BLOTEN
Bloten, capital de Blode, antaño una de las ciudades más importantes de los venerados Grandes Ogros, se encogía en lo alto de las montañas del norte. Miles de años atrás, sus esbeltas torres —algunas, según la leyenda, enteramente hechas de cristal blanco— y los palacetes inmensos y extravagantes se conocían en los confines de la tierra. Todos acudían a Bloten. Las mayores fortunas de Ansalon se encontraban allí, como atraídas por un imán. En los mercados se vendían objetos exóticos del otro lado de los océanos, incluidos raras esencias que tardaban años en destilarse y animales que no podían encontrarse en cautividad en ningún otro lugar. Se decía que si no se encontraba algo en Bloten, era porque no existía. Las principales ciudades de Kern de los Grandes Ogros no podían compararse con la capital de Blode.
Como ocurrió en Kern, los ogros del segundo reino fueron presos de la decadencia y más tarde del salvajismo. Abandonada por todos, excepto por un puñado de descendientes bárbaros de sus antiguos habitantes, Bloten se convirtió en una caricatura de su antiguo esplendor. Con el paso del tiempo y el tributo exigido por la violencia y los desastres naturales, las murallas se vinieron abajo y muchas de las increíbles torres sin par se derrumbaron. Las calles empedradas con cantos pulidos y relucientes se hundieron con los temblores que resquebrajaron la tierra. Barrios enteros de la ciudad desaparecieron. Las amplias casas abandonadas se redujeron a caparazones rotos, despojadas de todo valor y ocupadas por los fieros descendientes de aquella raza con atisbos de dioses, habitadas por clanes enteros de guerreros sanguinarios. Bloten se convirtió en una sombra, un fantasma de la gloria perdida por la arrogancia de sus fundadores.
Entre todas las ciudades de los ogros, incluida la nororiental Kernen, Bloten había sido la que había hecho el esfuerzo más ímprobo por resucitar el magnífico pasado. Las pocas torres que quedaban se habían reconstruido de la mejor manera posible o estaban en plena remodelación. Quedaban algunos restos de las míticas estructuras de cristal, y siempre que se encontraba algún fragmento de tales joyas, se incorporaba con maestría a los nuevos edificios. Así, las torres devolvían a Bloten su resplandor bajo el sol.
En el pasado, el más preciado símbolo de la capital había sido el halcón pardo de montaña, una feroz ave de presa de cresta roja con una envergadura de más de doce pies. La mayoría de las imágenes del animal se habían perdido con el tiempo, pero entonces una gigantesca escultura de mármol custodiaba cada una de las cuatro enormes puertas de madera, con las alas extendidas, como si las legendarias aves protectoras de Bloten estuviesen a punto de lanzarse sobre sus enemigos. Las cuatro estatuas eran una incorporación moderna, ordenadas no por el gran Donnag, sino por el verdadero señor del reino.
En el interior y alrededor de las torres, los barrios de la ciudad que se habían conservado también se habían limpiado, se habían embellecido y se habían rehabilitado. Las murallas circulares volvían a alzarse hacia el cielo; una pasta marrón cubría los huecos donde se había caído la piedra. Aquí y allá, los esclavos hábiles con el cincel restauraban o tallaban hermosas imágenes de figuras esbeltas y elegantes que parecían descender de los mismos cielos. Eran, a su manera, tan bellas como los Grandes Ogros, pero más altas e imponentes, con unos rasgos tan poderosos que casi resultaban amenazadores.
Golgren, que entraba en la ciudad a la cabeza de su ejército, resopló con desdén cuando sus ojos se posaron sobre esas imágenes. Aquellos que las habían encargado vivían en una ilusión que él toleraba a regañadientes. La serpenteante columna de guerreros y animales que cruzaba la puerta abovedada sólo era una parte de las fuerzas que estaban a sus órdenes, pero conformaba por sí sola un espectáculo formidable. Los guerreros con armadura, los mastarks con sus yelmos y los siempre amenazadores merodracos impresionaban a los numerosos espectadores. Jamás en la historia de los ogros una sola figura había acumulado tamo poder, ni siquiera los kans ni los caciques.
