TRAICIÓN DE SANGRE
Debería estar muerto. Entre los ogros, la pérdida de una mano solía ir unida a la pérdida del respeto y del rango, y entre la casta dirigente, esto último solía significar que un rival poderoso podía hacer añicos la cabeza del ogro lisiado y caído en desgracia.
Aunque en los últimos meses dos ambiciosos señores de la guerra habían internado recurrir a esa tradición de traspaso de poder —y habían sufrido tina muerte terrible por ello—, Golgren había salido ileso. Más importante aún: su dominio sobre Kern y Blode, aunque ejercido con una sola mano, no había hecho más que aumentar.
La trápala de los cascos y el chirrido de las ruedas acompañaban su viaje en caravana por el terreno escabroso. Los caballos y los carros cubiertos con lonas levantaban nubes de polvo, que formaban una estela gris al paso de los guerreros. El hedor del sudor de los caballos ahogaba a Golgren, pero era un olor mucho más soportable que el que habría sufrido de haber cabalgado entre sus seguidores, cubiertos de sudor y faltos de un buen baño. Con su única mano alcanzó el morral que llevaba colgado en el cinturón y sacó un pequeño frasco de cristal azul, de forma ovalada, con el tapón sujeto por una fina cadena de oro. Después de abrirlo, se acercó el bote a la nariz y respiró profundamente. La esencia de flor de jazmín envolvió su nariz. El perfume, procedente de las ruinas de la morada de un distinguido elfo, logró cubrir los olores más fuertes por un momento.
El Gran Señor atravesaba Blode sin preocuparse por si se adentraba en el vecino dominio de los ogros. En los viejos tiempos, aquello habría desatado una cruel guerra entre las tribus rivales, pero eran tantas las cosas que habían cambiado en los últimos años.
Primero, habían sido los humanos, los Caballeros de Neraka, los que habían unido a los ogros al invadir los dos reinos en sus ansias de expansión. Esa invasión había catapultado a Golgren al poder, puesto que había sido más astuto que aquellos necios que servían al Gran Kan.
Después fue el turno del Uruv Suurt —el minotauro— llamado Hotak. Su ambición era el reflejo de la de Golgren. El ogro había aprovechado los planes del minotauro para ganarse adeptos a su causa, sus congéneres se sentían defraudados por los fracasos del Gran Kan.
El hecho de que se hubieran unido a él a pesar de sus diferencias era prueba del carisma y la influencia de Golgren. Era evidente que tales cualidades no se reflejaban en su estatura. No era alto para la media de su pueblo y, aun completamente erguido, la mayoría solía sacarle una cabeza. Además, Golgren era de constitución delgada y sus rasgos eran muy diferentes de los de los otros ogros, pues tenía el rostro más afilado y menos plano. La nariz chata se parecía mucho a la de los humanos y, en vez de colmillos, Golgren no tenía más que dos protuberancias, conseguidas después de mucho limar. Lucía una espesa melena negra leonina, limpia y bien cepillada. El mismo Gran Señor se bañaba a menudo, aunque para ello tuviera que obligar a sus seguidores a cargar con dos carros más para transportar el agua, y utilizaba un perfume almizcleño para disimular su olor personal.
Sus ropas eran resistentes, pero con un cuidado acabado. Aquella jornada vestía una larga capa color arena sobre una elegante túnica en un tono similar. La faldilla de piel y tela que le cubría hasta la altura de las rodillas era de diseño minotauro y, a diferencia de la mayoría de los ogros, calzaba sandalias con cintas de piel que trepaban por las pantorrillas.
Había quien afirmaba que por las venas de Golgren corría sangre elfa, pero nadie se atrevía a decirlo delante del Gran Señor. Era cierto que en sus ojos se vislumbraba la existencia de ancestros desconocidos, pues bajo las espesas cejas castañas, a diferencia de todos los demás ogros, sus ojos eran almendrados y de un intenso verde esmeralda. Fuera como fuera, nada se escapaba a aquellos ojos, y cuando se enfrentaban a las oscuras pupilas despiadadas de sus congéneres, jamás se amedrentaban.
