II

EL SEÑOR DE LA VENGANZA

Mientras Faros se encaminaba hacia el antiguo templo, no pensaba en los cadáveres que dejaba fuera, ni siquiera en los de aquellos que habían dado su vida por él. Lo único que le preocupaba era buscar una nueva distracción para olvidarse de las obsesiones y las pesadillas que lo acompañaban sin descanso.

Las pesadillas no habían hecho más que empeorar desde que él y sus seguidores habían zarpado con los guerreros liderados por el antiguo compañero de su padre, Jubal. Gobernador de una antigua colonia, Jubal se había sacrificado para salvar al hijo de Gradic, con la esperanza de que Faros derrocaría al clan de Droka. Lo que en realidad había pasado era que Faros se había quedado sentado en el camarote de Jubal durante varios días, con la mirada perdida.

Al final, Faros se había sentido arrastrado hacia Kern, en busca de venganza. Sus leales seguidores lo habían acompañado, por supuesto, y su número aumentaba constantemente gracias a una riada de nuevos rebeldes que llegaban atraídos por sus hazañas.

Las estancias del templo se adentraban serpenteando en el interior de la montaña; zigzagueaban y giraban como movidas por un capricho. Bastaba con un puñado de antorchas para iluminar el templo, pues sus ingeniosos constructores habían incrustado en las paredes cristales de un amarillo muy pálido, con forma de diamante, que de alguna manera recogían la luz y reflejaban el resplandor de las llamas. Aquellos que recorrían los pasillos podían contemplar perfectamente las imágenes ya gastadas, pero aún elegantes, de las hermosas figuras ataviadas con túnicas que adornaban las paredes. Según decía la leyenda, los Grandes Ogros no sólo eran los ancestros de los ogros, sino también de los minotauros. Las figuras esculpidas tenían más de cuatro veces la altura de un minotauro de buena talla. Se los representaba en el acto de hacer las ofrendas de alimentos y artesanía a sus dioses, cantando oraciones y arrodillándose ante los altares. Imágenes así cubrían las paredes de todos los corredores. Era seguro que cientos de artesanos habían trabajado generación tras generación para concluir aquel inmenso mural…, algo que, para Faros, sólo servía para demostrar su grado de locura. Los dioses también habían abandonado a los Grandes Ogros sin el más mínimo remordimiento.

Se detuvo un instante ante uno de los relieves y miró la figura astada que recordaba a uno de su propia raza. Sentado sobre un inmenso trono, el dios parecía un padre benevolente rodeado de sus pequeños,

—¡El gran Sargonnas! —se burló Faros—. Salvador de nadie, padre de nada…

El líder de los rebeldes pasó la hoja de la espada por la imagen. El metal bien afilado arañó al dios, dejando escapar un lamento sombrío que resonó en todo el pasadizo.

Faros apartó la espada con un movimiento brusco, miró la imagen profanada una vez más y se alejó.

Los rebeldes ya habían barrido todo el lugar, explorando cada pasadizo oculto y los repentinos giros de los pasillos. Gracias a ese esfuerzo, habían dado con los túneles de huida que habían utilizado para atacar por sorpresa la retaguardia del enemigo. Faros había memorizado cada pasadizo y cada recodo; seguramente conocía el templo tan bien como aquellos que lo habían levantado.

Pero… el pasadizo que encontró a continuación no era el que él esperaba.

Las imágenes eran completamente diferentes. En vez de las figuras suplicantes adorando al Señor del Cóndor con ofrendas de carne de cabra y vino, apareció ante él una hilera de Grandes Ogros andrajosos; eran refugiados que huían despavoridos hacia el este. Una enorme ave depredadora, con las alas extendidas, guiaba su camino. El símbolo del pájaro era tan claro que el minotauro dio un bufido.

Convencido de que no se había equivocado, Faros avanzó por el pasillo. Sin embargo, cuando llegó a un nuevo salón, se encontró con figuras que tampoco recordaba. En esa estancia, las paredes mostraban la transformación —la «salvación», como la llamaban los minotauros— de los Grandes Ogros que Sargonnas había considerado merecedores de escapar de la decadencia y la caída de su civilización. Faros contempló cómo los rostros perfectos de los Grandes Ogros se alargaban y las orejas se desplazaban. Unas protuberancias se asomaban a lo alto de las cabezas. Las túnicas caían al suelo y los cuerpos se ensanchaban, protegidos por un nuevo pelaje. Cuando Faros llegó al final del pasillo, ya no quedaba rastro de los antiguos Grandes Ogros. La última figura era la de un auténtico minotauro que lo miraba de forma inquietante.