Los guardias de las murallas lo aclamaban a gritos. Los ciudadanos se arremolinaban para mostrarle su apoyo. Las porras golpeaban el viejo empedrado con un estruendo ensordecedor. Otros espectadores aullaban, y con sus gritos guturales honraban el poder del Gran Señor. Algunos amaloks del sur —que se distinguían de sus primos de Kern, más altos y delgados, por el cuello más corto y el cuerpo pardo amarillento y de caballos voraces— se unieron a los gritos. Muchos de los que lo aclamaban se cubrían con sencillos briales, pero otros vestían ropas parecidas a las de Golgren. Éstos hacían reverencias y se comportaban de forma más civilizada. Más de uno se había limado los colmillos al estilo del Gran Señor. Sus elegidos pertenecían a este grupo; eran los que se ocupaban de sus dominios durante sus ausencias. En Bloten no faltaban razones para mantenerse ojo avizor.
Los fragmentos de cristal de las altas torres relucían intensamente, como comprobó Golgren con satisfacción. Había programado su llegada justo a esa hora, consciente de que el sol brillaría con toda su fuerza. Para la multitud, el Gran Señor casi parecía una visión celestial; el resplandor que lo envolvía resaltaba su prestigio.
Se levantó viento. Sólo un ogro, o un enano gully, podía soportar el hedor de esa multitud de cuerpos mugrientos sin arrugar la nariz. Golgren enganchó las riendas en la silla y de un morral sacó un pequeño frasco, que se llevó a la nariz. El embriagador aroma logró ahogar por un momento la pestilencia de su pueblo. Después de volver a esconder el frasquito, cogió las riendas y entonces se dirigió a su destino.
Una procesión menos numerosa pasó por un lado mientras el Gran Señor cruzaba la ciudad. Ataviados con túnicas grises, cuatro ogros enormes llevaban una litera de madera y piel de cabra, en la que descansaba el cuerpo de un valioso amalok. Habían degollado al animal y alrededor del cuerpo atado había unas jarras pequeñas de arcilla llenas de la sangre del caballo. Los recipientes parduscos estaban sellados con cera para que no se derramara su contenido. Detrás de la litera caminaban cinco ogros más, también vestidos de gris, con la cabeza inclinada. La figura que abría la comitiva, con la melena recogida en una coleta, era una autoridad local que gozaba de la protección de Golgren. Los que le seguían eran miembros de su clan y otros ogros de casta alta. El líder y algún otro se habían limado los colmillos. Todos ellos llevaban unos pequeños sacos de piel en los que se revolvía algo.
Golgren miró más allá de la procesión, más allá de las murallas de la misma Bloten, donde las altas montañas escarpadas se imponían como centinelas protegiendo la ciudad. Las cumbres cubiertas de nieve y las siluetas dentadas de los riscos hacían pensar a los ogros más supersticiosos en guerreros gigantescos cubiertos con yelmo.
La otra procesión se dirigía a ese inhóspito terreno para honrar a los guerreros de piedra y pedirles sus bendiciones. El amalok era un animal muy preciado, que servía de ofrenda. Parte del ritual insistía en recorrer el camino descalzos llevando el valioso sacrificio. En los sacos más pequeños había barakis jóvenes, los lagartos de caza que hacían furor en las castas más altas. Eran otra ofrenda, que se llevaba viva hasta el lugar, para que los espíritus se sintieran más halagados. Pasarían los barakis a cuchillo mientras el cuerpo del amalok ardía sobre uno de los montículos de piedra que salpicaban las laderas.
La procesión no se cruzaba en el camino de Golgren por una mala planificación, sino que al emprender el trabajoso camino en ese mismo momento, el otro ogro cumplía con su deber de honrar al Gran Señor. Los sacrificios serían ofrecidos por la gloria venidera de Golgren.
Cuando el señor de Kern y Blode pasaba a su lado, el Gran Señor metió la mano en un morral. Sacó el trozo de un colmillo roto y lo tiró a los pies de su seguidor. El otro ogro se inclinó y recogió la ofrenda. En ningún momento osó levantar la cabeza, pero agarró el colmillo con evidente avaricia.
El trozo de colmillo pertenecía a un rival de Golgren muerto hacía mucho tiempo. El poder del rival muerto era entonces el poder del Gran Señor, y al darle una parte a su seguidor, Golgren le entregaba una pequeña porción de su muerte gloriosa.
