AMBEON
Ambeon, como entonces se conocía a aquella zona oriental del continente, ocupaba gran parte del antiguo reino elfo de Silvanesti.
En Silvanesti no quedaba libre ninguna zona de importancia. Las legiones de los minotauros habían barrido cada rincón de la tierra conquistada —menos la franja norte, donde sus aliados los ogros tenían cierto control— para asegurar su férreo dominio. Bajo las órdenes de lady Maritia de-Droka, grupos de soldados, con los wyverns entrenados en el bosque en la vanguardia, dividían aquella espesura virgen en perfectos cuadrados de cinco acres de lado. Los legionarios registraban aquellas porciones de tierra tan meticulosamente que ninguna criatura, por muy pequeña que fuera, lograba escapar.
Miles de elfos habían muerto. Sus habilidades naturales no podían competir con el carácter metódico y aplastante de los minotauros. Las lecciones aprendidas durante siglos de guerras —entre ellas, y seguramente la más importante, las derrotas— habían permitido a Maritia y a sus oficiales elaborar ambiciosos planes, que, en aquella ocasión, les garantizarían la victoria.
Mientras las legiones inspeccionaban Ambeon, las embarcaciones que arribaban semanalmente traían nuevos colonizadores, a los que Maritia asignaba de inmediato a los diferentes sectores. La hija de Hotak estaba organizando una tala sistemática de los bosques y una configuración de poblaciones cuya seguridad dependería una de la otra.
Las calzadas ya discurrían desde los puertos hasta el tercio oriental del reino, por lo que era muy fácil transportar las provisiones y los refuerzos en carretas. Los colonizadores se reunían en el siguiente punto de encuentro antes de dirigirse hacia el oeste. Sargonath, en la costa de Kern, seguía siendo el puerto principal de Ambeon, pero ya se habían puesto en marcha las obras de un puerto más grande que permitiría a los buques de carga de mayor calado dirigirse directamente a Mithas.
Se habían conseguido muchas cosas en muy poco tiempo, y precisamente eso mantenía a los minotauros en máxima alerta. No sintiéndose satisfecha con dejar la defensa de Ambeon en manos de los colonizadores, lady Maritia desplazaba a más y más legiones hacia la frontera. La comandante minotauro tenía un plan muy ambicioso en mente…
Maritia paseaba a caballo por la zona en construcción, acompañada por dos generales de la legión y su guardia personal. A un lado de la silla de montar colgaba el yelmo, pues la minotauro dejaba que su larga melena castaña flotara libremente. Llevaba una armadura pulida y ajustada a su ágil cuerpo que resplandecía bajo el sol, y sobre la espalda, la capa de color púrpura, que diferenciaba su rango como dirigente militar de la colonia. A un lado le colgaba la espada envainada. Sus ojos castaños, de gran viveza, lo veían todo, lejos y cerca.
A su paso, sudorosos legionarios vestidos únicamente con briales y sandalias se detenían para saludarla, y a continuación, proseguían con sus pesadas tareas. La admiración que despertaba entre los minotauros macho se debía sólo en parte a su belleza, pues nadie ignoraba su fama como oficial capaz y líder al estilo de su padre y su hermano, Bastion.
Maritia volvió el rostro para admirar la estructura que crecía imparablemente, una fortaleza de madera, ancha y alta, que se alzaba sobre el cielo del atardecer. Los inmensos muros estaban hechos con troncos enormes clavados en profundos agujeros y afianzados con una mezcla de piedra, arena, agua y otros materiales. Cuando se secaba, esa pasta era más dura que la roca y no era fácil que ningún enemigo lograra destrozar la muralla. Ni siquiera cuatro minotauros, uno encima del otro, habrían llegado al extremo cortado en sierra del muro. Cuando estuviera acabada, dentro de las cinco murallas de la fortaleza podría cobijarse una legión entera.
—¿Cuánto falta para que las murallas estén acabadas? —preguntó la comandante a uno de los generales.
