DEMONIOS EN LA NOCHE
Faros urgió a sus seguidores a que acabaran los preparativos de la marcha en el menor tiempo posible. Apenas dormía, pues a todas horas controlaba el avance de las disposiciones. Si antes el líder ya parecía una criatura poseída por la locura, entonces la urgencia de Faros le daba tal apariencia de maníaco que eran muchas las murmuraciones inquietas y las miradas temerosas.
Enormes estelas de polvo marcaron su partida, vientos secos combinados con la arena. Faros cabalgaba a la cabeza de la fuerza rebelde; sus ojos inspeccionaban el paisaje como si temiera algún contratiempo, pero la columna avanzaba sin problemas. El camino hacia el nordeste era duro, pero la mayoría de los rebeldes ya se habían curtido en la adversidad mucho tiempo atrás. Recorrieron los caminos inestables y tortuosos que atravesaban aquella tierra yerma. Sufrieron algunas bajas, que dejaron atrás.
Por fin, el paisaje inhóspito dio paso a las regiones boscosas del nordeste de Kern. Aunque allí el ambiente era más tranquilo, los rebeldes se mostraban más recelosos. El mar salado los atraía, pero también sabían que, tan cerca del Mar Sangriento, era fácil que hubiera algún navío imperial. Tampoco sería raro que se encontraran con un barco ogro. Faros casi se habría alegrado de dar una última lección a sus antiguos torturadores, sin pararse a pensar en lo débiles que estaban sus seguidores.
A medida que se acercaban a la costa, Faros enviaba más patrullas de reconocimiento. Sin escuchar a quienes le aconsejaban que no lo hiciera, él mismo lideró un grupo formado por veinte jinetes. En algún sino no muy lejos estaba el lugar donde recordaba que la fuerza de Jubal había acampado una vez. Tal vez el capitán Botanos, suponiendo que no hubiera muerto, hubiese dejado alguna señal o un mensaje.
Cuando ya estaban muy cerca de la costa y caía la noche, Faros ordenó a dos minotauros que volvieran con el grupo principal para decirles que el camino estaba despejado. El pequeño contingente de exploradores acampó en un lugar desde el que se veía el mar. Los minotauros estaban cada vez más impacientes, y hasta el par de humanos que los acompañaban se sentían seducidos por el batir de las olas. El canto de sirena del Mar Sangriento afectó incluso a Faros, que se dio cuenta de cuánto tiempo llevaba reprimiendo la nostalgia.
La noche avanzaba y una fina bruma se alzaba desde el mar. El grupo se mantenía unido y, en la periferia del campamento, vigilaban los centinelas. Después de levantar el campamento, muchos minotauros se quedaron dormidos de inmediato bajo el efecto tranquilizador del sonido del mar.
Faros no era uno de ellos. Tumbado con los ojos cerrados, intentaba concentrarse en los peligros que los aguardaban. Estaba inquieto. Sus planes implicaban tantos riesgos. Para tranquilizarse, trató de recordar momentos felices de su juventud, un truco que ya había probado muchas veces. Pero los recuerdos siempre se transformaban en crueles memorias de lo que había perdido; hasta las escenas más bucólicas acababan dando paso a pesadillas salvajes y sangrientas.
Le llegó el olor del mar. Oía ronquidos, los cuerpos que se movían y las llamadas solitarias de las criaturas del bosque. De repente, distinguió unos susurros furtivos. Era imposible entender las palabras, pero la urgencia de la voz resultaba inconfundible.
Faros se sentó y miró alrededor. No parecía que hubiera nadie despierto. A lo lejos reconoció la silueta de un guardia solitario que vigilaba la oscuridad del bosque. Todo estaba en orden. Atiesó las orejas, pero ya no volvió a oír el susurro. Pensó que habían sido imaginaciones suyas y volvió a tumbarse. Pero en esa ocasión lo que le llamó la atención fueron las estrellas. A través de la bruma del mar, parecían más etéreas. Creía ver que formaban imágenes, como una tortuga y una rosa. Había una que incluso parecía un rostro. No, exactamente un rostro no, porque veía una capucha y lo que parecían los ojos, pero nada más.
