IX

LAS MANOS DE LOS DIOSES

El emplazamiento llegó cuando Ardnor cabalgaba en las afueras de la ciudad. Un contratiempo, pues aquélla era una de las aficiones favoritas del emperador. Montar su corcel a gran velocidad le ayudaba a olvidarse de todo y a dejarse llevar por el puro placer. Los minotauros tenían una larga tradición como criadores de caballos veloces y resistentes. Aquellos enormes animales tenían que soportar mucho peso, pero además en la batalla la rapidez solía determinar el ganador.

El emperador se lanzó a la carrera por las laderas boscosas, las mismas en las que el general Rahm Es-Hestos había asesinado a Kolot. Dos Defensores a lomos de sus monturas negras intentaban seguirlo como buenamente podían, pero entre todos los caballos de la capital, quizá de todo el imperio, el de Ardnor era el más veloz. Se tomaba muchas molestias entrenando y cuidando a sus caballos, y ése en especial era su orgullo y su alegría. Hasta su padre había admirado su buena mano con esos animales.

Vio la figura solitaria cuando ya regresaba a las puertas de Nethosak. Un macho de nariz chata con la cabeza rapada propia de los Defensores, pero ataviado con la túnica blanca ribeteada en oro del templo. El mensajero inclinó los cuernos cuando el emperador se acercó. Después dijo respetuosamente:

—Ella querría veros, Gran Maestre…

Ardnor sólo permitía que algunas cosas interrumpieran su entretenimiento. Un emplazamiento del templo era la primera y más importante de todas las posibles.

Regresó velozmente al palacio, se limpió con especial cuidado el sudor tras la cabalgada y se puso la armadura. Después, flanqueado por sus Defensores y rodeado por un séquito de guardias imperiales, acudió a caballo a comprobar qué deseaba su madre.

Cabalgaba con la pompa y la solemnidad propias de un emperador. Los cuernos resonaron cuando cruzó las puertas seguido de su séquito; un jinete solitario que llevaba el estandarte de los Predecesores los precedía. Al contrario de lo que hacía su padre, Ardnor alardeaba de su relación con el templo.

Los ciudadanos se apartaban sumisamente hacia los laterales de las calles. Vitoreaban, y muchos coreaban su nombre. Lanzaban manojos de cola de caballo en honor de su emperador o bien blandían los puños como saludo. Se esperaba que los ciudadanos se comportaran así cada vez que se encontraran ante la presencia del emperador.

Por detrás de la muchedumbre, los Defensores vigilaban constantemente para asegurarse de que el entusiasmo ensayado se expresara con orden.

A medio camino del templo, Ardnor frenó el paso, pues vio a un escuadrón de Defensores, con su comandante a caballo, cruzar por una calle más arriba. Los guerreros cubiertos con el yelmo corrían a buen paso, con las mazas preparadas, como si temiesen problemas. Cuando el emperador pasó por esa calle, vio que la unidad se había detenido delante del establecimiento de un importante molinero. De repente, Ardnor cayó en la cuenta de cuál era su desagradable tarea, pues él mismo había firmado el mandato a petición de su madre. A pesar de que había otorgado al templo la autoridad absoluta para supervisar la distribución de alimentos, seguía habiendo quien creía que podía burlar sus normas. El molinero había tratado de enriquecerse olvidando sus obligaciones con el imperio y su crecimiento. Los Defensores ya estaban tirando la puerta abajo y entrando por las ventanas. A la mañana siguiente, todos los molinos de aquel sinvergüenza girarían bajo la dirección del imperio.

Cuando cayera la noche de ese mismo día, el antiguo molinero y sus trabajadores estarían sirviendo a Ardnor en una de las colonias mineras.

Suspiró con impaciencia mientras las puertas que daban al templo se abrían. Dejando atrás a la plebe, Ardnor recibió el ladrido atronador de una hilera de guerreros impasibles, que parecían tener una única voz. Cuando un segundo lo saludó, todos levantaron las armas mientras el Gran Maestre se acercaba a la escalera. Ardnor saltó ágilmente de su caballo negro y subió los escalones de dos en dos. Una vez arriba, se giró y golpeó la armadura con el puño, en la zona del pecho donde estaba grabado el símbolo de la orden.