Olvidada ya la otra procesión, Golgren volvió a mirar al frente. Delante de él se alzaba una estructura más imponente aún que las magníficas torres. Se decía que el palacio de Donnag señalaba el lugar de origen de los Grandes Ogros. Era veinte veces más grande que los otros palacios. La enorme estructura cuadrada recordaba, en parte, a una fortaleza y, en parte, a un templo, con almenas y grandes puertas de bronce. La torre principal dominaba todas las construcciones de la ciudad. El palacio parecía nuevo, pero sólo porque se había pintado y se había remodelado hacía poco. Relucía con el blanco del marfil primigenio. De las elevadas ventanas pendían suntuosos tapices que mostraban figuras esbeltas de piel azul.
Donnag había empezado a trabajar en su palacio casi inmediatamente después de hacerse con el control de la ciudad algunos años atrás. El palacio, y en realidad todo Bloten, se habían concebido como un monumento a la grandeza de Donnag. Entonces, aunque Donnag seguía ostentando el título de gobernador, el palacio y los demás edificios oficiales servían a Golgren. Ya había ordenado que se sustituyesen los tapices por otras piezas ricamente bordadas en las que se glorificaba su figura, no al remoto pasado.
—Ky i grul —ordenó.
Uno de sus subordinados levantó un cuerno de cabra y tocó una serie de notas. La muchedumbre se quedó en silencio. El ejército se detuvo. Únicamente el Gran Señor y Nagroch, que se mostraba extrañamente adusto, siguieron cabalgando.
Los corpulentos guerreros con petos y yelmos acabados en un pincho estaban apostados en la entrada del palacio. Los guardias eran más delgados y parecían más recelosos que la mayoría de los de su clase. Su armadura era de metal pulido y las armas estaban nuevas y bien afiladas. Se enderezaron con un movimiento brusco propio de solámnicos. Cuando Golgren desmontó, alzaron las armas en señal de saludo.
—Juy I foroon i’Donnag kyrst, ¿ke? —susurró Nagroch.
—F’han —respondió su líder, indiferente.
En las puertas del palacio —altísimas puertas de bronce nuevas en las que estaban talladas dos figuras gemelas en pose de oración—, dos guardias, que sostenían las cadenas de sendos merodracos, miraban respetuosamente a los recién llegados que se acercaban. Nagroch, por su parte, lo observaba todo con gran recelo y no apartaba la mano de su arma. Por el contrario, Golgren caminaba despreocupadamente, con la confianza de quien se siente seguro incluso en casa de su enemigo.
Los recibió un ogro que, al igual que Golgren, se había limado los colmillos hasta convertirlos en meras protuberancias. Aunque era tan alto como solían serlo los de su raza, era de constitución mucho más delgada. Su melena competía en cuidados con la del Gran Señor y tenía más aspecto de ser de Kern que de Blode.
—Herat i Jeroch uth Kyr i’Golgreni —dijo el sirviente, con la cabeza gacha.
Se lanzó a recitar la letanía de títulos del Gran Señor, pero Golgren lo liberó de la formalidad con un gesto indiferente. El sirviente asintió y señaló hacia adelante, hacia la cámara de audiencias del cacique Donnag.
—Koloth i Donnarin ut.
Por toda respuesta, el Gran Señor miró fijamente los muros del palacio. Llamaba la atención que, a diferencia de tantos otros lugares, estaban totalmente desprovistos de motivos decorativos, aunque se veían marcas de antiguos ornamentos. En el suelo y el techo había una cenefa plateada.
—Ko jya —dijo finalmente Golgren. Señaló un estrecho pasillo que se perdía a la derecha de la cámara de audiencias—. Mera i Daurorin ut.
El sirviente frunció el entrecejo sin decir nada.
Golgren clavó la mirada en el otro ogro, que era mucho más alto y parecía más fuerte que él.
El sirviente fue el primero en apartar la vista. Volvió a inclinar la cabeza y murmuró:
—Mera i Daurorin ut… ke.
Sin ocultar su reticencia, el sirviente los condujo por el pasillo lateral. En contraste con el resto del palacio, el camino no estaba iluminado y a cada paso la oscuridad se cernía sobre ellos. Era como si las antorchas apenas pudiesen conservar su llama, como si les faltase aire. La mano de Nagroch descansaba sobre el arma, pero Golgren seguía caminando sin preocupación aparente. Mientras tanto, el sirviente se ponía cada vez más nervioso y no dejaba de mirar al Gran Señor por encima del hombro.
Por fin, en medio de la oscuridad, llegaron a una pequeña puerta de bronce. Delante de ella se alzaba un guardia tosco al que el yelmo sólo le dejaba al descubierto los ojos y la boca. Era por lo menos el doble de corpulento que la mayoría de los otros y casi una cabeza más alto. A pesar de que apenas había luz, se adivinaban las impresionantes venas de los brazos y el cuello. En los ojos le brillaba una luz malévola.
