XIII

EL ESPECTRO DE LA TORMENTA

Hubo que redistribuir la carga y organizar el espacio, pero consiguieron que todos cupieran a bordo. Apenas tenían sitio para moverse; sin embargo, después de esperar un día entero por si llegaba algún otro barco, decidieron que tenían que partir o se arriesgarían a que los descubrieran.

—Nos dirigimos al nordeste —gruñó la capitana Tinza—. Si alguno de los otros pretende unirse a nosotros, habrá ido a un lugar seguro más allá de Karthay para prepararse para la travesía por el Courrain.

Ese plan implicaba muchas jornadas navegando en dirección contraria a la capital, aunque Mithas y Kothas los tentaran desde tan cerca.

El capitán Botanos leyó la mirada relampagueante de Faros.

—Si nos adentramos en aguas enemigas de esta guisa, supondremos un peligro mayor para nosotros que para las fuerzas imperiales. Necesitamos más navíos.

Faros asintió a regañadientes.

—Llévanos lo más rápidamente posible —ordenó a Botanos.

—Considéranos ya en camino, mi señor.

Los barcos rebeldes abandonaron la costa de Kern bajo el abrigo de la noche. Las embarcaciones imperiales seguían patrullando las aguas y los rebeldes no podían permitirse perder el tiempo huyendo de ellas o en escaramuzas con el enemigo. Nubes de tormenta acudieron a despedirlos y el tiempo no hacía más que empeorar a medida que avanzaban hacia Karthay. Apenas dos jornadas después de la partida, se desató la furia del cielo. Los rayos espoleaban el mar y las olas cubrían los mástiles. Los vientos aullaban, como si quisieran arrastrar a los marinos incautos e hinchar las velas hasta rasgarlas, pero los rebeldes seguían luchando, pues no tenían otra opción.

Faros no lograba dormir por culpa del temporal, ya que cada retumbo y cada relámpago eran más intensos que los anteriores y le hacían preguntarse si estarían sufriendo de nuevo la magia oscura del templo. Se balanceaba de un lado a otro y acabó acostándose en el catre de su camarote. Después, al ver que no lograba conciliar el sueño, trató de hacer una talla —un pasatiempo muy típico entre los minotauros en alta mar—, sin demasiado éxito. No había pasado mucho tiempo cuando tiró la daga y el trozo de madera y, colocándose bien la espada envainada, salió del camarote hacia la cubierta principal para ver lo que pasaba con sus propios ojos.

La tripulación se afanaba para que el Cresta de Dragón no se desviara de su ruta. Le recibieron los gritos del primer oficial a un minotauro que intentaba controlar la vela mayor. No obstante. Faros apenas prestó atención a aquellas manos afanosas, pues tenía la cabeza en otras cosas.

Encontró un lugar tranquilo a babor. Se apoyó en la barandilla y observó la tormenta, mientras el agua le salpicaba el pelo. No había nada en las veloces nubes que pudiera calificarse de anormal. Si la suma sacerdotisa estaba detrás del vendaval, él no sabía distinguirlo.

En un arrebato, Faros desenvainó la espada y estudió la piedra preciosa de la empuñadura. La espada encantada, a su manera, era más misteriosa que el anillo mágico. Parecía latir con vida propia. De todos modos, tenía que admitir que siempre, menos en el ataque de los magoris, le había servido con lealtad.

Sintió que un tremendo cansancio se apoderaba de él. Él no había pedido aquel destino que se le imponía. Si hubiera podido evitarlo, lo habría hecho. Faros era consciente de las miradas y los rumores que lo rodeaban. Esos rebeldes lo seguían, sí, pero algunos ponían en duda su cordura, sus decisiones a menudo crueles.

Miró con odio la espada encantada. Por encima de las feroces olas y los vientos ensordecedores, se alzó la voz de Faros:

—¿Estás escuchándome, Sargonnas? Estaría encantado de entregar esta espada a otro si pudiera… Estaría encantado de olvidarme de todo esto y tener un poco de paz…

Paz… —La voz resonó en su interior—. Huir y paz.

