XIV

MUERTE EN EL MAR

Los habitantes de Ardnoranti —a Maritia el nombre seguía resultándole extraño por alguna razón— observaban solemnemente la salida de las legiones elegidas por las puertas orientales. El general Kalel de los Sabuesos Terribles, un minotauro alto y delgado con el hocico caído, saludó a Maritia con un gesto brusco cuando pasó con sus magníficas tropas. Ella le devolvió el saludo, disimulando su frustración porque eran los Sabuesos Terribles los que partían de la capital, no la Legión de Cristal de Kilona. Pryas había invocado el nombre de Ardnor para retener a Kilona a su lado. Parecía que se creía el comandante provisional de todo Ambeon.

No podía permitir que Pryas cuestionara su autoridad. Las exigencias del Defensor suponían una carga para todos. Muchos proyectos se habían interrumpido para que pudiera centrar toda la mano de obra y los recursos en su templo infernal. El plan maestro que seguía Maritia hubo de posponerse por la única razón de la devoción obsesiva de Pryas a su fe.

La misma Maritia podría haberse quedado atrás, podría haber decidido que Kalel dirigiera la persecución de Faros, pero le venció su deseo de darle caza ella misma. Estaba impaciente por atrapar al líder de los rebeldes, del que entonces también sabía que era el responsable del asesinato de Bastion. Estaba ansiosa por presentar sus cuernos a Ardnor.

—Mi señora Maritia —dijo una voz nasal a su espalda.

Miró por encima del hombro y vio al musculoso general Bakkor, comandante de los wyverns, que había llegado a caballo. El minotauro observó el desfile de los Sabuesos Terribles antes de continuar:

—Vuestra nota, tan interesante, decía que deseabais unas últimas palabras antes de iros.

Un treveriano de tos Sabuesos Terribles gritó a las tropas. Al instante los legionarios giraron la cabeza y saludaron a Maritia sin detenerse. Sus legiones se desplazarían a los pequeños puertos de las costas orientales de Ambeon, donde las aguardaban navíos de guerra de Sargonath. Maritia había pedido que su barco fuera El Señor de las Tormentas, la antigua nave de Bastion.

—Espero que no sigas molesto por quedarte aquí controlando las cosas, general —murmuró Maritia mientras asentía con la cabeza hacia las tropas.

—No cuestiono las órdenes de mis superiores.

A pesar de todo, la minotauro estuvo a punto de sonreír.

—Deberías. Mi padre lo hacía.

—Sí, mi señora.

—Quiero que sepas que he enviado un mensaje a mi hermano en un ave mensajera, pidiéndole que te dé más autoridad sobre el Defensor mientras yo esté fuera.

Pryas pensaba que compartiría el mando con Bakkor. Sin embargo, la hermana del emperador no confiaba en el Defensor durante su ausencia. Pryas era demasiado ambicioso.

—¡Ojalá el emperador entienda vuestra sabiduría! —susurró el oficial.

Mirando alrededor, Maritia dijo:

—General Bakkor, tú estarás al frente de todo mientras yo esté fuera y confío plenamente en ti. No obstante, tengo algo que pedirte, algo que debería quedar entre nosotros, si me lo permites.

—Sois mi comandante, lady Maritia. Vuestros deseos son los míos.

—Te lo agradezco, Bakkor, pero primero escúchame. Pryas está muy impaciente por impresionar a su maestre. —El oficial se limitó a dar un gruñido nada comprometedor—. No te pido que hagas nada más allá de tus obligaciones normales, general…, pero mantenlo controlado. Cerciórate de que no excede los límites que hemos acordado.

Bakkor, siguiendo con la mirada a los legionarios que abandonaban la ciudad, respondió:

—Siempre pone a prueba los límites, señora.

Maritia asintió con gesto grave. Pasó el último de los Sabuesos Terribles. Estudió la multitud y descubrió a Pryas sobre su montura, observando la marcha. El yelmo oscuro le impedía distinguir su mirada. A su lado estaba sentada la general Kilona, con una expresión mucho más reveladora. Parecía que mentalmente empujaba a los legionarios por las puertas.