Con un gruñido de enojo, Faros desanduvo el camino. El polvo acumulado durante siglos se levantaba a su paso. El antiguo esclavo recorrió en sentido inverso el mural de la transformación, como si retrocediera en el tiempo. Giró hacia el corredor anterior, en el punto en el que el minotauro del otro extremo del pasadizo se había convertido de nuevo en un majestuoso Gran Ogro.

Al otro lado del recodo se abría una amplia estancia. Faros se detuvo en la entrada, confuso; mentalmente repasó todos sus pasos y no pudo encontrar dónde se había equivocado, aunque era evidente que había errado en algún punto.

Un intenso olor a cerrado, cargado de innumerables aromas del pasado, le dio la bienvenida. La finalidad de aquella sala era evidente. Había varias hileras de anchos bancos de piedra medio derruidos, un gran estrado marrón en el extremo más alejado y la inmensa figura del cóndor. Todavía podían distinguirse los restos de la pintura carmesí sobre la piedra de color óxido. A ambos lados del altar cuadrado que se levantaba bajo el ave de piedra había una enorme figura del dios en forma de minotauro, en una mano el hacha, en la otra una espada levantada.

Sargonnas.

Faros había dado con una de las cámaras de culto más importantes de entre las utilizadas por los sacerdotes desaparecidos tanto tiempo atrás. A pesar de la antigüedad de la sala, Faros descubrió en el altar los restos secos de viejas ofrendas, aunque era imposible saber si se trataba de carne, plantas o cualquier otra cosa. Los últimos moradores del templo habían huido precipitadamente.

Entonces, se percató de algo: el pasaje por el que acababa de pasar, las imágenes de la transformación. Era imposible que los Grandes Ogros las hubieran tallado. Habían sido otras manos, de minotauros quizá, las que habían creado ese mural. Era la única explicación posible.

Faros perdió el interés en aquella sala y se dio la vuelta. No le encontraba ninguna utilidad a un dios tan muerto como los Grandes Ogros.

No obstante, el líder de los rebeldes se quedó paralizado, porque ante él no se abría el pasadizo, sino el santuario de los sacerdotes.

Miró por encima del hombro y vio el corredor vacío por el que supuestamente había llegado, pero cuando giró sobre sí mismo para tomarlo de nuevo, sus ojos volvieron a encontrarse con la cámara.

—¿Qué truco es éste? —gruñó Faros.

El antiguo esclavo se quedó inmóvil un momento, frunciendo el entrecejo… Después, se lanzó hacia adelante.

No podría haber dicho lo que le esperaba, pero desde luego no era el silencio y el vacío que lo envolvieron. Faros dio una vuelta en busca de la explicación a aquel rompecabezas, pero sólo encontró las imágenes silenciosas del dios desaparecido.

Un dios desaparecido al que Faros sentía el impulso de culpar.

—¿Tienes algo que ver con este juego? —preguntó a la estatua de Sargonnas que tenía más cerca.

La figura, ataviada con una armadura que recordaba a la de la legión, no respondió. Los ojos de piedra miraban hacia abajo con autoridad, como si fuera impensable que un dios respondiera aun mortal.

La ira se apoderó del minotauro. Aquella deidad no le había protegido, ni tampoco a su familia. De repente, Faros sintió la necesidad de culpar a Sargonnas de todas sus desgracias. Al igual que había hecho con el relieve del pasadizo, el líder de los rebeldes atacó la figura con la espada, que empuñó con toda su tuerza y su cólera.

Esa vez la hoja de metal no hizo un simple arañazo a la estatua, sino que la atravesó como si fuera agua y dejó un profundo corte en el estómago del dios.

De la herida empezó a salir a borbotones un chorro de un líquido rojo, que a primera vista Faros confundió con sangre. Trastabilló hacia atrás.

Aquel chorro interminable caía sobre él y se extendía hacia los lados. Dos ríos rojos gemelos serpentearon sobre el suelo de piedra, que silbaba y crepitaba a causa de un calor misterioso. Aunque Faros era muy veloz, los dos ríos lo rodearon y se encontraron a su espalda; se ensancharon tanto que el minotauro no podía ponerse a salvo cruzándolos.

