Pendergast estaba postrado en una noche angustiosa. En su último esfuerzo, casi sobrehumano, por defenderse, había recurrido a todos los nuevos poderes intelectuales recibidos del Agoyzen… y los había agotado sin que sirvieran de nada. La tulpa se le había metido en el tuétano, en lo más hondo de su mente. Sentía en su interior algo atrozmente ajeno, como la despersonalización propia de un ataque de pánico. Una entidad hostil le estaba devorando sin tregua, implacablemente… y, como en las parálisis de las pesadillas, él no podía oponer resistencia. Era una agonía psíquica mucho peor que la más espantosa tortura física.
Lo soportó durante un momento interminable e indescriptible, hasta que de pronto se cerró sobre él una grata oscuridad.
No sabía cuánto tiempo había permanecido sin poder pensar ni moverse. De repente, una voz salió de la oscuridad. Una voz conocida.
—¿No te parece que va siendo hora de que hablemos? —dijo la voz.
Lentamente, vacilando, Pendergast abrió los ojos, y se vio en un espacio pequeño y en penumbra, con un techo bajo e inclinado. En un lado había una pared de yeso cubierta con mapas de tesoros dibujados por niños y con imitaciones torpes a lápiz y pastel de cuadros famosos; en el otro una puerta de celosía. Por los listones se filtraba la luz débil de la tarde, que, a la vez que iluminaba perezosas motas de polvo suspendidas en el aire, bañaba el espacio secreto con la luz misteriosa de una cueva submarina. Por los rincones había libros de Howard Pyle, Arthur Ransome y Booth Tarkington. Olía muy bien, a madera vieja y a cera parasuelos.
Frente a Pendergast estaba su hermano Diógenes, con los brazos y las piernas en la oscuridad, aunque la luz de la celosía subrayaba las facciones marcadas de su rostro. Aún tenía los dos ojos de color marrón claro… como antes del Acontecimiento.
Era el escondrijo de los dos hermanos, el pequeño cuarto que se habían hecho detrás de la escalera trasera de la vieja casa: lo que llamaban la Caverna de Platón, una de las últimas cosas que habían hecho juntos, antes de que llegara la mala época.
Pendergast le miró fijamente.
—Tú estás muerto.
—Muerto. —Diógenes pronunció la palabra como si la saborease—. Puede que sí, puede que no, pero siempre estaré vivo en tu mente. Y en esta casa.
Era algo totalmente inesperado. Pendergast se detuvo a examinar sus sensaciones, y se dio cuenta de que ya no sentía el dolor atroz y taladrante de la tulpa, al menos de momento. No sentía nada, ni sorpresa ni sensación de irrealidad. Supuso que estaba en algún recoveco insospechado e insondablemente profundo de su subconsciente.
—Estás en una situación bastante grave —dijo su hermano—, quizá la más grave en la que te he visto, y lamento tener que reconocer que esta vez no es obra mía. Así que volveré a preguntártelo: ¿no te parece que va siendo hora de que hablemos?
—No puedo vencerla —dijo Pendergast.
—Por eso.
—Y no se la puede matar.
—En efecto. Sólo se irá después de haber cumplido su misión, pero eso no significa que no se la pueda controlar.
Pendergast titubeó.
—¿Qué quieres decir?
—Ya has estudiado los textos, y has puesto en práctica las enseñanzas. Las tulpas son cosas de las que uno no se puede fiar.
Pendergast no contestó enseguida.
—Se pueden invocar para un objetivo concreto, pero una vez invocadas tienden a desviarse y a formarse un pensamiento propio. Es una de las razones por las que pueden ser tan altamente peligrosas si se usan… ¿cómo te lo diría?… irresponsablemente. Lo cual podría redundar en tu provecho.
—No estoy seguro de entenderte.
—¿Tengo que explicártelo con pelos y señales, frater? Ya te lo he dicho: puedes someter a una tulpa a tu voluntad. Basta con modificar sus intenciones.
—Yo no estoy en estado de modificar nada. Ya he luchado contra ella; lo he hecho con todas mis fuerzas, y he salido derrotado.
Diógenes se sonrió.
—Muy propio de ti, Aloysius; estás tan acostumbrado a obtenerlo todo con tanta facilidad, que a la primera dificultad te plantas como un niño caprichoso.
—Han absorbido de mí todo lo que me hacía único, como el tuétano de un hueso. No queda nada.
—Te equivocas. Lo único que te han arrancado es el caparazón externo, esa supuesta invencible arma intelectual de la que te habías pertrechado hacía poco tiempo. Queda el meollo de tu ser, al menos de momento. Si te lo hubieran quitado del todo, lo sabrías… y no estaríamos hablando.
—¿Qué hago? Ya no puedo resistir.
—Claro, ése es el problema, lo planteas de forma errónea. ¿Ya no te acuerdas de nada de lo que te enseñaron?
Al principio, Pendergast miró a su hermano sin entender nada. Después lo comprendió de golpe.
—El lama —musitó.
Diógenes sonrió.
—Bravo.