—La Legión de Basilisk al completo trabaja en esta obra, mi señora —respondió con voz atronadora un minotauro de constitución fuerte y gruesa, que se distinguía por una cicatriz en el hocico—, menos cien piquetes que están de guardia. Las puertas deberían estar listas en una semana a lo sumo, y el muro que las une en el doble de tiempo, tal vez. Entonces, deberían iniciarse sin demora las obras en los principales barrios.
Casi medio mes por delante de lo previsto. Maritia le dedicó al general una sonrisa breve y seca.
—Eso hacen seis. Para entonces ya habremos asegurado desde la parte noroeste hasta la central del lado occidental.
Su plan era construir una serie de fuertes que cubrieran el perímetro externo de Ambeon, cada uno de ellos con capacidad para una legión entera. No cabía duda de que rechazarían con éxito cualquier intento de los elfos por recuperar las tierras.
—Todavía necesitaremos más soldados —añadió el segundo general—, si queremos cubrir toda la frontera.
Maritia no se molestó en responder a un comentario tan obvio. Quien había hablado era Kilona, una hembra de mirada encendida y con algunos mechones negros en el pelaje castaño, un nuevo miembro del grupo que dirigía Ambeon. Tenía a sus órdenes a la Legión de Cristal. El puesto de Kilona no era una orden sólo de Ardnor, sino que provenía directamente del templo. La general era una Defensora, al igual que Bodar, el líder de la Legión del Escorpión.
Según tenían por costumbre algunos Defensores, Kilona se había cortado la melena al asumir su nuevo rango. La cabeza calva, junto con la mirada fanática, le daban una apariencia de otro mundo, y de repente, a Maritia le recordó a su madre. Aunque aparentemente era una subordinada, ni sus compañeros ni la misma comandante confiaban plenamente en Kilona. Su devoción obsesiva por los Predecesores hacía vacilar su juicio en los momentos de crisis.
—¿Algún signo de actividad al otro lado, Gorus? —preguntó Maritia al primer general de la Basilisk.
—Se ha visto a unos pocos exploradores. Algunos elfos, un humano. Dejamos que siguieran creyendo que no los habíamos descubierto.
—Excelente.
De vez en cuando, los elfos protagonizaban incursiones desventuradas intentando recuperar su tierra. Tenían tendencia a subestimar las habilidades de los minotauros, pues los veían como unos invasores con cuernos que eran casi tan torpes y brutos como los ogros. El pasado no parecía haber enseñado nada a aquella raza altanera, por lo que Maritia esperaba que volvieran a atacar uno de esos días. Su insistencia podría ser incluso cómica… si no fuera tan trágica.
—¿Qué aspecto tenía el humano?
—Iba vestido como un cazador, pero se movía como un solámnico o un nerakiano. Me inclino por lo primero.
Hasta el momento no había ninguna prueba de incursiones de los Caballeros de Solamnia, pero el imperio las esperaba. De todos sus enemigos posibles, aquella venerable orden de caballería era la que más interesaba a Maritia. El estricto código de honor que seguían y su intenso entrenamiento para la batalla hacían de esos humanos los homólogos de los minotauros. Los poetas recordarían durante siglos una guerra contra los solámnicos y sería un cambio agradable después de la derrota aplastante de esos elfos tan sosos.
—Que se me informe directamente de la presencia de cualquier otro humano. Quiero que al próximo se le siga. Descubrid cuál es su destino.
—¡Así se hará, mi señora! —respondió Gorus, saludando con gesto brusco.
Otro pensamiento largamente reprimido se coló entre las ideas que le daban vueltas en la cabeza, iluminándolas con su luz lúgubre. Apretando con fuerza las riendas e intentando ocultar su creciente ansiedad, Maritia preguntó:
—¿Alguna noticia de Galdar?
La gran cruzada que en teoría lideraba una joven humana desvalida llamada Mina —aunque el imperio creía que no se trataba más que de la marioneta de un minotauro renegado conocido como Galdar— había fracasado con el repentino regreso de las constelaciones a los cielos. La información que habían reunido los espías de Maritia apuntaba a que tanto Galdar como la muchacha habían huido después de algún encuentro catastrófico en el oeste. Incluso había quienes decían que se habían enfrentado a los dioses, que habían regresado al continente, pero a Maritia aquellos rumores le parecían ridículos.