Un regimiento de Defensores rodeaba a la pareja, inmóviles como estatuas, sostenían las mazas frente al pecho y la mirada hacia adelante, sin parpadear. Parecía que hasta respiraban al unísono.

Maritia contuvo un escalofrío.

—Volveré en cuanto pueda, Bakkor.

El oficial agachó la cabeza.

—Que tengáis buena caza, señora.

Todas las preocupaciones sobre Pryas y los Defensores se desvanecieron en cuanto Maritia se concentró en su misión. Entrecerró los ojos al pensarlo y respondió:

—¡Oh, seguro que sí, general…! Puedes contar con eso.

Rodeada por su escolta, se alejó a caballo para unirse a su propia legión, que marchaba al principio de la columna. Ya había olvidado a Pryas. Nada apartaría su mente de Faros Es-Kalin.

Esperaba que Golgren estuviera listo. Habían intercambiado mensajes sobre las preparaciones y le había prometido que se encontrarían en el lugar acordado. Maritia necesitaría la ayuda de los ogros para asegurarse de que en esa ocasión los rebeldes no volverían a escapar. Acorralados entre sus fuerzas y las lideradas por el Gran Señor, los matarían uno a uno, hasta que se encontrara cara a cara con el mismo Faros.

Había riesgos, por supuesto. Golgren podía pensar ir él mismo tras Faros, para llevarse toda la gloria. Pero por el honor del imperio y de su hermano, Maritia se encargaría de que no fuera así. Era seguro que al final el ogro entraba en razón.

Faros era su peor enemigo. Había matado a su hermano.

La enorme fragua irradiaba un calor tan intenso como el de los cráteres volcánicos de la cordillera de Argon. Más de doscientos diestros artesanos trabajaban día y noche por la gloria del emperador. Con el pelo empapado en sudor y la respiración jadeante, los minotauros martillaban, daban al fuelle de gigantescas forjas y hábilmente introducían el metal fundido en los moldes.

Ardnor observaba a un aprendiz que sacaba una placa metálica caliente con unas largas tenazas y la introducía en una tinaja de agua. Un silbido ardiente y una columna de vapor marcaron el descenso de la placa en la tinaja.

Las sombras que nacían de los numerosos hornos danzaban sobre los muros del gigantesco edificio de piedra. Cerca del techo se abrían unas ventanas, pero sólo servían como medio de ventilación pues no permitían el paso de la luz. El intenso resplandor de los hornos era la única iluminación de aquella sala roja como la sangre.

El azufre del carbón teñía el aire, pero al menos cubría el olor a sudor. Para Ardnor aquel olor acre resultaba tan agradable como lo había sido el perfume de lavanda de su madre para su padre.

A un lado, uno de los herreros levantó una pieza terminada. El peto negro lucía el símbolo del hacha rota. El herrero se lo pasó a un aprendiz, quien lo colocó con gran ceremonia junto a otro peto, que formaba parte de una larga fila. Ardnor soltó una risita al ver la hilera interminable de petos, yelmos, mazas y demás. Cada pieza tenía ya a su dueño esperando, un minotauro de los tantos que se estaban preparando para entregarse al emperador. Pero a pesar de que los herreros trabajaban día y noche sin descanso, no podían seguir el ritmo de las demandas del imperio. El herrero mayor, que lo había acompañado durante toda la inspección, aguardaba los comentarios de Ardnor.

El hijo de Nephera no mostró su aprobación, sino que dijo:

—Debe aumentarse el ritmo.

Inclinando los cuernos, el herrero respondió de mala gana:

—Tendré que emplear trabajadores de los que regularmente abastecen a las legiones.

—Pues hazlo.

Una figura cubierta con armadura se materializó en medio de la estancia cubierta de humo; los ojos, ocultos por el yelmo, buscaban algo. Cuando vio al emperador, se acercó rápidamente. Otro mensajero. Debía de ser algo importante para que fuera a buscarlo allí.

—De Ambeon, mi señor —anunció el guerrero entre toses. El humo se había hecho más espeso.

