VIII

LA ESPADA Y EL ANILLO

La tosca mesa de roble crujió bajo el peso de los dos corpulentos minotauros que cayeron sobre ella. Ambos luchadores se golpeaban espoleados por los gritos de los que estaban sentados alrededor de la mesa. En la cabecera, el emperador gritaba con todas sus fuerzas. Agitó la mano y tiró una copa de vino, que le manchó el peto, pero el accidente no mereció ninguna atención. Sólo era una mancha más en una serie de percances que habían ido sucediendo a lo largo de toda la carde de diversión.

Los elaborados tapices que mostraban a algunos de los emperadores más conocidos también estaban llenos de lamparones y muchos tenían desgarrones, consecuencia de armas blandidas sin cuidado. Las paredes de mármol de las que colgaban los tapices no habían corrido mucha mejor suerte, ni tampoco los mosaicos del suelo en los que se veía a Ambeoutin conduciendo a su pueblo hacia la libertad. La imagen del primer líder de los minotauros estaba enterrada debajo de montones de comida tirada. Su séquito apenas lograba hacerse ver entre las ropas esparcidas sin cuidado.

Ni siquiera los candelabros, con sus cinco brazos de hierro, habían logrado escapar de los excesos del alcohol. Era increíble que todavía no se hubiera declarado un incendio, pues no eran pocas las velas que se habían caído. Las lámparas se balanceaban cada vez que un asistente a la fiesta demasiado borracho para mantenerse en pie se apoyaba pesadamente en las cadenas que las sostenían.

A pesar de todo, los guardias apostados en la puerta y en la pared que estaba detrás del emperador se mantenían inmóviles. Comida y gotas de vino manchaban sus uniformes, pero ellos se mostraban impasibles. Ardnor ya había infligido castigos por mucho menos.

Más de una veintena de invitados, todos ellos adeptos al nuevo culto, disfrutaban de la fiesta. No había nada que celebrar, pero no era necesario que lo hubiera. Esas juergas se sucedían casi todas las noches y no era raro que se alargaran durante el día. Al fin y al cabo, Ardnor era el emperador, el indiscutible señor del reino. Sus órdenes se cumplían de inmediato y le gustaba ordenar fiestas.

Una joven acólita del templo, que no tenía aspecto de ser la sacerdotisa más fervorosa, dio un traspié y cayó en el regazo de Ardnor. Éste la asió con fuerza, olvidando por un momento la lucha cuerpo a cuerpo, hasta que uno de los combatientes aterrizó sobre los restos de la cabra asada, y los platos ribeteados de oro y plata saltaron por los aires. Entonces los luchadores estaban cubiertos de manzanas aplastadas y trozos mordisqueados de pan de trigo y de centeno. Ambos reían como locos mientras peleaban. Al final, el minotauro más enjuto, con un cuerno un poco torcido, sacó algo de ventaja. Los combatientes dieron una patada a una de las sillas de respaldo alto con el símbolo del corcel de guerra tallado, mientras seguían retorciéndose aferrados el uno al otro.

Los espectadores apostaban cuál sería el ganador. Lanzaban monedas en los yelmos de los dos oponentes, que estaban al revés al final de la mesa. Las monedas que estuvieran en el casco del perdedor se repartirían entre los que habían ganado la apuesta, y una parte iría para el mismo ganador.

Uno de los apostadores más borrachos se inclinó tanto para animar al luchador que había elegido que acabó recibiendo un puñetazo desviado, que le cayó en todo el hocico. El hilo de sangre que empezó a manarle del morro se debía más que a la fuerza del golpe a que el minotauro tambaleante se había mordido la lengua sin querer.

Sin dejar de manosear a su acólita, que se deshacía en risitas, Ardnor bramó su aprobación. Levantó la vista y, de repente, su expresión se nubló. Sin más explicaciones, lanzó a su acompañante a un lado y se incorporó de un salto. Concentrados en el juego, los demás no se percataron de nada, hasta que Ardnor pegó un puñetazo en la mesa redonda, en la que se abrió una grieta de un pie de largo.