Galdar había sido un aliado muy útil. La cruzada de Mina había mantenido a los humanos distraídos, sobre todo a los Caballeros de Neraka. Pero lo más importante de todo era que, de alguna manera, Galdar había conseguido destruir el escudo mágico que protegía Silvanesti, y así el imperio había tenido vía libre para conquistarlo. A cambio de aquel favor, y de la lealtad de los minotauros, Galdar les había comunicado los deseos de Mina: que los minotauros no avanzaran hacia la capital, Silvanost. Silvanost y todas las tierras al oeste de la ciudad pertenecerían a sus fieles, algo que Hotak y su hija no habían dudado en aceptar.
Entonces, a Galdar le había acontecido aquella catástrofe misteriosa. Por supuesto, en cuanto le llegó la noticia. —«¡La cruzada ha sido derrotada!», aseguraban los exploradores—, Maritia había ordenado que las legiones marcharan hacia el oeste. Incluso después de haberse hecho con Silvanost, le había sido imposible localizar al gran y enigmático Galdar. Maritia tenía miedo de que los elfos o los nerakianos se hubieran cobrado su vida y, si había sido así, era culpa de aquella niñata, Mina. Galdar había sido increíblemente inteligente, pero quizá su error fatal había sido confiar sus secretos a esa mocosa.
—Ninguna pista de Galdar ni de esa escurridiza humana, mi señora —contestó el general Gorus.
—Su fe no era la verdadera —intervino Kilona—. ¡Sirvió a una deidad falsa y pagó por ello!
Maritia estaba prácticamente segura de que el supuesto dios de Mina, en el caso de que tuviera alguno, era el mismo señor de los Predecesores, ningún otro, pero no reveló sus pensamientos.
—¡Hummm! Una pena. Debería honrarse la memoria de Galdar por su papel crucial en nuestra conquista. Le mandaré un mensaje al emperador. —Se golpeó sobre la armadura con un puño como saludo al guerrero caído, fingiendo que estaba más alegre de lo que realmente se sentía—. Ya no nos preocuparemos más por Galdar ni por su mascota la humana. Lo único que importa ahora es fortalecer Ambeon, ¿de acuerdo?
Los demás, Kilona incluida, asintieron convencidos.
Se quedaron observando cómo media docena de minotauros colocaban otra parte gigantesca de la muralla. Habrían hecho falta más de una docena de elfos para introducir aquel tronco gigantesco en el agujero. Tres soldados con el torso desnudo alzaban la pieza mediante poleas. Cuando estuvo colocado al borde del profundo agujero, el tronco se deslizó dentro fácilmente. Pero para evitar que resbalara demasiado de prisa, otros tres soldados tiraban de tensas cuerdas desde detrás. Las aflojaron cuando una séptima guerrera, con peto, llevó un inmenso barril con la mezcla de piedra y arena. La minotauro derramó el contenido en el agujero con el mayor de los cuidados y lo llenó justo hasta el borde.
La mezcla tardaría unos minutos en solidificarse, momento en el que los dos grupos de soldados podrían soltar las cuerdas. Maritia, satisfecha por lo que veían sus ojos, espoleó la montura, y los demás la siguieron prestos.
Cuando la obra hubiera acabado, habría un barrio de viviendas, establos y un almacén. La parte superior del muro estaría recorrido por una pasarela, a la que se accedería por una escalera en cada esquina de la fortaleza.
—Un trabajo excelente, general —felicitó a Gorus—. Estoy muy contenta.
—Mañana llegará más material de Makeldorn, junto con trabajadores de refuerzo, mi señora. Es posible que nos adelantemos aún más a lo previsto.