Rugiendo, aquel líquido abrasador no dejaba de manar de la herida de la estatua, pero sin llegar a cubrir el pequeño hueco en el que el líder de los rebeldes estaba acuclillado. El calor que emitía pronto cubrió su cuerpo de sudor.

Por fin, el líquido dejó de brotar. El rugido se convirtió en un silbido y poco a poco la estancia volvió a sumirse en el silencio, excepto por el burbujeo de aquel extraño mar. Ni una gota había mancillado la impoluta estatua. No obstante, la lava continuaba fluyendo en una frenética ebullición.

El asombro de Faros dio paso a un enfado aún mayor. Alguna fuerza estaba divirtiéndose con él y la primera sospechosa que se le ocurría era Nephera, suma sacerdotisa de los Predecesores.

—¡Ven aquí, bruja! —gritó—. ¡Mi espada te espera! ¡En nombre de mi padre, te sacaré las tripas o moriré en el intento!

Como respuesta, se formó una inmensa burbuja en el líquido cada vez más grande y alta. Faros cargó contra ella, pero el calor y la lava lo mantuvieron alejado.

De repente, de cada lado de la burbuja salieron dos extremidades. Ante sus ojos, las extremidades se solidificaron y se convirtieron en dos brazos cubiertos de pelo, con unas manos enormes acabadas en unos largos dedos. La parte superior de la burbuja se separó y apareció una cabeza que empezó a cambiar de forma. Al mismo tiempo, en aquella figura sobrenatural comenzó a formarse un torso fuerte y ancho y, poco a poco, dos piernas. Después, el cuerpo quedó cubierto de ropajes: un peto sobre el pecho y el estómago, y un brial de metal abrasador de cintura para abajo.

A medida que la increíble figura tomaba forma, la lava fundida se encogía como si algo la absorbiera y, finalmente, se sumó a aquel ser. En el suelo no quedó marca alguna del líquido abrasador. Ya no había lava que le impidiera escapar. Si hubiera querido, podría haber huido en ese mismo instante.

El minotauro no hizo el más leve movimiento. En vez de eso, arrugando la frente cubierta de pelo, Faros observó a la figura, y por fin, adivinó la verdad.

Las últimas gotas de lava desaparecieron en el inmenso ser, dos cuernos enormes nacieron de la cabeza y se solidificó un rostro muy similar al de Faros, pero de rasgos más bellos y perfectos.

—¡Te saludo, Faros Es-Kalin! —bramó el minotauro carmesí, cuyo aliento formó una nube abrasadora.

No había nada en aquel minotauro gigantesco que no fuera del color de la sangre: el pelaje, los ojos y los dientes, incluso la melena, y el peto y el brial que vestía.

El líder de los rebeldes se puso en guardia, listo para luchar si llegaba el momento.

—No tengo motivos para devolverte el saludo…, si es que realmente eres el Señor del Cóndor.

Los ojos de la amenazadora figura se entrecerraron con una mirada peligrosa mientras asentía.

—Así es, Faros Es-Kalin, yo soy… Sargonnas.

En lugar de miedo o asombro, lo que Faros sintió fue ira.

—¿Aquí estabas escondido todos estos años mientras tus supuestos hijos se mataban entre sí? ¿Aquí te refugiaste después de damos la espalda?

Una expresión inquietante cruzó el semblante del dios. El fuego de su cuerpo se enfureció y pareció que aumentaba de tamaño.

—No tengo por qué responderte, mortal, pero has de saber que hice lo que debía… ¡Y durante todo este tiempo he sentido el sufrimiento de mis hijos como si fuera mío!

—¡Un mísero consuelo para ellos! —replicó Faros con un resoplido, sin preocuparse por las consecuencias de sus palabras—. ¡Y algo que no me interesa en absoluto! —Bajó la espada con desprecio—. Igual que tú tampoco me interesas.

Se dio media vuelta para marcharse, pero sus pies, en vez de alejarlo de allí, volvieron a llevarle ante Sargonnas.

—He venido a hablar de algo que poco tiene que ver con nosotros dos en la inmensidad de las cosas, Faros Es-Kalin, sino con todos mis hijos… ¡y tu pueblo!