Parecía que Golgren había salido de la nada. Había ascendido velozmente entre los seguidores del Kan y había arrebatado el poder al señor de Kern, mientras éste se dedicaba a inhalar el adictivo aroma de la flor de grmyn. El resto de los rivales no habían tardado en correr la misma suerte. A pesar de Donnag y de la traición de los titanes, se había hecho con el dominio de Blode con la misma premura, aunque en esa ocasión había necesitado un poco de ayuda externa, ayuda de la que a veces renegaba.
Tras el Gran Señor se sucedían filas y filas de embrutecidos guerreros armados con mazas, hachas, lanzas y otras armas más originales. Se alternaban las hileras de altos guerreros de Kern, desarmados, que se distinguían por su pelaje gris, con las filas de los habitantes de Blode, más bajos y normalmente de pelaje más castaño y oscuro, que se cubrían con peto y yelmo. Las hileras alternas evitaban que unos y otros se abalanzaran sobre sus aliados, pues si sentían el deseo de atacar no tardarían en recordar que tenían a los compañeros de su víctima justo detrás. Tal vez en ese momento los ogros fueran aliados, pero Golgren no era ningún tonto. Confiaba en su propia raza menos que en los minotauros.
Flanqueando la horda de ogros por todos los lados, y aumentando considerablemente su tamaño, avanzaban pesadamente los mastarks, los enormes monstruos de la guerra, de grandes colmillos, que dejaban un insoportable olor a su paso. Entrenados para que estuvieran siempre alerta, no dejaban de olisquear el aire con las prensiles y serpenteantes trompas. Sobre cada uno de ellos iban montados dos cuidadores, uno detrás del otro. El segundo iba armado con un arco y un carcaj, y de las correas de piel que cruzaban el lomo del animal colgaban más flechas. Los mastarks llevaban cascos de hierro con dos pinchos, que sabían utilizar muy bien en combinación con los colmillos.
Aquellos monstruos eran otra de las razones por las que los guerreros avanzaban a buen paso, pues los inmensos pies planos de un mastark podían aplastar a un ogro. A cada paso de las bestias seguía un sonido atronador, tal era la fuerza de aquellas criaturas. Por si no fuera suficiente para mantener a los guerreros a raya, en los extremos avanzaban, siempre bajo el restallido del látigo, varios merodracos hambrientos y silbantes. Los inmensos reptiles se utilizaban para seguir el rastro del enemigo, pero también eran muy aficionados a ocuparse de cualquier elemento subversivo en sus propias filas. En cuanto había el más mínimo signo de desobediencia, los cuidadores lo aplacaban con aquellas bestias de colmillos afilados. Quizá el ejército de Golgren careciera de la disciplina y el entrenamiento del de los Uruv Suurt, pero sabía perfectamente cómo intimidar a sus guerreros y ejercer un control absoluto sobre ellos.
El ejército había estado barriendo el tortuoso terreno al sur de Blode, en teoría dando caza a pequeños grupos de elfos que se habían internado en aquellas tierras inhóspitas para atacar a los conquistadores de Silvanesti. Aquellos días era Golgren quien se volvía con avaricia hacia el exuberante reino verde, con el recuerdo vivo de las ricas tierras que tan poco tiempo habían pertenecido a su raza durante los primeros días de la invasión. Los Uruv Suurt no habían tardado en enviar más legionarios para garantizar su dominio en la frontera norte de Ambeon. En comparación, las tierras de los ogros eran baldías e inhóspitas.
Golgren sacó los dientes —unos dientes afilados y amarillentos de carnívoro que, a pesar de todos los tratamientos cosméticos, seguían distinguiéndolo claramente como miembro de aquella raza poco agraciada— y ladró una orden brusca al jinete que cabalgaba junto a él.
El ogro con peto se llevó a la boca el cuerno curvo de una cabra y tocó dos notas ásperas. En ese momento, Golgren y quienes lo acompañaban más cerca detuvieron sus monturas, imitados por la gran columna que los seguía.