Acólitas con túnicas blancas ribeteadas en rojo lo recibieron con una profunda reverencia, mientras él se dirigía rápidamente al salón principal Un minotauro flaco y de mirada enloquecida, ataviado con la túnica con capucha de los sacerdotes de rango medio, corrió a su encuentro para darle la bienvenida.

—La suma sacerdotisa ya no se encuentra en sus habitaciones, su majestad. Desea que os reunáis con ella en la cámara de la meditación.

Ardnor gruñó sin dejar traslucir el desasosiego que le producía encontrarse con su madre en aquel lugar espeluznante.

Las estancias parecían sumirse en un silencio propio de la muerte a medida que se alejaba de la zona pública del templo. El sutil aroma de la lavanda flotaba en el aire. Gigantescas estatuas de figuras misteriosas y etéreas contemplaban al emperador. Eran las visiones de la suma sacerdotisa de los Predecesores, quienes supuestamente habían ascendido al siguiente plano y entonces guiaban las acciones de los vivos. Algunas tenían rostro, otras ocultaban sus facciones. No había dos iguales. Bordeaban el camino por ambos lados y, aunque estaban hechas de mármol, Ardnor percibía la energía, los poderes que sólo él y su madre podían sentir.

Cuando se acercó a la cámara, los cánticos rompieron el silencio. Dos Defensores guardaban las puertas de bronce. Su actitud tensa no permitía adivinar si se habían percatado de la llegada del emperador, ni si sentían el aura inquietante que incluso Ardnor percibía al otro lado de las puertas. Ardnor se animó a sí mismo mientras se acercaba, diciéndose que el poder al que servía lo sostendría.

Pero cuando llegó junto a las puertas, los dos centinelas cruzaron las hachas para impedirle el paso.

—Ha ordenado que no entréis hasta que no sea dicho —le informó el guerrero más veterano con inquietud.

El emperador sopesó la idea de hacer caso omiso de la orden, pero lo pensó mejor. Había sido su propia tardanza la que le había puesto en aquella situación. Además, no tenía ninguna prisa por entrar allí.

Los cánticos se interrumpieron bruscamente. Los tres se irguieron de forma instintiva.

Sin que nada pudiera prevenirlos, una aplastante ola de frío atravesó el muro. Ardnor, con los sentidos muy agudos después de tantos entrenamientos, vio primero las puertas, los guardias y, por último, el salón ondulándose al paso del frío. Aquella ola gélida no sólo afectaba a la carne, atravesaba la misma alma. Todas las antorchas se apagaron… y después volvieron a la vida.

El silencio se posó sobre la habitación como una mortaja.

Las puertas de bronce se abrieron. La oscuridad del interior se deslizó hacia fuera. Sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacían, los dos amenazadores Defensores se apartaron de las esbeltas sombras.

Sin necesidad de ninguna otra señal Ardnor pasó entre los guerreros y entró en el santuario de la suma sacerdotisa.

—Bien —resonó una voz en el interior—, mi hijo pródigo acude por fin…

Tardó en verla. La cámara estaba tan oscura que necesitó tiempo para acostumbrarse. Sin embargo, al mismo tiempo sentía la presencia de los demás, las numerosas formas ocultas que flotaban sobre el suelo, en espera de las órdenes de lady Nephera.

—Estaba… Me retrasé —respondió.

Algo se dibujó vagamente ante él. Había una gruesa laja de piedra. Allí el olor a lavanda era más intenso, como si quisiera cubrir otro olor más siniestro. Algo yacía sobre el altar, una forma inerte. Aunque no se atrevió más que a mirarla de soslayo para verla con más detalle, dos sombras —dos sacerdotisas, como se dio cuenta después— alzaron la forma y la llevaron a la oscuridad más profunda.

Desde algún lugar, lady Nephera le respondió:

—No me refería a ti.

El sonido del agua, como si alguien estuviera lavándose las manos en un cuenco, llamó su atención hacia la derecha. Esperó, pero no vio nada.

Entonces, desde detrás del altar, la voz de su madre añadió:

—El destino conspira. Vive…, sigue vivo…

De repente, se encendieron todas las antorchas que colgaban de las paredes. Sus llamas no eran rojas como el fuego ni doradas como el sol abrasador, sino de un verde enfermizo.