—¡No vuelvas a llamarme así! —Faros sacudió la cabeza con fuerza—. ¡El clan de Kalin ya no existe! —La cabeza estaba a punto de estallarle—. Ya no hay…

De repente, Sargonnas alzó la cabeza hasta el techo y lanzó un rugido ensordecedor. Toda la cámara tembló. Sobre Faros cayeron trozos de piedra y el minotauro a duras penas logró mantenerse en pie. Las estatuas del dios recogieron su grito, chillando. Las llamas de la melena del Dios de los Grandes Cuernos refulgieron, con fiereza. Se desprendieron algunas gotas de fuego.

El dios carmesí volvió a mirar hacia abajo.

—¡Que las estrellas hayan hecho que ésta sea mi única esperanza! Yo, que he guiado a Tremoc, a Makel el Temor de los Ogros, a Aryx Ojo de Dragón, que ahora tenga que contentarme con este inútil, con este desagradecido…, ¡contigo! —Avanzó con pasos airados, cada zancada hacía que el suelo crepitara—. ¡Te has templado en el sufrimiento y la batalla! ¡Te has levantado desde la esclavitud para liberarte de tus ataduras y recuperar tu orgullo! ¡Con qué esperanza te contemplaba entonces!

»Pero ahora te has convertido en esto…, ¡en esta triste sombra de un guerrero sin honor! ¡Te he visto decapitar sin piedad a prisioneros atados ante ti! ¡He presenciado las muertes de tantos que buscaban en ti un líder! ¡Todos ellos sufrieron un final espantoso en combates vanos para que tú pudieras añadir unos cuantos muertos más a tu colección! ¡Has dejado que ogros prisioneros, con los huesos rotos, fueran despedazados por los merodracos, mientras tú contemplabas la escena con una sonrisa! ¡Has recogido la perversión de tu amo en el campamento de esclavos y la has alimentado con tus fantasías más estremecedoras!

Sargonnas hizo un gesto y ante él aparecieron imágenes del pasado más reciente. Surgieron las torres en forma de flor de Sahd pero de ellas colgaban ogros y legionarios. Otras víctimas yacían medio enterradas en la tierra, con el cuerpo cubierto de heridas y las extremidades arrancadas. Atraídos por el horrible olor, animales carroñeros y otras bestias devoraban aquellos espíritus atormentados…

—Esto es en lo que te has convertido, mortal…

—¿Y qué importancia tiene? ¡Trato a mis enemigos como me tratarían ellos a mí!

Aquellas palabras hicieron rugir al dios. Una ola de gas sulfúrico envolvió a Faros.

—¡Has caído tan bajo como tus enemigos! ¡Más bajo todavía! ¿Esto es lo que Gradic, de la Casa de Kalin, enseñó a sus hijos?

Faros blandió la espada, airado.

—¡Mi padre está muerto! Todo mi clan ha muerto… ¡y todo por tu culpa!

—Ni siquiera un dios puede cambiar lo que debe ser —respondió Sargonnas, impasible.

Después de una pausa, el rostro del gigante se deformó, invadido por la cólera, pero en esa ocasión no estaba dirigida hacia la diminuta figura que tenía delante.

—¡Pronto no quedará ningún clan, si la maldad que domina el templo no pierde su poder! Por eso me he presentado ante ti, por eso conservo la esperanza de volver a despertar lo que sentí que escondes en tu interior. ¡Creo que aún sigue ahí, oculto! ¡Por eso tienes que contemplar nuestra verdadera amenaza!

Faros se vio envuelto en una tormenta de fuego; un torbellino de llamas lo llenó todo y lo sumió en la más absoluta oscuridad. Asiendo su espada con fuerza, aunque no sabía si le sería de mucha ayuda. Faros apretó los dientes mientras el terrible viento tiraba de él en todas las direcciones.

Entonces, las llamas también desaparecieron, y la oscuridad se posó sobre el minotauro.

No estaba solo en la negrura. Faros sintió de inmediato una presencia lejana, una presencia monstruosa y malévola que despertaba en su alma los temores infantiles.

De la oscuridad emergió una sombra, una imagen espantosa que ya conocía. Faros reconoció el gran templo de Nethosak. Parecía la silueta vaga de un sueño, pero era lo suficientemente real como para dar escalofríos al minotauro.

La suma sacerdotisa de los Predecesores.

