EL HACHA INVERTIDA
El corazón del imperio latía con fuerza, y la suma sacerdotisa lo tomó como una prueba del poder absoluto al que servía. Sus sirvientes fantasmagóricos vagaban por todos los rincones, y Nephera, que veía por sus ojos, contemplaba éxito y riqueza por doquier.
Mito y la mayoría de las principales colonias que tenían astilleros trabajaban a pleno rendimiento; los carpinteros y los trabajadores del puerto se afanaban día y noche para reforzar la armada del imperio en permanente crecimiento. En Mito se estaban construyendo nuevos astilleros al sur de la colonia, y Mithas también se expandía a un ritmo vertiginoso.
Las nuevas embarcaciones fortalecerían las guarniciones y las avanzadas que se habían establecido en todo el imperio, y mantendrían el control sobre las colonias más lejanas. Serían una buena baza para rechazar los ataques de los rebeldes. No obstante, entre las nuevas embarcaciones no sólo había barcos de guerra. Unos cargueros anchos, de dimensiones colosales, cargados con alimentos y materias primas, como hierro y aceites, viajaban regularmente a las principales colonias. Allí repartían su carga en navíos más pequeños, que se dirigían a los asentamientos de menor importancia.
En ese momento, la distribución de alimentos estaba totalmente controlada por el templo. Para Nephera ésa era la manera más lógica de hacerlo y, como la mayoría de los miembros del Círculo Supremo —el órgano de gobierno a las órdenes del emperador— se contaban entre sus fieles, le había resultado muy fácil conseguir los votos necesarios. Los supervisores que se desplazaban hasta las colonias agrícolas se aseguraban de que todos los campesinos llevaran sus productos y la carne directamente al puerto. Se mantenía un registro muy detallado de las cosechas y la producción, para que, a medida que el imperio se expandía, nunca hubiera un exceso de demanda.
La misma Nethosak era el ejemplo perfecto del logro de Nephera. Ella había hecho realidad el sueño de Hotak. Todos los recursos de la capital se dedicaban a las necesidades del imperio. Todos los trabajadores se consagraban a la expansión del reino. Los Defensores dominaban a todos los niveles y se aseguraban de que se cumplieran las decisiones de la sacerdotisa.
Sus decretos…
La suma sacerdotisa se levantó en la gran bañera de mármol que tiempo atrás habían utilizado los sacerdotes de Sargonnas. Dos acólitas ataviadas con ropas blancas ribeteadas en oro se apresuraron a secarla, mientras una tercera le llevó la indumentaria que utilizaba en las ceremonias. Cuando se hubo puesto la prenda negra y plateada con la amplia capucha descansando sobre la espalda, lady Nephera permitió que una de las sirvientas le pasara un cepillo por la melena.
El olor a lavanda se extendió por la habitación. El vapor se alzaba del agua de la enorme bañera redonda. En el templo había una tina con agua que siempre se mantenía caliente para la suma sacerdotisa. El complejo sistema de tuberías que mucho tiempo atrás había diseñado algún sacerdote ingenioso hacía posible que Nephera siempre tuviera el agua a la temperatura deseada. Últimamente la quería cada vez más caliente, casi hasta el punto de quemarle la piel. El pelaje de los criados había perdido el brillo por la constante humedad, pero no le ocurría así a Nephera. Aquellos que entraban en contacto físico con ella solían extrañarse de la frialdad de su piel. Incluso en aquel momento, recién salida del baño caliente, se sentía como si estuviera en lo alto de una montaña azotada por el viento frío. Tenía el pelaje suave, limpio y seco.
Poco se parecía ya a la prometida de Hotak, aquella joven hembra de minotauro, resplandeciente y hermosa (para un ejemplar de su especie). Mucho había cambiado desde que su esposo había ascendido al trono. La Nephera que entonces se erguía en el centro de la cámara, mientras sus fieles la secaban con delicadeza, era una hembra de mirada enloquecida, cadavérica e incluso repugnante. Los huesos apenas estaban cubiertos de carne que diera forma a su cuerpo y su rostro; los larguísimos brazos terminaban en garras más que en dedos. No obstante, sus sirvientes la atendían con una adoración embelesada, como si realmente fuera como ella se imaginaba a sí misma, la encarnación de la belleza y la perfección.