—¡Fuera! ¡Fuera todos! ¡Ahora!

Los invitados se quedaron inmóviles, sorprendidos y dudando si habían oído bien, pero una mirada de los ojos inyectados en sangre del emperador bastó para que recogieran precipitadamente sus cosas y huyeran de prisa. Los guardias separaron a los dos luchadores ebrios y los sacaron de la habitación.

Pero ni siquiera así Ardnor se mostró satisfecho. Agarró a uno de los guardias que estaba apostado detrás de él y lo empujó sin miramientos.

—¡He dicho que todos fuera! ¡Todos! ¡Y cerrad la puerta!

Cuando por fin estuvo solo, Ardnor se volvió para mirar el tapiz sucio y deshilachado con manchas recientes de sangre. Lanzando un gruñido propio de un animal, Ardnor clavó la mirada en la imagen de mi padre. Hotak posaba con el yelmo colgado de un brazo y un pie sobre un nerakiano muerto. Volutas de oro y plata enmarcaban el retrato. El artista había representado a Hotak de tal manera que se viera su ojo bueno, que parecía encontrarse con la mirada de su hijo.

Una gota de sangre cayó del ojo, y Ardnor imaginó que representaba la condena de su padre.

—¡Yo era tu heredero! —gruñó al tapiz—. ¡Me habían preparado para ocupar tu lugar! ¡Sólo he hecho lo mismo que tú habrías hecho!

Como era de esperar, la imagen no respondió, pero eso sólo consiguió enfurecer más al obtuso Ardnor. Con un rugido, tiró todo lo que había sobre la mesa. Las copas, los platos y los restos de comida cayeron al suelo con estrépito.

Él era el emperador de todos los minotauros. Las legiones marchaban a la guerra en su nombre. Los gladiadores luchaban a muerte en el Gran Circo. Sus Defensores imponían la ley marcial en todo el reino…

Desde que tenía uso de razón deseaba todo lo que entonces era realidad. Desde niño, Ardnor había sido educado para ocupar el lugar de su padre y, después de tantos obstáculos, el hijo mayor de Hotak había conseguido su objetivo. No obstante, sabía que el verdadero poder no residía en el palacio, sino que emanaba del templo. De allí procedían los mandatos, a menudo firmados con su nombre. Tal vez fuera él quien ostentara el título de emperador, pero era su madre la que gobernaba el reino de los minotauros.

Sentía que la figura del tapiz lo observaba. Al final, Ardnor lo cogió por el extremo inferior con una de sus manazas, con la intención de arrancarlo de la pared. Pero vaciló y, tremendamente frustrado, soltó la tela, cogió el yelmo y salió airadamente de la estancia.

Los guardias se irguieron, asustados, cuando lo vieron aparecer por el pasillo en busca de una víctima propicia para su mal humor. En sentido contrario llegaba un desafortunado mensajero de la legión.

—¡Ése de ahí! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Traes alguna noticia importante?

El mensajero inclinó los cuernos rápidamente y se arrodilló.

—¡Su majestad! ¡Traigo una misiva privada para vos!

Ardnor atiesó las orejas.

—¡Bien, pues dámela, idiota!

El mensajero se peleó con una bolsa de piel, cerrada con un nudo, y por fin logró sacar una diminuta nota sellada que había llevado un ave mensajera. Se la tendió al emperador. Éste le dio vueltas en busca de cierta marca y, finalmente, encontró el icono del hacha rota, dibujado con discreción.

—¡Retírate! —ordenó al oficial.

Alejándose de los guardias, Ardnor rompió el sello: «Saludos, Gran Maestre de los Defensores, hijo venerado de la suma sacerdotisa, emperador de emperadores…»

La enumeración de títulos ocupaba varias líneas. Aunque Ardnor soltó un resoplido burlesco, aquellas palabras del fiel lo halagaban sobremanera.