Faros no necesitaba ver el templo para recordar el terrible poder de Nephera. Él mismo había vivido la Noche Sangrienta y todo lo que había sucedido después, y sabía de sobra el papel que había tenido la emperatriz y los Predecesores. Sargonnas no estaba descubriéndole nada nuevo.

De repente. Faros percibió otra silueta superpuesta sobre el templo. Era muy difusa, apenas una sombra sobre la negrura, alta y estrecha, aunque el minotauro no podía concretar más que eso.

Una sensación espeluznante se apoderó de él. Sintió como si un mal absoluto, oculto en aquel edificio de sombras, se hubiera percatado de su presencia. Por mucho que quisiera evitarlo. Faros estaba aterrorizado. Una pesadilla hecha realidad le atenazaba el alma…

Con la misma rapidez que Sargonnas le había envuelto en sombras, Faros parpadeó y volvió a encontrarse en la cámara del dios.

El dios minotauro de fuego lo miraba fijamente.

—Tal vez ahora comprendas…

—No sé lo que he visto —murmuró el antiguo esclavo, intentando recobrar su apostura—. Me trae sin cuidado lo que he visto. No quiero saber nada de las intrigas de los dioses, ¡y mucho menos de las tuyas!

Sus palabras provocaron una breve mirada de incredulidad de Sargonnas.

—La tozudez es algo común entre mis hijos, ¡pero sin duda tú eres el más obstinado que he visto en siglos! —Sacudió la cabeza, y de su melena en llamas saltaron chispas—. Has traicionado muchas cosas…, y sin embargo, en ti reside mi esperanza.

Faros echó hacia atrás las orejas. Sus rasgos se endurecieron.

—¡Entonces, es que no te queda esperanza! ¡Fuera de aquí, dios!

—¡Escúchame bien, hijo de Gradic! —tronó la deidad, tan alto que Faros se estremeció al oírlo—. ¡Soy el Señor de la Venganza, y tú, te guste o no, has seguido mis pasos en ese aspecto! ¡Tengo muchos rostros!

Al decir esto, la forma de Sargonnas empezó a cambiar. Se transformó en un lúgubre elfo de ojos negros, en un humano de nariz aguileña y, por último, en un astuto enano con barba, antes de volver a su forma de minotauro.

—¡Y muchas formas!

En esa ocasión, el dios empezó a crecer y casi se hizo tan grande como la estatua del cóndor. Las llamas de su cuerpo iluminaban estancia con tanta intensidad que Faros tuvo que protegerse los ojos.

—Además, yo soy quien vela por sus elegidos, mis hijos…

—¡Quien vela por ellos y los abandona!

Sargonnas volvió a su tamaño anterior bruscamente.

—¡Nunca me fui del todo, Faros! ¡Yo soy, era, el consorte de Takhisis, la Reina del Abismo! ¡Quizá los demás, incluso ese Paladine tan noble, confiaran en su palabra, pero yo la conocía mejor que nadie! ¡Cuando participó en el juramento de dejar Krynn en manos de razas mortales, yo sospeché su traición, pero jamás imaginé que llegaría tan lejos! ¡Nunca creí que robaría todo el mundo!

Faros no entendía aquella perorata del dios, pero tampoco se molestó en entenderla. Las riñas de los dioses no eran cosa suya.

—Así que admites que eres un necio…

—No más que mis hijos, ¡porque ellos, igual que otros muchos, no reconocieron al Único ni al poder que se oculta detrás de los Predecesores!

A Faros la cabeza empezó a darle vueltas con todas estas historias extrañas.

—¡Déjame solo, dios! Si realmente eres un dios, ¿para qué necesitas mi ayuda?

—Yo no soy el único dios que ha regresado, mortal…, ¡y por eso me presento ante ti ahora! ¡Estoy muy débil y no me he recuperado por completo! ¡Uno de esos dioses ansia la oportunidad de aumentar su dominio a costa del mío! Convertirá al minotauro en un ser aún más impuro…, ¡a no ser que se revele aquel que guiará a su raza por el camino del honor y la tradición, que es su verdadero camino!

Faros se echó a reír a carcajadas, burlándose del dios.

—¿Yo? ¿Tu héroe? ¡No soy ningún proyecto de emperador, Dios de los Grandes Cuernos! ¡Me muevo por venganza, y nada más! ¡No formaré parte de tu intrincado plan!