—Comunicad a lord Gunthin que esta noche se requiere su presencia en el templo. Trataré con él los decepcionantes retrasos de los buques.
—Así se hará, señora —contestó la sirviente que la estaba peinando en aquel momento.
—¿La cámara ya está preparada para mí?
—Todo está listo, señora —respondió otra, mientras le colocaba la túnica.
Nephera hizo un gesto breve con la mano izquierda. Las dos acólitas interrumpieron sus atenciones de inmediato y se retiraron varios pasos de su augusta persona.
—Limpiad esta habitación. Lo quiero todo perfectamente limpio y ordenado —dijo. Y añadió, murmurando para sí—: Lo quiero todo en perfecto orden…
Mientras las criadas se apresuraban a obedecer, la suma sacerdotisa empezó a caminar hacia la pared. Aunque no miró atrás, sabía que aquellas tres no osarían observarla mientras ella tocaba una de las piedras de la pared.
Una parte del muro se deslizaba para dar paso a un pasaje oscuro que había detrás cuando Nephera se sobresaltó de repente. Sus ojos imperturbables centellearon y miró a su izquierda, a una figura que sólo ella podía ver.
—¡Deja ya de mirarme con tanto reproche! —dijo lady Nephera bruscamente a la figura.
Las acólitas se estremecieron al oírla, pero siguieron sin atreverse a mirar en su dirección. Ellas no tenían derecho a cuestionar esas cosas.
—¡Largo de aquí! —ordenó.
Levantó una de esas manos coronadas con garras hasta la altura del pecho. De sus dedos salió una siniestra luz verde oscuro, cuyo resplandor iluminó por un momento la sombra de un enorme minotauro con armadura; tenía la cabeza retorcida, y las extremidades, rotas, como si hubiera sufrido una muerte cruel. La sombra no mostró ningún sentimiento, ni siquiera en el ojo sano, entonces apagado y sin brillo, del que antaño tanto presumía.
La sombra silenciosa de Hotak desapareció tras su orden. Ahí debería haberse acabado todo, pero Nephera ya había exorcizado al espíritu antes…, y su compañero siempre regresaba. No era como Kolot, una sombra más sumisa, ni como todas las demás. Hotak no hacía nada; únicamente aparecía y la observaba, flotando cerca. No importaba lo bruscamente que lo echara, siempre volvía. Cuando lo enviaba a alguna misión confiando en que fuera larga, se alegraba al verlo desaparecer. Pero volvía a materializarse poco después; olvidaba la misión, jamás la empegaba. Era el único de sus fantasmas que se comportaba con tal tozudez y rebeldía.
Mostrando los dientes por la frustración. Nephera entró rápidamente en el pasaje, cuya puerta se cerró a su espalda. Durante un tiempo avanzó envuelta en una absoluta oscuridad. Entonces, la suma sacerdotisa se detuvo ante otra pared. Sin vacilar, levantó una mano y tocó el muro, que se abrió y descubrió su santuario, oculto en el corazón del inmenso templo de Nethosak.
Aquella sala estaba impregnada de un intenso olor a lavanda con el fin de disimular otros olores repugnantes que pudieran aparecer. Cuando entró Nephera, tres acólitas inclinaron los cuernos en señal de saludo. A diferencia de las que la habían atendido durante el baño, éstas vestían túnicas parecidas a la suya, aunque sin los adornos bordados en plata.
—¿Está fresco? —preguntó la minotauro, aunque ya sabía la respuesta.
—Destripado hace menos de un cuarto de hora, como ordenasteis, señora —contestó respetuosamente la que se encontraba en el centro—. Como exige el ritual.
Nephera asintió y, con el entrecejo fruncido, paseó la mirada por la estancia. Por suerte, no había rastro de la sombra que buscaba, y recuperó la confianza.
