritar para anunciar su llegada un animal greñudo, cubierto con una sencilla faldilla gris, les lanzó una escala de cuerda. Uno de los remeros la agarró, comprobó su resistencia y la sujetó a un lado mientras el primer guardia subía por ella. Maritia ascendió después, seguida del segundo escolta.
—¡Bienvenida seas, bienvenida seas, hija de Hotak, sangre del emperador y Kan de Ambeon! ¡Bienvenida seas!
El Gran Señor Golgren lucía sus mejores galas; parecía más un respetable elfo que un señor de los ogros. Los ropajes verdes y marrones casi le llegaban hasta el suelo. Su melena estaba mucho mejor cuidada que la de la propia Maritia. A la hembra de minotauro no le había quedado más remedio que recogérsela en una coleta, por culpa de la humedad.
Acompañando a Golgren estaba su sombra incansable, el fornido Nagroch. Por alguna razón, éste no la miraba directamente. El ogro con cara de sapo observaba a sus guardias, alzaba los ojos hacia el mástil e incluso fingía mirar al cielo, pero nunca se encontraba con sus ojos. Maritia tuvo en cuenta aquel comportamiento tan extraño para analizarlo más tarde.
Uno de sus acompañantes se inclinó por encima de la barandilla y golpeó el casco del barco con la parte plana de la hoja del hacha. Maritia oyó que los remeros emprendían el camino de regreso a El Señor de las Tormentas. El hecho de que no se quedaran era una prueba de su confianza en el anfitrión y en su propio poder.
Devolvió los cumplidos a Golgren:
—¡Te saludo, Gran Señor de Kern, liberador de Blode y protector de su pueblo! ¡Te agradezco tu generosa hospitalidad!
El ogro sonrió.
—Es un placer. ¡Ven! ¡Mi camarote te recibirá de forma más apropiada!
Maritia caminó junto a Golgren, con sus dos escoltas siguiéndola de cerca. Nagroch avanzaba delante a grandes zancadas. Maritia volvió a pensar que el teniente de Golgren estaba comportándose de forma muy extraña. Dos gigantes de Blode con armadura hacían guardia en la puerta del camarote del Gran Señor. Nagroch ladró una orden. Ambos se apartaron de inmediato y levantaron sus hachas para formar un arco.
Cuando Nagroch abrió la puerta, el Gran Señor le hizo una señal a Maritia para que entrara primero.
—¡Por favor! Se cede el paso al invitado.
Al entrar, Maritia no pudo evitar abrir los ojos como platos. A diferencia de su propio camarote, el de su anfitrión era una explosión de lujo. Sedas de diferentes colores cubrían la estancia y resaltaban la calidad de la madera. Un velo de gasa caía del techo, lo que hacía que la habitación pareciera sacada de un sueño.
No había mesas ni sillas, sino un sinfín de mullidos almohadones y tupidas alfombras, botín del antiguo reino elfo. A un lado había algunos utensilios de escritura y una mesilla en la que descansaban unos mapas, pero aparte de eso la habitación era como la cámara personal de un Gran Kan. Cuanto más lo pensaba, más segura se sentía de que no era fruto de la casualidad que aquella estancia se pareciera tanto a otra que había visto en su única visita a Kernen. En el suelo había dispuestos relucientes platos y copas para dos comensales. Cerca estaba una jarra de cristal, alta y curva, llena de vino.
Un movimiento inesperado en la esquina más alejada del camarote sobresaltó a Maritia. Una esclava elfa, con el cabello recogido como el de la minotauro, aguardaba arrodillada con la cabeza inclinada. Era una criatura etérea y parecía confundirse con el fondo, tanto que a Maritia le costaba verla con claridad.
—Por favor, toma asiento —ofreció Golgren.
La hembra de minotauro se acomodó entre unos cojines cerca de los platos. Se quitó la espada y la dejó cerca. Por si acaso, también se quitó la daga.
Los ojos de Golgren admiraron la segunda de las armas.
—Una pieza exquisita. Empuñadura de ébano, acero fino. La legión, ¿verdad?
