EL BESO DE MORGION
La ciudad antaño llamada Silvanost se extendía ante Maritia hasta donde alcanzaban sus ojos, pero ya no era el jardín en el corazón de un bosque de los días felices. Mientras Maritia de-Droka y su guardia personal cruzaban las nuevas puertas macizas de madera que habían construido los soldados, la minotauro inspeccionaba un lugar que había cambiado mucho.
Antiquísimas torres que habían sobrevivido inalterables durante más de mil años estaban remodelándose según los dictados de los minotauros. Se habían arrancado las delicadas volutas y los llamativos ornamentos para dar paso a eficientes líneas rectas. Los caminos sombreados por los árboles entonces recibían la luz directa del sol. Las luces suaves y tenues con que los elfos iluminaban muchas de las calles de la ciudad se habían sustituido por lámparas de aceite hechas de latón, mucho más resistentes y fuertes. Colgaban de altísimos postes de hierro clavados en el suelo, y cada atardecer las patrullas se encargaban de encenderlas.
A pesar de tantos cambios, Silvanost no había sufrido una transformación tan acusada como la de otras partes de Ambeon. Allí, en la antigua capital de los elfos, Maritia había burlado la orden de Ardnor de eliminar todos los símbolos de sus antiguos habitantes. En vez de eso, había desnudado las magníficas torres, e incluso el palacio, para reconstruirlos después más acordes con las líneas imperiales. «Aprovecha todo lo que pueda aprovecharse», le había enseñado su padre, y ella había seguido ese buen consejo. ¿Por qué destruir lo que es funcional? Irónicamente, parecía que Maritia había tomado la decisión correcta. Si hubiera obedecido las primeras directrices de Ardnor, el templo principal habría estado en ruinas y la nueva orden de convertirlo en el baluarte de los Predecesores no habría tenido sentido.
El primer distrito por el que habían pasado había sido una especie de mercado arbolado de los elfos, pero todas las construcciones habían sido demolidas y ya se alzaban los esqueletos de las típicas casas rectangulares. La constante necesidad de viviendas obligó construir casas en donde fuera posible. Cada una podría albergar provisionalmente hasta a doscientas nuevas incorporaciones a la causa de los minotauros.
Al norte de las casas, las nubes de polvo y el lejano repiqueteo del metal contra la roca anunciaban que el trabajo en las canteras no disminuía. Allí se afanaban día y noche la mayor parte de los esclavos elfos para conseguir la piedra necesaria para reconstruir la ciudad a imagen y semejanza del imperio. El viento de la tarde levantó el polvo, y Maritia tosió, pero esa pequeña incomodidad era el precio de la victoria y el progreso.
Entonces, una majestuosa torre que se alzaba con orgullo le dio la bienvenida. La Torre de las Estrellas relucía de tal manera bajo el sol que incluso los minotauros más curtidos se detenían para admirarla, asombrados. Su diseño era sencillo, liso, pero escondía algo tan extraordinario que Maritia, recurriendo al nombre de su hermano para revestir de autoridad su propio decreto, había prohibido que se modificara de manera alguna. La había reservado para el clan de Droka, a pesar de que el clan de Athak ya lo había intentado antes. Si no hubiera sido porque era comandante de expedición, ella misma la habría utilizado como cuartel general en vez de aquel palacio achaparrado y cursi que se veía a su espalda.
El palacio, de más de trescientos pies de alto y con tres alas individuales, habría impresionado a los conquistadores de no haber sido por su fachada rosa. Aquel color ridículo era propio del gusto remilgado de los elfos. En cuanto el programa lo permitiera, Maritia tenía planeado pintarlo de un gris más serio y decente. Mientras tanto, intentaba imaginar que aquél era el color de la sangre seca y desvaída. Pero, por desgracia, las delicadas imágenes de bosques que decoraban el interior y el exterior no ayudaban a verlo de otra manera que no fuera la real.
Todos los minotauros interrumpían sus quehaceres al paso de Maritia y su compañía a través de Ambeon. Los esclavos elfos más reacios, con sus galas lujosas convertidas en tristes harapos, recordaban a base de empujones o golpes con la parte plana de la hoja de la espada que debían saludar a la hermana del emperador. En los ojos de la mayoría de los elfos se había borrado toda esperanza, aunque de vez en cuando alguno lograba lanzar una mirada desafiante, que no dejaba de ser lastimosa. Los perfumes de aquella raza altanera, que habían asaltado sus sentidos al llegar a Silvanesti, se habían borrado bajo el honesto olor del sudor del trabajo. La misma ciudad había perdido el sofocante aroma a flores y entonces imperaba el olor almizcleño de los minotauros.