Y por fin, Ardnor vio a su madre. Estaba sentada en una silla de gran respaldo, prácticamente un trono, en lo alto del estrado que había detrás del altar. Sus vestiduras negras y plateadas la envolvían como si fuese un esqueleto sin carne, sólo hueso.

Sobre ella, teñidos por las llamas, colgaban los enormes símbolos de plata de los Predecesores. Pero a pesar de sus gigantescas proporciones, no lograban arrebatar la atención al icono reluciente, marcado con fuego, en el pecho de su madre. Mientras se acercaba a ella, no podía apartar los ojos del icono grabado en la piel, consciente de que sólo él y su madre conocían su existencia. Nadie más podía verlo, a no ser que la suma sacerdotisa lo permitiera.

Un hacha de guerra, puesta al revés. El verdadero símbolo del dios que estaba detrás de la secta, el dios que había acudido a su madre cuando todos los demás la habían abandonado.

Se encogió de hombros. Morgion o Takhisis, a Ardnor le daba igual una deidad u otra, siempre que él siguiera siendo emperador. Su madre no alzó la vista cuando Ardnor se arrodilló frente el estrado. El tono de su voz, cuando por fin la suma sacerdotisa habló, hizo que al minotauro se le erizara el vello. Nephera tenía las manos con las palmas hacia arriba.

—Vive… —repitió, y la palabra estaba cargada de maldad—. A pesar de todo, sigue vivo.

—¿El esclavo de Kern, madre?

—El esclavo de Kern, si, hijo mío…

La suma sacerdotisa levantó lentamente la mano. Ardnor tragó saliva. Bajo la luz vacilante de las antorchas, más que nunca parecía un cadáver salido de la tumba. Su mirada le quemaba los ojos, pero no podía apartarlos.

—El esclavo que es Faros Es-Kalin.

El emperador parpadeó. Después de pensarlo un momento, dijo;

—Kalin. El clan de Chot era Kalin, ¿no?

—¡Brillante deducción! —ladró la figura envuelta en la túnica, poniéndose en pie—. ¡Sí! ¡Es el sobrino de Chot! ¡Un vividor débil y lastimoso es la causa de tantos problemas!

—Faros… —El tosco guerrero se rascó el mentón—. Me parece recordar a ese gusano…, pero es imposible que sea él. Jamás podría…

—¡No abuses más de tu mente, hijo mío! ¡Se trata de él!

Poniéndose el yelmo, Ardnor se incorporó con decisión.

—Entonces, ¡le daré caza como a un conejo! ¡Con su piel me haré una capa y sus cuernos me servirán para colgarla!

—¡No!

—¡Déjame encargarme de él, madre! ¡Soy el emperador! ¡Tengo derecho a que el último Kalin sea mío! ¡Colgaré su cabeza en las puertas del palacio para que todos la vean! ¡Les demostraré a todos quién manda aquí!

La oscuridad se cernió sobre la suma sacerdotisa con tal celeridad que Ardnor retrocedió, perplejo. En la negrura se arremolinaban figuras apenas visibles, macabros guerreros con monstruosos rostros y cuerpos retorcidos.

Nephera alejó a sus horribles sirvientes con un leve gesto de la mano.

—No, hijo mío, otros deben ocuparse de eso. Maritia y Golgren deberán acabar con esa rata por nosotros. ¡Aunque tenga que enviar todo el poder de Ambeon y de los dos reinos de los ogros, Faros caerá! ¡Su fantasma se inclinará a mis pies!

—¿Golgren y Maritia? —bufó el colosal minotauro—. ¿Un ogro manco y cursi, y mi hermana? ¿Qué te hace pensar que pueden ocuparse de este asunto si hasta ahora han fracasado?

—El Gran Señor lo hará porque ése es mi deseo. Tu hermana… ¿Tienes algún motivo para desconfiar de ella, alguna sospecha que quieras contarme?

El minotauro sacudió la cabeza sin vacilar.

—No. Nada.

—Entonces, estamos de acuerdo.

Levantó la mano izquierda y de las sombras salió una sacerdotisa que le tendió una copa. Nephera se detuvo para sorber su contenido, haciendo esperar a Ardnor hasta que se sintió satisfecha.

—Como todo se hace de forma oficial, he redactado las proclamas para que se las envíes a ambos. —Hizo un gesto y aparecieron dos pergaminos flotando delante de su hijo—. Es necesario que les pongas la marca imperial antes de enviarlas.