Apartándose a un lado, Ardnor estudió la misiva. Cuando descubrió la marca de su hermana, gruñó en señal de desaprobación. Desenrolló el pergamino, se saltó rápidamente todas las fórmulas imperiales y leyó: «Hermano mío, cuando leas esta nota ya sabrás la verdad sobre la muerte de Bastion, que creíamos perdido en el mar. Ha sido asesinado de la forma más ruin por el rebelde Faros cerca de la frontera de Kern y Ambeon. He decidido liderar las legiones en su búsqueda, junto con el Gran Señor Golgren…».

Seguía una explicación detallada de su plan, que Ardnor pasó por alto.

«En mi lugar, he dispuesto que el general Rakkor gobierne junto a Pryas. No obstante, te ruego humildemente, por la estabilidad del imperio, que concedas al general plenos poderes. Él está más familiarizado con las actividades y las características de la colonia, y contribuyó decisivamente al plan de distribución de provisiones. Te pido que envíes un mensajero lo antes posible para que así sea…»

El emperador no siguió leyendo. Arrugó la nota y la metió en un bolso del cinturón.

—¡Tú! —gritó al mensajero—. ¡Envié un mensaje al procurador general Pryas hace unos días! ¿Llegó a sus manos?

—¡Sí, mi señor! ¡Debería haberlo recibido hace tiempo!

—Eso pensaba… —Ardnor se rascó la parte inferior del hocico, intentando disimular su frustración—. ¡Ven conmigo! ¡Tengo que enviar dos mensajes!

—¿Al procurador general? —preguntó el oficial, mientras corría para mantener el ritmo de las enormes zancadas del emperador.

—A él —murmuró Ardnor, esforzándose por pensar— y a alguien más…

La diminuta isla al norte de Karthay era un lugar inhóspito, batido por el viento y cubierto por unos árboles retorcidos con agujas en vez de hojas y unos matorrales que se aferraban al suelo. Había agua dulce en dos manantiales y un riachuelo, pero la única comida y provisiones que podían encontrarse eran las abandonadas por otros barcos. Almacenados en frías cuevas subterráneas, los frutos secos y las tiras de carne en sal podrían ser comestibles, pero en ningún caso apetitosos.

Ocho barcos estaban esperándolos. Al día siguiente llegaron cuatro más. A petición de Faros, los líderes de las diferentes facciones rebeldes se reunieron en la cueva más grande. El techo era tan bajo que los altos minotauros tenían que entrar agachados, pero una vez sentados, estaban relativamente cómodos.

En cuclillas sobre una roca, Faros observaba al grupo. Botanos, sentado a la izquierda del sobrino de Chot, representaba a aquellos que ya le eran leales. A la derecha de Faros se encontraba la capitana Tinza, con el oficial naval Napol a su lado. Era casi seguro que podía contar con ellos, aunque los antiguos imperiales lo miraban con cierto recelo.

Al resto de los presentes, alrededor de una docena, los conocía sólo de vista o de oídas, y a más de uno lo veía por primera vez. Podían dividirse en tres grupos. Por un lado, los minotauros de las colonias más lejanas que habían perdido la libertad bajo el férreo control del trono. Muchos llevaban el pelo muy corto y lucían tatuajes. El segundo grupo lo formaban los antiguos miembros de clanes antaño prominentes, cuyas posesiones habían sido expropiadas. Seguían vistiéndose como los mercaderes prósperos que habían sido y, a pesar de que sus clanes se habían perdido, continuaban haciendo alarde de prestigio y poder. Era una de las facciones que habían acudido a Karthay con más reticencia, tras la llamada de Faros.

El tercer grupo era el más impredecible. Esos minotauros vivían al margen del imperio, aún más que los esclavos huidos. Bandidos y piratas eran los términos que mejor se ajustaban a este bando, y no sólo porque atacaran los navíos de otras razas. Cometían toda ciase de crímenes con total impunidad, pero incluso así podían servir a la rebelión. Observando a los presentes, Faros se dio cuenta de que todos tenían la misma expresión adusta. Todos habían llegado demasiado lejos para volverse atrás; no podían más que atacar y derrotar al trono o seguir por el camino que habían emprendido, para acabar encontrando la muerte a manos del imperio. No obstante, ninguno confiaba en los demás. Nadie podía unirlos y liderarlos.

—Todos sabéis quién soy —comenzó diciendo Faros.

