I

OBSESIÓN

Al despuntar el alba, los dos ejércitos se desplegaron, cubriendo aquella tierra reseca y escabrosa. El viento seco de la mañana despeinaba el pelaje de los guerreros y acompañaba el incesante tintineo metálico y los gruñidos como un lamento lúgubre. Los primeros rayos del sol se reflejaban siniestramente en las armas sedientas de sangre.

No costaba distinguir a los minotauros de los ogros en aquella multitud. Los primeros se repartían en unidades compactas y bien entrenadas que avanzaban por la pendiente sin perder la formación. A pesar de ser animales enormes, con el pelaje marrón o negro y la cabeza propia de un toro, podían presumir de contarse entre los mejores y más disciplinados guerreros de todo el mundo de Krynn. Las relucientes armaduras plateadas de los legionarios y los estandartes agitados por el viento hablaban de orgullo y experiencia. La hoja ancha de las espadas y las hachas de doble filo, con el mango cubierto de piel, estaban perfectamente afiladas. Bajo los yelmos, abiertos y anchos para adaptarse a una raza que solía lucir unos cuernos de hasta dos pies de longitud, los ojos enmarcados por pobladas cejas e inyectados en sangre escudriñaban el frente con cautela. Los oficiales, tocados con penachos, montaban inmensos corceles entrenados durante generaciones para soportar el peso de un minotauro armado, y desde allí gritaban las órdenes.

Se sucedían las filas de minotauros, resueltos y experimentados, que resoplaban enérgicamente mientras manejaban las colosales catapultas de madera y otras armas de sitio sobre las tierras caóticas de Kern. Tras el ejército astado se levantaban montañas de polvo, como si con cada uno de sus movimientos el mundo entero se estremeciera. Alrededor de tantos cuerpos sudorosos, el ambiente estaba cargado de un intenso olor a almizcle.

Por el contrario, los ogros, cubiertos de pelo gris, no guardaban el más mínimo orden. Una cabeza más altos que los minotauros, con sus buenos siete pies de planta, los ogros avanzaban arrastrando los pies más que marchando. Parecía que en las manos les molestaran las inmensas mazas, viejas y herrumbrosas, las espadas de todos los tipos y tamaños, algunas oxidadas, y las larguísimas lanzas. El olor de los ogros era insoportable y en su pelaje se emboscaban otros ejércitos microscópicos. En sus rostros se adivinaba un eslabón común con los humanos o los elfos, pero sus rasgos se habían aplastado y las espesas cejas enmarcaban unos ojos negros de animal. No podía decirse que los ogros tuvieran nariz, pero a pesar de eso y del terrible hedor que desprendían, su sentido del olfato estaba bastante desarrollado. Su aspecto tosco no se suavizaba al llegar a la boca, repleta de dientes amarillentos y afilados y con dos colmillos que sobresalían a los lados. Al igual que los minotauros, muchos ogros llevaban un peto. Pero la reluciente armadura de los legionarios lucía el caballo de guerra negro, símbolo de su último emperador, mientras que las de los ogros no tenían distintivo alguno y estaban abolladas, sucias y, en la mayoría de los casos, mal puestas.

La poca disciplina que pudiera haber entre los ogros se debía a los látigos de piel que restallaban sobre su espalda. De vez en cuando, era necesario recurrir a los merodracos, unos reptiles gigantescos y de color verde amarillento que acompañaban a los ogros en jaurías; para separar a dos guerreros más preocupados por sus rencillas personales que por el inminente ataque, por ejemplo. Los merodracos eran criaturas monstruosas, del tamaño de un caballo, que, a las órdenes de un látigo, podían arrancar de una dentellada la pierna del ogro más corpulento. Sus garras curvas, letales como cuchillas, desgarraban la carne sin el más mínimo esfuerzo. Competían con sus amos en lo concerniente al hedor que desprendían. Lo peor era su aliento, que apestaba a carne podrida y a medio digerir. Estas bestias, con la baba siempre colgando, escudriñaban a derecha e izquierda, y con los hocicos levantados, olfateaban el aire mientras caminaban con movimientos torpes.