A una escasa media hora a caballo de la fortaleza, se encontraba la población recién bautizada como Makeldorn («El Guantelete de Makel», en la antigua lengua de los Grandes Ogros), en el mismo lugar donde había habido esculpida una ciudad-jardín cuyo nombre Maritia ya había olvidado. Se habían eliminado la mayor parte de los adornos de la ciudad original y sólo se habían conservado las estructuras básicas, para reconstruirlas según el estilo minotauro. En vez de las casas en los árboles nudosos, escondidas entre el follaje y las flores, había un claro circular perfectamente medido, recorrido por hileras de casas rectangulares y anchas.
Ya vivían allí doscientos colonos. Día y noche trabajaba una herrería donde se forjaban armas y utensilios para la agricultura. Además de abastecer a sus propios habitantes, Makeldorn ayudaba a las obras que tenían lugar en la frontera. El asentamiento también era el último punto donde los legionarios podían abastecerse de comida. Maritia había concebido una cuidadosa cadena de abastecimiento para cada avanzada que vigilaba el occidente.
Sí, Ambeon prosperaba, a pesar de que en el norte siguieran aquellos problemas interminables en Kern. Eso estaba fuera del alcance de Maritia, al menos por el momento. La mismísima cúpula del imperio se había ocupado del asunto. Lo único de lo que debía preocuparse ella era del nuevo reino.
—Tu padre estaría orgulloso —dijo el general Gorus mientras cabalgaban—. ¡Es una pena que no haya vivido para ver este día!
Antes de que Maritia pudiese pensar en una respuesta apropiada, Kilona tomó la palabra:
—¡Ahora sirve a intereses más elevados! ¡Ha ascendido junto a los Predecesores, alabado sea!
La hija de Hotak tuvo que reprimir el impulso de darle un buen puñetazo a aquella idiota por su comentario. ¡Su padre convenido en un fantasma de los Predecesores! Por mucho que oíros miembros de la familia estuviesen ligados a la fe, Marina sabía que Hotak se habría reído de un destino así.
Sin embargo…, si las enseñanzas de su madre tenían sentido, quizá fuera verdad, como murmuraba la gente. Maritia prefería pensar que Hotak estaba a su lado, guiándola para que hiciera realidad su sueño. Pero ¿un fantasma? ¡Jamás!
Guiando su montura hacia Makeldorn, alejó aquella desazón de su cabeza. Lo único que importaba era Ambeon. Como oficial del imperio, era obligación de Maritia hacer que el nuevo reino de los minotauros prosperase tanto como fuera posible. Los aspectos espirituales eran cosa de su madre…, y en lo que a Maritia concernía, Nephera podía ocuparse de todo lo espiritual.
—Alguien se acerca por el camino de Makeldorn —advirtió un guardia.
De inmediato, el que había hablado y el resto de la comitiva se colocaron para defender a Maritia.
Cuando el jinete estuvo más cerca, vieron que era un mensajero imperial. Se detuvo delante de la hija de Hotak y le entregó un pergamino sellado.
—Por orden de su majestad, el emperador Ardnor —informó el mensajero a Maritia en tono de disculpa—, he cruzado el Mar Sangriento y he cabalgado por medio Ambeon hasta encontraros. Me ordenaron que os lo entregara lo antes posible, estuvierais donde estuvierais. —El sudor almizcleño del minotauro y su respiración agitada eran prueba de sus arduos esfuerzos.
Frunciendo el entrecejo, Maritia se alejó unos pasos de su séquito, rompió el sello real y leyó la proclama.
«Por decreto de su majestad, yo, el emperador Ardnor, señor de este reino, declaro que a partir de este día la capital de la nueva colonia de Ambeon pasará a llamarse Ardnoranti. Todas sus designaciones anteriores, elfas o históricas, serán eliminadas de los archivos. En lo sucesivo, la gran capital de Ardnoranti se convertirá en la base principal de operaciones para todas las misiones en Ansalon.