—¿Cómo…? —Pendergast se quedó bastante rato callado—. ¿Cómo sabes todo eso?
—Tú también lo sabes; lo que ocurre es que durante unos momentos has estado demasiado… alterado para verlo. Y ahora vete y no vuelvas a pecar.
Apartando la vista de su hermano, miró las franjas de luz dorada que se filtraban por la puerta, y se dio cuenta con cierta sorpresa de que tenía miedo; de que lo último que le apetecía era cruzar aquella puerta.
Respiró hondo y la abrió con un gran esfuerzo de voluntad.
Nuevamente le engulló una oscuridad abismal y apasionada; apareció otra vez la cosa ávida y envolvente; Pendergast sintió otra vez en su interior aquello tan atrozmente ajeno que penetraba por igual sus pensamientos y sus extremidades, insinuándose en sus más primitivas emociones, en una violación más íntima, voraz e insaciable de lo que jamás había imaginado. Sentía una soledad absoluta, imposible, más allá de cualquier compasión o socorro, y que, de alguna manera, le pareció peor que cualquier sufrimiento.
Respiró una vez más, invocando sus últimas reservas de energía física y emocional. Sabía que sólo tendría una oportunidad. Después se perdería para siempre, consumido absolutamente.
Vaciando su mente lo mejor que pudo, se olvidó de la cosa voraz y recordó las enseñanzas del lama acerca del deseo. Se imaginó dentro de un lago bastante salobre, exactamente a la temperatura corporal, y de un color indeterminado. Se imaginó que flotaba en sus aguas, en una inmovilidad perfecta. Después llegó lo más difícil: dejar de resistirse, lentamente.
«¿Temes la aniquilación?», se preguntó a sí mismo.
Una pausa. «No.»
«¿Te importa ser absorbido en el vacío?»
Otra pausa. «No.»
«¿Estás dispuesto a renunciar a todo?»
«Sí.»
«¿A entregarte completamente a ello?»
Más rápido esta vez. «Sí.»
«Pues entonces estás preparado.»
Tras un largo estremecimiento, sus brazos y sus piernas se relajaron. Pendergast sintió en todo su ser mental y físico (en cada músculo, en cada neurona) que la tulpa vacilaba. Hubo un momento extraño, inefable, en el que todo quedó estático. Después la cosa redujo lentamente su presión.
En ese momento, Pendergast dejó que se formase en su mente una imagen nueva, única, poderosa e inexorable.
Oyó otra vez la voz de su hermano, como viniendo de muy lejos: «Vale, frater».
Por unos instantes, Diógenes se hizo visible. Después empezó a difuminarse con la misma rapidez.
—Espera —dijo Pendergast—, no te vayas.
—No puedo quedarme.
—Tengo que saber una cosa. ¿Estás muerto de verdad?
Diógenes no respondió.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué me has ayudado?
—No lo he hecho por ti —contestó Diógenes—. Lo he hecho por mi hijo.
Y se borró en la omnipresente oscuridad, con una leve y enigmática sonrisa.
Constance estaba sentada junto a Pendergast, en el sillón de orejas. Había levantado la pistola una docena de veces para apuntar al corazón de su tutor, y otras tantas había vacilado. Prácticamente no se había dado cuenta de que el barco volvía bruscamente a la horizontalidad y recuperaba la velocidad. Para ella ya no existía.
No podía esperar más. Era una crueldad dejar que siguiera sufriendo. Pendergast siempre la había tratado bien, y debía respetar lo que, según creía Constance, habría sido su deseo. Apretó la culata y levantó la pistola, por fin decidida.
El cuerpo de Pendergast sufrió una fuerte convulsión. Al cabo de un momento sus ojos se abrieron.
—¿Aloysius? —preguntó Constance.
Al principio, Pendergast no se movió. Después asintió con un gesto imperceptible de la cabeza.
De repente, Constance reparó en el fantasma de humo. Se había materializado en el hombro del agente. Tras un momento de inmovilidad, flotó hacia un lado y hacia el otro. Casi parecía un perro buscando un rastro. Poco después empezó a alejarse.
—No intervengas —susurró Pendergast.
Por unos instantes, Constance temió que persistiera el espantoso cambio, pero el agente abrió otra vez los ojos y su mirada despejó inmediatamente cualquier duda.
—Has vuelto.
Él asintió.
—¿Cómo? —susurró ella.
La respuesta fue un murmullo.
—Lo que asimilé al contemplar el Agoyzen se ha consumido durante la lucha, un poco como el vaciado de una escultura de metal con el procedimiento de la cera perdida. Ahora sólo queda el… original.
Levantó una mano sin fuerzas. Constance se arrodilló a su lado y se la apretó sin decir nada más.
—Déjame descansar —susurró él—. Sólo dos minutos. Después tendremos que irnos.
Constance asintió, mirando el reloj de la chimenea. Por encima de su hombro, la tulpa se alejaba flotando. Cuando Constance se volvió para mirarla, pasó por encima del cuerpo inmóvil de Marya —todavía inconsciente—, atravesó la puerta de la suite y (lenta pero implacable) se fue hacia el misterio.