Una legión completa de minotauros y el doble de ogros habían viajado hasta aquella región lúgubre y montañosa, con el sol abrasador sobre su espalda durante todo el camino, pero por fin tenían su objetivo a la vista. Las ruinas se alzaban en la falda de una montaña no muy alta, si bien puntiaguda, llamada Mer’hrej Dur, la Garra del Merodraco. Antaño habían sido un templo, pero hacía mucho tiempo que se había olvidado a qué dios estaba dedicado, pues el mismo dios había caído en el olvido. Excavada directamente en la pared de piedra, la construcción se extendía por la cima. Los muros altos y dentados, una torre afilada y dos únicos caminos tortuosos a la vista convertían el templo color óxido en una fortaleza perfecta.

Y ésa era exactamente la función que le daban los que ahora lo ocupaban…

Faros observaba el ejército que se acercaba desde las almenas agrietadas y medio derruidas. Detrás de él, unas figuras inmensas talladas en los muros, más hermosas que los elfos, mostraban a los constructores del templo, los perfectos y gloriosos Grandes Ogros, haciendo sus ofrendas preciosas a Sargonnas, el Dios de los Grandes Cuernos. Aquellas imágenes grandiosas no admiraban al antiguo esclavo, marcado por las cicatrices. Entre sus seguidores, en especial Grom, había quienes se maravillaban ante las grandezas del pasado, pero aquel minotauro de pelaje pardo claro sólo veía el lado práctico de las ruinas.

—La legión al norte; los ogros al sur —murmuró Faros.

Con los profundos ojos marrones velados, se volvió hacia los demás. Aunque algunos de sus seguidores llevaban petos, además de los briales de piel hasta las rodillas, Faros solía llevar el torso desnudo, sin ningún tipo de protección. Su espesa melena estaba suelta, posada sobre la espalda. Las innumerables cicatrices que cruzaban su piel, recuerdo de brutales palizas y terribles heridas de guerra, daban fe de la crueldad que había dominado su vida durante los últimos años. Había vivido como un esclavo, un ladrón y un rebelde. No quedaba rastro de aquella juventud repleta de privilegios, de aquel gandul consentido que había sido el sobrino de Chot el Terrible, emperador de los minotauros hasta la Noche Sangrienta.

Faros no tenía relación alguna con su tío, aparte de su linaje, pero aun así había pagado un duro precio. Primero lo habían enviado a las terribles minas de Vyrox, en las lúgubres tierras cubiertas de ceniza a la sombra de los volcanes de Mithas, donde lo habían condenado a trabajos forzados por la gloria del usurpador, Hotak. Tras una revuelta frustrada, habían mandado a Faros y al resto de esclavos rebeldes a un lugar que, en comparación, hacía que Vyrox pareciera un paraíso: las minas de los ogros en Kern. Allí Faros había descubierto hasta dónde podía llegar la crueldad. Allí había cambiado para siempre.

Por eso había regresado a Kern, no al imperio, movido por su deseo de venganza.

—Justo como tú dijiste —señaló un guerrero de pelaje marrón oscuro que se apresuró a hacer el signo de Sargonnas.

El padre de Grom había sido uno de los últimos sacerdotes del dios y él siempre había creído en el camino de la deidad, aunque todos supieran que los dioses habían abandonado Krynn hacía décadas. Su fe no había hecho más que crecer desde que habían llegado a sus oídos los recientes rumores de que Sargonnas y el resto de dioses habían regresado.

—Por el Dios de los Grandes Cuernos, no cabe duda de que esto es una señal…

—Prueba de que los generales de Ardnor tienen tan poca imaginación como los de su padre —terminó Faros la frase con un bufido. Su mirada se desvió hacia una figura de pelaje negro que estaba apartada del resto—. ¿Qué dices tú a eso?