Lanzando un bufido de enojo, Ardnor inclinó los cuernos hacia un lado. Cogió los pergaminos y respondió:

—Me encargaré de que así se haga.

—No te sientas menospreciado, hijo mío. —Nephera le devolvió la copa a su asistente, quien, como había hecho antes, desapareció en las sombras—. No te he llamado sólo para eso. Verás, tengo una misión muy especial para ti. Puedes considerarlo un adelanto de lo que está a punto de venir. —Una mano dibujó delicadamente el contorno del símbolo grabado en la piel. La mirada de lady Nephera parecía la de una joven enamorada—. Se acerca el momento en que podrás conocer mejor a tu dios…

Ardnor sintió el impulso de apartar los ojos del hacha invertida, pero no pudo. Ni siquiera podía parpadear, y mucho menos cerrar los ojos. Bajo su atenta mirada, el hacha empezó a latir, después se hinchó. Se convirtió en lo único que podía ver, un objeto con vida y aterrador.

Y entonces, el hacha se transformó en una torre lejana, una torre de bronce empañado de la que salió una voz áspera.

—Mi héroe… —chirrió la voz—. Mi héroe…

Tan rápidamente como habían aparecido, la voz y la luz se desvanecieron.

Ardnor sintió un intenso sentimiento de pérdida para el que no encontraba razón.

—Muy pronto, querido hijo mío… —dijo Nephera, poniéndose en pie, y a su lado acudieron dos sacerdotisas—. Estoy cansada. Deseo darme un baño y retirarme un tiempo. Puedes irte.

La brevedad del encuentro no le sorprendió. Esa forma tan extraña de actuar era propia de su madre, especialmente en los últimos tiempos. Se dispuso a irse, cuando un grito ahogado de Nephera le hizo darse la vuelta.

Abrió la boca para decir algo, pero se quedó inmóvil. Nephera estaba entre las sombras; su expresión reflejaba cólera y preocupación. Hizo un gesto hacia la oscuridad, como si intentara apartar algo

—¡Vete! ¡No quiero tenerte aquí! —exclamó de repente—. ¡Fuera!

Ardnor miró de soslayo y, por un segundo, le pareció ver una forma familiar que se alejaba. Sin querer sacó los dientes, consternado. ¿Había visto a…?

Con expresión impasible de nuevo, Nephera se volvió e hizo un gesto con la cabeza hacia su hijo.

—¿Deseas algo?

Ardnor negó con la cabeza.

—Nada. Ya me iba.

Ella volvió a asentir y siguió su camino. Agarrando los pergaminos con fuerza, el emperador se dirigió hacia las puertas de bronce. Ardnor no pudo evitar mirar por encima del hombro mientras se alejaba. No buscaba a su madre, que ya había desaparecido por un pasaje, sino que quería comprobar algo.

Comprobar que la sombra reprobadora de su padre no lo seguía entonces a él.

Mientras esperaban a que volviera Bastion, Faros dirigía los ejercicios de los merodracos. Si los dejaban encerrados mucho tiempo, éstos no tardaban en atacarse unos a otros, en una orgía de sangre y tripas.

Ayudado por los cuidadores, Faros utilizaba el látigo y una antorcha para dirigir a las bestias en la dirección que quería. Algunos también utilizaban lanzas. Siempre tenían una espada o un hacha a mano, por si surgía algún problema. El mordisco de un merodraco solía ser mortal, pues su saliva estaba envenenada por las cosas asquerosas que comían.

Mientras los demás cuidadores se mantenían a la máxima distancia posible, Faros siempre andaba cerca de los animales. Para sorpresa de muchos, los reptiles lo trataban con respeto y prudencia, pues quizá, en cierta manera, veían en él un depredador más peligroso que ellos mismos.

Faros rugió a una bestia indecisa; el chasquido del látigo acompañó la orden gutural. El hedor insoportable del aliento de aquellas criaturas monstruosas y de sus cuerpos obligaba a muchos minotauros a taparse el hocico con trapos, pero Faros iba con el rostro descubierto.

Los exploradores llegaron a caballo cuando Faros conducía a la matriarca hacia los corrales. La hembra silbaba, sacaba la lengua bífida y enseñaba los crueles colmillos sucios, pero obedeció su señal.