Aquellos ojos lo miraban fijamente. Faros no podía apartar los suyos. Sentía como si flotara hacia las estrellas, como si quisieran tragarlo…
Un grito salvaje lo sacó de su ensimismamiento. Giró sobre un costado y cogió la espada envainada.
Alrededor riel campamento, la tierra empezó a levantarse. Enormes montículos se alzaban hacia el cielo y se abrían. De ellos emergían unas figuras inmensas cubiertas con un caparazón y armadas con unas extrañas espadas curvas que parecían guadañas, pero que terminaban en unas puntas afiladas y duras. Otras empuñaban horribles lanzas con tres lengüetas.
Los crustáceos, envueltos en brumas, se alzaban, poderosos; crecían por momentos, más corpulentos y altos que los minotauros. Tenían la cabeza tan hundida en los caparazones que apenas se veía. Los ojos de los monstruos resultaban grotescos, unos bultos saltones sobre la trompa larga y flexible. Los caparazones eran de un intenso carmesí. Emitían un sonido que parecía un borboteo silbante. Avanzaban pesadamente sobre cuatro extremidades, similares a las pinzas de las langostas. Los perplejos rebeldes se encontraron rodeados por aquellas criaturas demoníacas.
Un minotauro dejó caer su arma; estaba tan atónito que no podía reaccionar. Otro sacudía la cabeza y empezó a murmurar oraciones. Las orejas de más de uno sobresalían bien tiesas, mientras ante sus ojos las pesadillas de la infancia tomaban forma.
«Magoris…»
El padre de Faros había combatido en la guerra contra aquellos monstruos acuáticos, al igual que los padres de otros muchos minotauros del grupo. Las criaturas habían salido de las profundidades en el tiempo que otras razas llamaban el Verano de Caos o la Guerra de Caos. De niño, Faros había oído las historias de terribles matanzas, de las despiadadas hordas de crustáceos que asaltaban los navíos y las islas de su pueblo, de los ríos de sangre que dejaban a su paso. Cuando los monstruos atacaban, apenas era posible reconocer a las víctimas. No había posibilidad de rendirse; lo único que las satisfacía era la muerte.
Los magoris servían a una entidad llamada el Serpentín —a su vez un esclavo de algún dios oscuro—, y su deseo era nada más y nada menos que la aniquilación de la raza de los minotauros. Gradic contaba en voz baja que había visto poblados enteros arrasados, cuerpos mutilados, cabezas y brazos desperdigados por doquier. Ni siquiera los ogros causaban tal horror.
Aquellas feroces criaturas habían ocupado gran parte de Mithas y habían asolado una zona de Nethosak, pero, en parte gracias a Sargonnas, el Serpentín había muerto, y los magoris, privados de su líder, se habían retirado. Al borde de la exterminación, los minotauros habían alzado las armas y, poco a poco, arrastraron a los magoris de nuevo a las profundidades. Durante generaciones no se había visto a un magori, pero seguían amenazando desde el recuerdo poblando las peores pesadillas…
—¡Formad un cuadrado! —gritó Faros, pero pocos tuvieron tiempo de obedecer antes de que los silbantes magoris cayeran sobre ellos.
Los crustáceos desgarraban y golpeaban con una agilidad sorprendente, limitando a los rebeldes a una posición de defensa en vez de ataque. Ocultos en la bruma, con sus silbidos aterradores, ciertamente los magoris no eran un enemigo fácil de batir.
Pero Faros sabía que no por eso dejaban de ser mortales. Alcanzó dos veces al que tenía delante, intentando herirlo en algún punto vital. Pero su espada se encontraba con una coraza más fuerte que el mejor de los escudos de acero. Peor que eso era que sentía la espada increíblemente pesada, como si se resistiera a sus deseos. Cuando intentaba clavar la hoja en la parte carnosa y pálida que había debajo de la trompa, el brazo se le iba hacia un lado y quedaba desprotegido ante el implacable contraataque del magori.