Los guardias con relucientes petos y yelmos la saludaron con deferencia cuando desmontó a la entrada del palacio. Maritia, deseosa de un poco de intimidad, despidió a su séquito y entró a grandes zancadas.
Apenas le había dado tiempo a entrar cuando salió a su paso un treveriano que sabía que debería estar apostado a millas de la ciudad. Con el yelmo colgado del brazo, el uniforme cubierto de polvo y el pelaje empapado en sudor, el oficial se arrodilló y en un susurro dijo:
—Lady Maritia.
—¿Novax? No esperaba tu visita. ¿Hay problemas en el norte?
—No…, no exactamente, mi señora. —Novax inclinó los cuernos hacia un lado. No se atrevía a mirarla directamente.
Maritia atiesó las orejas. En ese momento se fijó en que los centinelas que solían guardar la entrada no estaban en sus puestos.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué trae a un valioso subcomandante, que en el pasado sirvió junto a mi hermano Bastion en la legión de mi padre, tan lejos de sus tropas?
Novax, un minotauro de anchas mandíbulas con los cuernos marcados por el filo de las hachas, carraspeó.
—Es vuestro hermano lo que me trae aquí, señora.
—¿Mi hermano? ¿Qué quiere Ardnor…?
—¡No! ¡El mismo hermano al que acabáis de mencionar! El bueno y honesto Bastion…
Su indecisión la desconcertó.
—¡Levántate y mírame, Novax! ¡Dime claramente de lo que estás hablando!
El treveriano obedeció. Le sacaba una buena cabeza, pero, al encontrarse con su mirada airada, Novax empezó a respirar nerviosa y entrecortadamente.
—Mi señora…, traigo un mensaje de Bastion.
A Maritia se le enrojecieron los ojos y el hocico se le hinchó. Asió la empuñadura de la espada, incapaz de contenerse.
—¿Vienes de una audiencia con mi madre? ¡Ésa sería la única manera posible de hablar con Bastion, Novax! Me pregunto qué placer te provoca ese humor macabro…
El oficial no se acobardó, sino que le tendió un pequeño pergamino arrugado que escondía en la otra mano.
—Sólo os pido que lo leáis Sí consideráis que no es cierto, podéis castigarme como deseéis.
Arrebatándole el mensaje, Maritia lo desdobló. No leyó su contenido de inmediato, sino que buscó algo en la esquina inferior izquierda de la hoja.
Allí estaba la marca. Dos círculos atravesados por una espada signo un pequeño que para muchos habría pasado desapercibido.
La marca secreta de Bastion, que sólo ella y su padre conocían.
El corazón le dio un vuelco; después, se derrumbó. Todos los rumores que había oído… ¿Era cierto lo inconcebible?
Bastion entre los rebeldes…
Maritia entrecerró los ojos mientras leía lo que Bastion había escrito. Resopló, se le agitó la respiración. Un momento después, sin compartir su contenido con el oficial, rompió la nota y la metió en el morral del cinturón para tirarla al fuego más tarde.
—¿Sabes cómo contactar con él?
—Sí.
Intentando mostrarse impasible, Maritia continuó:
—Dile que me reuniré con él en el lugar indicado a la hora acordada. Me acompañarán cuatro minotauros, ni uno más. Todos de confianza.
—Sí, mi señora.
Cuando el treveriano se disponía a retirarse, Maritia le indicó que esperara.
—Novax…, ¿qué aspecto tenía?
El oficial sonrió un momento.
—El de siempre.
—Así es Bastion.
Maritia despidió al oficial y se dirigió a uno de los grandes balcones que se abrían en el ala principal. La barandilla representaba criaturas del bosque, algunas reales y otras imaginarias. En el suelo, un mosaico mostraba a la realeza elfa en comunión con la naturaleza. Parecía que los árboles y las flores cobraban vida a la orden de los elfos.
Desde el balcón se veía gran parte de la ciudad. Podía distinguir cinco de las siete torres, cada una de ellas en honor de un dios de la luz. A sus pies, un exuberante jardín en forma de estrella de cuatro puntas rodeaba las torres y el palacio. Maritia había estado tan inmersa en sus pensamientos en el viaje de vuelta de la frontera que no había prestado ninguna atención al jardín. Toda la vegetación de Silvanost había sufrido mucho durante la conquista, pero los Jardines de Astarin se conservaban perfectamente gracias a la malvada magia del escudo. Impresionada por su poder, Maritia los había rebautizado como los Jardines del Triunfo y permitía que unos cuantos elfos afortunados se ocuparan de él. Lo veía como un símbolo de su raza, determinada a crecer y prosperar a pesar de la adversidad. Bastion habría aprobado su decisión.
