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MENSAJES PROFÉTICOS

El segundo maestre Pryas era un personaje distante que gozaba abiertamente de la gloria de su rápida ascensión al poder. Con títulos como el de comandante de la legión y procurador general —este último le daba carta blanca en casi todas las situaciones de crisis—, era uno de los minotauros más poderosos del imperio.

Para disgusto de Maritia, aunque no para su sorpresa, la general Kilona y los demás oficiales de los Defensores se desvivían por agradar a Pryas. En el corto período de tiempo desde su llegada, más de la mitad de los legionarios y los colonizadores que supuestamente tenían que ayudar a renovar la capital habían pasado a trabajar para el templo, olvidando todas sus demás obligaciones. Mientras cabalgaba enfadada hacia el enorme edificio, Maritia calculó que por lo menos cien soldados o más de la Legión de Cristal se afanaban en las obras del templo. Muchos de ellos estaban construyendo el gigantesco armazón del que colgarían las representaciones gigantescas del hacha y el ave sobre la entrada.

Que los guerreros de Kilona, todos fieles a los Predecesores, hubieran acudido no la sorprendía, pero había también varias docenas de soldados de otras legiones, incluida la de los Halcones Albos y uno o dos miembros de la suya.

Se encontró con el Defensor de ojos acerados en el nacimiento de los escalones del templo. Pryas vestía los colores negro y dorado de su rango, con el yelmo colgado del brazo derecho. A un costado llevaba una enorme maza con la cabeza cubierta de pinchos, que parecía capaz de aplastar rocas y huesos con la misma facilidad. Lo rodeaban cuatro de sus imponentes guardias.

—¡Lady Maritia! —exclamó al verla acercarse—. ¡Vuestra presencia me complace enormemente! —El segundo maestre se inclinó haciendo una reverencia; la capa oscura revoloteó alrededor—. ¡Si hubiera sabido que veníais, habría dispuesto una bienvenida más formal!

—Ya has distraído a demasiados soldados de sus obligaciones, Pryas. No es necesario entretener a más.

No parecía en absoluto arrepentido.

—El pueblo es el alma del imperio y el templo es el alma del pueblo, mi señora. Este templo debería haber abierto sus puertas para el culto mucho tiempo atrás.

—Teníamos algunas prioridades sin importancia, como el abastecimiento, los alojamientos, el enemigo…

El minotauro se giró, agarró a un dekariano con la cabeza descubierta, miembro de los Grifos, y le ordenó:

—¡Vete a decir a esos vagos que hagan añicos esos iconos blasfemos ahora mismo!

Mientras el oficial se apresuraba a cumplir la orden, Maritia miró hacia el numeroso grupo de minotauros que estaban destrozando la estatua elfa de Branchala que guardaba un lado de la puerta. La mayoría de estatuas ya estaban derruidas o a punto de estarlo.

—¿Por qué no las tiráis a un foso como se hace con el resto de escombros? Se ahorraría tiempo.

—En presencia de aquel al que servimos, no debe haber falsas deidades ni tallas que las representen —dijo Pryas, frunciendo el entrecejo—. ¡Como hija de la sagrada y hermana del emperador, lo entenderéis mejor que yo, bendita seáis!

—Yo soy una soldado, Pryas, una legionaria como mi padre. De lo que entiendo es de guerra, como casi todos los minotauros de nuestro pueblo.

—Con la guía de nuestros ancestros, ocuparemos los lugares destinados a nosotros, cumpliremos nuestro destino, por el bien de nuestra raza y la gloria de aquel al que servimos.

Intentando mantenerse impasible, Maritia dijo:

—También sé que tus subordinados se han trasladado a los centros de distribución. Cuando uno de mis treverianos intentó recoger nuestra cuota de alimentos, ¡espadas y hachas le cerraron el paso!

—¡Un malentendido, por supuesto! Vuestro treveriano debería haber sido más inteligente. ¡Los alimentos de Ambeon y otros productos esenciales están bajo el auspicio de los Defensores! Así es en Nethosak, y no cabe duda de que en las colonias será igual.