El sol empezaba a caer. A diferencia de los minotauros, que habrían formado pelotones, habrían enviado varios exploradores y habrían mirado debajo de cada roca en busca de enemigos, los ogros sencillamente se detuvieron y se dejaron caer al suelo. Los cuidadores soltaron a los mastarks y a los merodracos para que buscaran comida. Los dos tipos de animales eran muy hábiles a la hora de encontrar forraje en aquellas tierras yermas, a pesar de lo grandes que eran. Los reptiles de sangre Iría, especialmente, podían pasar largas temporadas sin una buena presa. Los guerreros se diseminaron en pequeños grupos y empezaron a buscar la carne seca que llevaban para las jornadas de viaje. Muchos se entretenían con juegos de azar, lanzando fichas de hueso con marcas a los lados o apostando en combates de lucha libre. Otros simplemente se tumbaban en el suelo y se dormían.
—¡Harem i kyat! —ladró Belgroch.
Belgroch era el ogro de ojos pequeños y brillantes que se ocupaba de las necesidades de Golgren, en concreto de levantar y organizar su tienda. Ese ogro fornido era la versión aún más fea de su hermano mayor, Nagroch, el ogro con cara de sapo que era el segundo de Golgren. Ambos eran naturales de Blode, pero hacía mucho que se habían unido al Gran Señor. Esto, naturalmente, no quería decir que no estuvieran dispuestos a cambiar de bando si el ogro manco caía en desgracia.
Belgroch desmontó, cogió un látigo trenzado con nueve afilados pinchos de metal y lo restalló hada el segundo carro de los dos que tenía detrás. De la parte trasera, cubierta con una lona en la que todavía se distinguía el emblema de los solámnicos, saltaron dos ogros de Blode. Armados con espadas, gritaron hacia el interior del carromato.
El tintineo de las cadenas anunció la aparición de una docena de figuras harapientas. Uno a uno, los famélicos esclavos —tanto humanos como elfos— arrastraron sus castigados cuerpos fuera del carro. La mayoría estaban tan mugrientos como los ogros y tenían la piel cubierta de erupciones por culpa de las enfermedades y de los latigazos. Sus ojos estaban apagados; hacía tiempo que les habían arrebatado toda esperanza e ilusión por vivir,
—¡Harum i kyat! —repitió Belgroch, señalando hacia el otro carro.
Los esclavos empezaron a caminar arrastrando los pies; algún gemido aislado acompañaba sus movimientos. Por la parte trasera del primer carro empezaron a descargar la estructura de madera y la piel moteada de cabra que cubría la tienda de Golgren.
Mientras los humanos y los elfos levantaban el armazón a golpe de látigo, Nagroch, que se había adelantado con una pequeña partida, volvió junto a su señor.
—Ninguna armadura —informó en voz baja el repulsivo ogro, marcado por la viruela, en su mejor común, refiriéndose a los solámnicos y a los Caballeros de Neraka.
Golgren exigía a todos aquellos que lo servían en su círculo más cercano que aprendieran esa lengua tan extendida. En aquella época, el común era el idioma de la civilización, y Golgren se consideraba tan culto como los reyes más poderosos del oeste o como sus propios ilustres ancestros.
—Ninguna oreja puntiaguda —añadió Nagroch, utilizando su término personal para los elfos—. Los exploradores dicen que tampoco ningún Uruv Suurt.
Después de una jornada entera bajo el sol abrasador, ataviado con un yelmo abierto y un peto oxidado, Nagroch apestaba más que de costumbre. Se acercó, mostrando los dientes marrones cubiertos de restos de comida en una amplia sonrisa.
—Ningún Uruv Suurt en varios días al sur. Podríamos desviamos al sur, como un accidente, y…
Golgren le lanzó una mirada reprobadora, y el teniente se detuvo a mitad de la frase.
—No volverás a hablar de eso, ¿entendido?
Los ojos entrecerrados y fríos hicieron que el otro, mucho más fornido, se estremeciera. Los dos eran perfectamente conscientes de que, incluso con una sola mano, un Golgren furioso podía terminar con Nagroch de un solo golpe.