Las tres sirvientas se apartaron. Tras ellas se alzaba un pedestal en el que descansaba un cuenco ancho de latón con los símbolos de los Predecesores —el hacha y el pájaro— repujados cinco veces alrededor del borde, junto a él, se encontraban otro cuenco más pequeño y sencillo, y una toalla.
Las sacerdotisas de menor rango se apartaron al paso de Nephera, mientras ésta se acercaba al cuenco más grande. Miró hacia el interior y sumergió las manos en su repugnante contenido.
Una exclamación de placer salvaje se escapó de sus labios. Aunque sólo sus oídos las captaran, varias voces le susurraban desde el recipiente. Nephera notó un cosquilleo, se sintió rejuvenecer. Su cuerpo se estremeció, extasiado.
De su boca salieron unas palabras en un idioma desconocido para todos en el mundo de Krynn, excepto para unos pocos. El intenso rojo del líquido no sólo lamió sus muñecas, sino que le recorrió el brazo hasta la altura del codo. Sin embargo, ni una sola gota se atrevió a manchar las mangas de la túnica, a pesar de que estaban completamente sumergidas en aquella sustancia.
Por fin, con una exclamación de júbilo, liberó sus manos. Algunas gotas volvieron a caer en el cuenco; la superficie quedó inmóvil.
—No tan fuerte como esperaba —susurró Nephera, cuyo tono irritado hizo que las tres sirvientes se miraran con temor—, pero por esta vez está bien…
Inclinándose sobre el recipiente, inspiró la calidez que emitía el líquido. Entonces, la suma sacerdotisa se quedó con la mirada fija. El contenido del cuenco de latón brilló.
—Muéstramelo…, muéstrame lo que deseo… Primero muéstrame… a Ardnor… —susurró Nephera.
Sin previo aviso, el líquido perdió su color. Se volvió transparente, como si fuera una ventana que mostrara el lugar o la persona que Nephera deseaba observar. En el interior del cuenco apareció la imagen de una habitación, una estancia ligeramente teñida de rojo.
A pesar de lo avanzada que estaba la mañana, su hijo, el emperador, estaba recostado en la inmensa cama redonda que ocupaba el centro de su dormitorio. Enorme incluso para ser un minotauro, Ardnor de-Droka era un ejemplar imponente…, es decir, cuando estaba erguido. Con aspecto de bruto, anchas espaldas y los ojos permanentemente enrojecidos, el recién nombrado emperador era el primogénito de Nephera y el favorito de sus cuatro hijos, aunque en los últimos tiempos le estaba haciendo perder la paciencia.
El aposento de Ardnor estaba repleto de objetos de los Defensores. El símbolo dorado de la orden, el hacha rota, colgaba de una pared. A la derecha de la cama, sobre una silla, descansaba su peto negro ribeteado de oro y el yelmo. De la pared junto a la que dormía colgaban el hacha y la maza favoritas de Ardnor, al alcance de la mano. Si su hijo había aprendido algo de la Noche Sangrienta, era que un emperador siempre debía tener un arma a mano.
La mole musculosa rodó sobre sí misma. Al igual que todos los Defensores, incluso se había marcado con fuego el símbolo de la orden en el pecho. Eso había sido idea de Ardnor, un modo de comprobar el fanatismo de sus fieles.
Al otro lado yacía una hembra de pelaje castaño claro, una de las acólitas más jóvenes del templo. Nephera resopló en señal de desaprobación tras fijarse en las copas y la jarra de vino vacías que había en la mesita.
La suma sacerdotisa borró la imagen con un gesto brusco de la mano. Su hijo había ascendido al trono gracias a ella, pero tenía cierta tendencia a actividades poco recomendables. Era necesario que mantuviera otra charla con él, para devolverlo al buen camino. Nephera se encargaría de que se conviniera en el mejor emperador con que pudiera haber soñado la raza de los minotauros.
Pensó para sí que gran parte de lo que había hecho lo había hecho por Ardnor. No por Hotak, no; ni siquiera por sí misma. Se echaba sobre los hombros el manto del poder sin desearlo, solamente para ayudar a Ardnor.