—La venganza puede estimular el apetito, pero jamás satisfacerlo, guerrero. Únicamente el honor puede ser el sustento y la fuerza de tu raza. En tu interior, a pesar de tu caída, se conserva la semilla de la grandeza, ¡tan hermosa como la del mismo Ambeoutin! —La atemorizadora deidad le señaló con un dedo acusador—. ¡En ti se encuentra el poder de volver a unir a los minotauros y guiarlos hasta su destino!

—No soy el héroe que buscas —insistió Faros—, y jamás seré tu emperador.

—¡Entonces estás destinado a morir por nada, a ser olvidado y a que tu estirpe se pierda también en el olvido! ¿Así honras a tu padre?

—¡Deja a mi padre tranquilo! —Faros miró al dios con dureza—. ¡No vuelvas a mencionarlo! ¡Está muerto por tu culpa!

—El linaje de Kalin morirá con tus huesos blanqueados por el despiadado sol en esta tierra de ignorantes —le contestó el Dios de los Grandes Cuernos—, y aquellos que deseaban que la Casa de Kalin desapareciera de la historia habrán triunfado por fin…

Con un grito salvaje, Faros se abalanzó contra Sargonnas, blandiendo la espada.

El dios se quedó inmóvil. El afilado metal se hundió en su pecho sin esfuerzo. Faros se quedó boquiabierto, pues no esperaba eso. La deidad de llamas no mostró dolor cuando la espada le atravesó el torso.

No empezó a manar la sangre, ningún hueso frenó al arma. La herida se cerró al instante.

Faros retiró la espada, y él mismo retrocedió rápidamente: estaba seguro de que la cólera del dios caería sobre él. En vez de eso, Sargonnas se tocó tranquilamente la herida, que ya estaba cerrada, y asintió.

—Algo muy audaz, eso de atacar a un dios. Gradic estaría orgulloso.

Al oírlo, Faros tiró la espada al suelo.

—¡Ya estoy harto de escucharte! Yo no soy ningún emperador. No soy lo que tú quieres que sea. Vete o deja que me vaya yo.

—Te dejaré tranquilo, Faros. —Sargonnas hizo un gesto hacia la espada, que dio un salto y volvió a la mano del antiguo esclavo. La esmeralda de la empuñadura brillaba como si una nueva energía la alimentara—. Ya veo que no hay forma de disuadirte, pero insisto en que te quedes mi espada.

—¿Tu espada?

—Mía. Forjada en los albores del mundo para un héroe que servía a mi nada llorada esposa. No la encontraste en ese río por casualidad, Faros. Te ha buscado durante mucho tiempo. ¿No te has preguntado también por ese anillo?

El minotauro observó el anillo con una piedra negra que llevaba. No recordaba cuándo lo había encontrado, y mucho menos desde cuándo lo llevaba. Pero de lo que estaba seguro era de sus poderes mágicos.

—Pertenecía a aquel que pensaba que protegería a mis hijos. Antes de ti, era del general Rahm Es-Hestos, comandante de la Guardia Imperial… Una vez creí que sería el salvador de los minotauros.

Faros pensó que en eso Sargonnas se había equivocado, igual que se había equivocado sobre otras muchas cosas. No había nada en el dios que inspirara fe y confianza. Faros pensó por un momento en dejar la espada y quitarse el anillo mágico, pero la primera le había salvado la vida más de una vez y el segundo también le había servido en innumerables ocasiones desde que lo tenía.

Sin embargo, aceptarlos era aceptar la bendición de Sargonnas…

El dios se dio cuerna de sus dudas. Haciendo un gesto con la mano, añadió:

—Estos regalos no están sujetos a ninguna condición, mortal. No te pediré nada más, excepto que mires más allá de tu sed de venganza y te preocupes de los demás, como habría hecho tu padre.

Preocuparse de la vida de los demás. Faros por poco se echa a reír. No le importaba nada la vida de los demás, ni siquiera la suya propia.

—No le molestaré más —dijo Sargonnas.

La figura de fuego empezó a fundirse en el suelo; las llamas y la lava ardiente desaparecieron entre las grietas que se habían formado con los siglos.

Mientras el dios se desvanecía. Faros dio un paso hacia adelante. Tenía las orejas echadas hacia atrás y le temblaban las aletas de la nariz. Sentía la necesidad de decir una última cosa, pero permaneció en silencio.

El dios quedó reducido a un charquito crepitante. La estancia se fue oscureciendo a medida que la luz que irradiaba Sargonnas desaparecía.