—No estaríamos aquí si no lo supiéramos —afirmó uno de los tatuados.

Faros asintió.

—En primer lugar, os diré que si esperáis otro Chot, podéis iros. Yo no soy mi tío.

—Menos mal —intervino una corsaria que llevaba un parche en el ojo y a la que le faltaba una oreja—. Si lo fueras, todos estaríamos navegando con Nolhan.

Eso le sorprendió. El asistente del difunto consejero Tiribus, antiguo jefe del Círculo Supremo, Nolhan, tenía planes muy ambiciosos. Corría el rumor de que Nolhan era el hijo bastardo de Tiribus. Era el único rival serio de Faros entre los rebeldes y no estaba presente en el encuentro. Nolhan había enviado una nota con uno de los barcos diciendo que se negaba a reconocer al sobrino de Chot. Según la capitana Tinza, Nolhan estaba conduciendo varios barcos rebeldes hacia el imperio a lo largo del límite sureste. Eso significaba que pasaría cerca de Thuum, donde estaba anclada la flota oriental para abastecerse.

Resultaba evidente cuáles eran las pretensiones del antiguo asistente. Nolhan planeaba sorprender a la flota oriental. Al atacarla, su nombre se conocería en todo el reino. Los guerreros se unirían a su causa. Incluso alguno de los leales a Faros se vería tentado de desertar y seguir a un líder tan audaz.

Tinza explicó las palabras de la pirata:

—Con tu perdón, mi señor, Chot no era ninguna maravilla, aunque le habíamos jurado nuestra lealtad.

—¡Habla por ti! —gruñó la corsaria.

Tinza no le hizo caso.

—Hotak habría contado con muchos de nosotros si hubiera hecho las cosas de forma diferente. Pero, a su manera, era tan arrogante como tu tío. La Noche Sangrienta y todo lo que vino después lo demostró. Y ahora es incluso peor que cuando gobernaba Chot. Ardnor de-Droka y lady Nephera han heredado el poder de Hotak, pero evidentemente no su sentido del honor. Los Defensores y el templo acabarán con el imperio, hazme caso.

—Jubal no se equivocaba cuando pensó que, al ser el sobrino de Chot, podrías unimos —añadió Botanos—. La razón está en que entendemos tu deseo de venganza, pero aparte de eso no importa nada tu relación con Chot. No se trata de quién era tu tío, sino de los que hemos oído de esos que te siguen; las cosas a las que has sobrevivido, las cosas que has hecho. Eres Tremoc cruzando cuatro veces Ansalon para vengar a su compañera. Eres Makel dejando un rastro de sangre en los reinos de los ogros. Eres Mitos engañando a un enemigo muy superior.

—Tienes aptitud para…, en fin, para la supervivencia —añadió a regañadientes el líder de los mercaderes, un minotauro ya entrecano pero musculoso y ataviado con una amplia túnica verdemar.

Los demás piratas no dijeron nada. Su líder observaba fijamente a Faros con los brazos cruzados.

—Hotak afirmó que podía devolver al imperio la gloria del pasado —continuó el capitán del Cresta de Dragón—. Resultó ser un necio, pero nosotros creemos que tú sí puedes conseguirlo, mi señor.

—No todos pensamos así —intervino otro mercader. Junto a él varios corsarios asintieron.

—El trono de Droka es hereditario. No queremos eso, Kalin —gruñó un bandido alto cubierto de tatuajes. Además de varios aros dorados pequeños en la oreja derecha, del hocico le colgaba una gran anilla—. No, si eso significa que gobiernan individuos como Ardnor.

Faros observó a los grupos más reacios a su autoridad.

—Si consigo la victoria para todos nosotros, ¿debo esperar un desafío al día siguiente?

Botanos clavó la mirarla en los líderes, remides, esperando que alguno se atreviera a hablar. Cuando comprobó que ninguno estaba dispuesto, sacudió la cabeza y respondió por ellos:

—No, tú no, Faros… Pero si tus hijos o hijas aspiran al trono, tendrán que luchar por él como cualquier minotauro de bien.

Los demás asintieron de nuevo. Faros gruñó. No tenía hijos y no creía que los tuviera nunca. Moriría antes, así que era una discusión ridícula.