Maritia a duras penas reprimía las ganas de propinarle un buen puñetazo para quitarle esa expresión de mojigato de la cara.

—Yo soy la comandante militar de Ambeon…

—No hago más que seguir los dictados del emperador, al igual que vos.

Poco podía argumentar contra esa lógica. Pero Maritia no suavizó su mirada.

—De todos modos, confío en que ya hayas reunido a los trabajadores suficientes. No puedo permitir retrasos en otras zonas cruciales de colonización o seguridad. Esos Halcones Albos, por ejemplo. Se supone que su obligación es vigilar y proteger el noroeste. Si necesitas más ayuda, los esclavos siempre pueden…

Irguiéndose y resoplando con fuera, Pryas rugió:

—¡Ninguna rata elfa tocará nada de los Predecesores! ¡No me fío de sus manos suaves y traicioneras! ¡Preferiría a un ogro o a un enano gully antes que a uno de ésos! ¡Todos los elfos deberían ser ejecutados! ¡No habrá sitio para ellos en el reino puro!

Por mucho que Maritia despreciara a los elfos, la actitud del procurador general le pareció exagerada, pero esbozó una sonrisa forzada.

—Como quieras… Simplemente hazme saber cualquier otra necesidad de personal, ¿de acuerdo?

La expresión del minotauro cambió de inmediato. Parecía que le hubieran concedido el más preciado de los favores.

—Estoy ansioso por volver a disfrutar de vuestra compañía muy pronto, señora.

Maritia reconoció la mirada de sus ojos. Había tenido amantes, pero nunca un Defensor. Ya había parado los pies al consejero supremo, Lothan. Si el segundo maestre pretendía mejorar su posición uniéndose a ella, estaba muy equivocado.

—Con una simple petición por escrito será suficiente —logró contestarle.

Pryas no se mostró ofendido, sino que miró más allá de ella. Con las orejas tiesas, el Defensor comentó:

—Parece que uno de vuestros ayudantes os está buscando.

Aunque Maritia tenía un cuartel general oficial, pocas veces podía encontrársela allí. No obstante, siempre dejaba dicho a sus subordinados dónde podían dar con ella en caso de que llegara algún mensaje importante.

—¡Mi señora! —exclamó el jinete con voz entrecortada—. ¡Hay ogros en la puerta del norte!

—¿Ogros? —se apresuró a repetir Pryas, entrecerrando los ojos con recelo.

El segundo maestre se apresuró a hacer una señal a los soldados que estaban trabajando, pero Maritia le bajó la mano.

—¡Espera! —dijo. Dirigiéndose al recién llegado, preguntó—. ¿Cuántos? ¿Nos están atacando?

—Cuatro, mi señora. Dos gordos de Blode y dos más delgados de Kern. Uno de los más grandes dijo que esto era para vos.

Maritia cogió el pequeño pergamino sellado. Sobre la cera se veía la imagen de un feroz mastark. El hecho de que procediera de los ogros significaba que sólo una persona podía haberlo escrito.

Golgren.

Lo mejor habría sido que hubiera regresado a su cuartel para leerlo, pero a Maritia le ganó la curiosidad. Haciendo caso omiso de Pryas, se volvió hacia un lado y rasgó el sello.

«Te espero».

Aquello era lo único que decía…, y para Maritia, era más que suficiente.

La minotauro enrolló el pergamino y lo escondió en una bolsita, tras lo cual dijo a Pryas:

—Sí me disculpas, tengo que atender este asunto.

—Puedo hacer que todos los soldados que están trabajando aquí estén armados y preparados…

—Son nuestros aliados, no lo olvides, y dudo de que cuatro ogros puedan conquistarnos.

—Quizá haya más escondidos —sugirió Pryas—. Dado mi puesto, al menos debería acompañaros y valorar el peligro exacto.

—No será necesario.