El monstruo se balanceó, la guadaña cortó el aire con sus dientes e hirió a Faros en el brazo. El minotauro lanzó un grito cuando el arma mordió la carne. El magori se inclinó hacia él; los ojos saltones estaban tan cerca de su rostro que casi se rozaban. Era una mirada sin vida, una ventana al vacío. Ninguna raza de Kern igualaba la brutalidad y crueldad de aquel animal.
Otro grito cortó el aire. Faros vio una víctima de sus filas; la cabeza del minotauro salió despedida separada del torso. Algo cayó con un golpe seco cerca de los pies del líder de los rebeldes. Faros intentó una vez más herir a su oponente en la zona carnosa, pero la espada era un objeto pesado y desconocido entre sus manos.
—¡Maldita seas! —gritó al arma.
No le importaba la razón, obligaría a la espada a obedecerlo. Con un gruñido, rechazó el golpe de la guadaña y cargó con todas sus fuerzas.
La espada se hundió hasta la empuñadura. Se oyó un chillido espantoso. El grito de muerte del magori le perforó los oídos. Del cuerpo vacilante del crustáceo empezó a manar un líquido amarillento putrefacto. El olor era tan insoportable, parecido al de la carne podrida, que Faros tuvo que taparse el hocico. Unas golas del líquido le cayeron en la muñeca y le quemaron la piel. Con un estertor final, el magori se desplomó.
Faros miró en derredor, sin que pudiera controlar los temblores de dolor y cansancio. Su grupo, cada vez más reducido, apenas podía hacer frente al ataque. Un humano había caído ante dos magoris: el cuerpo despedazado se agitó en el suelo en medio de los últimos estertores. Los monstruos rodeaban al grupo como un muro infranqueable.
Faros intentó rescatar los recuerdos de su infancia. Sabía que los magoris tenían otros puntos débiles, además de la estrecha franja de carne blanda. Si lograba acordarse…
El otro humano lanzó un grito; tenía el pecho abierto por la lengüeta de una lanza. Cuando el terrorífico guerrero se agachó sobre su víctima, con trozos sanguinolentos de carne en la punta de la lanza, una hembra de minotauro pegó un salto y le clavó el hacha en uno de los ojos saltones. El magori chilló y cayó al suelo.
Esos actos de heroísmo no abundaban. La batalla solía reducirse a acciones desesperadas por sobrevivir, pues los rebeldes de Faros se enfrentaban a lo inevitable. Faros tuvo que retroceder y tropezó con algo. Resbaló y cayó. Un dolor lacerante le atravesó el hombro izquierdo. El minotauro rodó sobre sí mismo, desesperado, y se chamuscó el pelaje en la hoguera del campamento.
Entonces, recordó algo que Gradic le había dicho una vez. Sin hacer caso al dolor, cogió un tronco del fuego y lo agitó frente a su adversario. El magori lo esquivó, pero no pareció asustarse mucho por las llamas. El líder de los rebeldes frunció el entrecejo; no era eso lo que él esperaba.
Antes de que pudiera pararse a pensarlo, su enemigo volvió a la carga. Faros soltó el tronco y retrocedió más. Esquivó otro golpe y logró herir a la criatura en una de las extremidades. La garra de tres dedos dejó resbalar el arma.
En ese momento, se percató de algo. Los agujeros de los que habían salido los magoris habían desaparecido. A pesar de la oscuridad. Faros podía ver que los enormes montículos abiertos ya no estaban, y la tierra volvía a ser lisa y bastante firme.
Eso era imposible…, a no ser que los túneles se hubiesen cerrado mágicamente; a no ser que en realidad no hubiera ningún túnel y ningún montículo, porque nunca hubiesen existido.
Si fuera así, ¿qué pasaba con aquellos crustáceos monstruosos?