—Entonces, ha llegado el momento de decidir lo que necesitamos hacer.

—¿Es seguro? —preguntó Tinza—. ¿Es seguro conspirar aquí, cuando no cabe duda de que la Dama de las Listas nos está escuchando en este mismo momento?

—La tierra reseca de Kern está cubierta por los huesos de los ogros y los Defensores que sabían exactamente dónde estaba y lo que pretendía hacer. —Sus palabras atrevidas consiguieron la aprobación de la mayoría de representantes de los rebeldes, pero los mercaderes parecían indecisos.

—No tan de prisa. No hemos dicho que te seguiríamos —señaló uno de los mercaderes. Su mirada se paseó sobre los demás—. Lo que tenemos delante es un antiguo esclavo con un linaje que ya no le importa a nadie, un minotauro sin tierra, sin estatus ni reputación.

—Vaya, yo sí creo que tiene reputación —intervino Napol—, y la capacidad que acompaña a esa reputación. Todos lo sabéis.

—Somos conscientes de lo que tú opinas, Napol. Lo que no está tan claro es si los demás compartimos tu punto de vista.

—Entonces, dejadme que os oiga hablar con franqueza —pidió Faros, observando a los líderes. Se quedó mirando a los corsarios—. ¿Vosotros que decís?

La pirata tuerta gruñó y se volvió hacia sus compañeros.

—¿Daga hacia arriba o hacia abajo?

—Arriba —masculló uno.

—Abajo —dijo otro.

Dos más respondieron «arriba»; otro contestó «abajo». A ese le siguió otro que optó por «abajo».

Botanos se inclinó hacia Faros.

—La daga hacia arriba significa que estás dispuesto a luchar por alguien —le susurró—. Hacia abajo quiere decir que estás en contra. Es una forma muy antigua de votar entre los marinos. Ya no la recordaba.

—Yo no desenvaino —murmuró un bandido.

Al ver la mirada intrigada de Faros, el capitán añadió:

—Eso significa que se abstiene.

Otro pirata eligió «abajo», pero los cinco siguientes se decantaron por «arriba».

—Así será —declaró la minotauro. Se golpeó el pecho con un puño—. La mayoría manda. Siempre actuamos juntos, como a fuéramos un solo minotauro. ¡Estamos de tu lado, lord Faros!

El líder de los mercaderes bufó.

—¿Y vosotros? —preguntó Tinza al mercader desdeñoso.

—Esperaremos, y ya veremos.

Ya sólo faltaban los isleños. A diferencia de los corsarios, no vacilaron.

—Estás marcado. El cóndor te protege. No hemos olvidado nuestro lugar junto a él, por lo que te seguiremos.

Al oír sus palabras, el líder del clan de los mercaderes se apresuró a añadir:

—¡Como nosotros, por supuesto!

La corsaria dejó escapar una risita, pero Faros fingió que no daba importancia al súbito cambio de opinión. Paseó Id mirada por los pocos capitanes independientes y vio que se unían a la mayoría.

—Está decidido; eres nuestro líder —declaró el capitán Botanos con clara satisfacción—. ¡Ningún guerrero en su sano juicio habría decidido otra cosa!

Algunos piratas e isleños se burlaron de los mercaderes, que se hicieron los locos.

El capitán Botanos levantó la mirada hacia Faros,

—¡Ordénanos lo que debemos hacer ahora! ¿Qué quieres que hagamos?

—Antes que nada, ¿vamos a ser los que estamos aquí? ¿Las naves que rodean este lugar inhóspito son las únicas con las que podemos contar?

—Hay algunas más —bramó un minotauro de anchas espaldas que era uno de los independientes. A la espalda llevaba un hacha reluciente que brillaba como un espejo—. Todavía dudan. Creen que aún es posible que Nolhan obre un milagro.

Faros miró a Botanos y a Tinza.

—¿Es posible?

—Tiene agallas —respondió la antigua oficial de la flota—, pero no creo que lo consiga. —Sacudió la cabeza—. No, no creo que lo logre.

—Entonces, nos arreglaremos con lo que tenemos —decidió Faros—, porque zarpamos mañana.