—Un regalo de mi padre cuando me uní a ella. Tiene mucho valor para mí.
—Claro.
Nagroch intentó ayudar a su maestre, pero el Gran Señor lo rechazó y se sentó hábilmente. No parecía incómodo por hacerlo todo con una sola mano. Los guardias y Nagroch se situaron muy cerca de sus respectivos líderes. Maritia vio en dos ocasiones que Golgren miraba a sus acompañantes con el entrecejo fruncido, pero cuando el ogro se dio cuenta de que lo observaba, adoptó una expresión neutra.
—Por favor, loma vino.
El líder de los ogros chasqueó los dedos, y la elfa acudió prestamente para coger la copa de su señor con un movimiento elegante. El aparente buen humor de Golgren desapareció de inmediato El Gran Señor abofeteó a la elfa con el dorso de la mano y le gruñó una reprimenda. Maritia sabía lo suficiente de su idioma para entender que otro error de la esclava sería el último.
El ogro señaló a la hija de Hotak, enfadado.
—¡Primero invitados!
La elfa se deslizó junto a Maritia y le sirvió un poco de vino. Sin embargo, cuando la minotauro se disponía a coger la copa, la esclava se la llevó a los labios y sorbió el vino delicadamente, saboreándolo.
Después de tragarlo, la elfa esperó varios segundos antes de tendérselo a Maritia. Cuando ésta cogió la copa, la esclava volvió junto a Golgren y repitió el ritual.
El ogro aceptó la copa, pero la sostuvo alejada de sí, mientras la giraba con expresión meditabunda.
—Hay que tener cuidado, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.
El veneno era conocido en los círculos de minotauros y no cabía duda de que Golgren tenía muchos enemigos que desearían verlo muerto. Maritia no bebió hasta que el Gran Señor lo hizo.
—Buenísimo, ¿verdad?
Así era. La minotauro pensó para sí que era delicioso.
—¿Elfo?
—Sí. Será un lujo con el paso de años.
Maritia no sabía con seguridad hasta qué punto Golgren dominaba el común. A veces se mostraba muy elocuente, pero en otras ocasiones sus expresiones eran burdas.
Bajando la copa, Maritia comenzó a decir:
—Mi señor…
—¡Por favor! Llámame Golgren…, yo insisto.
—Bien. Golgren, quiero que todo quede claro en cuanto a nuestra misión. Sé que esto no es lo que nosotros…
Tendiéndole la copa a la esclava elfa, interrumpió sus palabras con un gesto.
—Primero comemos, disfrutamos, después hablamos de ese asunto complicado.
Chasqueó los dedos. AJ ver que nada ocurría, mostró los dientes, irritado, y levantó la vista hacia Nagroch. Una palabra rápida hizo que el gran ogro saliera del camarote.
La mirada de Maritia debió de perderse demasiado tiempo detrás del ogro, pues cuando volvió a mirar a su anfitrión, el Gran Señor le explicó:
—¡Tienes que perdonar al pobre Nagroch! Hermano Belgroch murió hace poco.
—¿Belgroch ha muerto?
Recordaba a ese otro ogro, una versión en joven del subordinado de Golgren. Belgroch había liderado brevemente el contingente de ogros durante los últimos días de la liberación de Ambeon.
—Sí. Entramos Neraka, sabes. Algunos de los oscuros siguen peleando allí y aquí. A veces, son buenos guerreros.
Lo dijo sin darle demasiada importancia, como si hablara del tiempo. Entonces, no era raro que Nagroch estuviera tan ausente. Los dos hermanos estaban muy unidos; Maritia lo sabía por sus espías.
—¿Así que habéis estado explorando Neraka? —preguntó, de repente, la comandante de la legión—. No lo sabía. Como tampoco sabía que los caballeros estaban activos en el este. Me habían dicho que estaban reagrupándose más hacia el oeste.
—Sólo un grupo de reconocimiento. Buscando puntos débiles.
Maritia frunció el entrecejo. Más información que se le había escapado a su personal de inteligencia.