—Haja —empezó a decir el sirviente—. Haja i’Golgreni ot mera i Daurorin ut.
El brutal centinela no mostró reacción alguna, excepto porque entrecerró ligeramente los inquietantes ojos.
—¡Haja! —repitió el sirviente, con un tono más insistente—. ¡Haja i’Golgreni ot mera i Daurorin ut! ¡Haja!
Nagroch lanzó un aullido y empezó a desenvainar su arma. Pero en ese mismo momento Golgren pasó por delante de su guía y miró con solemnidad al guardia. La tosca figura comenzó a respirar agitadamente y, por fin, se apartó a un lado. El sirviente reaccionó con rapidez, adelantó al Gran Señor y tocó el centro de la puerta con un dedo.
Como si tuviera vida propia, la puerta se abrió. El nervioso guía se retiró a un lado y les indicó que entrasen sin él. Nagroch resopló al ver su miedo y siguió a su señor. Casi no les había dado tiempo a dar un paso, cuando en la oscuridad una voz susurró algo en un idioma un bello como la música. Tras ellos, la puerta se cerró. Una sombra se deslizó frente a sus ojos; se adivinaban su gran altura y su elegancia perfecta.
Algo silbó cerca de la pierna de Nagroch. Un reptil se irguió sobre sus patas traseras y lanzó un mordisco al ogro. Nagroch gruñó y le propinó una patada al baraki. El lagarto de caza intentó arañarlo con las garras y retrocedió entre las sombras, sin dejar de echar salivazos.
La figura de las sombras volvió a hablar, en esa ocasión dirigiéndose directamente a Golgren.
—Jya uf heref —contestó el Gran Señor.
Su anfitrión invisible volvió a responderle en la misma lengua musical. A pesar de la extrema belleza del idioma, lograba que las palabras y el tono resultaran amenazantes.
—Hablas la lengua de los antiguos tan poco como yo lo hago —bufó Golgren—. Sí quieres jugar a este juego, hablaremos en común. Elige.
La otra voz contestó con una única palabra. La cámara se iluminó lo suficiente para descubrir a otro ogro, pero que en absoluto se parecía a Golgren o a Nagroch…, o a ningún otro de su raza, en realidad. Ese ogro era mucho más alto que los otros dos, casi llegaba a los quince pies. Su piel era de un azul brillante, hermosa como la azurita. Si en los rasgos de Golgren se adivinaba un posible antepasado elfo, no sería difícil confundir a ese ogro con un gigante de esa raza, tan bello era su rostro. Pero no existía ningún elfo con tan maravillosa y perfecta musculatura, ninguno tenía unos ojos de oro puro que brillaran con una fuerza tan misteriosa. En sus rasgos no había delicadeza, sino una oscuridad latente. La sonrisa con la que recibió a sus invitados era reservada, reticente. Sus vestiduras eran las más ricas que se habían visto en Blode hasta entonces, suntuosas, amplías, sedosas, y resaltaban el aura, más cercana a los dioses que a los ogros.
Era imposible dudar de que aquel ogro era uno de los representados en los tapices de las ventanas. La alta silueta azul irradiaba una presencia tan poderosa que la mayoría de ogros se sentirían abrumados…, pero no el Gran Señor ni su oficial de más confianza.
—Sí así lo deseas —convino el gigante, dotando de elegancia incluso a su común. Señaló la puerta que había detrás del Gran Señor con unos dedos largos y delgados que terminaban en unas garras negras, más propias de otro cuerpo—. Podemos hablar más cómodamente en la cámara de audiencias…
Golgren le dedicó una sonrisa astuta.
—No tengo nada que hablar con Donnag. Donnag lo entiende. Donnag sabe cuál es su lugar y espera. Es de los otros titanes de los que desconfío. ¿No aprenden del ejemplo de Donnag, que me sonríe, me da palmaditas en la espalda y bebe conmigo como si fuera su hermano de sangre, que me maldice en silencio, pero no deja de obedecerme?
Los labios del titán se separaron reveladoramente. En el centro de la perfección de su rostro, quedaron al descubierto dos hileras de dientes despiadados más propios de un tiburón.
—Nosotros… lo entendemos todo muy bien, Gran Señor. La mano de la bruja y tus propias estratagemas no nos dejan más remedio que entenderlo. No habrá ninguna traición.