La suma sacerdotisa se llevó una mano al pecho y alzó los ojos hacia los símbolos de la orden que colgaban del muro principal entre sombras. El ave fantasmagórica y el hacha rota se cernían sobre ella. Nephera recordó el sueño en el que, por primera vez, había sido bendecida por la fuerza que esos símbolos representaban… y recordó con amargura la noche en que le habían arrancado del alma el poder sin la más mínima señal.
Había sido la noche en que las estrellas habían regresado, las constelaciones que muchos consideraban la señal de que los dioses habían vuelto. Nephera no había sentido ese regocijo. Los dioses podían haber desaparecido o no, pero al mismo tiempo la fuente de su magia había desaparecido por completo. El vínculo se había roto, los dioses —todos los dioses— se habían desvanecido, y la suma sacerdotisa se había sentido más desvalida que nunca.
Aquella misma noche, Nephera se había encerrado en su santuario. No había admitido ninguna visita, ni siquiera la de Ardnor, que constantemente buscaba su consejo, incluso entonces, pese a ser él quien ocupaba el trono. Hasta a su amado hijo había negado la entrada.
Apenas bebía, comía menos. Lady Nephera pasaba los días tumbada en el estrado, bajo los símbolos de los Predecesores, con el estómago encogido y la vista nublada. Con el pensamiento más sencillo, la cabeza empezaba a palpitarle, pero no cesaba de suplicar que su dios volviera a ella de la manera que fuera. La suma sacerdotisa ni siquiera sabía el nombre con el que invocar a la deidad desaparecida, aunque tenía sus sospechas. Por eso, después de cinco días de desesperación, Nephera, por fin, se había dirigido a la que creía su diosa.
—¡Takhisis! —había gritado—. Reina del Abismo, ¿me has abandonado?
Ni siquiera con esas palabras tan audaces había conseguido Nephera una señal. La diosa no había descendido, ni le había hablado en sueños. Takhisis, si realmente se trataba de ella, había abandonado a la minotauro para siempre.
No quedaba aceite en las lámparas, las velas se habían consumido. La madre del emperador se había hecho un ovillo en medio de la oscuridad, ni dormida ni despierta. El frío se le metía en los huesos, pero no le importaba. De repente, la muerte se había convertido en algo atractivo.
Entonces…, entonces una presencia rasgó la mortaja que envolvía su mente y su alma. Al principio, Nephera se había negado a establecer ninguna comunicación, temerosa de que su imaginación enloquecida le estuviera gastando una broma pesada. Cuando, en vez de desaparecer, aquella sensación había impregnado cada fibra de su ser, la afligida sacerdotisa se había sentido extasiada. Nephera había luchado por alejarse del abismo que la devoraba por dentro y se había entregado a esa nueva fuerza prodigiosa.
—He oído tus lamentos… —había resonado una voz en su cabeza. La otra voz era neutra, pero ésa dejaba traslucir un tono masculino—. He venido para ofrecerte tu salvación…
—¡Sí! —había exclamado la minotauro—. ¡Por favor! ¡Soy tuya!
Nephera no había tenido ningún recelo en entregarse tan rápida y entusiásticamente a una nueva deidad.
—Has sido abandonada. Tu alma ha sido condenada a la muerte a pesar de tu lealtad absoluta…
La minotauro había sentido una ola de rabia hacia su antigua señora. Sí, ella había servido sin vacilar, se había asegurado de que nada ni nadie, absolutamente nadie, se interpusiera en el camino señalado. Había consagrado todos sus esfuerzos al servicio de sus deseos y, a cambio, lo que había recibido era desprecio.
—Si…, aliméntate de eso…,refúgiate en eso… Ella te dejó sin nada…
¿Ella? Esa palabra, por fin, confirmaba sus sospechas. Ella. Entonces, no cabía duda de que era Takhisis. La creciente ira de Nephera se había ido convirtiendo en deseos de venganza. Si hubiera podido, habría cogido a la diosa por el cuello y la habría estrangulado…
—La Reina está muerta… Tu venganza se ha cumplido…
—Estoy… agradecida.