»Siempre queda el mar —susurró en su cabeza—. El mar de los antepasados de los minotauros. ¿Cuántos de tus hermanos han encontrado la paz en el mar? ¿Cuántos se han acurrucado en su lecho? ¿Cuántos han huido hacia su paz eterna?

Faros contemplaba las olas del atardecer que lamían el casco del Cresta y las veía como mantas suaves y acogedoras. La calma oscuridad de las aguas lo atraía. Sus noches siempre estaban pobladas de pesadillas, qué no hubiera dado por un sueño reparador. Como si estuviera hipnotizado, se agarró a la barandilla con la mano libre y pasó un pie por encima. El barco se balanceó, empujándolo hacia adelante. Estuvo a punto de resbalar, pero la espada se revolvió, se clavó en la madera y le sirvió de punto de apoyo.

En el océano no hay enemigos, sólo la dulce bendición del olvido…

Faros clavó la mirada en el agua, veía los rostros de los familiares y amigos que había perdido. Lo llamaban.

—Tira la espada, síguela después…

En ese momento, relampagueó un rayo. La gema de la empuñadura reflejó la luz hacia sus ojos, y Faros parpadeó.

Frunció el entrecejo. Le pareció sentir algo que se le acercaba por la espalda, una presencia maligna.

El minotauro hizo un gran esfuerzo de voluntad y se obligó a permanecer recto. Desapareció el deseo de saltar al mar, y fue sustituido por una nueva determinación. Con un rugido salvaje, se dio la vuelta de un salto, empuñando la espada. Oyó un grito inhumano que le traspasó hasta el corazón.

Ante sus ojos pasó velozmente una macabra figura. Bajo una capucha gruesa que envolvía unos cuernos puntiagudos, los ojos de Faros no encontraron con un hocico en estado de descomposición y unos ojos centelleantes. Unos harapos de tela colgaban del cuerpo abierto en canal; los órganos parecían a punto de salirse. Un terrible hedor envolvía a tan horrendo espectro.

La hoja de la espada no había herido al fantasma, sino que había cortado la amplia capa que lo envolvía como un pulpo sobrenatural. Los pliegues y las puntas de la tela flotaban como tentáculos, impacientes por atrapar y ahogar al mortal. Pero un harapo fantasmagórico colgaba sin vida; era el extremo que Faros había rasgado con su espada.

El fantasma se elevó como si el viento lo impulsara y se cernió siniestramente sobre el rebelde. El pliegue de la capa que había cortado se recompuso solo y se unió al macabro abrazo que intentaba atraparlo.

—¡Atrás! —rugió Faros—. ¡O comprobaremos si los muertos pueden morir de nuevo!

Uno de los pliegues de la capa se lanzó hacia un lado. Tocó una pila de barriles atados con una cuerda recia contra los azotes del viento. Como una serpiente sinuosa, el nudo se deshizo solo. Los barriles cayeron dando saltos hacia Faros.

Esquivó el primero de un salto, pero el segundo le dio en la pierna y lo tiró al suelo. El tercero y el cuarto también cayeron sobre él, y el líder de los rebeldes quedó atrapado. Estuvo a punto de perder la espada. Con un grito ahogado, logró apartar los pesados barriles y se levantó justo a tiempo para esquivar el último barril que se precipitaba hacia él.

Se oyeron unos gritos que procedían de la popa. El fantasma miró la cuerda deshilachada. De repente, ésta trepó por el minotauro, le rodeó las piernas y el brazo que sostenía la espada, y al instante, ya no podía moverse. Faros cortó la cuerda súbitamente viva.

La hoja la partía con facilidad y los trozos caían sobre la cubierta, retorciéndose.