—¿Ni siquiera por parte de Dauroth?
El titán parecía inquieto.
—Ahora no está aquí. Preferiría no contestar en su nombre, ni siquiera en esta…
Mientras estaba hablando, un gemido lastimero se escapó entre las sombras que tenía detrás. La figura azul hizo un gesto. Por un momento, su mano brilló con una luz naranja. El gemido se interrumpió de inmediato.
—Hay muchos elfos en Ambeon —comentó Golgren, utilizando a propósito el nombre minotauro para dar fuerza a su razonamiento—. Cada vez menos en Blode, ¿verdad? Dauroth sigue buscando, pero sin éxito. —Observó los sutiles cambios en la expresión del titán—. ¡Oh, sí…!, todo se sabe. Dauroth vuelve con las manos vacías. Donde antes podían encontrarse elfos sanos y resistentes, ahora cada vez es más difícil dar con uno.
El titán no dijo nada, pero sacó los dientes. Le temblaban ligeramente las manos, prueba de que la cólera se agolpaba en su interior.
—No sólo los elfos, también algunas plantas, hierbas…, cosas. Es tan difícil reunir todo lo necesario…, más aún lograrlo a tiempo…
Haciendo grandes esfuerzos por contenerse, el gigante hincó una rodilla de mala gana.
—¡Sólo buscaba nuestra supervivencia! No nos enfrentaremos a ti, Guyvir.
Acababa de pronunciar la peor palabra posible. Los ojos de Golgren lanzaban fuego. Miró al ogro arrodillado con tal vehemencia que incluso el enorme titán retrocedió, asustado.
—¡No hay ningún Guyvir!
El Gran Señor chasqueó los dedos y señaló en dirección al gemido. Presa de un nuevo ímpetu, Nagroch cogió con alegría la daga que llevaba en el cinturón. Desapareció en la oscuridad y se oyó una voz inconfundiblemente elfa que balbuceaba con miedo. El titán hizo ademán de levantarse, pero la mirada airada de Golgren le obligó a arrodillarse de nuevo.
—¡Ha sido cosa de Dauroth, no mía! ¡Yo he sido obediente!
—Esto no es por la tontería de Dauroth —aseguró el Gran Señor con desgana—. Es para que lo recuerdes. Yo soy Golgren…, Golgren…
En las sombras se oyó un grito ahogado, y la voz quejumbrosa del elfo calló para siempre. Segundos después, volvió a aparecer el obtuso Nagroch. Limpiaba la hoja de la daga con una tela verde y sucia, de hechura elfa. Sonriendo malignamente al Gran Señor, volvió a enganchar la daga en el cinturón.
—¡El elixir no estaba acabado! —gimoteó el ogro arrodillado, a punto de levantarse.
Sin embargo, la mirada de Golgren lo mantenía en su sitio.
—Algo para hacer memoria.
—¿Dónde encontraré otro?
Golgren sonrió, descubriendo sus dientes de depredador.
—Pregunta a Dauroth.
—Pero…
—Basta de advertencias. O todos obedecen o todos sufrirán las consecuencias.
El titán agachó la cabeza, derrotado. No dijo nada.
Sin dejar de sonreír, el Gran Señor salió tranquilamente de la habitación. El colosal guardia se agazapó contra la pared al paso de Golgren. Detrás del centinela, aguardaba el sirviente, expectante.
—¿Kyi ut i’Donnagi?
Golgren no le hizo caso. No había ninguna necesidad de ver a Donnag. Para asegurarse su propia supervivencia, el cacique se encargaría de que ningún otro titán intentara un truco durante la ausencia de Golgren. En cuanto a Dauroth, la lección que le había dado a su subordinado recordaría al líder de los titanes cuál era su lugar. Sólo podía haber un jefe entre los ogros, y ese era Golgren.
—Nya i f’han i Titani —murmuró Nagroch, entrecerrando los ojos mientras descendían la escalera del palacio. Acarició la daga que llevaba a la cintura.
Golgren respondió con un breve gesto con la cabeza. Había momentos en que los enemigos debían eliminarse y otros en los que simplemente había que mantenerlos a raya. El Gran Señor tenía planes para el futuro, e incluso los titanes podían desempeñar un papel en ellos. Le servirían bien si deseaban conservar sus rostros y sus poderes mágicos.
Si no lo hacían…, les arrebataría su preciado elixir y contemplaría cómo se marchitaban, hasta que le suplicaran que los matara.