—Liderados por un héroe o por un inútil, los legionarios siempre lo dan todo —respondió el minotauro de constitución más delgada.

—¿Y si es tu propio hermano quien cabalga a la cabeza?

El minotauro entrecerró los ojos negros como el carbón.

—Si Ardnor estuviera entre esos que se ven a nuestros pies, sería el primero en ir tras sus cuernos. Ya lo sabes.

Faros asintió con expresión seria.

—Por eso te permití vivir entre nosotros, Bastion. —De repente, pasó enérgicamente entre sus seguidores de más confianza y se adentró en el laberinto polvoriento que conducía al interior del templo—. Los demás deberían estar preparados. Es hora de dar la bienvenida a nuestros peregrinos…, y de que nuestras espadas los guíen a la otra vida.

Tanto ogros como legionarios creían que serían bien recompensados por aquella victoria. El emperador Ardnor, que había subido al trono pocos meses antes, tras la muerte de su padre —«accidental», como siempre se remarcaba—, había puesto al mando de muchas legiones a fanáticos de los Defensores. Eran generales al servicio del emperador y del templo de los Predecesores por encima de todo. Éstos mantenían un control férreo sobre sus subordinados, y castigaban implacablemente cualquier señal de descontento. La aniquilación de los rebeldes, en especial de su nuevo líder, era su máxima prioridad entonces. Se habían prometido inmensas riquezas y un gran reconocimiento a aquellos que llevasen los cuernos de Faros, y el resto de la cabeza, a la capital del imperio, Nethosak.

Los ogros también se disputaban ésa y otras recompensas. Sus órdenes no provenían del supuesto líder de Kern, el Gran Kan, sino del verdadero poder de Kern y del otro reino ogro de Blode. El Gran Señor Golgren había decretado que el comandante rebelde debía llevarse primero ante su presencia, preferiblemente vivo, aunque bastaría con su piel y su cabeza si fuera necesario. El Gran Señor tenía una cuenta pendiente con el minotauro. Faros ya le había costado su mano derecha; se la había arrancado en la batalla. Aquella mano invisible le picaba de una forma insoportable.

Los comandantes de aquellas dos fuerzas mantenían la comunicación mínima entre sí. No interferían en las acciones del otro, pero tampoco las armonizaban. Los antiguos odios raciales no habían muerto, a pesar del pacto de Hotak con Golgren y los ogros.

Entre los ogros retumbaban tambores de guerra hechos de piel. Se levantó viento. Los merodracos empezaron a silbar con impaciencia, tirando de las correas. Los guerreros alzaron las armas, aullando al lejano enemigo.

El líder de los ogros gruñó y lanzó una espada al templo.

Con un bramido, la horda cargó. Al norte, por el contrario, el comandante de la legión decidió mantener sus tropas a la espera.

Un silbido mortífero atravesó el aire. Docenas de ogros cayeron al suelo con el pecho o el cuello atravesados por un cuadrillo. La sangre salpicaba por igual a vivos y muertos cuando los cuerpos se retorcían salvajemente antes de desplomarse. Se oían gritos por todas partes, pero a pesar de las numerosas bajas, la horda de ogros volvió a lanzarse al ataque.

Los arqueros rebeldes, repartidos por toda la muralla del templo, dispararon de nuevo sus arcos y enviaron a más ogros a una muerte horrorosa. Lanzaron sus flechas por tercera vez, pero entendiendo por fin a lo que se enfrentaban, los ogros se habían puesto a cubierto y fueron pocos los heridos.

Apenas un suspiro más tarde, enormes piedras cayeron sobre la vetusta construcción y, con envidiable puntería, acertaron en aquellos puntos desde los que habían disparado los rebeldes. Aprovechándose de la precipitación de los ogros, el general de la legión había dejado que fueran ellos los que hicieran salir a los rebeldes, y así los guerreros de las catapultas tendrían una ventaja. Cada disparo envolvía toda la región en un trueno ensordecedor. La fachada de piedra saltó por los aires y mató a muchos rebeldes. Toneladas de roca se desplomaron sobre los defensores. Los arqueros cayeron en picado hacia la muerte. Con un largo gemido lastimero, una torre que había sobrevivido a los tiempos se derrumbó no muy lejos de la legión, que había comenzado a avanzar.