—¿Mañana? —le interrumpió Napol, mientras los demás murmuraban entre sí ante la prisa de Faros.

—La mayor parte de las fuerzas del imperio se encuentran en el océano Courrain o en Ambeon. Si zarpamos lo antes posible, podemos alcanzarlas antes de que se hayan organizado del todo.

Desenrolló un gran mapa donde se veían el Mar Sangriento y los límites del océano Courrain. En el centro estaban las dos islas gemelas, Mithas y Kothas, y al este, Mito y las demás islas. Faros señaló con el dedo el par más importante, y después, Mito.

—Tenemos que atacar las tres casi simultáneamente. Ya lo dijo Toroth —añadió, refiriéndose al emperador que había iniciado la gran expansión del imperio—: «Quien posee el corazón del imperio, posee su alma». Si tomamos rápidamente estas tres islas, todo aquel que desee ver a los Droka destronados aprovechará la oportunidad. Todos sabéis cómo es nuestro pueblo. Será así.

Los líderes rebeldes lo miraron con asombro por su audacia.

—La mayoría de los soldados del imperio estarán desplegados al este y al oeste del corazón de las islas principales —argumentó el minotauro del hacha—, pero los Defensores están presentes en todas las islas.

—Suficiente para mantener controlados a los habitantes, pero si se ven alentados por una rebelión contra el trono maligno, ¿qué podría suceder?

Los minotauros se miraron entre sí, asintiendo lentamente. Había muchos Defensores, muchos fieles a los Predecesores…, pero la mayoría de los minotauros no pertenecían ni a un grupo ni al otro. Todos sabían que había un gran descontento en el reino. La estrategia sería cruenta, pero podía funcionar.

—¿Qué pasa con el templo? —preguntó Napol—. ¿Qué hay de lo que decías en tu mensaje, los poderes de Morgion, el terrible?

—¡Ese cadáver hediondo aprenderá que no puede piratear en las aguas del Señor del Cóndor! —respondió apasionadamente la corsaria con un solo ojo—. Sargas lo utilizará como cebo para los monstruos del mar, si es que ellos soportan alimento tan putrefacto.

Todos se rieron confiados al oír sus palabras. Faros no dijo nada sobre Sargonnas. No creía que el dios lo protegiese a él ni a ninguno, y estaba en manos de los rebeldes labrarse su propio destino.

Al ver que estaban con él, Faros les explicó su plan. Se lo describió con todo detalle, a pesar de que era perfectamente consciente de que un espía fantasmagórico podía estar vigilándolos por encima del hombro, escuchándolo todo para contárselo a lady Nephera. Pero a Faros había dejado de importarle. Que ella se lo contara a Ardnor. Que él enviara a todos y cada uno de sus guerreros, que ella agotara todos sus hechizos oscuros. Si la rebelión estaba destinada al fracaso, era mejor que perdiera una gran batalla y no que se desvaneciera sin gloria.

Pasaron horas antes de que acabaran de dar forma a los planes. Faros escuchó las sugerencias de todos los capitanes e incorporó aquellas que le parecieron acertadas. Había visto morir a demasiados compañeros por no hacer caso de un buen consejo, aunque siempre se reservaba la decisión final.

Por fin, la reunión se disolvió. Los diferentes grupos se separaron para comunicar las novedades a sus compañeros. Faros se sentó con la mirada fija en el mapa, iluminado por el fuego. Poco después su única compañía era Botanos.

—¿Volvemos al barco? —sugirió el capitán.

—Acaba todo lo que tengas que hacer, después ven a buscarme. Quiero estar solo y pensar.

—Como prefieras. —Gruñendo, el fornido minotauro salió encorvado de la cueva.

Con el mapa ante él, Faros paseó la mirada por Ansalon y pensó en el Gran Señor Golgren y lady Maritia. Algún día los tendría frente a frente. Sus ojos se perdieron más hacia el este. Faros casi podía imaginarse los barcos: los rebeldes de Nolhan y las naves de la flota oriental enzarzados en una lucha mortal. Por mucho que complicara el liderazgo de la rebelión, la victoria de Nolhan sería muy valiosa para la causa de Faros. ¡Ojalá pudiera saber qué era lo que estaba pasando…!