Antes de que el Defensor pudiera añadir nada más, la minotauro se fue. Los espías de Pryas no tardarían en descubrir lo que sucedía, pero, por el momento, Maritia tenía que reunirse con Golgren.

¿Por qué habría hecho un viaje tan largo?

Cuando llegó a la puerta, los cuatro ogros esperaban sentados. El Gran Señor no se encontraba entre ellos.

—Esperad aquí —ordenó Maritia a sus guardias.

—Mi señora…

—Estaré a salvo. —Dirigiéndose a los ogros, preguntó—: ¿Hacia dónde vamos? ¿Está cerca?

Uno de los de Blode gruñó algo parecido a una afirmación.

Sus subalternos se quedaron atrás a regañadientes, mientras Maritia se adentraba en el bosque. Aunque actuaba como si estuviera cómoda entre sus acompañantes, ya había calculado cómo reaccionaría si los ogros resultaban ser unos traidores. Podía apuñalar al que tenía a la izquierda y, cuando se desplomara, escapar con su caballo por ese lado. Estaba muy familiarizada con esos bosques; los había cruzado infinidad de veces. Había hondonadas y barrancos que le ayudarían a dejar atrás a sus perseguidores.

Toda idea de huir se desvaneció un momento después, cuando frente a ella apareció una solitaria figura encapuchada a lomos de un caballo pardo. La figura la saludó inclinando la cabeza. Le bastó comprobar que era más o menos de su misma altura —y, por tanto, por lo menos una cabeza más bajo que sus guías— para identificarlo, sin necesidad de esperar a que se quitara la amplia capucha marrón.

El Gran Señor Golgren le dedicó una sonrisa… que habría resultado encantadora de no haber sido por los feos colmillos puntiagudos y la certeza de que el ogro también debía sonreír, quizá más que nunca, cuando cercenaba gargantas.

—Hija de Hotak, comandante de todo Ambeon, buena aliada de los ogros libres de Kern y Blode…, ¡yo te saludo!

Maritia no tenía ganas de sonreír, sino más bien de fruncir el entrecejo. La alegría de Golgren tenía algo de fingido. Eso y su mera presencia en Ambeon eran motivos para preocuparse.

—Yo también te saludo, Gran Señor. —Se saltó su lista de títulos, que se habría alargado durante varios minutos. Había venido desde tan lejos para advertirle de algo, y Maritia estaba impaciente por oírlo—. Me sorprende tu visita. El puesto de la frontera ha demostrado ser muy eficaz para enviar mensajes.

En realidad, había dos puestos en la frontera, uno en el lado de los ogros y otro en Ambeon. Un pequeño grupo de mensajeros ocupaba cada uno. Cuando era Golgren quien enviaba el mensaje, un ogro lo llevaba hasta la zona neutral que había entre los dos puestos, donde un minotauro se hacía cargo de la misiva. Desde allí, uno de los legionarios llevaba el mensaje hasta la capital de la colonia. En sentido inverso, el sistema era igual de eficiente.

AI principio, ambos bandos habían intentado utilizar pájaros mensajeros, pero los animales no resistían nada bien los cuidados torpes de los seguidores del Gran Señor.

—Se trataba de… un asunto delicado —contestó, olvidando ostensiblemente su supuesta alegría.

Con un simple gesto ordenó a sus congéneres que se alejaran. El brazo mutilado se ocultaba entre los pliegues de la capa de viaje.

La mayoría de los ogros se alejaron hacia el este, pero Maritia se fijó en que uno de ellos se iba en dirección opuesta. Tomando buena nota de ello, clavó los ojos en su aliado.

—¿Necesitas provisiones? ¿Ha habido algún contratiempo en la frontera con Neraka?

—No, todo está en orden —respondió el Gran Señor con un orgullo justificado.

Lo que en el pasado había parecido la dominación de su raza bajo el yugo de los caballeros oscuros se había convertido en una debacle para los humanos. Era cierto que había recibido ayuda de los minotauros, pero la verdadera lucha la habían llevado a cabo los ogros bajo su liderazgo.