Un grito de triunfo se alzó entre los legionarios. Resonaron los cuernos de la batalla. Los dos cuerpos del ataque avanzaron de nuevo.

Las catapultas lanzaban aluviones de rocas sin tregua. Protegidos por las máquinas de sitiar, los soldados cerraron filas. Detrás de ellos, los arqueros de la legión se prepararon para disparar. Al sur, los ogros hábiles con el arco hacían lo mismo.

A pesar de la matanza que habían provocado las catapultas, los rebeldes no dejaban de lanzar flechas y arrojar lanzas hacia abajo. Aparecieran donde aparecieran, recibían a los atacantes con una nueva arremetida.

Un soldado que llevaba el estandarte de la legión, un siniestro escorpión rojo sobre un fondo marrón, apareció cerca del pie de Mer’hrej Dur ondeando el pendón para que todos lo vieran. Los soldados de infantería habían llegado a la torre. Al instante se oyó una nota diferente, más aguda, de las trompetas. Las catapultas detuvieron su acoso y los soldados las giraron en busca de nuevos objetivos.

Los arqueros de ambas fuerzas se afanaban en su tarea, hostigando a todo aquel que se asomara entre las rocas y las ruinas.

Al compás de los laudos de los guerreros, el redoble de los tambores tocaba cada vez más de prisa, sin pausa. Los cuernos de guerra resonaban más alto. Los bramidos ensordecedores de minotauros y ogros lo llenaban todo.

Entonces, de las mismas entrañas de la tierra, empezaron a salir rebeldes chillando y atacaron la retaguardia desprotegida de los ogros.

Quien los lideraba era Bastion. El minotauro negro se lanzó a la batalla. Desgarró el pecho de un ogro con la espada y le atravesó la garganta a otro.

El súbito giro que había dado la situación dejó a los ogros completamente desconcertados. Su líder, un ogro con un colmillo roto, había muerto instantes después del ataque con un hacha clavada en el pecho. Bastion se encargó de que corriera similar suerte todo aquel que pareciera dispuesto a asumir el mando. En las filas de los ogros el caos era absoluto. Se habían convertido en una multitud enloquecida que seguía sus instintos más básicos y arremetía contra el enemigo sin ninguna estrategia común. Arrancaban cabezas y las tiraban al suelo, para que la vida se derramara sobre la tierra yerma.

Los rebeldes los esperaban sedientos de batalla en ordenadas filas. Siguiendo las órdenes de Bastion, la primera línea se convirtió en una barrera mortal de lanzas. Detrás de las lanzas, aguardaban más guerreros, con hachas y espadas, que se deslizaban entre los largos astiles que los protegían y herían a sus toscos enemigos. Los rebeldes avanzaban de forma metódica y obligaban a los ogros a replegarse en medio del desorden.

El comandante de la legión se percató del creciente caos, pero no reaccionó a tiempo. La batalla entre los rebeldes y los ogros sólo podía significar una victoria segura para los minotauros, pero el comandante no había acabado de pensar eso cuando su propia retaguardia fue repentinamente atacada de la misma manera. Parecía que los rebeldes, literalmente, salían de la nada.

A la cabeza del segundo ataque estaba Faros, que llevaba en la mano derecha una hacha y en la izquierda una espada. Al contrario de lo que sucedía en el sur en ese mismo momento, los legionarios organizaron rápidamente la resistencia al súbito ataque. Los dekarianos mantenían a las pequeñas unidades juntas y transmitían rápidamente las órdenes a los centuriones. El metal repiqueteaba y tintineaba mientras las fuerzas imperiales se reagrupaban. Las lanzas de los rebeldes se encontraron con otra hilera de lanzas que velozmente habían formado los legionarios. Mientras éstos se volvían para enfrentarse a su enemigo, Faros hizo una señal a uno de los trompetas. El humano, uno de los muchos forasteros que lo acompañaban, tocó una nota larga y potente que resonó en todo el campo de batalla.