Tuvo un presentimiento y frotó el anillo negro. Los magoris no desaparecieron, pero las siluetas empezaron a ondularse y, poco después, Faros vio otras formas que le eran más familiares. Faros sabía que lo que iba a hacer a continuación podía costarle la vida, pero sí sus ojos no le habían engañado, no le quedaba otra opción.
Clavando la punta de la espada en la tierra, el minotauro se apoyó sobre una rodilla. Al mismo tiempo, gritó a sus compañeros:
—¡Quietos! ¡Haced lo mismo que yo! ¡Ahora!
Los rebeldes lo imitaron de inmediato, prueba de la confianza ciega que tenían en Faros. Los magoris los rodearon. Las órbitas abultadas se revolvían en lo alto de las enormes figuras. Algunos crustáceos empezaron a silbar, y el repugnante olor a muerte se posó sobre los rebeldes.
Los magoris levantaron las despiadadas armas. Entonces, el que se alzaba sobre Faros vaciló. Hizo un gesto a los demás para que bajaran las hojas y se inclinó para observar a su enemigo.
Faros asió el anillo de Sargonnas y reunió toda su fuerza de voluntad en el intento comprender a qué se enfrentaba en realidad.
El líder de los magoris tembló. El cuerpo cubierto por el caparazón se transformó, uno de los pares de repugnantes apéndices desapareció y los otros se convirtieron en brazos y piernas cubiertos de pelo. La trompa se ensanchó y se trocó en un hocico ancho. Los ojos saltones pasaron a ser orejas —como Faros se había imaginado— y un par de cuernos largos y puntiagudos.
Los cuernos de su raza.
Con expresión de perplejidad, el otro minotauro preguntó:
—¿Faros? ¿Faros Es-Kalin?
El líder de los rebeldes estaba mirando el rostro de rasgos duros del capitán Botanos. El asombro horrorizado del marino dio paso a la consternación. Botanos miró su hacha ensangrentada, con la que había estado a punto de partir en dos a Faros. Tiró el arma, como si de repente le diera asco, e inclinó la cabeza.
—¡Faros! ¡Juro que no sabía que eras tú!
En ese momento, todos los magoris se convirtieron en minotauros. Las dos partes quedaron mirándose; la verdad, por fin, había sido descubierta. Los aliados se habían encontrado como contumaces enemigos. Más de media docena de minotauros yacían muertos y otros muchos estaban heridos, algunos de gravedad.
—Vi… —Botanos tragó saliva—. El Cresta echó el ancla a una horade aquí hacia el norte. Salimos a reconocer la zona. Yo…, yo oí un ruido y nos acercamos sigilosamente, ¡pero lo que vimos eran ogros! ¡Un grupo de ogros con un montón de pieles de minotauro!
Varios miembros de su banda gruñeron o asintieron con la cabeza.
Faros se levantó lentamente. Pero a diferencia del capitán, él no tiró la espada. Todavía cabía la posibilidad de que esa visión fuera otro hechizo malvado.
—Nosotros vimos magoris —explicó secamente a Botanos—. Salieron de la tierra, armados con guadañas o lanzas terminadas en una lengüeta…
—¿Magoris? Por la Reina de los Mares, ¡no me extraña que lucharais con esa ferocidad! ¡Yo soy lo suficientemente viejo como para recordar esa pesadilla, muchacho! Es increíble que no nos hayáis matado a todos, a pesar de que os atacamos por sorpresa y os superábamos en número.
Faros asintió con amargura.
—Eso pretendía algún enemigo. Eso era lo que se suponía que tenía que pasar. Esperaban que nos matásemos entre nosotros. —Recordó que había estado mirando el rostro formado por las estrellas justo antes del ataque—. Una cabeza encapuchada —murmuró el líder de los rebeldes lo bastante alto como para que Botanos pudiera oírlo—. Ojos sin rostro…
Botanos hizo el signo de Sargonnas.
—¿Ojos sin rostro? ¿Una capucha? Suena al señor de la torre de bronce…, ¡el terrible Morgion! —El corpulento capitán resopló—. Faros…, ¿intentas decir que esta trampa mortal, esta doble ilusión, es obra suya?