»Asimismo, se decreta que los artesanos de los clanes Tyklo y Lagrangli empiecen a trabajar de inmediato en los iconos conmemorativos de su majestad y en la remodelación del templo de Branchala en un lugar de culto a los Predecesores. El segundo maestre Pryas llegará poco después de este mensaje para supervisar esta segunda misión…»
A pesar de que sabía que los demás estaban observándola, Maritia no pudo evitar hacer una mueca. Pryas no sólo era el sirviente en el que más confiaba Ardnor, sino que gozaba del beneplácito de su madre. Habla rumores de que estaban preparándolo para que asumiera todo el control sobre los Defensores y acabara sucediendo a Lothan en el Círculo Supremo. Maritia no se alegraba del nuevo destino de Pryas en Ambeon. Ya había demasiados Defensores enredando entre sus oficiales.
El resto de la proclama era la típica palabrería sobre las creencias de los Predecesores, un sinsentido que aparecía en todos los mensajes imperiales desde que Ardnor había subido al trono. Maritia la enrolló y la metió en la bolsa de su silla de montar. No habría hecho falta que su hermano desperdiciara los esfuerzos de uno de sus mensajeros sólo para comunicarle su decisión de renombrar la ciudad en su honor, pero Ardnor jamás perdía una oportunidad de reafirmar su autoridad, su importancia como emperador.
Por alguna extraña razón, aquello le hizo pensar en Bastion, tragado por el mar tantos meses atrás. Él tendría que haber sido el sucesor de Hotak, el que debería estar firmando las proclamas, no Ardnor…
—Bastion…
Apenas murmuró su nombre, pues no quería que nadie la oyera. A menudo, Maritia tenía unos sueños muy raros, en los que su hermano seguía vivo e intentaba volver a ella. Corrían rumores de que un minotauro de pelaje negro luchaba en el bando de aquel canalla rebelde, Faros, y algunos guerreros que habían conocido a Bastion juraban que él era ese rebelde misterioso. Sin embargo, Maritia se negaba a creer aquella monstruosidad. Bastion jamás traicionaría la nación de los minotauros. Si su hermano siguiera vivo, nada le impediría regresar junto al imperio, junto a su familia, su destino y, sobre todo Junto a ella.
Nada en absoluto…
Grom se arrodilló ante Faros, que se había retirado a las antecámaras que probablemente habían sido el refugio del sacerdote mayor del templo. Allí, como solía hacer durante horas, se batía contra enemigos invisibles. Los entrenamientos de Faros se alargaban durante horas. La energía frenética que acumulaba a lo largo del día le impedía conciliar el sueño por la noche. El líder de los rebeldes sólo daba cabezadas cortas y tenía un sueño tan liviano que cualquier ruido prácticamente inaudible le hacía dar un salto, preparado para un nuevo combate.
Grom tenía la cabeza inclinada hacia un lado. La nube de polvo que se había levantado con los ejercicios le hizo estornudar, antes que finalmente pudiera hablar.
—Faros, perdona esta intromisión.
Con una última estocada, Faros decapitó al emperador imaginario al que acababa de derrotar. El filo de metal silbó al cortar el aire. Con el mismo movimiento, envainó el arma.
—¿Qué pasa ahora, Grom? —preguntó Faros con impaciencia, sin preocuparse por el polvo.
Ruidos lejanos atravesaban las paredes y llegaban hasta la cámara: un martilleo, voces, los rebeldes intentando hacer algo parecido a la vida normal.
—De acuerdo con los ritos, nuestros muertos ya han ardido. —El minotauro tosió con más fuerza mientras hacía el signo de Sargonnas—. Te ruego una vez más que me permitas organizar partidas para hacer lo mismo con nuestros enemigos, al menos con los legionarios con que hemos combatido.
Faros respondió a la petición volviendo a desenvainar la espada. En esa ocasión se lanzó contra el símbolo del cóndor que estaba tallado en la pared más cercana. No le había contado a nadie la aparición de Sargonnas, y mucho menos al piadoso Grom, que habría sido incapaz de mantener una noticia así en secreto.
—¡Déjalos donde están! Serán una buena advertencia para todo el que quiera volver a violar nuestro santuario.