—La verdad puede saberse.

Faros miró alrededor, convencido de que uno de los fantasmas de Nephera había vuelto a encontrarlo. Pero no se veía ningún espectro.

—No tienes más que cogerme entre las manos…

Bajó la vista hacia la espada.

Desenváiname, utilízame… Puedo mostrarte la verdad…

No sin cierto recelo, el antiguo esclavo desenfundó la hoja oscura. El arma se deslizó por la vaina con un lúgubre lamento.

—La batalla, verías… el destino de tu rival, verías…

Miró fijamente la espada, la espada de Sargonnas.

—¿Nolhan? ¿Puedes mostrarme lo que le está sucediendo a Nolhan?

Lo que está sucediendo ha sucedido. Lo que ha sucedido no puede cambiarse.

Faros frunció el entrecejo.

—Muéstramelo, entonces.

Levantó el brazo, alzó la espada y describió un gran círculo delante de sus ojos. El mismo aire parecía estremecerse. A través de una luz trémula, de repente Faros sintió un estruendo, oyó gritos y el entrechocar de las armas. Se inclinó hacia adelante…, y de pronto, el círculo lo envolvió.

Las nubes de tormenta retumbaban en lo alto y los relámpagos cruzaban el cielo. Faros resbaló. Se encontró en la cubierta de un barco en llamas. Alrededor los minotauros corrían en todas direcciones; algunos intentaban sofocar las llamas, otros empuñaban armas. Varios barcos rodeaban la nave en la que él se hallaba. Varios estaban más alejados, otros pegados entre sí. Muchos se veían envueltas en llamas o medio hundidos.

—¡Vienen por un costado! —bramó alguien—. ¡Preparaos para rechazarlos!

Los cascos de madera crujieron al chocar. Un barco de guerra imperial los atacaba por un costado. Los marinos empuñaban espadas y hachas. Los soldados lanzaban ganchos al barco de Faros, de manera que las dos naves quedaron unidas. Una cortina de flechas cortó el aire y derribó a más de una docena de atacantes. Las saetas rebeldes recibieron como respuesta el doble de flechas imperiales. Se oían gritos en todos los rincones de la cubierta. Un marinero, con un cuadrillo clavado en el ojo, se desplomó a los pies de Faros.

—¡Cuidado! —gritó alguien.

A la advertencia le siguió un estruendo ensordecedor cerca de la proa. Unos proyectiles enormes, lanzados por las catapultas imperiales, habían acertado en el casco y habían destrozado parte de la cubierta.

—¡A la barandilla! —De repente, Faros se sintió obligado a gritar—. ¡Id a su encuentro en la barandilla! ¡No dejéis que pongan un pie en cubierta!

Mientras todos los minotauros que estaban en condiciones de hacerlo se apresuraban a obedecerlo, el mismo Faros se echó a correr tras ellos. Se dio cuenta de que actuaba a través del cuerpo de otro minotauro y era por sus ojos por los que veía. Seguramente, se trataba del capitán. En ese momento, ya eran más de dos docenas de ganchos los que unían las dos naves. Algunos de los garfios cayeron derribados por los cortes certeros de las hachas de los defensores, pero los arqueros y los marinos, armados con largas picas, obligaban a los rebeldes a retroceder.

A bordo del barco de guerra, se oyó un cuerno. Gritando al unísono, los guerreros se lanzaron de un salto. Los primeros murieron rápidamente. Dos cayeron entre los navíos y acabaron aplastados, entre los cascos, que el mar alejaba y acercaba.

—¡Contenedlos! —gritó Faros.

Media docena de arqueros abrió fuego. Tres cuadrillos derribaron a varios marinos que habían alcanzado la barandilla, pero las picas mantenían a los defensores alejados, y eso permitió que un pequeño grupo de enemigos consiguiera abrirse camino hacia el centro del barco. Los guerreros seguían avanzando. Muchos encontraron la muerte, pero también los rebeldes sufrían bajas. Las hachas de ambos bandos entrechocaban. Las espadas mordían la carne y punzaban el hueso. Uno de los rebeldes se elevó por los aires con una pica clavada entre dos costillas.