Unidos en un mismo rugido, los guerreros que quedaban en el antiguo templo salieron para cortar la única huida posible de los invasores.

—¡Mantenedlos divididos! —bramó Faros, mientras atravesaba la garganta de un oficial con su espada. La desconfianza del imperio y sus aliados los ogros seria su perdición.

Un legionario le arrojó una lanza. Faros la esquivó y, acto seguido, la rompió por la mitad con su hacha. El antiguo esclavo se abalanzó sobre el legionario. La pesada hoja de la espada se hundió en la carne, y el soldado cayó al suelo. Faros, con los ojos inyectados en sangre, sonrió lúgubremente al sentir el olor fresco de la muerte.

—¡Faros! —gritó Grom, apareciendo detrás de él—. ¡Debes quedarte atrás! Si te ocurriera cualquier cosa…

Con un gruñido maligno, el líder rebelde se zafó de Grom. Los rostros comenzaron a aparecer frente a Faros, las visiones de los muertos que lo perseguían sin descanso. Vio los cadáveres despedazados y cubiertos de sangre de los miembros de su familia, todos ellos muertos a manos de asesinos durante la Noche Sangrienta. Vivió de nuevo el fin despiadado de su leal sirviente, Bek, que había fingido ser Faros para que su sangre real no fuera derramada. Recordó la muerte brutal del antiguo bandido, Ulthar, de quien se había hecho amigo en las minas de Vyrox.

Sobre todas las imágenes se imponía la de Paug, el pestilente capataz del campamento minotauro, el asesino de Ulthar. Su mirada cruel se burlaba de Faros. Detrás del Carnicero se alzaba el asesino oculto bajo el yelmo que había profanado la casa de su padre, una sombra abrasadora, con el cuerpo en llamas de Gradic a sus pies. En el fondo apareció Sahd, el amo despiadado de la mina de los ogros, que había invitado a Faros a subir a las inmensas estructuras de madera, que parecían cadáveres de flores, donde colgaba y torturaba a los esclavos.

Y sobre todos los demás, dominaba el Gran Señor Golgren, cuyas maneras aparentemente civilizadas escondían una crueldad que ninguno de los anteriores llegaba a igualar. El acicalado ogro contemplaba a Faros con la más absoluta indiferencia, como si se tratara de algo más insignificante que una hormiga. Su desdén era un arma tan terrible como el hacha o la espada y se clavaba insidiosamente en el alma del rebelde.

Con cada imagen espeluznante, con cada recuerdo, Faros enloquecía más. Se llevó por delante a dos soldados que se lanzaron sobre él; a uno le cortó el brazo, mientras al mismo tiempo decapitaba al otro. Un jinete intentó derribarlo, pero Faros desgarró el vientre del desventurado caballo, y después, dejando caer la espada, se lanzó sobre el legionario tambaleante. Lo tiró al suelo, que ya rezumaba sangre, y empezó a propinar puñetazos sobre la armadura; cuando la atravesó, golpeó la carne y los huesos. Recibía con una satisfacción espeluznante los gemidos que acompañaban cada golpe.

Con la respiración agitada, Faros se levantó y miró alrededor. Frente a él, un puñado de legionarios se esforzaba por organizar una defensa. A su espalda, el comandante gritaba a unos soldados que estaban cerca.

Recuperada la espada, Faros la alzó sobre su cabeza. Resonó un cuerno y un grupo de figuras que a duras penas lograban controlar las moles babeantes que sujetaban se abrió camino. Los merodracos, que eran dirigidos con gran esfuerzo, avanzaban sigilosamente, sacando y metiendo la lengua con cruel anticipación: los ojos entrecerrados, los músculos tensos bajo las escamas y las largas colas agitándose tan nerviosas que casi tiraban a sus cuidadores.