—Nunca más…, a no ser que yo lo diga…
El Gran Señor se colocó una cadena que llevaba al cuello. Al hacerlo, un objeto voluminoso se movió bajo la túnica. Nagroch hizo una mueca; su piel llena de manchas palideció.
—¡Si, amigo Golgren, sí! ¡No hagas caso a este tonto! ¡Una broma, sólo eso!
La llegada de Belgroch lo libró de más reprimendas. El hermano más joven se inclinó tanto como su corpulencia le permitía.
—¡Gran Señor, la tienda está lista! —anunció.
Golgren asintió y, sin volver a mirar a ninguno de los dos, se dirigió a la estructura circular. La tienda tenía la altura de un ogro y medio, y era tan espaciosa que podría haber albergado cómodamente a una docena de guerreros corpulentos. Un trozo curtido de la gruesa piel gris de un mastark hacía las veces de puerta. Los esclavos que la habían montado se habían arrodillado cerca de la entrada, con los brazos extendidos hacia adelante y el rostro aplastado sobre el suelo polvoriento. Dos guardias con látigos los vigilaban con cautela; temerosos, ellos también inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia Golgren.
El Gran Señor se agachó un poco para entrar. Miró con satisfacción el interior de la tienda, donde los esclavos ya habían dispuesto todas sus pertenencias. Una lámpara de aceite iluminaba el espacio colgada en el centro del techo. Gruesas pieles cubrían cada centímetro de suelo. Varios pellejos de agua y vino descansaban sobre una pequeña mesa ovalada, cuyas patas de madera se plegaban para llevarla en los viajes.
Una joven elfa, apenas cubierta con una piel de cabra, se deslizó en la tienda detrás de él. En contraste con los demás elfos, su delicada piel de marfil no tenía mácula, y su larga melena estaba recién lavada y cepillada. Incluso olía al mismo aroma de jazmín que llevaba el Gran Señor, algo lógico, pues el perfume y la joven procedían de la misma casa. A pesar de tener los tobillos y las muñecas encadenados, la esclava de cabellos de plata se movía graciosamente. Aunque era seguro que su edad se contaba por siglos, parecía una niña a punto de entrar en la edad adulta. Sus enormes ojos, casi cristalinos, estaban sombreados por largas pestañas y las líneas de su rostro estaban elegantemente dibujadas.
Cuando Golgren levantó d brazo, ella se inclinó y le quitó el cinturón y la vaina de la espada. A un lado de la tienda, el hacha de doble filo del ogro descansaba sobre un cojín de piel, como si fuera un niño consentido. La elfa colocó la espada de Golgren junta al hacha y se dirigió de manera presurosa a una mesa baja que había en el otro extremo. Sobre ella aguardaban tres rollos pequeños de pergamino y la pluma afilada de un cóndor. A la derecha de la pluma había un frasquito cuadrado de tinta, con el martín pescador de los solámnicos tallado en un lateral.
El Gran Señor se acomodó sobre las pieles. Alargó el brazo mutilado hacia la elfa, que con gran delicadeza desenrolló la seda que cubría el muñón. Los rasgos perfectos de la joven se contrajeron en una mueca involuntaria cuando por fin descubrió lo que se ocultaba bajo la tela teñida.
Golgren se echó a reír al notar su evidente disgusto, lo que provocó que la elfa diera un grito ahogado. Con un gruñido, le ordenó que continuara.