El minotauro se sobresaltó al oír el chasquido de un trueno tan cercano que el Cresta de Dragón sufrió una sacudida. Levantó la vista justo a tiempo para ver un rayo verde que caía sobre los aparejos de lo alto. Las llamas envolvieron las velas y gran parte de las jarcias cayeron sobre él. Faros intentó apartarse, pero se vio atrapado bajo la lluvia de jarcias. Se le cayó la espada. Cuando se inclinó para recogerla, la capa de su horrible enemigo se abrió para envolverlo.

El Cresta de Dragón, el mar, todo desapareció.

Faros flotaba en una negrura asfixiante. Agitaba brazos y piernas, pero no encontró dónde apoyarse ni agarrarse. El rebelde atrapado luchó por respirar. Aunque sus pulmones se llenaban de aire, no de agua, la sensación que tenía seguía siendo de ahogo. Unas voces lo asaltaron. Suplicaban piedad, rogaban que alguien acudiera en su rescate. Faros sentía que unos dedos atormentados lo agarraban, pero no veía a nadie, nada. Algo lo sujetó por los brazos y las piernas, y empezó a tirar de él, cada vez más fuerte. Los músculos y los tendones se estiraron hasta un límite insoportable.

—Ahora eres mío —se burló la voz del fantasma—. Primero debes morir y después recibirás tu auténtico castigo…

Una risa sobrecogedora se alzó sobre las voces suplicantes. Intentando zafarse de aquello que lo atrapaba, Faros se llevó las manos a la garganta. ¡No podía respirar!

¿Dónde estaba Sargonnas? ¡No cabía duda de que no estaba esperando la llamada de Faros! Sólo un dios podría ayudarlo en aquel inframundo infernal. Entonces, en medio de la oscuridad, vio un breve resplandor rojo, como una chispa minúscula, que le llamó la atención. Tardó un momento en darse cuenta de que provenía de su propia mano.

El anillo.

No cabía duda, un intenso y profundo fuego rojo emanaba del interior de la piedra negra. Faros se concentró en la gema y trató de invocar su poder. Reunió toda su fuerza de voluntad, sintiendo cada aliento como si fuera el último.

La chispa se hizo más grande. Una llama carmesí nació del anillo. El fuego devoró el vacío. Su luz cegadora hizo retroceder la oscuridad asfixiante. Los tentáculos de la negrura se alejaron de Faros, que por fin podía respirar de nuevo.

Sintió un terrible vértigo. Sus pies se apoyaron sobre una superficie dura. Volvía a encontrarse a bordo del Cresta de Dragón. Alrededor, los marinos se afanaban, desesperados, por apagar el fuego y devolver la calma al navío.

Uno de los miembros de la tripulación estuvo a punto de chocar contra él y se quedó mirándolo, perplejo.

—¡Mi señor! ¿De dónde…?

Algo rodó sobre la cubierta y se posó con un repiqueteo junto a los pies del líder de los rebeldes. La espada de Faros. Mientras se agachaba para recuperarla, oyó la voz de barítono del capitán Botanos dando órdenes cerca de allí. Faros levantó la mirada justo cuando Botanos se volvía. Al igual que el marinero, el capitán miró a Faros como si acabara de ver un fantasma.

—En nombre de la Reina de los Mares, ¿de dónde sales de repente? Faros, ¡no deberías estar aquí fuera en medio de todo esto!

Por el momento, lo que menos preocupaba al minotauro más joven eran las tormentas y los incendios. Con las aletas de la nariz hinchadas, miró con consternación las figuras que se movían rápidamente alrededor.

—¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?

—¿Adónde ha ido quién?

—¡El fantasma! ¡Esa cosa con la capa que se movía como si tuviera vida propia! ¿Dónde se habrá metido ese demonio?

Botanos giró sobre sí mismo ágilmente, como si temiera encontrarse con el monstruo fantasmagórico.

—Pero… ¡yo no veo nada!

Tampoco Faros. El líder de los rebeldes maldijo.

Botanos se acercó a él. Bajando la voz, el marino le preguntó:

—¿Qué ha pasado?