Nephera no podía más que dar por hecho que su nuevo dios había participado de alguna manera en la destrucción de Takhisis. Eso no hacía más que aumentar su deseo de servirle mejor que nunca.
—Puedo prometerte todo lo que tenías y más, mi suma sacerdotisa, más poder del que día podría haberte ofrecido. Lo único que tienes que hacer es entregarte a mí como te entregaste a ella…
Nephera tampoco había dudado esta vez.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Así será!
En la negrura que cubría su mente habían aparecido dos ojos fríos, que, de repente, se habían encendido llenos de vida. Carecían de pupilas y estaban teñidos de un tono verde que a Nephera le había recordado una tumba putrefacta; pero eso no había despertado en ella ningún temor.
—Ven a mí… —le habían ordenado los ojos—. Ven…
Nephera había sentido que su espíritu se desligaba de su forma mortal. Se había elevado hacia aquellos ojos, extasiada por lo que le ofrecía el dios. Las órbitas ocupaban toda su visión.
—Conocerás a tu señor, minotauro, y entonces entenderás mi supremacía sobre todos los seres vivos… y muertos… ¡Mira! ¡Míralo bien…!
No podría haber apartado la mirada de esos ojos aunque hubiera querido. Al principio, Nephera sólo se había visto a sí misma reflejada en aquellas inquietantes esferas verdes, pero de repente su rostro había desaparecido y, en su lugar, había visto una esbelta estructura solitaria, una torre metálica sin brillo.
—Ahora ya me conoces, Nephera de la Casa de Droka.
Era cierto. La suma sacerdotisa lo conocía, pero eso no había aplacado su ansia. Nephera se había entregado a una fuerza que había resultado ser la Reina de la Oscuridad. ¿En qué se diferenciaba entonces su decisión?
—Jura ser mía, en alma y cuerpo… y tú serás mi voz, mi mano, mi reencarnación mortal. Jura, minotauro, jura…
—¡Sí! ¡Por mis ancestros, sí! ¡Haz míos tus dones! ¡Te lo ruego!
Los ojos se habían cerrado y habían arrojado a Nephera al vacío, pero no por mucho tiempo. Una esfera color esmeralda oscuro había explotado delante de ella. La minotauro apenas había tenido tiempo para darse cuenta de lo que pasaba cuando una forma larga y serpenteante había nacido de su centro.
Era una mano más esquelética incluso que la suya, cubierta con una piel seca teñida del color del musgo. Se había lanzado a su pecho con tal velocidad intentando arañarla que Nephera la había rechazado. La había esquivado una y otra vez dando alaridos, no de dolor, sino de temor a no recibir todo lo que ansiaba.
Lo siguiente que recordaba la suma sacerdotisa era que volvía a yacer en su santuario. Sin embargo, entonces las lámparas lucían a pesar de no tener aceite y una llama vacilaba sobre el cabo de las mechas consumidas. Nephera había estudiado la cámara y había descubierto la presencia singular de un fantasma que le era familiar, un fantasma que olía a mar putrefacto, que vestía una andrajosa capa de marino que no ocultaba su carne quemada y desgarrada. La boca desfigurada no se había movido, pero la voz del espectro se había alzado hasta alcanzar los pensamientos de Nephera, de forma parecida a como lo había hecho el dios.
—Señora… —dijo el fantasma de Takyr en tono respetuoso—, estamos listos para recibir tus órdenes…
Mientras Takyr pronunciaba esas palabras, se le había unido una hilera interminable de sombras. Todos los espíritus que habían servido a la suma sacerdotisa y que se habían desvanecido con la aparición de las estrellas, todos regresaban a ella. Volvían a ser suyos.