—Bastion…
Su mirada se perdió en la ciudad, Ardnoranti. Gloria de Ardnor. Maritia habría preferido bautizar la ciudad en honor de otra persona en vez de en el de su hermano, alguien que lo mereciera más.
Maritia habría bautizado la ciudad como Hotakanti.
Su mano se deslizó hacia el bolso donde guardaba el mensaje. Bastion estaba vivo, pero con los rebeldes. Le costaba creerlo.
Sí, se encontraría con él, aunque sólo fuera para comprenderlo.
—Haré lo que deba, hermano —declaró Maritia en voz baja. Apretó la mano en un puño—. Sea lo que sea.
Al cuarto día, Grom murió.
Fue el primero de muchos. La plaga se propagó rápidamente por la fortaleza rebelde. No todos los que la contraían morían, pero muchas de las víctimas acababan engrosando la lista de fallecidos. Los síntomas eran pocos; al principio, no había muchos signos. La tos se hacía persistente, una tos ronca que poco después iba acompañada de sangre. Más adelante aparecían unas pústulas pequeñas debajo de los párpados que se hinchaban, empezaban a latir, adquirían un tono verdoso y desprendían un olor fétido. A medida que avanzaba la enfermedad, comenzaban los vómitos. La temperatura de los minotauros enfermos subía tanto que tenían el pelaje constantemente empapado en sudor.
Los contagiados yacían en interminables hileras en las estancias más grandes del templo. Incapaces de ocuparse de sí mismos, ni siquiera de controlar las funciones fisiológicas básicas, no tardaban en cubrirse de suciedad. Poco podía hacerse por los enfermos o por evitar nuevos contagios. El número de afectados aumentaba cada hora y amenazaban con superar pronto a los que todavía estaban sanos.
Grom, que había pedido que los trasladaran a la cámara de culto, recuperó la conciencia dos veces antes de la agonía final. La primera, volvió a suplicar el perdón de Faros. Sin saber qué decir. Faros se limitó a asentir. La segunda. Grom se levantó un momento y se volvió a su dios. Rogó a una de las colosales estatuas que Sargas viera en él a un valioso guerrero y que cuidase de Faros y de la rebelión. Ése fue su último momento de lucidez.
A partir de entonces, Grom había permanecido inconsciente en medio de terribles dolores, llevándose las manos al pecho y al cuello. Las pústulas se habían abierto y de ellas había empezado a salir un líquido verde y espeso que olía a podredumbre. Como hacían con los demás enfermos, lo lavaban lo mejor que podían, pero su estómago lo expulsaba todo, hasta que ya no le quedaba nada.
Cuando por fin le llevaron la noticia de que Grom había muerto, Faros asintió y no dijo nada. Hacía tiempo que lo había dado por muerto. Faros recordó las palabras de Sargonnas y se preguntó si de alguna manera el templo sería culpable. El modo en que se había declarado y se había propagado la plaga era casi sobrenatural.
En carretas de dos ruedas se amontonaban los muertos en altas torres. Los rebeldes sacaban los cadáveres de la vetusta construcción y los bajaban al campo de batalla, donde aún había guerreros pudriéndose. Faros había dado su permiso para quemar a los muertos, y varias partidas inspeccionaban el terreno para conseguir leña. En aquel paraje era difícil encontrar ramas o arbustos. Las piras que lograban encender a menudo se apagaban antes de haber completado su terrible tarea.
Un humano pálido y una delgada hembra de minotauro se acercaron a Faros cuando la noche empezaba a caer sobre el templo. Al ver su expresión dubitativa, el líder interrumpió sus prácticas con la espada. A pesar de que intentaba evadirse de lo que estaba sucediendo, Faros no lograba escapar de los sonidos y el hedor que se extendían por todo el templo. Con un ladrido, preguntó:
—¿Qué?
—Nosotros… —El humano con barba tragó saliva—. Nosotros queríamos saber si podíamos sacar a Grom para…, para…
—Para llevarlo a la pira. —Su compañera logró acabar la frase por él.
Faros bufó.
—¿Su cuerpo sigue aquí? ¡Lleva muerto un día! Id y… —Cuando levantó la mano para echarlos con un gesto, cambió de opinión—. No. Esperad. ¡Fuera de aquí! Yo os avisaré cuando tengáis que venir a buscarlo.