Cuando apartó la última venda de seda, salió a la luz la gravedad de la herida. La hoja había hecho un corte muy limpio, pero para no desangrarse, el Gran Señor había cogido una antorcha y se había cauterizado la herida en medio del campo de batalla. No lanzó ni un solo grito mientras las llamas cerraban la herida, pero al acabar, tenía la túnica manchada de sangre de los labios y la lengua. Con el muñón quemado pegado al torso, Golgren había sacado unos pétalos secos de grmyn del morral y los había mascado para que su efecto narcótico aliviara, que no borrara, la agonía. Durante toda una semana, el ogro había tomado los pétalos en secreto, hasta que se sintió preparado para aceptar el dolor. Entonces, dejó de recurrir a aquellas flores adictivas. Para sus seguidores, Golgren había hecho una especie de milagro, pues a partir de aquel momento no había mostrado ningún malestar por la herida. De hecho, él mismo se había comportado con naturalidad respecto a su muñón y había demostrado que era un hecho sin importancia, pues seguía combatiendo y practicando sus habilidades militares con los oponentes más fuertes.
Entonces, varios meses después, el muñón estaba ennegrecido y se había cerrado, pero al menos no había tenido ninguna infección. Incluso las costras habían empezado a curarse, seguramente de la mejor manera posible.
La joven elfa cogió un frasquito azul alargado y dejó caer aceite de jazmín sobre la herida mientras la frotaba suavemente con sus dedos suaves y delicados. Golgren se permitió un breve suspiro de alivio. Todavía sentía dolor, pero podía controlarlo sin problemas. No temía mostrar su debilidad a la elfa, pues ella misma había sido testigo de lo que le había ocurrido a otra joven que había osado chismorrear sobre el asunto. Su cabeza disecada se balanceaba en ese mismo momento a la izquierda del Gran Señor.
—Vino —gruñó, inclinándose hacia ella.
La diminuta nariz de la elfa se arrugó al sentir la pestilencia aquel aliento, el aliento de un depredador.
Le acercó un pellejo de piel oscura cosido con la forma de uva carnosa, del que bebió ávidamente. Una vez saciado, Golgren le lanzó el odre medio vacío y le señaló los utensilios de escritura. La elfa volvió a colocar el pellejo y rápidamente se dirigió a la mesa, se sentó y desenrolló un pergamino.
Mirando por encima de su hombro, Golgren contempló los elegantes símbolos de la antigua escritura de los Grandes Ogros que cubrían la mitad del pergamino. El común podía ser el idioma elegido por Golgren para hablar en público, pero para este proyecto especial sólo podía utilizarse la escritura perfecta de sus ancestros Únicamente esos antiguos caracteres podían dar fe de su ilustre ascenso, para goce de las generaciones venideras.
Su esclava, que a palos había aprendido a escribir lo más rápidamente posible, hacía las veces de estenógrafa. Las llamadas de los mastarks, las ásperas risas de los jugadores, el tintineo del metal, todos aquellos sonidos estridentes se desvanecieron cuando Golgren empezó a dictar.
Antes de que pudiera acabar la primera frase, un escalofrío le recorrió la espalda. Se irguió bruscamente y la elfa sufrió un temblor. La tinta se derramó sobre el pergamino y estropeó todo el trabajo hecho hasta el momento. La joven lanzó un chillido, segura de que la abofetearía.
Pero su amo ya no prestaba atención a su temblorosa figura. La llama de la lámpara plana y alargada se apagó de golpe. Con el rabillo del ojo, el Gran Señor vislumbró una sombra que se movía, una sombra sin cuerpo que la proyectara. Golgren maldijo para sus adentros.
—Gran Señor Golgren…
La voz fluía como la marea perpetua. Sintió un olor lejano a mar, pero de un mar lleno de muerte. El ogro observó cómo la sombra se separaba de la pared.
La única muestra del desasosiego que mostraba Golgren eran las arrugas del ceño. Miró implacable a la sombra. Por momentos lograba distinguir un espíritu macabro, un minotauro quemado y putrefacto envuelto en una amplia capa como una mortaja.
Ese fantasma tenía nombre, y él sabía cuál era. Takyr. Golgren aborrecía ese nombre. Le recordaba demasiado a la pavorosa Takhisis, aunque aparentemente no tenían nada que ver.
Miró a la elfa, que evitaba su mirada con actitud servil, la tienda estaba inmersa en la oscuridad, pero la sombra se destacaba sobre la negrura. Los sonidos del exterior llegaban apagados, apenas audibles. El ogro oyó la voz en su cabeza una vez más.