Faros se lo contó, sin olvidarse de ningún detalle. Cuando hubo acabado, fue el capitán quien maldijo. Volvió a estudiar rápidamente la cubierta, pero estaba claro que la amenaza había desaparecido…, al menos por el momento.

—¡Tenemos que llevarte abajo! —insistió Botanos—. ¡Ponerte un guardia día y noche! ¡Haré que registren la bodega! Podría estar allí en este mismo momento…

—No lo pienses más, capitán. Va y viene a su antojo, y ya está muy lejos de aquí. No sabría decir cómo lo sé… —Entonces sentía el anillo frío alrededor del dedo—. Pero se ha ido. —Faros gruñó—. Nos queda poco tiempo. Cada vez son más audaces.

—¿Qué quieres decir?

El líder de los rebeldes levantó el anillo para que el fornido minotauro pudiera verlo bien.

—Este anillo lo llevó el general Rahm Es-Hestos.

—¡Ah!, tenía la duda. Es idéntico al de él…, ¡pero no! Ese anillo se quemó con su cuerpo…

—Después vino a mí. —Faros envainó la espada y bajó el anillo—. Por lo que he oído, parece que el general tenía una habilidad especial para eludir al templo.

—Así es.

—Durante un tiempo, tampoco podían dar conmigo, pues de lo contrario imagino que habrían intentado atraparme antes.

El ceño del capitán Botanos era señal de que entendía lo que quería decir.

—La Dama de las Listas —dijo Botanos, refiriéndose a Nephera con uno de los nombres más amables que los rebeldes le habían dado—. Quizá no haya tenido suerte más que un par de veces.

—O sus poderes están aumentando… —Faros vaciló, y después acabó la frase—: O incluso Sargonnas está asustado.

—¡Eso es imposible! —respondió el marino, casi a gritos—. ¡No hay fuerza más poderosa que la del de los Grandes Cuernos! Él…

—¡Silencio! —El antiguo esclavo miró más allá de su compañero. Parecía que ninguno de los marinos había oído el arrebato de Botanos—. ¡No alces la voz! ¡No quiero que cunda el pánico!

Mucho más contenido, el capitán murmuró:

—¿Cómo podemos albergar la esperanza de vencer a un mal tan intenso como el imperio y el poder del templo?

—No lo sé —respondió Faros después de una larga pausa. Su mirada se perdió en el mar—. Lucharemos lo mejor que sabemos…, porque aunque Sargonnas nos abandone, no queda otra opción.

Mientras sus sirvientes se llevaban el cuerpo, la suma sacerdotisa sumergió las manos en el cuenco de bronce que había junto al recipiente más grande de latón. Tuvo que frotar más que en el ritual anterior, que a su vez le había llevado más tiempo que el precedente. Las manchas carmesí se negaban a desprenderse totalmente de su pelo; daba igual el jabón o la sustancia que Nephera utilizara para lavarse. Podría haberse puesto guantes, pero le parecía una afrenta a su dios.

Nephera los había despedido a todos, incluso a los fantasmas, pues deseaba intimidad total, pero de repente no dejaba de sentir que alguien la observaba. La suma sacerdotisa miró por encima del hombro, pero ningún espectro tuerto andaba flotando por ahí, con su único ojo reprobador. Volvió a la frustrante tarea de lavarse las manos. ¡Las manchas tenían que borrarse! Nephera frotaba con fuerza se arrancaba piel y pelo, pero las manchas nunca desaparecían.

La sensación de que alguien la observaba volvió a colarse en la conciencia de la suma sacerdotisa. Nephera se dio la vuelta, salpicando todo de agua. Se encontró con la figura con armadura casi pegada a su hocico.

—¡Fuera, maldito seas! —explotó, sin importarle lo chillona y aguda que se había vuelto su voz—. ¡Fuera!

Agitó una mano hacia la sombra silenciosa, que se desvaneció en cuanto sus dedos la rozaron. La minotauro, cubierta con una túnica, maldijo y giró sobre sí misma para asegurarse de que la figura no se había materializado en otro sitio.