«Yo, Genjin Es-Jamak, un sencillo acólito que no merece pisar vuestra sombra, envío este informe con la máxima celeridad para que sólo vuestros ojos lo lean. Considero imperativo advertiros…»

Ardnor abrió los ojos como platos. Leyó el mensaje tres veces, echando las orejas hacia atrás y lanzando llamas por los ojos inyectados en sangre. Cuando más o menos logró digerir lo que decía la nota, la rompió con tanta rabia que a punto estuvo de pulverizarla con su enorme mano. Resoplaba con fuerza, pero ésa era la única muestra de sus sentimientos que podían percibir los centinelas.

Se volvió hacia uno de ellos.

—¡Ordena a ese mensajero que vuelva! —le espetó—. ¡Dile que espere a la entrada de mi cuartel general! Voy a darle la contestación.

El soldado se apresuró para alcanzar al oficial. Ardnor se dirigió hacia sus habitaciones privadas. Mientras caminaba con pasos airados, mostró los dientes en una cruel sonrisa de depredador. Su madre había querido que fuera un gran emperador y así sería. Estaba a punto de tomar una decisión difícil, si bien necesaria. Una decisión imperial.

Una decisión tal que ni siquiera su padre, el gran Hotak, se habría atrevido a tomar.

Faros perdía y recuperaba la conciencia. No podría haber dicho cuánto tiempo llevaba tirado en el suelo de la habitación milenaria. Horas, de eso no cabía duda: días quizá…; al menos uno, seguramente dos o tres. Todo el cuerpo se le retorcía de dolor, se moría de sed. Tenía hambre y náuseas a la vez, y se sentía como si estuviera quemándose vivo.

Soñaba… o, más exactamente, tenía pesadillas. Las alucinaciones eran más lúgubres que nunca. Se le aparecían los rostros macabros de Sahd, Paug y los demás, y más que ningún otro, el del Gran Señor Golgren. También veía otras imágenes más vagas, pero no menos inquietantes, visiones de un reino húmedo y oscuro por el que vagaban figuras tambaleantes con los cuerpos corrompidos por la enfermedad, atrapadas en un tormento sin fin. A veces, esas imágenes se confundían con sus recuerdos de Nethosak, la capital del imperio se convertía en una ciudad poblada por demonios cadavéricos y edificios en ruinas.

Sólo una cosa salvó a Faros de la locura a la que le arrastraba la plaga, un murmullo incesante que lo mantenía unido a la realidad.

—Tan cerca…, tan cerca… Sólo unos pasos más… Puedes lograrlo, sí, puedes lograrlo

No reconocía esa voz, no pertenecía a ninguno de sus seguidores. No recibiría ninguna ayuda de ellos. Los rebeldes habían cumplido sus órdenes y habían abandonado los lugares donde se amontonaban los enfermos y los muertos.

Desde un rincón de su conciencia, Faros se dio cuenta de que estaba tumbado en el centro de su habitación, y eso le recordó algo. Se había desplomado en la entrada. De alguna manera había logrado arrastrarse hasta el interior, pero no lograba recordar con qué intención. Más allá estaba la espada. Con un gemido, Faros intentó alcanzarla, pero parecía que los separaba una eternidad. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, el minotauro agonizante logró arrastrarse unos milímetros más.

Tuvo que hacer un esfuerzo tan grande que se desvaneció. Volvieron las pesadillas y con ellas la voz que le susurraba. En cierto momento, Faros volvió a estirarse y descubrió que la espada estaba casi a su alcance. No recordaba haberse acercado más, pero ya nada le sorprendía.

La gema más grande de la empuñadura, la magnífica piedra verde del centro, era la única iluminación de la estancia. Faros no se cuestionó algo tan extraño, ni tampoco le hizo reaccionar. Era evidente que la espada poseía magia.

Su cuerpo ansiaba dormir, pero Faros siguió arrastrándose con los codos. Rozó la espada con las yemas de los dedos. El arma se deslizó a su mano, como si quisiera que la cogiera. Faros dio un grito ahogado. Sintió que los síntomas de la plaga se estremecían y remitían un poco. Seguía ardiéndole todo el cuerpo, pero al menos podía pensar con más claridad.