—Faros, el hedor…
—Desaparecerá. ¡Ya está desapareciendo! —Faros había soportado olores mucho más pestilentes en sus años de esclavitud.
En realidad, el hedor azuzaba su obsesión, le recordaba que quedaban ogros por matar, más Sahd y Golgren. Cuando no quedara ni un solo ogro con vida, quizá entonces se ocuparía del imperio que lo había traicionado.
«No», tuvo que recordarse Faros. Había accedido a la propuesta de Bastion. Faros no sabía si realmente deseaba que aquel pacto llegara a buen puerto, pero dejaría que el hermano de lady Maritia lo intentara, lo que le llevó a pensar que Bastion todavía no había partido.
Sin decir nada más, pasó junto a Grom, que seguía arrodillado. Éste se incorporó rápidamente cuando Faros lo rebasó a grandes zancadas, pero el líder de los rebeldes no le dio tiempo a volver a formular su ruego. En el asunto de los enemigos muertos, Faros era imposible de convencer. El sol secaría los cadáveres y los carroñeros dejarían los huesos limpios. Los esqueletos serían el adorno perfecto para esa parte de Kern, de lo más adecuado para aquel reino infernal y las pesadillas que atormentaban a Faros.
Grom dio un profundo suspiro y, haciendo gala de una gran sabiduría, no siguió a su líder. Faros recorrió los salones; las pisadas de sus sandalias sobre el suelo de piedra iban al compás de los latidos desquiciados de su corazón. Los ojos muertos de las antiguas figuras lo miraban desde las paredes, como si contemplaran sus pasos con cautela. El aire que levantaba al pasar hacía estremecer las llamas de las antorchas.
Encontró a Bastion en su cuarto, una pequeña celda cuadrada que, sin duda, había sido ocupada por los novicios. Bastion era el único que, al igual que Faros, encontraba superfluo hasta el más mínimo ornamento. Otros minotauros intentaban evocar tiempos mejores, vidas más agradables, coleccionando tallas que encontraban o piedras coloreadas, pero en aquella estancia nada delataba la presencia del minotauro negro que la habitaba. Como Faros, cuando Bastion se fuera no dejaría señal alguna de su paso.
—Así que todavía estás aquí —murmuró el guerrero de pelaje más claro—. ¿A qué se debe el retraso? ¡Cuanto antes termine este absurdo, mejor!
—El retraso era necesario —respondió Bastion, secamente. Se echó un pequeño morral de tela al hombro, su ración de una semana. Entrecruzada a la espalda llevaba un hacha de doble filo—. Además, pensé que sería más sensato partir con el atardecer, cuando fuéramos menos visibles. —Bastion se dio cuenta de que sus palabras no satisfacían a Faros—. Estaba a punto de anunciarte mi partida.
—¿Sabes dónde encontrarla?
—Sé quién puede decírmelo. Ellos entrarán en contacto con Maritia en mi nombre. —Bastion se encogió de hombros—. Como te dije, no puedo prometer nada. Cuando descubra que he luchado al lado de los rebeldes, quizá Maritia me encarcele o me decapite en ese mismo instante. Confío en que primero me escuche.
—Matar a su propio hermano sería deshonroso —apuntó el antiguo esclavo con sarcasmo.
—Es cierto —respondió Bastion, riéndose—, pero últimamente los límites del honor no están nada claros. —Bastion inclinó los cuernos en señal de despedida—. En parte, yo soy responsable de que sea así.
Pasando por alto el tono filosófico del otro, Faros volvió al tema que le interesaba.
—¿Estás seguro de que quieres arriesgar tu vida en esta misión?
—Sí.
Aunque la hermana de Bastion se mostrara dispuesta a todo, Maritia y su hermano todavía tendrían que convencer al Gran Señor Golgren. Aunque Blode estuviera en la frontera con el antiguo reino de Silvanesti, el emisario de Kern tendría la última palabra. Blode se había convertido en una provincia más del reino norteño de los ogros, y Kern, en una tierra dominada por Golgren. El antaño poderoso Donnag se había transformado en una caricatura lastimosa de sí mismo, como si alguna enfermedad que él no percibiera se hubiera apoderado de su cuerpo. Golgren… Bastion tendría que convencer primero a Marina; después, sería el turno de Golgren.