—Al igual que, por lo que sé, todo va bien en Sil…, Ambeon. Te ruego que me perdones.

—Si las cosas nos van tan bien a los dos, ¿por qué te has arriesgado a venir aquí, por el hacha de mi padre?

El ogro miró en la dirección del jinete que se había alejado solo. Maritia vio que el ogro había vuelto con otro caballo cargado de fardos. Enarcó las cejas.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, recelosa por primera vez.

Golgren señaló el caballo y, en un tono neutro, se lo explicó:

—Te traigo las pertenencias de lord Bastion, que ha muerto.

La minotauro se irguió sobre la silla, incapaz de pronunciar palabra alguna.

—No estoy mintiendo —insistió Golgren, creyendo quizá que no confiaba en sus palabras—. Yo…

Maritia recuperó el habla.

—Cuéntamelo todo, ¡todo!

—No hay mucho que contar. La mayoría son suposiciones. El grupo de Nagroch encontró el cuerpo brutalmente herido. Tu hermano estaba solo, pero había huellas de caballos hacia el nordeste. Uno de los ogros conocía a Bastion y llevó el cuerpo a mi humilde persona. —Se golpeó el hombro con el puño contrario, la señal de respeto por los muertos entre los ogros—. Yo creía que el hijo de Hotak ya se había ido, pero cuando vi el cadáver supe que era él.

—¿Dónde está el cuerpo? No veo más que un caballo…

Golgren hizo una mueca.

—Nuestras tierras no son más amables con los muertos que con los vivos. El cuerpo no se encontraba en buen estado, así que lo entregamos a las llamas, como los Uruv Suurt hacen, y muchos cánticos se alzaron en honor del guerrero. Yo mismo me encargué de que fuera así.

Después, Golgren le explicó dónde lo habían encontrado. Maritia apretó los dientes al oír los detalles. Lo habían matado en la misma región en la que se habían encontrado. Seguramente ella estaba a unas pocas horas de allí. «Lo han traicionado», pensó, furiosa.

—¡Nya orn i’fhani ge! —ladró Golgren al otro ogro.

Éste le llevó el caballo a Maritia con expresión hosca. La minotauro cogió las riendas y miró los morrales, algunos de estilo minotauro. En uno se distinguía la marca de su hermano.

—Es lo que pudimos recuperar —fue todo lo que dijo el Gran Señor.

Maritia desmontó y estudió todos los objetos, que no eran más que cosas prosaicas: una daga, una estera, la silla de su montura —manchada de sangre— y cosas por el estilo. Poco podía averiguarse de su dueño a través de ellas, lo que, irónicamente, le hacía estar por completo segura de que se trataba de los efectos de Bastion.

Mientras hurgaba entre los morrales, el corazón empezó a latirle más deprisa. No había sentido una tensión así desde que le habían contado por primera vez la caída de su padre. Ni siquiera antes, cuando pensaba que Bastion se había perdido en el mar, había reaccionado tan violentamente ante su muerte. Al no haber visto el cuerpo, era fácil fingir que podría volver algún día, sin olvidar que cuando por fin había vuelto, había sido convertido en un rebelde. Entonces ya no había lugar a más engaños.

—¡Las heridas! —dijo bruscamente, sin dejar de mirar sus escasas pertenencias—. ¡Descríbemelas!

El Gran Señor tardó en contestar, lo que hizo que la hermana de Bastion se detuviera y lo mirara. El ogro parecía muy afligido.

—Las heridas —dijo, por fin, Golgren—. Muy profundas, en el cuello y en la espalda. Todas por detrás. Muchas…, muchas heridas… —Frunció el entrecejo—. Su arma…, no la había desenvainado.

Maritia echó las orejas hacia atrás. Todas en la espalda. El arma sin utilizar. ¡Una muerte vil, no había duda!