—El anillo…

Fue lo único que dijo la voz. Faros buscó con los ojos inyectados en sangre el otro artefacto que había heredado de Sargonnas. Un graznido seco salió de su boca llena de ampollas cuando recordó dónde estaba.

El anillo… —repitió la voz en su cabeza, apremiándolo.

Reunió todas sus fuerzas desde lo más profundo de su ser y consiguió levantarse. Asiendo la espada, desesperado, Faros cruzó la habitación balanceándose de un lado a otro sin que pudiera evitarlo. Hubo un momento en que estuvo a punto de chocar contra la pared y caerse, pero la espada se mantuvo recta como un bastón, y el minotauro logró recuperar el equilibrio.

Faros encontró la grieta por la que había caído el anillo y se arrodilló. Sintió que la enfermedad volvía a apoderarse de él y tuvo que apoyar el hocico en la pared para no desplomarse de nuevo. Apretó con más fuerza la espada de Sargonnas y recuperó un poco de fuerza. No sabía por qué, pero era vital que encontrara el anillo.

Con la vista borrosa, pasó los dedos por la grieta, pero lo único que palpaba era suciedad. Entonces, sintió algo metálico y circular que no podía ser otra cosa que el anillo perdido. Faros intentó levantarlo con el dedo índice, pero el objeto resbaló. Maldiciendo en voz alta, lo intentó con el meñique. Consiguió engancharlo y lo levantó con mucho cuidado, hasta que salió a la luz.

El anillo colgaba del dedo, a punto de escaparse de nuevo. La mano de Faros empezó a temblar a medida que la alejaba lentamente de la grieta, hasta que el anillo volvió a caerse y, tintineando por el suelo con una chispa, se detuvo junto a su rodilla. Lo atrapó con la mano libre, pero cuando estaba a punto de ponérselo, la voz habló de nuevo.

—La sangre debe manar, para él y para mí…

A pesar del esfuerzo sobrenatural que estaba haciendo, Faros frunció el entrecejo. ¿Sangre?

Una gota a cada uno, en el centro del ojo…, o la plaga te llevará…

No le importaba a quién perteneciera aquella voz empeñada en murmurar, ni siquiera si se trataba de Sargonnas. Se sentía mareado y débil, estaba cansado de acertijos.

—Está bien, maldita sea…

Levantó la espalda, se concentró en la mano temblorosa y acercó la afilada hoja a la palma. Un leve roce del metal bastó para rasgar la piel. Asomó la sangre y, al mismo tiempo, Faros habría jurado que había oído un lamento que provenía de la espada.

Volvió a sentir la fuera de la enfermedad. Con los ojos anegado en lágrimas, Faros giró la mano, y cayó la primera gota de sangre. Se posó en el centro exacto de la piedra negra del anillo… y desapareció en ella sin dejar rastro. Faros estaba a punto de coger la espada cuando recordó la segunda parte de la orden. Dio la vuelta a la espada para acercar la esmeralda de la empuñadura.

Vio un ojo que le devolvía la mirada, pero Faros parpadeó y ya no volvió a verlo. Tomando una bocanada de aire, giró de nuevo la mano. Una gota de sangre cayó en la esmeralda y, al igual que la primera, desapareció en la piedra preciosa. De repente, la espada relumbró con una intensa luz verde. La luz inundó la estancia.

—El anillo…

Presa de terribles temblores, Faros soltó la espada sólo lo necesario para ponerse el anillo. En cuanto lo logró, algo lo sacudió por dentro. Faros gritó y habría querido arrojar la espada, pero sus dedos la asían con fuerza. Sintió que una ola de fuego le atravesaba el cuerpo.

Entonces, la agonía de la plaga se retiró bruscamente. El minotauro ya no sentía la terrible presión en la cabeza y, de repente, podía volver a respirar con normalidad. Sintió que poco a poco recuperaba las fuerzas. En un momento, desapareció todo el dolor. Ya podía mantenerse en pie, incluso moverse.