—Gran Señor Golgren…
La elfa estaba asustada, pero porque temía su ira, no por causa del fantasma. Sólo él podía ver al intruso.
—¡Fuera! —ordenó bruscamente a la elfa—. ¡Vete!
Con un gimoteo, la esclava se incorporó de un salto y huyó de la tienda acompañada por el tintineo de las cadenas.
El visitante venido de otro mundo contemplaba la escena en silencio. Impaciente y ciertamente desconcertado, Golgren no pudo reprimirse más.
—¿Qué? ¡Si tienes algo que decir, dilo!
Sintió las risas sobrenaturales de Takyr.
—Mi señora desea que te transmita importantes noticias para ti…
Ni lady Nephera ni Takyr eran dados a perder el tiempo con tonterías. La ansiedad de Golgren se convirtió en un interés receloso.
—Te escucho.
—Hay rebeldes cruzando tus dominios…
—¡Siempre los hay, fantasma! ¿Qué más da?
—Se dirigen a Ambeon. Se cree que pretenden concertar un encuentro secreto con lady Maritia y que se reunirán en los riscos que separan la yerma Blode del paraíso perdido de los elfos.
El ogro se inclinó hacia adelante y preguntó:
—¿Por qué iba a acceder lady Maritia? Ella es leal…
La turbia sombra de Takyr onduló. Se expandió por la tienda de Golgren; los tentáculos formados por los pliegues de la capa parecían moverse con voluntad propia.
—Quien lidera la partida de jinetes es su hermano, el negro Bastion.
—¿Cómo?
Lo último que el Gran Señor sabía del hermano de Maritia era que había desaparecido en el mar. Ciertamente, el destino no había sido amable con la familia de Maritia, a pesar de estar en el poder. Dos de sus hermanos y su padre habían muerto en muy poco tiempo. Golgren incluso había imaginado de qué forma podría consolar a la minotauro. Aunque su rostro no podía calificarse de atractivo por mucha imaginación que se tuviera (como todos los de su especie, recordaba a una vaca, por supuesto), tanto su espíritu como su figura esbelta atraían al Gran Señor como ninguna hembra de su propia raza lograba hacerlo.
Una carcajada irónica resonó en su cabeza. Se recriminó a sí mismo, pues a menudo olvidaba que a veces Takyr podía leerle los pensamientos. El rostro del ogro se ensombreció.
—¿Qué? ¿El hijo de Hotak se encuentra con los rebeldes? ¿Cómo es posible?
—Un detalle sin importancia —respondió el espectro secamente, lo que significaba que era un asunto de gran relevancia—. Ésa sería su traición, si se confirmara.
—¿Tu señora desea que lo capture? No será difícil. Enviaré a Nagroch y…
La capa de Takyr se abrió bruscamente, como si desease engullir al ogro. A pesar de sus ímprobos esfuerzos por mostrarse impasible, Golgren ahogó un grito y se echó hacia atrás. La capa de Takyr retrocedió, pero el Gran Señor se quedó con expresión preocupada.
—Nadie debe hacerle daño en su viaje al encuentro de su hermana. Mi señora es inflexible en eso. Bastion es celoso de sus pensamientos y sus actos. Ni siquiera ella puede desvelarlos todos. Tal vez traicione a los rebeldes. Mi señora desearía saber la verdad.
—Claro… Entiendo, sí.
—Sin embargo, mi señora tiene otras muchas cosas de las que preocuparse, mi señor, y tú estás en deuda con ella por todos los favores que te hizo. Donnag y los titanes serian una molestia para ti de no ser por su repentina… enfermedad. El que su flaqueza llegase a tu conocimiento, su debilidad por la sangre de los elfos…, Donnag es un ejemplo perfecto para los demás de lo que podría ocurrir sin tu gobierno. Y tampoco debemos olvidar todo el armamento y las provisiones de alimentos para los hambrientos guerreros, tan testarudos y de lealtad tan voluble.