—¿Había más cuerpos? ¿Ogros? ¿Minotauros?

—Sólo unas huellas hacia el nordeste… Más tarde alguien dijo que había visto a unos minotauros cabalgando en esa dirección, pero estaban muy lejos e iban muy de prisa para que fuera posible alcanzarlos.

Sólo huellas… al nordeste… otros minotauros a caballo…

¿Los otros rebeldes…?

Faros Es-Kalin. Sí, tenía sentido. ¡Él debía de ser el responsable! Lo que no comprendía era por qué el líder de los rebeldes querría matar a Bastion. Su hermano había propuesto la paz, y ella le había respondido ofreciéndole un nuevo encuentro. Quizá aquello era una derrota a los ojos de aquel que decían siempre sediento de sangre. ¡Los escoltas de su hermano habían sido sus asesinos!

Una muerte tan deshonrosa. ¡Apuñalado por la espalda por sus supuestos compañeros! Maritia sintió que los ojos se le enrojecían. Toda la animosidad que había sentido por Bastion se desvaneció para dar lugar a un odio abrasador hacia el sobrino de Chot.

—Faros… —murmuró para sí.

Golgren oyó y entendió. Asintió y sacó el otro brazo. El muñón estaba perfectamente envuelto en seda y telas que ocultaban a los ojos lo que faltaba.

—Podría haber sido Faros, sí. Yo también lo había supuesto.

—¿Quién si no? —Maritia volvió a cerrar el petate. Sin soltar las riendas, montó sobre el caballo mientras sentía cómo se le acumulaba la ira—. ¿Quién si no haría algo tan traicionero? ¿Quién, a no ser un asqueroso bastardo de Kalin?

—Mi señora —murmuró el Gran Señor Golgren con su mejor común, tratando de calmarla—, evidentemente, éstas no son buenas noticias. Te acompañaré a la ciudad…

—Te lo agradezco, pero no será necesario —respondió la hembra de minotauro, recuperando el control—. Ya lloré la muerte de mi hermano una vez. Que ahora realmente está muerto, lo acepto. Que su asesino es Faros, lo creo firmemente. —Maritia colocó el segundo caballo en paralelo al suyo—. Que veré la cabeza de Faros clavada en una estaca, ¡lo juro!

Golgren esbozó una terrible sonrisa, cruel, al oír esas palabras.

—Una imagen maravillosa, sí…

Se apoderó de ella la urgencia por volver a la capital, pero entonces Maritia se acordó de Golgren. Se giró hacia él.

—Tienes mi gratitud, mi señor, y más que eso. Si esperas aquí, te facilitaré una escolta que os haga llegar al norte a salvo.

Su sonrisa se hizo diabólica.

—Si no fue necesario en la ida, no lo será en la vuelta.

Maritia asintió, convencida de que si él lo decía, sería cierto.

—Entonces, te deseo un viaje rápido, mi señor —dijo Maritia—. Te agradezco todo lo que hiciste por mi hermano.

—Lo que se hizo era necesario hacerlo.

Sin más, alejó su caballo del de ella. Al mismo tiempo, Golgren llamó a sus compañeros, y todos emprendieron la marcha.

Maritia ya había perdido todo el interés en los ogros. Tirando de las riendas del segundo caballo, lo guió hacia Ardnoranti. Mientras cabalgaba, repasó una y otra vez las que creía las circunstancias de la muerte de Bastion. Su cólera crecía por momentos. Maritia olía a sangre: la sangre de Faros.

—¡Te atraparé, gusano! —espetó—. ¡Te encontraré como el gusano que eres!

El otro caballo resopló, lo que le hizo pensar en Golgren. Había arriesgado su vida para darle la noticia y llevarle esos recuerdos de su hermano. Minotauros y ogros desconfiaban entre sí por naturaleza, pero él había demostrado lo que valía, y Maritia se sentía agradecida.

Pensó que ésa era la prueba de que incluso un ogro tenía más honor que Faros Es-Kalin.