La llegada de los caballos puso nerviosos a los reptiles. Un joven macho impaciente intentó separarse del rebaño. Meneaba la cola con fuerza y derribó a un cuidador desprevenido.

Faros hizo un gesto a otros dos minotauros para que cogiesen al merodraco. Él, de un salto, se puso junto al soldado caído y rechazó a una hembra madura que ya tenía las fauces abiertas. El látigo le dio en todo el hocico. Meneando la cabeza y silbando con vehemencia, el animal se alejó de su preciada presa.

Cuando la matriarca hubo entrado en el corral, Faros consideró que ya podía dejar el asunto en manos de los cuidadores sin nada que temer. Entregó el látigo y la antorcha a uno de sus subordinados y se acercó a los recién llegados.

—¿Bien? ¿Qué habéis encontrado?

Su expresión sombría hablaba por sí sola. El líder del grupo fue quien habló.

—Está muerto, señor. Todos están muertos. No encontramos el cuerpo, pero sí algunas de sus pertenencias y huellas de una refriega al borde del precipicio que da al río.

Sin que pudiera evitarlo, Faros se sintió consternado.

—¿En qué dirección iban?

El explorador líder, un veterano minotauro curtido, de melena rala y gris, contestó amargamente:

—Volvían hacia aquí, mi señor.

Faros gruñó. El encuentro se había producido. Bastion había sido traicionado…, y por su propia hermana. Faros, que había perdido a toda su familia a manos de la ambición de Droka, seguía sin ser capaz de creer hasta dónde llegaba su maldad. Bastion hablaba de su hermana como alguien con una mente similar a la suya, pero también había dicho que era la más parecida a su padre. Maritia demostrado serlo, no cabía duda.

Así que eso era todo. Demasiado para llegar a un pacto. Si la plaga sobrenatural no había bastado para que Faros se convenciera, la determinación del imperio de acabar con él y sus seguidores, el diabólico asesinato de Bastion a manos de su propia hermana era prueba más que suficiente. No habría paz. No había esperanza de que todo aquello terminara sin la muerte de muchos más minotauros. Si Maritia había traicionado a su propio hermano, tampoco jugaría limpio con Faros. Descartada la paz, la amarga enemistad entre él y la Casa de Droka sólo podría resolverse con la guerra.

Cuando ya se daba la vuelta para alejarse de los exploradores, un pájaro negro del tamaño de su cabeza revoloteó entre sus pies y fue a posarse un poco más allá. Faros pasó junto al ave y una docena más de pájaros antes de que hubiera recorrido menos de la mitad del serpenteante camino que ascendía hacia el templo.

De repente, los pájaros estaban en todas partes. Cubrían la tierra, se posaban en la ladera, e incluso se amontonaban en el antiguo edificio. No emitían sonido alguno, ni siquiera cuando los guerreros, molestos, intentaban espantarlos. Lo único que hacían era revolotear fuera de su alcance y volver a posarse. Parecía que aguardaban algo, pero nadie podía decir el qué.

A pesar de que se contaban por decenas, los animales no suponían más que una molestia, así que Faros intentó no prestarles atención. Mucho más preocupante era el modo de ponerse en contacto con el capitán Botanos y los demás. Tardarían semanas, incluso meses, en entregar cualquier mensaje.

Pero no quedaba otra opción, ya no. Faros sabía que tenía que intentarlo.

De entre los utensilios de la legión, se había procurado tinta y pergaminos. En sus habitaciones, extendió un pergamino sobre una tosca mesa de piedra que había hecho con las lajas que se encontraban en la ladera, e intentó redactar el mensaje.

Pero después de mucho devanarse los sesos las palabras seguían resistiéndosele. Como si se burlara de sus esfuerzos, un pájaro negro y grande se posó sobre la mesa. Faros intentó atraparlo sin mucha convicción, pero el ave se levantó un poco en el aire y se posó de nuevo cuando el minotauro apartó la mano. Faros lanzó un bufido y volvió al trabajo.

Horas más tarde no estaba más cerca de conseguirlo. Nada de lo que escribía expresaba lo que él deseaba transmitir.