Había sentido un nudo asfixiante en el pecho, en el punto exacto donde la mano la había tocado. Recordando otro tiempo, otro dios, Nephera se había incorporado ágilmente y había pasado de manera apresurada entre las figuras expectantes. Había corrido a sus habitaciones privadas, buscando un espejo. Entonces, empujada por una fascinación pavorosa, la minotauro se había abierto la túnica lo suficiente como para descubrir, sólo ante sus ojos, el símbolo de los Predecesores que su antiguo dios le había marcado en la piel.
Nephera había ahogado un grito y el espejo había resbalado de su mano. Se había roto en mil pedazos; el sonido había resonado en la estancia de piedra. El ave había desaparecido. En su lugar, la suma sacerdotisa acariciaba con devoción el símbolo del hacha, que ya no estaba rota. En vez de estar de pie, estaba al revés y parecía oxidada.
Había vuelto a ver la imagen de la torre, la torre opaca que, según se daba cuenta entonces, se asomaba a un precipicio sin fin. Una torre de bronce sin brillo, el símbolo de su señor, al igual que la marca que ella llevaba en el pecho.
—Morgion.
Lady Nephera salió de su ensimismamiento y volvió a tocar el contenido del cuenco. La fuerza de la sangre casi se había extinguido. Pronto necesitaría una reserva fresca, sobre todo para lo que estaba planeando. Pero, para una visión más, con lo que quedaba sería suficiente.
—¡Acudid a mí! —exclamó, pero no se dirigía a sus acólitas.
Al momento, su santuario se llenó de varios muertos.
Eran jóvenes y viejos, enfermos y sanos, provenían de todas las capas de la sociedad de los minotauros. Algunos conservaban el rostro y el cuerpo intactos, pues habían tenido una muerte relativamente pacífica. Sin embargo, otros muchos habían muerto de forma violenta y su imagen macabra reflejaba fielmente cuál había sido su final. Los muertos acudían a la llamada de Nephera en la forma exacta en que habían perecido. Los guerreros del campo de batalla tenían heridas abiertas y sangrantes en el cuello y el pecho, y a más de uno le faltaba alguna extremidad. Cráneos machacados, desfigurados, a veces tanto que era imposible decir si se trataba de un minotauro. Pero aquellos que habían muerto lejos de la batalla no eran menos espeluznantes. Devorados por las llamas, consumidos por la fiebre o alguna plaga, también parecían sacados de una pesadilla.
Para Nephera no eran más que las herramientas de su magia. Se alimentaba de ellos, de ellos absorbía la magia que habían recogido en el mundo… Y entonces, señaló hacia el recipiente.
La sangre empezó a borbotar. En el centro, una imagen se formaba con gran esfuerzo. Volvía a desdibujarse, pero la determinación de la suma sacerdotisa avivó el hechizo y consiguió que la visión acabara de materializarse.
Emitió un grito entrecortado. Vio una matanza, sí, algo que Nephera esperaba, pero la mayoría de los muertos que salpicaban el paisaje no eran rebeldes, sino los mejores guerreros del imperio. Los cuerpos desmembrados y putrefactos se extendían hasta donde sus ojos alcanzaban a ver. Eran la prueba de una derrota como nunca jamás se había producido en la historia de su raza. Con un rugido, la suma sacerdotisa se alejó del cuenco, buscando ansiosamente entre los fantasmas. A pesar de lo espeluznantes que ellos mismos eran, aquellos espectros se echaron a temblar, temerosos, bajo su mirada torva.
Fila tras fila, Nephera buscó al causante de su cólera, hasta que, incapaz de contener su ira por más tiempo, gritó:
—¡Bodar! ¡Sé que tienes que estar aquí! ¡No le escondas! ¡Te lo ordeno!
De una de las filas salió a regañadientes un espectro, el general de los Defensores que lideraba a los Escorpiones. Como el resto de minotauros muertos, su espíritu acudía sin remedio a la llamada de Nephera. Los muertos no tenían otra opción, pues era la voluntad de la suma sacerdotisa y del dios al que ella veneraba.
El general Bodar se movía muy despacio. Mantenía la cabeza gacha, y los cuernos inclinados hacia un lado en señal de respeto. A primera vista, parecía que estaba intacto; ninguna herida se abría en su pecho ni en el cuello.