Los rebeldes habían reunido a esos merodracos durante meses. Faros los mantenía siempre con hambre, de manera que el más sutil olor a sangre les hacía salivar desesperadamente. Habían sido tantos los esclavos compañeros suyos que habían muerto víctimas de aquellos reptiles que a Faros le parecía una ironía perfecta utilizarlos contra sus antiguos tormentos, ya fueran ogros o legionarios.

Movidos por su sed de sangre, los merodracos recorrían rápidamente los viejos túneles que en el pasado habían utilizado los fundadores del templo para huir. Contra una legión bien preparada, los reptiles no habrían tenido escapatoria; su piel gruesa, los colmillos afilados y las garras amenazantes no eran defensas suficientes ante un grupo de hábiles guerreros. Pero el enemigo estaba sumido en el caos.

Faros hizo una señal al aire y los cuidadores soltaron a los merodracos. Los reptiles echaron a correr y dejaron atrás a sus amos. El olor de la sangre los volvía locos.

En su honor debe decirse que los minotauros intentaron defender su posición. Tal vez lo habrían conseguido si los merodracos hubieran sido la única amenaza, pero los arqueros los hostigaban al mismo tiempo y los legionarios eran víctimas del pánico al ver que sus fuerzas mermaban velozmente.

Silbando con hambre, los merodracos se abalanzaron sobre los minotauros.

Los primeros animales murieron con lanzas clavadas en la garganta, pero pronto los largos colmillos y las garras afiladas como cuchillas alcanzaron los petos. Empezó a oírse el chasquido de las lanzas, y poco después también el de los huesos. Los soldados devorados por aquellas criaturas monstruosas lanzaban chillidos aterradores. En las fauces de las bestias, los altos y musculosos minotauros se convertían en muñecos desmembrados.

—¡Manteneos en vuestra posición! —gritaba el general minotauro, una figura enjuta y de mirada enloquecida, cuyo yelmo no era como los plateados de la legión, sino uno negro de los Defensores del emperador Ardnor—. ¡Malditos seáis, no os mováis de vuestra posición!

Balanceó la maza y golpeó con tanta fuerza a un legionario empeñado en desobedecerlo que lo envió tambaleándose a las fauces de un merodraco.

Pero, por mucho que quisieran, los legionarios no podían obedecer. La hilera se abrió hacia dentro y los animales pasaron por encima de los soldados. Un grupo de rebeldes los siguieron. Grom trató de mantener a Faros alejado del caos, pero éste se zafó de él; estaba tan sediento de sangre como los salvajes reptiles.

Pasó junto a un animal que devoraba la pierna que había arrancado a un legionario caído. El merodraco mordía el hueso y los tendones, y lo tragaba todo sin masticar.

Un fornido dekariano intentó partir en dos a Faros con un hacha. Ambos forcejearon durante unos segundos; el repiqueteo metálico de las armas acompañaba cada intento por coger desprevenido al contrario.

Las gotas de sudor le nublaron la vista a Faros, y se tambaleó hacia un lado. El dekariano lanzó un gruñido de satisfacción.

En ese mismo instante, Grom saltó a un lado y se echó sobre el oficial. Ambos cayeron al suelo en un amasijo de piernas y brazos, mientras Faros lograba secarse los ojos. El líder de los rebeldes gruñó y siguió adelante, sin preocuparse por Grom. Lo único que quería era un nuevo adversario, otro objetivo sobre el que descargar sus demonios.

El general de la legión percibió su mirada sedienta de sangre. El oficial a caballo estaba a punto de derribar a un rebelde que intentaba tirarle de la montura. La maza hizo pedazos la cabeza de su enemigo, y uno de los cuernos quedó totalmente destrozado.