—¡El mástil se cae! —gritó una voz a la derecha de Faros.

Los aparejos en llamas se derrumbaron sobre la cubierta. El mástil principal se hundió con gran estrépito y rompió el suelo de madera. Faros tropezó con un trozo del palo mayor medio hundido. Sintió un dolor muy intenso en el hombro izquierdo. Una enorme astilla dentada del mástil se le había clavado en la carne. La sangre le teñía el pelo, que por primera vez se daba cuenta de que era marrón grisáceo, o plateado y…

Castaño plateado.

Nolhan. Faros estaba viviendo la derrota a través de Nolhan.

Una figura fornida se inclinó hacia él.

—¡Hay un bote esperándote! ¡Necesitamos que subas!

—¿Dónde está el capitán? —se oyó Faros decir a sí mismo entre jadeos.

—Murió cuando empezó a disparar la catapulta… ¡Mi señor, estás herido! ¡Por la Diosa de los Mares!

Faros se oyó gritar con una voz en la que entonces reconocía la de Nolhan:

—Ayúdame a ponerme un vendaje. ¡Después, coge a todos los que puedas y vete! ¡Os cubriré mientras pueda para que ganéis algo de tiempo!

—¡No puedes quedarte!

Faros, que en ese momento también era Nolhan, agarró al fuerte minotauro por el pelo del pescuezo.

—¡Haz lo que te digo! ¡Vete a…!

Con un movimiento brusco empujó al otro minotauro a un lado justo cuando un guerrero se lanzaba sobre ellos dando gritos salvajes. Faros se retorció y logró esquivar el filo del hacha, pero el dolor le atravesó todo el cuerpo. Dando un aullido, el minotauro que había acudido en ayuda de Nolhan se abalanzó sobre el guerrero. Lucharon cuerpo a cuerpo por el arma. Faros/Nolhan se levantó y empuñó su espada, pero los dos minotauros se revolvían y la hoja se clavó en la espalda del compañero de Nolhan. Con un estertor perplejo, el minotauro rayó inerte.

Faros/Nolhan se quedó horrorizado al ver lo que había hecho, a pesar de que era totalmente comprensible. Intentó alzar la espada de nuevo, pero fue demasiado lento. El hacha del soldado se le clavó entre los ojos.

El mundo se convirtió en un torbellino de sangre ardiente y una agonía desesperante. Los gritos apagados lo envolvían por todas partes. Faros/Nolhan boqueó en busca de un aire esquivo. Un segundo después, sus pies se enredaron y la cabeza se golpeó con fuerza contra algo. Se apoderó de él una profunda pesadez. La oscuridad lo rodeó…, y Faros volvió a encontrarse en la cueva; la espada temblaba ante sus ojos. Asustado, la dejó caer. No le cabía duda de que acababa de vivir la muerte de Nolhan.

Después de un buen rato, se agachó lentamente y recogió la espada.

—¿Hace cuánto? —gruñó Faros—. ¿Cuándo sucedió?

El regalo de Sargonnas se mostraba cruelmente silencioso. En realidad, no importaba mucho. Nolhan había luchado… y había perdido.

Un ruido le alertó de que alguien entraba en la cueva. Encorvado, el capitán Botanos volvía junto a él.

—Todo está listo. ¿Ya has acabado aquí?

Faros parpadeó y miró la hoguera. Apenas quedaban las brasas, aunque Botanos había avivado el fuego justo antes de irse. ¿Durante cuánto tiempo había estado atrapado en la visión de la espada?

—Sí, ya he acabado —respondió, levantándose rápidamente.

Faros no mencionó lo que había presenciado, consciente de que si hablaba del fracaso de Nolhan no haría más que sembrar dudas entre los leales a su causa.

Mientras Botanos recocía el mapa, Faros pasó con celeridad por su lado.

—¿Ocurre algo?

Faros se detuvo para mirarlo; después, sacudió la cabeza.

—No. Esto no cambia nada. Todo sigue según lo planeado.

Faros salió de la cueva antes de que el perplejo capitán pudiera decir nada.

Botanos se encogió de hombros. Acabó de enrollar el mapa y siguió a la última gran esperanza de la rebelión.