—Hice lo que había que hacer… —murmuró Nephera al vacío—, sin importarme lo que costara.

No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. La sombra de su esposo jamás hablaba; lo único que hacía Hotak era mirar. Nephera se volvió hacia el cuenco, preocupada de nuevo por limpiarse la sangre de las manos. En un intento por tranquilizarse, la suma sacerdotisa repasó las tareas que tenía pendientes. Había preparado una proclama para que Ardnor la anunciara: una nueva fiesta que se celebraría en todo el imperio. Galh’Hawan, el Día de la Elevación, sería presentada como una forma de honrar a los espíritus que guiaban a los vivos. No era casualidad que precisamente la noche siguiente a la proclama la constelación de Morgion se vería perfectamente alineada.

Una voz atormentada por el dolor resonó en su cabeza. Nephera dejó de lavarse con un gesto airado y cogió la piel de carnero que había junto al cuenco.

Señora… —decía la voz—. Señora…, ya regreso.

Miró hacia su derecha, donde se materializó algo que al principio no parecía más que un montón de harapos. Nephera enarcó una ceja. Había reconocido la voz de Takyr, pero nunca lo había visto tan débil. Sin importarle en qué condiciones se encontraba la sombra, tenía que saber la verdad de inmediato.

—¿Está vivo o muerto?

El fantasma no levantó la cabeza.

—Vivo… vivo…

—Y sin embargo…, tú todavía existes.

Perdonadme…, señora…

Aunque le costaba creer la derrota, su rostro no reveló ninguno de sus pensamientos. La suma sacerdotisa se secó las manos con la piel, frotando las manchas con ímpetu, sin conseguir borrarlas tampoco esa vez.

—No tiene importancia. —Sus ojos imperturbables miraron un momento a los símbolos de plata de los Predecesores que colgaban en lo alto—. Dime una cosa: ¿lleva, como yo sospecho, objetos del Señor del Cóndor?

Dos…, señora. Una espada… y un…, y un anillo con una piedra negra que escupe fuego… —Las últimas palabras estaban cargadas de rabia, una señal clara de que el anillo era el causante del lastimero estado del fantasma.

—Una espada —susurró Nephera—. ¿Podría ser…? —Observó al fantasma derrotado—. ¿Un anillo, dices? ¿Con una gema negra?

—Sí…

Había oído alguna descripción imprecisa de una extraña pieza de joyería con esas características utilizada por el general Rahm. Ardnor insistía en que Rahm se había servido de un anillo mágico para matar a Kolot. De la sortija había salido una luz que había cegado al más joven de sus hijos el tiempo necesario para que Rahm lo matara.

Entonces, Faros Es-Kalin llevaba el mismo artefacto.

Nephera se angustió. Esas armas podían anunciar su fin…, el fin de los objetivos de su señor, a pesar de que contaba con la ayuda de la magia. Takyr lo había encontrado una vez y podría volver a hacerlo. Quizá Sargas le había dado esos juguetes y después había decidido que se las arreglara solo. Se echó a reír, un sonido que hizo que Takyr se postrara aún más.

—¡Excelente! —Nephera empezó a gritar al techo—. ¿Lo has oído, mi querido señor? ¿Reconoces su flaqueza?

La suma sacerdotisa se rió aún más contenta. Su preocupación inicial había desaparecido. Miró a su sirviente, quien, al ver su expresión enloquecida, se encogió en espera del castigo,

—¡Levántate y no tengas miedo, Takyr! ¡Después de todo, son buenas noticias lo que me traes! ¿No lo entiendes? ¡Los regalos de su dios ya no sirven de mucho al hijo de Kalin! ¡Es evidente que Sargas ya no tiene fuerza para proteger a su elegido! ¡Pronto, muy pronto, Faros caerá víctima de mis hechizos o de las fuerzas militares de mi hija y de Golgren! De un modo u otro, caerá, tiene que caer. —Lady Nephera volvió a mirar al techo—. Y poco después, mi querido señor… poco después, ¡también caerá su dios!