De repente, la voz del Señor del Cóndor resonó en la cámara, como si procediera de todas partes a la vez:

—¡Ten cuidado. Faros, hijo de Gradic! Ten cuidado con el señor de la torre de bronce…

Con esas palabras, los últimos restos del dios desaparecieron en la piedra.

El minotauro suspiró. Levantó la vista hacía la estatua, que volvía a estar entera como por arte de magia. Sacudió la cabeza, preguntándose si no habría sido más que un sueño.

—¿Faros? —preguntó una voz tímida a su espalda.

En un primer momento, pensó que Sargonnas había vuelto, pero entonces reconoció a Bastion. El minotauro de pelaje negro apareció en la entrada de la estancia; su expresión era tan cautelosa como la del mismo Faros.

—¿Qué pasa, Bastion? —le preguntó con brusquedad, buscando con la mirada alguna señal de Sargonnas.

El otro minotauro frunció el entrecejo con preocupación.

—El guardia me dijo que te encontraría aquí. Es extraño, no recuerdo esta cámara…

—¿El guardia? —Faros tuvo que morderse la lengua. «¡Sargonnas!», exclamó para sí.

—¿Qué ocurre?

—Déjalo. ¿Qué era eso tan importante?

Bastion inclinó los cuernos hacia un lado en señal de respeto.

—El día en que me revelaste que siempre habías sabido quién era y que aun así me habías perdonado la vida, yo mismo te la entregué. Ahora te la ofrezco en una misión especial, que, tras la matanza de hoy, creo que tendrá éxito.

—¿De qué se trata?

—Hay una isla al norte de Kern lo suficientemente grande como para ser habitada. —Vaciló un instante y después prosiguió—. Te propongo lo siguiente; lo único que nos espera a ambos bandos son muertes inútiles, a no ser que ofrezcamos una forma de paz…

Faros montó en cólera.

—¡Quieres rendirte…!

—¡No! ¡Por favor, escúchame! ¡No le propongo la rendición, sino una manera de evitar que los minotauros sigan matándose entre sí! ¡Yo mismo pediría al imperio que nos permitiera colonizar la isla y que nos dejase en paz, a cambio de la promesa de que nunca jamás volveríamos a ser una amenaza! ¡Defenderíamos nuestras costas, pero no atacaríamos!

—¡Estás loco!

Faros estuvo a punto de golpearlo con el revés de la mano, pero entonces sucedió algo muy raro: vio ante él el rostro de su padre. Sí. Gradic habría buscado la paz, en vez de proseguir con aquella carnicería.

Faros permaneció en silencio un buen rato.

—¿De qué forma te pondrías en contacto con Nethosak? —preguntó al fin.

Bastion sacudió la cabeza.

—No lo haría con Nethosak. Hay alguien que puede hablar en nombre de su hermano. Maritia…

Maritia había querido y había admirado a Bastion casi tanto como a su padre. Si alguien escucharía un plan tan audaz, sería la comandante de Ambeon.

—¿Estará dispuesta a escucharte, incluso después de enterarse de que me eres leal?

—Creo que sí. Espero que sí.

Una imagen sombría acudió a Faros.

—¿Y los ogros? ¿Por qué iban a acceder ellos, después de todo lo que hemos hecho por destrozar sus tierras?

—Por lo que sé —murmuró Bastion, con un tono lúgubre—, el Gran Señor escuchará a mi hermana. La escuchará muy atentamente.

Según había podido adivinar Faros por comentarios de Bastion, Golgren admiraba a lady Maritia de-Droka, a pesar de sus evidentes diferencias.

Era un plan tonto y seguramente condenado al fracaso, pero quizá empujado por las palabras de Sargonnas y un sentimiento de culpabilidad hacia su padre, Faros aceptó a regañadientes.

—Si eso es lo que deseas, ve.

Bastion hizo una reverencia, muy aliviado.

—Me retiro inmediatamente para hacer los preparativos. No te fallaré…

Cuando el hijo de Hotak se hubo ido, Faros alzó los ojos hacia el amenazante símbolo del cóndor. Parecía que el ave estuviera burlándose de él. Apartó la vista del icono, para encontrarse con las miradas eternas y sabias de las estatuas gemelas.

Con un bufido furioso, Faros enfundó la espada y salió de la cámara.