Pensando en los ogros, Faros añadió:
—La ruta entre Kern y Blode te alejará de las zonas más pobladas, pero te encontrarás con patrullas. ¿Insistes en llevar sólo cuatro acompañantes?
—Todos ellos me sirvieron en algún momento en la legión. Son hábiles. Un grupo más numeroso nos haría más visibles y más lentos. —El minotauro negro se ajustó la bolsa y concluyó—: Pase lo que pase, no temas. No te traicionaré.
Faros levantó la espada, de manera que los ojos de Bastion quedaran a la altura de la siniestra y lisa hoja.
—Yo no temo nada, y mucho menos la traición.
Bastion asintió e, inclinando los cuernos, salió de la habitación.
Minutos más tarde, Faros, con la espada ya envainada, contemplaba desde un hueco en lo alto de la muralla al pequeño grupo que se dirigía hacia el suroeste. Estaba bien. Él había cumplido con su parte; había intentado ser fiel a la memoria de su padre. Por ahora, no podía hacer nada más.
Entonces, tuvo un presentimiento. Miró rápidamente en derredor, pero no vio a nadie. Sin darse cuenta, Faros frotó la gema del anillo negro, el anillo de Sargonnas.
Vio una sombra fugaz con el rabillo del ojo, una figura pálida y cadavérica. Faros se sobresaltó, siguió frotando el anillo y se concentró.
No apareció nada. Lanzando una maldición silenciosa, miró el artefacto.
—¡Vaya regalo, Señor del Cóndor! ¡No cabe duda de por qué su último dueño está muerto!
Debería quitárselo, tirarlo. No, todavía no.
Faros agarró la empuñadura de la espada. Por lo menos, aquel regalo sí le había hecho un buen servicio. Por la hoja había corrió la sangre de muchos ogros y de no menos legionarios, pero seguía sin mella. Habría sido mejor que Sargonnas le hubiera dado un millar de espadas así con las que armar a su ejército de andrajosos, pero los dioses nunca hacían cosas sensatas como ésa.
En ese momento, le llegó un olor muy tenue que despertó en él recuerdos horribles. Faros escudriñó la tierra que empezaba a en volverse en sombras y, por fin, descubrió una fina columna de humo hacia el norte. Si no hubiera sido por un repentino cambio de la dirección del viento, el olor y el humo habrían permanecido fuera de su vista.
Cuando se dio cuenta de lo que significaba aquello, se le enrojecieron los ojos.
—¡Grom!
La cólera de Faros iba en aumento mientras cruzaba el templo apresuradamente, asustando a todo el que se cruzaba con él. Los guardias se erguían. Dos humanos que se entretenían con un juego de piedras y palos lanzaron las piezas y se apartaron a gatas de su camino. Todos habían sido testigos de sus explosiones de ira en el pasado y ninguno deseaba ser el objeto de ese nuevo ataque.
—¡Un caballo! —rugió a uno de los que atendían el pequeño rebaño de los rebeldes.
La mayoría de los animales procedían de las minas o de las patrullas asaltadas. Aquellos parias los cuidaban lo mejor que podían, aunque alimentar a los caballos era un problema eterno, como lo era alimentarse a sí mismos.
Alguien le llevó rápidamente un caballo ensillado. Faros montó de un salto sobre el enorme corcel de los ogros y lo espoleó hacia la puerta del norte.
Los minotauros que se encontró junto a la puerta lo aclamaron. Faros no prestó atención a los vítores; tenía toda su atención puesta en el sinuoso camino que descendía por la ladera. Los caballos de los ogros no eran los más veloces, ni mucho menos, pero avanzaban con paso firme. Algunas piedras cayeron rodando mientras el animal descendía ágilmente. No tardaron mucho en llegar al pie de la montaña.