La entrada de Nagroch los interrumpió. Lo seguían cuatro esclavas elfas, cada una con una fuente de comida.
La nariz de Maritia tembló al recibir aquel olor exquisito. La carne de cabra que había en dos de los recipientes desprendía un aroma inusual. La carne estaba bien asada. Las dos esclavas que la llevaban pasaron junto a Golgren, que la olió y asintió. Señaló la fuente que tenía una porción ligeramente mayor y una de las elfas se la llevó a Maritia.
El resto de platos contenían fruta y una sopa roja embriagadora. Ambos tuvieron que someterse al examen de la atenta mirada del Gran Señor antes de repartirse entre anfitrión e invitada.
Maritia jamás habría imaginado un banquete así a bordo de una embarcación de los ogros. Golgren se echó a reír al darse cuenta de su evidente sorpresa.
—Elfos. Grandes cocineros.
—No habría pensado que sabían hacer tan bien la carne de cabra. Precisamente, no se les conoce por comer mucha carne.
Señaló a las esclavas.
—Como pasa ron todo, hay que enseñar. Ellos aprenden.
Antes de que Maritia pudiera saborear su comida, Golgren hizo que dos de las esclavas repitieran el ritual de probarla primero. Después les ordenó que se sentaran en una esquina, donde uno de sus guardias las vigilaba con recelo. Cuando por fin pareció que no había ningún peligro, Golgren le hizo una señal para que escogiera primero. Sin más preámbulos, Maritia comió un poco de carne y descubrió que sabía aún mejor de lo que olía. Pero mientras cenaba, no podía evitar mirar disimuladamente a Nagroch. El ogro era una presencia amenazante; no dejaba de mirar fijamente a los minotauros.
Ya había tratado con Nagroch muchas veces en el pasado, y aunque ambos sentían una sana desconfianza entre sí, el ogro nunca había mostrado tanta animosidad. Maritia se mantuvo alerta durante toda la cena.
La esclava personal del Gran Señor le ayudaba a cenar, le acercaba la comida e incluso, a veces, se la daba como si fuera un bebé. Golgren hablaba con gran pompa de su alianza y de todos los éxitos que habían cosechado hasta entonces.
—¡Oigo que bueno es el mundo en Ambeon! ¡Fortalezas más allá de viejo Silvanesti! Muchos Uruv Suurt construyendo el nuevo reino, ¿verdad?
—Hemos hecho muchos avances. He oído que también los ogros prosperan. ¿No es cierto?
—¡Todo muy bien! —respondió con demasiada alegría, alzando la copa de vino—. ¡Por la gloria de nuestros ancestros, que algún día igualaremos!
Golgren se detuvo para colocarse la cadena que llevaba al cuello. Maritia se había fijado en que ya la había movido más de una vez. Con cada movimiento, algo voluminoso que se apoyaba en su pecho se desplazaba junto con la cadena.
Intentando adivinar lo que era, Maritia preguntó:
—¿Necesitas provisiones?
—¡Qué amable! Lo pensaré, pero lo más probable es que no. Mi agradecimiento.
La comida era excelente. La minotauro tuvo que admitir que no probaba manjares tan exquisitos desde hacía muchos años y al oírlo Golgren resplandeció. Se inclinó hacia ella de una forma que le resultó un poco incómoda y le sirvió un poco de vino con su única mano.
Retiraron las fuentes. Con otro chasquido de los dedos, Golgren despidió a todas las esclavas, incluida la suya personal, la temerosa elfa. A continuación, sorprendió a Maritia susurrándole:
—Sería mucho mejor, sí, si habláramos sin nadie alrededor.
—¿Sugieres que nuestros guardias también salgan?
La sonrisa del Gran Señor había desaparecido.
—Sería lo más sensato.
Maritia lo pensó y acabó por asentir. Se volvió a su soldado de rango más alto.
—Esperadme fuera del camarote.
—Mi señora, eso no sería…
—Ya me has oído. Los dos. Fuera.
Golgren la interrumpió.