Mientras se alejaban rápidamente. Faros envainó la espada. Salió de sus habitaciones para dirigirse a la cámara donde yacía Grom.
Bajo la misma estatua que había partido en dos, el cadáver del minotauro descansaba sobre el suelo. A la luz de la única antorcha colgada de la pared, Faros vio que alguien había colocado cuidadosamente el hacha entre los brazos de Grom. Le habían arreglado la ropa lo mejor que habían podido y, de no haber sido por las señales de la plaga, como la excesiva delgadez, se podría haber pensado que había tenido una muerte sin dolor.
De repente, a Faros le costaba respirar. Las visiones se sucedieron ante sus ojos. Su padre, toda su familia. Ulthar el bandido. Bek el sirviente. Valun, que había escapado con Grom. El gobernador Jubal.
La procesión de fantasmas aumentaba con cada muerte.
Dominado por la rabia, Faros cargó contra la estatua. Desenvainando la espada, amenazó a la figura.
—¿Dónde estás ahora, el de los Grandes Cuernos? ¡Aquí yace un necio…, un necio que te adoraba! ¡Aquí está uno de los que creían que regresarías y lo arreglarías todo! ¿Ves la recompensa que ha recibido por su fe? ¡Que lo quemen en una pira entre un montón de cadáveres y que todos lo olviden!
Cargó contra la estatua, pero en esa ocasión lo único que logró fue arañar el mármol. No se abrió ninguna compuerta, no manó ningún río de sangre o de lava.
Con un gruñido de frustración, Faros buscó algo más fuerte con lo que golpear a la estatua. Sus ojos se posaron en el hacha de Grom, un arma buena y muy fiable.
Cuando sus dedos ya asían el mango, le invadió el asco. Faros se echó hacia atrás, mirando fijamente el rostro de aquel que le había seguido tan fielmente. Grom había combatido con valentía contra los secuaces de Sahd, contra los legionarios y la horda del Gran Señor Golgren. Podría haberse quedado con los compañeros de Jubal, pero había jurado defender a Faros.
Y en vez de la batalla, una enfermedad se había llevado la vida de tan valioso guerrero. Para los minotauros, una muerte así era una vida desperdiciada. No se cantarían gloriosas canciones de la batalla final en su honor; sus descendientes no oirían las increíbles historias de los enemigos que se había llevado con él.
La cabeza de Grom estaba ligeramente inclinada hacia un lado, como si estuviera observando a Faros con los ojos cerrados.
El líder de los rebeldes se arrodilló y colocó la cabeza de su compañero caído de forma que alzara la mirada hacia los cielos.
—Deberías haber elegido un dios diferente —murmuró Faros—, una causa distinta por la que luchar.
Volvió a envainar la espada y salió apresuradamente. El frío que hacía en el interior del templo ayudaría a conservar el cadáver. El cuerpo de Grom descansaría bajo la mirada indiferente de su dios por esa noche; al día siguiente, Faros se encargaría de que quemaran el cadáver de su segundo. Se lo debía a Grom.
Durante todo el camino hacia sus habitaciones le asaltaron sin piedad los sonidos y las imágenes de la plaga. Intentó volver a concentrarse en sus ejercicios con la espada, pero ni siquiera despedazar a cientos de Golgren logró calmarle. Su corazón latía cada vez más fuerte. Al final, Faros arrojó la espada, malhumorado.
Al hacerlo, el líder de los rebeldes se fijó en el otro regalo del dios. Presa de la ira, Faros se arrancó el anillo del dedo y lo lanzó lo más fuerte que pudo contra la pared.
El anillo no se rompió. En vez de eso, golpeó la piedra con un sonido metálico y lanzó una chispa roja. Después, rebotó en el suelo, dejando una estela de chispas, hasta que Faros vio, satisfecho, que se perdía en una grieta que había en una esquina.
—Eso me importan tus regalos —murmuró al dios ausente—. Eso me importa tu poder…
El sonido de una tos intensa le hizo dar un respingo. En la puerta había un viejo minotauro de pelaje castaño entrecano. Faros lo había visto atendiendo a algunos de los enfermos, pero en ese momento él mismo parecía uno de ellos. Faros abrió la boca para decir algo, pero el minotauro se desplomó y se golpeó con la otra pared del pasillo.
Cuando Faros llegó a la entrada, el rebelde yacía en el suelo. Faros se inclinó hacia el cuerpo tembloroso y le giró la cabeza para verle el rostro, en especial los ojos.