—Tu sangre está ligada, tu sangre está purificada…

El brillo de la espada apenas era ya visible, pero el anillo estaba caliente. Faros miró en derredor y vio el pellejo de agua y algunos alimentos secos. Comió y bebió con tanta avidez que se salpicó todo el pelaje.

Después, avanzó torpemente por los salones. El único sonido que oía era el de sus propias pisadas. El templo estaba sumido en la oscuridad, excepto por el tenue resplandor de la espada de Sargonnas. Sosteniéndola delante de sí, el líder de los rebeldes fue abriéndose camino. A sus oídos únicamente acudía la caricia liviana del aire.

Cuando por fin llegó junto a una ventana, comprobó que era de noche por la oscuridad del exterior. Entonces, oyó un ruido estremecedor. Se quedó quieto como una estatua, escuchando e intentando descifrar el sonido, un grito desgarrador. Al otro lado de los muros del templo, grotescamente iluminados por antorchas y hogueras diseminadas por el páramo, Faros vio a sus seguidores. No habían escapado de la maligna plaga. El grito que había oído, y que habría de oír una y otra vez, era el que salía de la boca de cientos de enfermos. Mirara a donde mirara, sus ojos encontraban enfermos y moribundos. Pocos estaban de pie o se movían. Las víctimas de la enfermedad yacían en el suelo, desperdigadas sin orden, mezcladas con los cadáveres del enemigo.

Al final, Nephera había vencido. Donde la fuerza de las armas había fracasado, la magia malvada había logrado acabar con la rebelión. Alzó la vista y vio las estrellas relucientes. La paz que reinaba en los cielos contrastaba cruelmente con las escenas de la tierra. El hedor a podredumbre y enfermedad se apoderó de sus sentidos hastiados.

Un conjunto de estrellas captó su atención. Faros tardó un momento en darse cuenta de que ésa era la constelación que representaba al supuesto dios. Un sentimiento de responsabilidad que jamás había experimentado antes tocó su corazón. Con un estremecimiento, Faros recordó a su padre.

—¡De acuerdo! —rugió el minotauro a las estrellas—. ¡De acuerdo, maldito seas, Señor de la Venganza! ¡Te necesito! ¡A ti, no a tus juguetes! ¿Quieres que te lo suplique? ¡Pues lo haré! ¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos ahora, o no quedará un solo fiel que te adore! ¿Me oyes? Ayuda…

Un trueno ensordecedor sacudió el templo. El minotauro tuvo que agarrarse. Oyó gritos asustados. Tras el trueno llegó el silencio…, y al silencio le siguió el graznido solitario de un pájaro.

Un momento después, otro pájaro respondió al primero, y otro más. Al instante, parecía que todas las aves del mundo respondiesen a la primera, aunque ninguna se mostraba a los ojos. Los sonidos estridentes ahogaron todo lo demás. De repente, por allí llegaba el aleteo de unas alas. Cientos, miles de alas. El ruido se convirtió en un estruendo tal que Faros pensó que estaba a punto de estallarle la cabeza.

Un cuervo feo y gordo entró por la ventana. Pasó junto a Faros y entró en la cámara donde yacían los muertos. Se posó sobre uno de ellos y picoteó la carne. La tragó y volvió a picotear con avidez.

Otro cuervo pasó rozando el hombro de Faros. Se posó en otro cadáver e imitó a su compañero. Sin que nada anunciara su visita, el templo se llenó de pájaros que llegaban sin parar. Había aves diminutas y enormes, pero todas eran carroñeras. Caían sobre los cadáveres con impaciencia. Algunos cuerpos tenían tantos pájaros encima que era imposible distinguirlos bajo la masa de plumas.

Consciente de que de alguna manera él había desalado aquello, el líder de los rebeldes atravesó el templo corriendo para salir afuera, con la esperanza de llegar junto a los supervivientes y ayudarlos. En su carrera, se cruzó con más y más pájaros que se adentraban en el edificio de piedra y atestaban los corredores. Faros tropezó con cadáveres de los que apenas quedaban los huesos, pero en la mayoría de los casos las aves lo devoraban todo: carne, tendones, incluso los huesos.