—¡Mírame! —le ordenó, Nephera, furiosa.
Bodar levantó la vista, vacilante…, para mostrar así el lado derecho del rostro destrozado, incluido el hocico.
Con una mueca de desprecio, la suma sacerdotisa declaró:
—¡Me has defraudado, Bodar! ¡Te prometí tanto y tú me has fallado! En esto no admito ninguna excusa.
La sombra se onduló, muestra del terror que sentía.
—Takyr…
De entre la multitud se destacó el terrible fantasma que olía a mar podrido; la harapienta capa de marino era una inmensa sombra que se retorcía. El semblante desfigurado de Takyr mostraba su impaciente entusiasmo.
—Señora…
—El general Bodar ya no es de ninguna utilidad para mí, ni vivo ni muerto.
Los pliegues ondulantes de la capa de Takyr se abrieron para envolver al otro fantasma. Bodar chilló, aunque ningún otro ser vivo aparte de Nephera podía oír sus gritos desesperados.
Takyr abrió los brazos para abrazar a la sombra menor y la capa los cubrió a ambos, cortando en seco el chillido de Bodar.
Olvidado ya el desventurado general, la suma sacerdotisa volvió a contemplar la escena de la matanza. Sus ojos inyectados en sangre escudriñaban el exterminio de sus mejores legiones y de una horda de ogros. Nephera frunció el entrecejo, furiosa por aquel último revés. Observó el antiguo templo; deseaba acercarse más, atravesar sus muros con la mirada. Pero como siempre, el intento de la suma sacerdotisa por adentrarse en la fortaleza de los rebeldes fue inútil. Se quedaba bloqueada en la entrada abovedada. Al otro lado de los muros, sólo percibía un vacío negro, y sentía que estaba burlándose de ella.
—¡No me rechazarás! —bramó, pero a pesar de tal afirmación y de todo su poder, la visión no se alteró.
Hizo un movimiento brusco con el brazo y lanzó al suelo el cuenco y su contenido. Ese gesto hizo que las tres acólitas huyeran corriendo y que la horda fantasmagórica retrocediera. Incluso Takyr, que ya había acabado su espantosa tarea, se estremeció ante la intensidad de su ira.
Entonces, la suma sacerdotisa sintió una suave caricia en el alma. Su cólera se desvaneció de inmediato, y en su lugar, brotó la adoración. Miró hacia la oscuridad vacía y vio la torre de bronce y, en su interior, una figura encapuchada sentada en un trono en ruinas.
—He oído tu furia, he oído tu ruego…
—Hice lo que me dijiste: ordené a mi hijo que enviara una legión poderosa y también un contingente de ogros sedientos de sangre para que dieran caza a los rebeldes…, ¡en especial, a ese que él protege!
—Y ahora todos están muertos, los soldaditos y las bestias…
Agachó la cabeza. Nephera sabía que su dios era implacable, un dios que, en cierta manera, la castigaba por ofensas más insignificantes que su deidad anterior.
—No agaches la cabeza —le dijo Morgion—, pues sólo has hecho lo que yo te ordené. El enemigo ha sido medido, los preparativos están listos. Tus legionarios y sus antiguos aliados han cumplido su cometido. Sin saberlo, llevaban consigo mi beso y ahora se lo han transmitido a nuestros enemigos. Ya está actuando. Lo que debe ser no tardará en llegar, no debes dudarlo. Estate preparada, pues cuando se ordene que debes actuar, tendrás que hacerlo con todo el poder que te entregué…
Con esas palabras, el dios desapareció de su mente.
Lady Nephera estaba radiante mientras meditaba sobre aquella palabras. No había fracasado. Simplemente, su dios no se lo había contado todo. No había mencionado el hechizo que había ocultado entre los legionarios y que éstos habían transmitido a los enemigos, totalmente desprevenidos.