Allí estaban las pústulas. Faros maldijo. Se irguió y entonces empezó a gritar:
—¡Necesito ayuda! ¡Ahora mismo!
Quizá fuera por la confusión que reinaba en los pasillos, donde el eco repetía cada sonido, o simplemente porque los gritos y las toses se oían por doquier, pero nadie acudió a su llamada. Impaciente, Faros se agachó e, irguiéndose con esfuerzo, logró levantar el cuerpo inerte lo suficiente para arrastrarlo por el corredor. Los pies del minotauro colgaban sin fuerza, lo que le impedía avanzar más de prisa.
Cuando por fin llegó a la cámara donde se cuidaba a los enfermos más recientes, tenía la piel cubierta de sudor y respiraba entrecortadamente.
Finalmente, alguien reparó en él. Un humano de pelo pajizo y una minotauro con un ojo tapado con un trapo atado a la cabeza corrieron a ayudar a Faros. Cuando se vio liberado, miró alrededor, asqueado. El número de víctimas aumentaba por momentos.
—¿Cuántos más?
—Trece —respondió el humano de nariz chata, que no tenía mucho mejor aspecto que aquellos a los que cuidaba.
La minotauro negó con la cabeza.
—Catorce, Hanos. Trajeron a Guan cuando tú saliste a por agua.
Hanos se inquietó al oír el nombre de Guan, aunque Faros desconocía la razón, y lo cierto era que no podía preocuparse por cada nueva víctima de la plaga.
—Grom está muerto —anunció en un tono neutro—. Él fue el primero, ¿no?
—Grom fue uno de los primeros —respondió la minotauro—, pero también estaba el humano, Izak, y Sakron y Dor.
Faros no conocía a Sakron, pero los nombres de lzak y Dor le eran familiares. Intentó recordar dónde los había visto por última vez y se dio cuenta de que estaban en el grupo que había formado Grom para encender la pira a escondidas.
La plaga debía de haber llegado con sus enemigos. Tal vez no supieran que estaban infectados, pero actuaba tan rápidamente que era muy poco probable.
—Ordenad a los que están fuera que se queden ahí mientras se sientan bien —ordenó—. Todos los que presenten los síntomas tendrán que ser trasladados a la planta baja del templo. Quizá logremos controlar la situación. —Faros lo dudaba, pero no se le ocurría qué otra cosa decir. Le latía la cabeza—. Eso también va por vosotros, si todavía estáis sanos. ¡Todos fuera del templo!
Hanos y la hembra de minotauro parecían horrorizados. Ella no pudo contenerse.
—¿Quién va a cuidar de los enfermos?
—Realmente, ¿podéis hacer algo por ellos? —le contestó con sequedad.
Una expresión de derrota asomó al rostro de la minotauro y sacudió la cabeza.
—¡Id a decírselo a los demás! —volvió a ordenar Faros—. ¡Ahora mismo!
Mientras lo obedecían de mala gana, él mismo salió de la habitación y se dirigió a su cámara para coger la espada y abandonar el templo. A medida que avanzaba, sentía un calor cada vez más asfixiante en el pasillo. Por alguna extraña razón, parecía que los salones se sucedían interminablemente. Faros no dejaba de parpadear, pues el sudor le caía sobre los ojos.
Vislumbró sus habitaciones. Antes de coger la espada, bebería un poco de agua del pellejo que estaba junto a la cama. Aquello lo refrescaría…
De repente una voz susurró en su cabeza.
—¡Más deprisa…, más veloz! ¡Tan cerca! ¡Tan lejos!
El líder de los rebeldes sacudió la cabeza, preguntándose si habría oído a alguien desde algún pasillo lateral. Dio otro paso y se detuvo un momento en la entrada de la cámara con una mano apoyada en el quicio de la puerta.
—¡No te pares, no te detengas! El beso oscuro se acerca…
Aquellas palabras no tenían sentido, vinieran de donde vinieran. Faros volvió a sacudir la cabeza, decidido a no prestarles atención. Lo único que quería era un poco de agua, la espada y tal vez descansar unos minutos. Daría una cabezada antes de abandonar el templo. No podía haber nada malo en eso…
Su mano resbaló en el mismo momento en que le fallaron las piernas. Faros sintió que caía al suelo con un golpe sordo. Por un momento, el dolor lo sacó de su abotargamiento y se dio cuenta, aterrorizado, de cuál era la situación.
Él también había caído víctima de la plaga.