Faros dirigió el caballo hacia el norte. Después del siguiente recodo, no les quedaría mucho.
Un movimiento en lo alto de la cumbre captó su atención. Una silueta se deslizó detrás de las rocas. Faros no temió sufrir ningún daño, pues el centinela que había apostado Grom sólo tenía que dar la voz de alarma, no atacarlo. Grom había desobedecido una orden directa, y ésa era la peor ofensa que Faros podía imaginar.
A medida que se acercaba, iba descubriendo el grado de rebeldía de Grom. Más de doce figuras trabajaban frenéticamente para mantener encendida una pira bastante grande, hecha con arbustos secos y otras cosas que habían encontrado en aquel paraje yermo. Otro grupo de antiguos esclavos y soldados lanzaban pesados fardos al fuego. El olor a carne quemada le golpeó en la cara.
—¡Grom! —bramó Faros mientras se acercaba—. ¡Grom! ¿Dónde estás?
Todos se detuvieron, mirando al líder de los rebeldes entre el estupor y el miedo.
El objeto de su furia apareció, por fin, por detrás de la pira. Grom salió de entre el humo, empapado en sudor, y se encaminó de manera desafiante hacia Faros. El minotauro tosía mientras se acercaba.
—Échame…, échame a mí la culpa, Faros. Esto es sólo culpa mía. Siguieron mis órdenes y no se atrevieron a desobedecer.
Como respuesta, Faros bajó del caballo, se dirigió directamente hacia su segundo y le pegó un fuerte puñetazo en la mandíbula. Grom cayó al suelo. Los demás observaban la escena inmóviles, sin saber qué hacer.
—Yo también di una orden, una orden muy precisa. Tú me desobedeciste.
Grom sufrió un ataque de tos, pero por fin logró levantarse. Con los ojos llorosos, se enfrentó a Faros.
—Mi conciencia no me permitía abandonar a los muertos, ni siquiera por ti, Faros. ¡Por lo menos, los legionarios merecían una pira! ¡No hacían más que luchar como habían aprendido a hacer! Ellos también seguían órdenes.
—Hemos dejado a los muertos atrás otras veces. Nunca te importó tanto.
—Sí me importaba. Nunca protesté demasiado. No había…, no había muchos motivos, ya que los dioses habían desaparecido.
Eso era. Atiesando las orejas. Faros dio un bufido.
—Y ahora los dioses ya han regresado, ¿verdad? De repente, ¿vuelves a temerlos?
—Temerlos, no… —El minotauro oscuro contestó con brusquedad—. Temerlos, no.
Sin hacer caso a Grom, Faros miró a los demás culpables.
—¡Apagad el fuego! ¡Dejad a ésos donde están! ¡Los carroñeros celebrarán los ritos que se merecen! ¡Ahora!
Se apresuraron a obedecer. Fueran las que fueran sus creencias respecto a los muertos, habían jurado seguir a Faros por encima de todo. Faros entendía que Grom los había llevado por el camino equivocado.
Grom y ese entrometido de Sargonnas.
Faros no iba a permitir que el dios se inmiscuyera en sus asuntos.
Los minotauros acabaron de apagar el fuego. Grom empezó a toser de nuevo, un ataque de tos seca. Faros miró, disgustado, al minotauro que había sido uno de sus seguidores más fieles. Grom había respirado demasiado humo, el necio de él. Era seguro que había estado demasiado cerca de la pira todo el tiempo.
—Te estaría bien merecido que…
El otro minotauro se tambaleó.
Faros se echó hacia adelante por instinto y cogió a Grom antes de que golpeara el suelo. Con los ojos húmedos y enrojecidos, Grom intentó fijar la mirada en su líder. Faros abrió los ojos, asombrado cuando descubrió unas pequeñas pústulas de sangre bajo los párpados inferiores del minotauro.
—Faros… —logró decir Grom—. Faros…, lo siento…
Tosió de nuevo. Le tembló todo el cuerpo y, de repente, se quedó inmóvil.