—Esto y la plaga que sufrimos antes, una plaga que supuestamente tenía que aniquilar a todos mis seguidores…
Muchos de los que estaban cerca empezaron a murmurar entre sí. Era evidente que a Botanos no le gustaba el tono en el que cuchicheaban, pues se apresuró a decir:
—¡Vaya, el templo puede tener a Morgion para sus trucos deshonrosos y sucios, pero estáis frente al minotauro que estuvo cara a cara con el mismísimo Sargas! Todos oísteis el mensaje de los pájaros, ¿no os acordáis? Por el Remolino, yo apostaría por la fuerza de un guerrero como Faros antes que por una deidad que todos los días se revuelve en la basura y la podredumbre, ¿no?
Sus palabras alentaron a los desanimados minotauros. Vitorearon, a pesar de las bajas. En realidad, no habían sido sus manos las que habían matado a sus hermanos, sino el hechizo cobarde y vil de sus enemigos.
—Atended a los heridos —ordenó el capitán. Después, avergonzado, miró a Faros y dijo—: Con tu permiso, mi señor.
Faros asintió, con un suspiro de alivio. Mientras unos se ocupaban de cuidar a los heridos, otros se encargaron de los muertos. Los dos bandos habían sufrido bajas, pero al menos se había evitado lo peor.
Cuando por fin estuvo a solas con Faros, Botanos inclinó los cuernos y dijo:
—Esta confusión es culpa mía de todos modos, muchacho. Tienes derecho a exigir mi cabeza si así lo crees, o mis cuernos, o cualquier otra cosa.
—Lo que no haría más que empeorar la tragedia —gruñó Faros—. Conserva ambas cosas, capitán. ¡Te voy a pedir mucho más que eso! ¡Tu precioso Cresta de Dragón será mi navío cuando navegue hacia Nethosak!
Si creyó que iba a perturbar al veterano marinero, Faros se equivocaba. Lo que recibió fue una gran sonrisa de agradecimiento. Botanos estaba a punto de darle una palmada en el hombro, pero entonces vio la herida.
—¡Por los dioses del cielo, Faros! ¡Necesitas que te curen eso!
Sólo entonces el guerrero más joven sintió un intenso dolor donde se había quemado. Estaba tan acostumbrado a soportar el dolor que ni siquiera se había dado cuenta de que en algunas zonas tenía el pelo completamente chamuscado. En un par de partes ya habían empezado a salirle ampollas.
—Ahora no hay tiempo para eso —contestó, haciendo un esfuerzo por volver a olvidar el dolor.
—¡Claro que lo hay! ¡En esta ocasión, yo daré las órdenes, muchacho! —Mirando por encima del hombro, el capitán rugió—: ¡Joak! ¡Tú sabes algo de curandería! ¡Ven aquí y echa un vistazo a esto!
Se les unió un marino más bajo con los ojos juntos. Al ver que Botanos no se daría por satisfecho hasta que hiciera algo con las quemaduras, Faros se resignó a que lo curasen. Se sentó, mientras el otro minotauro le miraba las heridas.
—Puedo hacer un emplasto con unas cuantas hierbas que tengo y una planta que vi, pero sería mejor que lo llevásemos a bordo del Cresta.
Al oír el nombre del barco, Faros recuperó el interés.
—¿Está muy lejos de la costa? ¿Una hora, habías dicho?
—Sí. En un puerto seguro, al menos por ahora. Esquivamos a media docena de imperiales hace un par de días. Últimamente hay mucha actividad.
La mayoría a causa de Faros, no cabía duda. Y no haría más que aumentar al encontrarse Bastion de-Droka entre los muertos. Botanos interpretó mal su expresión.
—¡Oh, te llevaremos muy de prisa al barco, muchacho, no te preocupes! ¡No voy a perderte ahora que te has unido a la causa! ¡En cuanto estés a salvo, navegaremos hacia el Courrain!
—No vamos a ir a ningún sitio, capitán, al menos no más lejos que a tu barco. Los demás están a una jornada o más de aquí. Juré que no dejaría a nadie en Kern.