—Ahórrame la lista de tu señora —gruñó Golgren, irguiéndose—. Lady Nephera desea que Bastion llegue a su destino, desea que el minotauro de pelaje negro se encuentre con lady Maritia y le revele sus secretos. Bien. Nadie tocará a su hijo; es una promesa. —Apartó la mirada de Takyr—. Vete. Díselo así.
—Hay algo más —insistió la sombra fantasmagórica—. Lord Bastion es muy popular entre el pueblo.
Aquello no era ninguna novedad para Golgren. Al igual que deseaba el espíritu guerrero de Maritia, él mismo respetaba la reputación de Bastion, su abnegación y la capacidad de hacerse cargo de cualquier situación. Hotak no se había equivocado al nombrar heredero a su segundo hijo. En circunstancias similares, el ogro habría hecho lo mismo.
—¡Aah…! —La expresión del Gran Señor reflejó que, por fin, lo entendía. Por sus ojos verdes cruzaron negros pensamientos. Así que ése era el objetivo de Nephera.
—Si fuera un traidor, podría arrastrar a su hermana, pues de todos es sabido que ya lo siguió en el pasado.
—Podría ser —respondió Golgren, dudando.
—Si fuera un traidor, sería más conveniente que ningún miembro de su grupo volviera de los riscos. Ninguno.
—¿Eso es lo que se me pide? —gruño Golgren, levantándose. No esperaba una medida tan radical—. ¿Ninguno?
Una hosca mirada de Takyr bastó para que volviera a sentarse.
—Tuya es la decisión, señor. Eso dice mi señora. Uno, ambos o ninguno, eres tú quien decide. Haz lo que sea necesario.
—Será difícil espiar un encuentro así, difícil oír la verdad y tomar tal decisión.
—Eso yo se ha tenido en cuenta.
Mientras pronunciaba esas palabras, la horrible capa se abrió y de ella salió otro espectro, que se hizo el doble de grande en cuanto se vio libre. Los ojos de Golgren se agrandaron, asombrados. El segundo fantasma era un poco más alto que un minotauro normal, aunque seguía siendo más bajo que la mayoría de los ogros. Pero lo que más sorprendía era su corpulencia, mucho mayor que la de los guerreros más fornidos del Gran Señor. Tenía una expresión adusta y, si no hubiera sido por el agujero que ocupaba el lugar donde debería haber estado la garganta, casi habría parecido que estaba vivo, aunque su cuerpo era translúcido. Desprendía un olor a almizcle.
—Él te ayudará.
Golgren mostró los dientes, puesto que tal audacia lo superaba incluso a él.
—¿El hijo de Hotak vigilando al hijo de Hotak?
El fantasma de Kolot no daba muestras de comprensión, Sus ojos miraban de forma impasible.
—Repetirá palabra por palabra lo que digan. Entonces, sabrás qué debes hacer.
En cuanto acabó la frase, la sombra de Takyr empezó a desvanecerse. Al mismo tiempo, el alboroto del exterior se oyó de nuevo. El macabro marino volvió a convertirse en una sombra entre las sombras. Sucedió tan rápidamente que cuando el Gran Señor quiso hablar, el sirviente de Nephera ya había desaparecido y se encontró solo.
Excepto por el espectro del hijo menor de Nephera.
Golgren estudió su extraña figura. A Golgren no le molestaba siempre que no se le enfrentaran. Éste estaba tan inmóvil como estatua. El ogro resopló y luego gritó hacia fuera:
—¡Llamad a Nagroch!
Un momento más tarde entraba en la tienda el inmenso guerrero. Se quedó quieto, esperando la orden de Golgren, mientras éste buscaba alguna señal de que Nagroch viera al tercer miembro de la reunión. Cuando tuvo claro que Kolot era invisible para todos menos para él, el Gran Señor sonrió malignamente, admirando la magia de Nephera, e indicó a Nagroch que se acercara más.
—Hay una misión que cumplir, amigo Nagroch, una misión que debe ser para ti. Implicará un poco de derramamiento de sangre…
El ogro sonrió ante la diversión que le esperaba.