Faros cargó hacia el comandante, propinando golpes a todo lo que se interpusiera en su camino. Un merodraco lo vio y se volvió hacia él, pero Faros le asestó un buen golpe en el morro con la parte plana de la hoja del hacha. El animal respondió con un silbido amenazante. Faros buscó su mirada y, tras varios segundos midiendo sus fuerzas, el monstruo se dio la vuelta en busca de una presa más fácil.

La tierra estalló en mil pedazos.

Faros vaciló un momento al ver la avalancha de piedras y tierra que caía sobre todos. En algún lugar, desesperados, los soldados encargados de las catapultas habían lanzado una roca en un último intento por hacer retroceder a los rebeldes. El precipitado disparo había afectado por igual a los legionarios atrapados y a sus enemigos. Cegados por la tierra, los sorprendidos soldados deambulaban dando traspiés. Cuando Faros quiso buscar al general, lo único que vio fue la montura herida del Defensor corriendo desbocada.

Entonces, sintió que una fuerza terrible se descargaba sobre su hombro, y poco faltó para que le rompiera el hueso. Le llegó el olor fétido. Faros se tambaleó hacia un lado y dejó caer el arma. A pesar del dolor, rodó sobre sí mismo hasta ponerse de cuclillas y levantó la mirada hacia su enemigo.

La expresión del ogro era puro salvajismo y desesperación, la sangre manaba de una herida que se abría en su pecho. El inmenso atacante estaba cubierto de sudor. Miró en derredor como si no comprendiese lo que estaba sucediendo. Otro minotauro, un legionario, se acercó demasiado al jadeante ogro, y éste, movido por el instinto, cargó contra él. La maza partió en dos el cuello del soldado.

Faros miró más allá del ogro y vio a otro grupo de aquellos pestilentes guerreros huyendo hacia el norte en medio del caos. Un grupo de rebeldes los perseguía a pocos metros.

Cuando el primer ogro se volvió hacia él, Faros se le lanzó al cuello y lo aprisionó entre sus manos. El ogro tiró la maza e intentó desasirse de él, pero Faros no aflojó su abrazo mortal. El antiguo esclavo tenía los ojos inyectados en sangre. Golgren volvió a aparecer frente a él.

Los ojos del ogro parecían a punto de salirse de sus órbitas mientras intentaba respirar. Cuando Faros le aplastó la garganta, se oyó el chasquido de los huesos. Emitiendo un sonido ahogado, el ogro cayó hacia atrás y se llevó con él a su asesino.

Faros se liberó del descomunal cadáver, localizó la espada y buscó con la mirada a su próxima víctima. En vez de eso, se encontró con los ojos de Bastion. El hijo de Hotak, normalmente impasible, contemplaba, asombrado, lo que acababa de hacer.

Grom apareció un instante después, con el pelaje teñido de sangre y un brillo extraño de dolor en la mirada.

—La victoria es nuestra —declaró Bastion en un tono apagado.

—Nuestra…, sí. —Grom hizo el signo de Sargonnas.

Se oyó el sonido triste de un cuerno. Miraron hacia donde agonizaban los últimos vestigios de la batalla. Un grupo de legionarios desesperados, rodeado por una horda de antiguos esclavos sedientos de venganza, ondeaba la bandera de la rendición.

Faros se quedó mirándolos, sin pestañear siquiera, hasta que Bastion le susurró:

—Están rindiéndose.

—Ya lo veo, ¿y?

Grom se acercó a su lado.

—¡Faros, nuestro pueblo nada tiene que envidiar a los merodracos en cuanto a sanguinario! Harán una carnicería con todos esos legionarios…

—Exactamente como ellos pretendían hacer con nosotros —replicó Faros.

El antiguo esclavo se agachó, limpió la hoja sangrienta de la espada en el cadáver del ogro y empezó a caminar lentamente hacia el grupo en lucha.

—Faros…

La mirada que éste lanzó a Grom y Bastion los calló de inmediato. Lo siguieron mientras se encaminaba hacia los pocos enemigos que quedaban con vida. Faros aceleró el paso, impaciente por cobrarse una muerte más, pero mientras se acercaba al grupo, los rebeldes empezaron a sacrificar de forma sistemática a todos los heridos; era una orden que les había dado el propio Faros.