Faros vio el rostro de su padre. Cuando Gradic daba su palabra, la cumplía. Faros no sería menos.
—Pero…
En ese momento. Joak, el curandero, cometió el error de palpar una parte especialmente inflamada. Dando un gruñido, Faros lo empujó y se puso de pie. Por un momento, la sangre le nubló la vista.
—No dejaremos a nadie atrás a la merced de los ogros, ¿lo has entendido?
—Sí…, sí, muchacho, lord Faros.
El líder de los rebeldes recogió la espada, que volvía a ser como una extensión de su brazo.
—Llévanos a tu barco.
Partieron cuando ya se habían ocupado de los muertos y los heridos. Uno de los rebeldes, que había recibido la influencia de Grom, rezó una oración a Sargonnas. Faros alzó los ojos hacia la constelación que representaba al dios, pero, como era habitual, la deidad no apareció. Cuando la breve ceremonia hubo concluido, transportaron a los heridos que no podían caminar en camillas improvisadas con ramas y mantas. El camino no era demasiado difícil, pero después de la siniestra alucinación, avanzaban con mucha cautela. Por lo visto, el poder de Sargonnas ya no ocultaba a Faros de sus enemigos.
—Espero que hayas reconsiderado tu decisión —murmuró Botanos cuando ya se aproximaban a su destino—. El Cresta podría llegar a un lugar más seguro en pocos días y, con suerte, poco después podríamos conseguir suficientes barcos para la mayoría de los tuyos. Una semana, quizá tres al comienzo…
—En ese tiempo, todos los que hubiéramos dejado atrás habrían muerto o algo peor.
—¡Eres tú lo único que importa! ¡Sólo tú puedes conducirnos a la victoria!
El líder de los rebeldes se enfrentó a la mirada del marino.
—¿Seguirías a alguien que ha abandonado a tantos para salvar su propio pellejo?
Botanos no podía responder a eso. Acabó por asentir.
—Haremos como dices, entonces. Por lo menos sube a bordo y espera ahí. Si los imperiales nos descubren, ¡no podrás protestar cuando te llevemos a salvo!
—No, me quedaré en tierra. Si llega alguna embarcación, me esconderé en el bosque y volveré a la columna.
Se adentraron en la última zona arbolada. En cualquier momento, por lo menos según lo que el capitán Botanos le había dicho antes, avistarían el legendario navío rebelde.
—¡Ahora escúchame, mi señor! —empezó a decir Botanos—. Si solamente accedieras a…
El marino se detuvo con la boca abierta. Faros siguió su mirada hasta donde el Cresta de Dragón estaba anclado. Se veía rodeado por más de media docena de grandes barcos.
—¡A los árboles! —exclamó, alejándose de Botanos—. ¡Capitán! Vamos…
Pero Botanos se echó a reír. Faros lo miró como si estuviera loco.
—¡Tranquilo, mi señor! ¡No hay nada que temer!
—¡Son barcos de guerra!
—¡Sí! ¡Navíos de la flota oriental, la mayoría! Liderados por la capitana Tinza, si la recuerdas…
Faros volvió a ver el rostro de la veterana oficial de marina. Había sido una de las primeras en jurar que lo seguiría, siempre que su objetivo fuera Nethosak, no Kern.
—¡No cabe duda de que el de los Grandes Cuernos te protege, mi señor! —Botanos señaló la flota—. ¡Ahí está la solución a todas nuestras preocupaciones! ¿Querías barcos que llevaran a los demás? ¡Apuesto a que éstos lo harán! Los pájaros difundieron tu mensaje más de prisa aún de lo que yo pensaba, ¡y parece que tus sinceras palabras hicieron el resto!
Faros contempló los barcos, todos venidos de muy lejos en respuesta a su ruego. Todos estaban dispuestos a seguirlo, sin importar que tal vez su intento vano significara la muerte.
Contra el poder sobrenatural del maligno Morgion, ésa era la mejor respuesta.