Con un rugido que revelaba toda su frustración, Faros tiró lo que había sobre la mesa. Su compañero alado revoloteó un poco, pero no se alejó. Sin hacer caso al pájaro, Faros miró al techo y maldijo en silencio a la deidad. Antes de la Noche Sangrienta, lo único que Faros había escrito eran las notas de deuda cuando perdía en el juego Su padre era el que escribía los discursos, no él.

—Si pudieran oír las palabras de mi propia boca —murmuró para sí—, quizá así tendría alguna oportunidad…

—De mi propia boca… —repitió una voz junto a él.

Faros se volvió en busca del que había repetido sus palabras. El pájaro negro miró en la misma dirección que el minotauro.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó.

El ave lo miró.

—¿Quién ha dicho eso?

Con las orejas hacia atrás y los ojos entrecerrados, Faros dijo:

—¿Así que ahora hablas?

—¿Hablas? —lo imitó el ave.

El líder de los rebeldes rugió. ¿Acaso Sargonnas le había dado la manera de enviar el mensaje? Inclinándose hacía el animal, comprobó si su teoría era cierta.

—Escucha mis palabras…

—Escucha mis palabras… —repitió el pájaro. Cada sílaba, cada inflexión de la voz era idéntica a la del minotauro.

Aquélla era la única prueba que Faros necesitaba. Las palabras le acudían solas a la boca. Empezó a dictar, contando al resto de rebeldes todo sobre la plaga, las muertes y la ayuda de Sargonnas. Explicó que se había dado cuenta de que la pesadilla sólo terminaría con la destrucción de la Casa de Droka. Prometió que dedicaría su vida a esa causa y lo juró en nombre de su padre y de su madre…

A lo largo de todo el discurso, el ave lo miró fijamente. No interrumpió sus pensamientos con ninguna otra repetición. Cuando Faros hubo acabado, el pájaro ladeó la cabeza en espera de sus instrucciones.

Sin vacilar, el minotauro ordenó:

—Repite el mensaje.

Palabra por palabra, con la misma voz de Faros, el pájaro negro relató la nueva cruzada. El minotauro lo escuchó atentamente, pero el ave no cometió ni un solo error. Incluso lograba transmitir las profundas emociones que se escondían tras las palabras, algo que dejó asombrado al antiguo esclavo.

Cuando llegó al final del discurso, el pájaro simplemente cerró el pico y ahuecó las alas.

Antes de que pudiera pensarlo dos veces, el negro cuervo saltó de la mesa. Salió volando de la habitación sin que Faros pudiera detenerlo.

Mientras desaparecía en el cielo, el minotauro oyó al pájaro recitando su mensaje. Faros lo siguió, preguntándose sí se habría equivocado al confiar su voz al servidor del Señor del Cóndor.

Apenas había avanzado unos pasos por el corredor cuando se oyó a sí mismo hablando desde un salón lateral al que el pájaro no había ido. Un segundo después, un tercer eco le llegó desde otra dirección. Cuando Faros pasó Trente a una ventana, oyó su voz en el exterior.

Faros se detuvo y miró por la ventana. Contempló, asombrado, que todos los pájaros habían alzado el vuelo. El cielo estaba cubierto de pájaros negros. Pero lo más prodigioso no era la imagen, sino el clamor. Lo que se oía no eran los graznidos de los cuervos, sino la voz de Faros Es-Kalin repitiendo las mismas palabras una y otra vez, alzándose orgullosa y potente.

Cuando todos acabaron de pronunciar su discurso, la enorme bandada se dispersó, y cada pájaro se alejó hacia un desuno diferente.

La suerte estaba echada. Mientras contemplaba a sus mensajeros alados dirigirse a todos los puntos del mundo, Faros deseó que volaran tan rápidamente como pudieran. Cuanto antes llegaran a su destino, mejor.

En el momento en que el último pájaro desapareció en el horizonte, Faros se dio la vuelta y llamó a uno de sus seguidores, el que estaba más cerca.

—¡Corre la voz! A partir de mañana quiero que todos reúnan lo más valioso que haya en la región, especialmente comida. ¡Quiero que todos afilen sus armas y preparen a los animales para un viaje largo y duro!

Calculó cuánto tiempo necesitarían para tenerlo todo listo y entonces añadió:

—¡Quiero que estemos listos para partir en tres días! —Esbozó una sonrisa forzada—. Es hora de volver a casa…