—Con tu permiso. Se sentirán más tranquilos si los míos salen antes. —Señaló hacia la puerta—. ¡Todos! ¡Idos!
Nagroch parecía tan reacio como los soldados minotauro, pero obedeció. El resto de ogros lo siguieron. Los dos legionarios hicieron lo mismo a regañadientes.
Cuando todos hubieron salido, Maritia miró al Gran Señor.
—No te preocupes; puedo matarte yo sola —comentó.
Su anfitrión rió sin gracia.
—Sería una magnífica pelea. Una pelea muy interesante, Maritia. De lo más interesante.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre y tal confianza no le resultó muy agradable.
—Ocupémonos de lo interesante. Tenemos que coordinar nuestros planes a la perfección. Ese rebelde ya ha provocado demasiadas muertes en nuestros pueblos, ogros y minotauros. Quiero su cabeza.
—Eso lo entiendo perfectamente.
—No creo que lo hagas. Quiero decir que yo, personalmente, la quiero, Golgren. Quiero ver su cuerpo despedazado, destriparlo y cortarle los cuernos. ¿Está claro?
El ogro lucía una gran sonrisa. No era una visión demasiado atractiva.
—¡Como todos los ogros, Maritia! Todos los ogros…
—¡Mató a mi hermano Bastion! ¡Exijo mi venganza! ¡En ese sentido, nuestros pueblos son iguales!
—De acuerdo. Yo también quiero a Faros. —El Gran Señor levantó el muñón, blandiendo su deformidad.
—Sí, tú perdiste una mano —concedió Maritia—, pero yo perdí…
Golgren la interrumpió.
—Para los Uruv Suurt una mano es importante, ¿verdad?
Se le agolparon en la cabeza imágenes de los colonizadores. Muchos minotauros estaban lisiados y se les consideraba incompletos como guerreros. Para un minotauro, perder una mano también era algo tan terrible que podía peligrar su posición.
—Sí.
—Para los ogros, es la muerte. —Se desenrolló la venda y le mostró la herida cicatrizada—. Siempre la muerte.
—Pero tú sobreviviste…
De nuevo, aquella sonrisa triste.
—Sólo yo soy Golgren.
Sin volver a cubrirse el muñón, el Gran Señor cogió la cadena que le colgaba del cuello y tiró. El objeto que pendía de ella se alzó junto con la joya.
—Yo sobrevivo, Maritia. Sobrevivo, pero también recuerdo. Siempre llevo esto sobre el corazón para no olvidar.
Por el cuello de la túnica sacó la cadena, de la que colgaba un objeto tan horrible que la minotauro estuvo a punto de dejar caer el vino. Era una mano, una mano momificada.
La mano de Golgren.
Alguien se había encargado de secarla y embalsamarla con cuidado. Las uñas estaban perfectamente limadas y limpias, sin restos de sangre.
—Lo recuerdo mientras duermo, cada hora. Sobrevivo, sí, Maritia, pero siempre llevo esto sobre el corazón. Lo llevo para que todos los demás también se acuerden de que Golgren no es sólo una mano. —Dejó caer la cadena, y la mano rebotó varias veces sobre la túnica. Con la mano buena se golpeó el pecho—. Golgren es poder. Golgren es fuerza. Golgren es Kern y Blode…
En sus ojos centelleaba un brillo enloquecido. Maritia, prudentemente, permaneció en silencio, hasta que el Gran Señor se tranquilizó. De repente, su voz adoptó un tono de conspiración y camaradería. Sin apartar la vista de Maritia, volvió a esconder la mano debajo de la túnica, con delicadeza, casi ceremoniosamente.
—¡Vamos! ¡Esta disputa es ridícula! ¡Ese Faros todavía anda muy lejos! ¡Decidiremos quién lo mata cuando sea más urgente! —Se echó hacia un lado, apoyándose sobre unos almohadones. El Gran Señor alcanzó un mapa que estaba enrollado—. ¡Por favor! ¡Me gustaría oír tu magnífico plan!