Con los graznidos de los voraces animales retumbándole en los oídos, Faros consiguió llegar a la puerta tambaleándose. Allí se quedó inmóvil al comprobar la magnitud de lo que estaba sucediendo. Bajo la luz de las estrellas, que entonces brillaban con la intensidad del sol, tenía lugar la carnicería más cruenta que hubiera visto en todas las batallas. Los cielos y la tierra estaban cubiertos del manto negro de los carroñeros. En el exterior no sólo se agolpaban los cuervos y otras aves de su misma familia, sino también gigantescos buitres, águilas y cóndores. Todos habían acudido y atacaban el campo sembrado de muertos. Desgarraban la carne y hacían un ruido estremecedor mientras se entregaban al festín.

Aquí y allá los supervivientes se acurrucaban, observando aquel espectáculo estremecedor. Lo único que podían hacer era quedarse donde estaban y mantenerse vigilantes. Una eternidad después, aunque en realidad sólo fueron unos minutos, los pájaros habían acabado. En el campo de muertos apenas quedaba alguna armadura hueca, armas abandonadas y cinchas de piel.

El foco de la plaga estaba totalmente destruido, o por lo menos, los muertos ya no seguirían propagando la enfermedad. Entonces, empezó a llover violentamente. El agua caía del cielo y lo empapaba todo, incluidos los pájaros. No había nubes, ninguna señal que alertara de la tormenta. Había estallado de la nada en aquel límpido cielo nocturno.

De la lluvia se alzó una neblina pálida y húmeda, pero de alguna forma reconfortante. Lo cubría todo, pero su manto era más espeso alrededor del templo.

De hecho, Faros sentía que la lluvia y la bruma habían arrastrado algo repugnante que había en su interior. Miró hacia ahajo y gruñó, sorprendido, cuando vio un hediondo charco verdoso a sus pies, que rápidamente se filtró en la tierra. Al mirar en derredor descubrió que alrededor de la mayoría de minotauros crecía un charco similar, sobre todo junto a los más aquejados por la enfermedad. Era como si todos los supervivientes estuvieran siendo purgados de la plaga. Aquellos que se habían retorcido presos de los más terribles dolores tenían los charcos más grandes y pestilentes. Cuando la sustancia desaparecía, los enfermos empezaban a moverse como si hubiesen sanado.

Pero el único en verlo y entenderlo todo fue Faros. El hijo de Gradic comprendió que los enviados de Sargonnas los habían salvado. El último charco penetró en la tierra. En ese mismo instante, la lluvia y la niebla desaparecieron. La oscuridad de todas las noches regresó, acompañada de las estrellas normales.

Entonces, como si estuvieran esperando una señal, los pájaros alzaron el vuelo y se alejaron en todas las direcciones por las que habían llegado. Sin embargo, cientos más se quedaron inmóviles, observando, aguardando, como si esperaran que sucediera algo más, pero ya no había nada más. Ninguno de los presentes podía dudar de que había sido un milagro. Muchos eran los que habían estado a las puertas de la muerte y entonces estaban sentados en el suelo; ni siquiera tenían aspecto de haber estado muy enfermos. No obstante, no se oyeron gritos de alegría, pues todos estaban demasiado cansados y perplejos ante el repentino giro de los acontecimientos. En cuanto a Faros, se alzaba mudo entre ellos, sumido en sus pensamientos…

Todo lo que había intentado enterrar en lo más profundo de su ser explotó en la superficie. Con los brazos levantados hacia el cielo, Faros rugió su dolor y su despertar al camino que debía seguir. Gritó una y otra vez, mientras los minotauros que le habían seguido con gran lealtad lo observaban boquiabiertos, confusos.

Cuando ya no pudo gritar más, Faros se volvió hacia la lejana Mithas. Con la mirada perdida en la lontananza, imaginó Nethosak, el imponente palacio del emperador y el gran templo de los Predecesores.

Los imaginaba envueltos en llamas y sangre.