Pasaron junto a los cadáveres de los legionarios, que los merodracos devoraban a sus anchas. Los reptiles tenían la cabeza completamente cubierta de sangre y hacían unos ruidos escalofriantes mientras masticaban la carne, los huesos e incluso las armaduras de metal, sin hacer distinciones. Los enormes animales no les prestaron la más mínima atención. Sus colas se movían lentamente, señal del espantoso placer que sentían.

Bastion agudizó el oído. Grom volvió a hacer el signo de Sargonnas. Empuñando un hacha con firmeza, este último se acercó a uno de los reptiles para alejarlo de su manjar.

Faros levantó una mano.

—¡No!

—¡Faros, esto es monstruoso! Al menos deberíamos reunir los cuerpos, hacer una pira para los minotauros…

—Estos minotauros no se merecen ninguna pira. —Faros dirigió la mirada hacia el este, hacia el corazón de Kern y, más allá, Blode—. Si quieren luchar junto a los ogros, también se pudrirán a su lado. Dejaremos que los animales carroñeros se encarguen de los muertos… si es que son capaces de digerirlos.

Grom volvió a quedarse en silencio, pero esa vez fue Bastion quien continuó con sus razones.

—Faros, no me cabe duda de que mi madre está detrás de esto y lo está observando todo. Sus ojos están en todas partes. Una cosa es dejar que los generales leales a Hotak caigan en el olvido, pero el comandante de la Legión del Escorpión era uno de los suyos. No la provoques. Ella vengará su imperio.

—¿Su imperio? —intervino Grom.

—Ardnor se sienta en el trono, pero mi madre dicta sus palabras. —Y dirigiéndose a Faros, añadió—: ¡Descargará todo el poder de Nethosak, peor aún, del templo, sobre nosotros! Te lo digo una vez más: ¡deberíamos abandonar Kern y regresar junto a los demás en el océano Courrain! ¡Es vital que ataquemos el corazón del imperio, y que lo hagamos deprisa!

Faros sacudió la cabeza con vehemencia; tenía la mirada clavada en el cruel pasado.

—No, todavía no he acabado con Kern. Por eso volvimos. Y Blode… Blode aún nos espera.

—Pero los ogros no son más que marionetas…

El filo de la espada se apoyó en la mandíbula de Bastion y ejerció la presión mínima para que asomara una gota de sangre, pero nada más.

—Te he permitido vivir, aunque por tu linaje deberías haber muerto…, hijo de Hotak, el asesino de mi familia.

—Estás en tu derecho de cobrarte esa vida ahora.

Después de dudarlo mucho, Faros bajó la espada y siguió su camino solo, andando a grandes zancadas entre los merodracos y los cuervos que acababan de incorporarse al festín. El olor a muerte era pestilente.

Grom empezó a murmurar mientras su líder se perdía a lo lejos. Bastion enarcó las cejas.

—¿Otra vez rezando por los muertos?

—Rezando por los vivos. Por él. Necesitamos a Faros. Nuestro pueblo lo necesita. ¡Tiene que darse cuenta! —El minotauro castaño alzó los ojos al cielo—. Hay quienes dicen que los dioses han regresado. Si es cierto, ¡seguro que el de los Grandes Cuernos entiende nuestra situación!

Bastion dejó escapar un gruñido.

—Eso no son más que rumores. El único dios es la maldad que mi madre adora.

—¡No puedo creer eso! Si es así, ¡estamos condenados!

El guerrero de pelaje negro asintió.

—Sí, tal vez lo estemos. —Contempló el horror que se desplegaba ante ellos y añadió con tono lúgubre—: Seguiremos a Faros de todas formas, ¿o no?

Grom suspiró.

—Sí…, lo seguiremos. Que Sargonnas nos ayude, lo seguiremos.