—El Beso de Morgion —murmuró Nephera, sonriendo—. Sí, estaré preparada, mi señor. No fracasaré. Los rebeldes caerán… Él caerá…
Parpadeando, la suma sacerdotisa, por fin, se fijó en el segundo cuenco. Alargó los brazos hacia él, limpiándose antes la espesa sustancia de las manos. Su mirada imperiosa se posó sobre las acólitas.
—¡Prestad atención!
Con sus sirvientas prestas a obedecer, Nephera reflexionó sobre su siguiente movimiento. Tantas cosas la esperaban.
Las listas eran interminables. Jamás se alcanzaría la perfección del reino mientras hubiera algunos que no se entregaran tanto como podían. Incluso en Nethosak, la suma sacerdotisa siempre encontraba a más de uno que carecía del espíritu necesario.
Al día siguiente, los Defensores inspeccionarían los barrios designados, detendrían a los holgazanes y a los sospechosos de ser enemigos del estado, cuyos nombres había escrito en un pergamino. Las últimas listas ocupaban más de tres hojas, y aún faltaban más. Nethosak, más que ninguna otra ciudad, tenía que dar lo máximo de sí misma.
Al volverse, se encontró a Takyr en su camino. Atieso las orejas, consciente de que debía de tener una razón muy importante para una ofensa así.
—¿Alguna noticia?
Takyr tenía la cabeza gacha, muestra de que, a pesar del lugar especial que ocupaba, sabía que él también podía ser castigado si la suma sacerdotisa así lo decidía.
—Señora…, señora…, ojos lo han descubiertos por fin…, lo han descubierto…
Supo de quién hablaba al instante.
—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo me ha eludido tanto tiempo? ¡Tráeme su espíritu!
—No puedo… —El pavoroso fantasma se atrevió a alzar la mirada—. Está vivo.
—Vivo… —Sus sospechas resultaban ser ciertas. Como todas las sombras, él debería haber respondido a su llamada si hubiera estado muerto—. ¿Dónde?
—Junto a los rebeldes de Kern…, con el oculto, según parece…
¡Los rebeldes! Había rumores, pero ella había sido incapaz de creerlos… Sin embargo, su semblante no mostró emoción alguna.
—¿Y ahora?
La amplia capa de Takyr revoloteó, muestra de su desasosiego.
—Por eso pude encontrarlo. Tu hijo se aleja de la fortaleza, señora, sin duda se dirige hacia otro de tu sangre.
¡Sólo podía ser Maritia! De repente, Nephera perdió todo el interés en las listas. Bastion, del que se creía que se había ahogado, no sólo cabalgaba en busca de su hermana, sino que aparentemente partía de la compañía del misterioso líder de los rebeldes, Faros. Bastion… ¡un rebelde!
No había habido ninguna señal de él desde que un asesino había intentado matarlo en su barco. Ardnor había enviado a uno de los Defensores en los que más confiaba y aquel inútil había fallado, así que Bastion se había escapado. Ahora, por lo visto, había elegido al enemigo antes que a su propia familia. Era intolerable.
Tenía que estar segura. Apretó los puños hasta que los nudillos se quedaron tan blancos como el hueso. Tal vez Bastion, antaño un fiel oficial de las legiones, sólo llevara información a Maritia. La información podía referirse a la plebe de Kern y al resto de rebeldes que estaban dispersos por el Mar Sangriento y el océano Courrain.
Nephera necesitaba saber más. Se le ocurrió una idea. Sabía de alguien especialmente adecuado para tratar con Bastion, sin importar cuál fuera la verdad. Después de todo, ya le debía muchas, muchas cosas. Le ordenaría que siguiera a Bastion y que descubriera lo que debía hacerse por el bien del imperio.
Con ese pensamiento, la suma sacerdotisa miró en derredor, pero no vio la sombra de su esposo por ninguna parte. Nephera lo interpretó como una señal de que su impulso era el correcto, el único posible.
—Ha llegado la hora de que pagues parte de tu deuda, Gran Señor —susurró, poniendo en orden sus pensamientos para preparar el mensaje que no tardaría en enviarle—. Éste es el momento…