Maritia inspiró profundamente y le explicó su estrategia. La noticia de que Faros ya no estaba en Kern la había conocido justo antes de partir, por eso se sorprendió cuando Golgren añadió que se creía que los seguidores del rebelde estaban agrupándose al norte de Karthay. Cuando le preguntó por la fuente del servicio de inteligencia del Gran Señor, el ogro se limitó a sonreír y a animarla a continuar.
La conversación se alargó mucho tiempo, hasta bien entrada la noche. Cuando ya habían acordado todos los puntos, Maritia dejó escapar un suspiro y estiró las piernas. Después se levantó y se agachó para coger la espada y la daga.
—No es necesario despedirse con tanta prisa —dijo educadamente Golgren.
—Tengo muchas cosas que hablar con mi equipo y mis oficiales, y sé que tú también tendrás que hacerlo.
—Por favor…, me gustaría hablar contigo acerca de tu hermano Bastion.
Maritia vaciló.
—¿Bastion? ¿Por qué?
—Sé que estabais muy unidos, más unidos que con otros miembros de la familia, menos vuestro padre, el gran Hotak, claro. Entiendo tu sed de venganza.
La minotauro volvió a sentarse, escuchándolo con atención.
—Debo admitir —continuó el Gran Señor, mientras se servía más vino— que oí rumores…, rumores de que Bastion luchaba junto al rebelde, Faros.
—Yo también los oí. No son más que calumnias.
Apuró el vino de un trago.
—Pero estaba vivo… y viviendo en Kern.
La mano de Maritia se crispó sobre la espada envainada.
—Hizo lo que todo buen legionario haría: sobrevivir.
—Una pena, de todos modos. Tan cerca y no pudiste verlo con vida una vez más.
Maritia luchó por mantenerse impasible.
—Una pena, sí.
Golgren se echó hacia adelante. Por primera vez se dio cuenta de que tenía algo en la mano buena. Era algo pequeño, insignificante. A Maritia ya no le interesaba la conversación. Su única preocupación era volver sana y salva a su nave.
—Eras leal a tu hermano. Habrías hecho cualquier cosa por él, ¿verdad?
Lo miró fijamente.
—¿Qué es lo que quieres?
Le respondió, encogiéndose de hombros.
—Respuestas, nada más.
Maritia volvió a levantarse para irse.
—Es una pena que no hablaras con él una vez más —añadió el Gran Señor, incorporándose.
El corazón de Maritia latía muy deprisa. Se volvió hacia la puerta.
—Ya te lo he dicho: sí. Ahora, si me disculpas, mi señor…
—No querrás irte sin esto —dijo la insistente voz del ogro.
Cuando se volvió a mirarlo, Golgren le lanzó el objeto que ocultaba en la mano. Lo tiró un poco lejos de ella, pero el instinto hizo que Maritia se estirara y lo cogiera antes de que cayera al suelo. Era redondo y metálico. Abrió la palma de la mano.
Un sello.
Su anillo. El anillo que le había dado a Bastion para que demostrara a Faros sus buenas intenciones.
El anillo que probaba que era una mentirosa.
Todas las preguntas que el Gran Señor le había hecho adquirieron, de repente, un significado inquietante. Maritia se volvió instintivamente hada su espada, pero ya no estaba allí. Se dio la vuelta y la vio en la mano de Golgren. Buscó la daga, pero la espada se lo impidió.
—Por favor, no hagas eso —murmuró Golgren. Manejaba el arma con una habilidad tal que Maritia no dudó de que podía abrirle una segunda boca antes de que pudiera desenfundar la daga—. Como exige tu hermano, el emperador, no me queda más remedio que hacerte mi prisionera, Maritia de-Droka.
—¿Estás loco? ¿Prisionera?
La hoja metálica descendió un momento para tocar el anillo antes de pegarse aún más a su garganta. Golgren entrecerró tanto los ojos que apenas se distinguían las dos rendijas.
—Por conspirar con tu hermano y los rebeldes, hija de Hotak… Por traición al imperio, evidentemente…