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Los ojos de LeSeur estaban clavados en las ventanas de proa del puente auxiliar. Hacía más viento, pero llovía menos, y se estaba levantando la niebla, lo que le permitía de vez en cuando tener una visión del mar y de la tormenta. El primer oficial forzaba tanto la vista, que se preguntó si veía visiones.

Pero no, ahí estaba: el Grenfell surgía de una bolsa de niebla, con la proa bulbosa golpeando el mar. Iba directamente hacia ellos.

La aparición del Grenfell cortó la respiración a todos los que se encontraban en el puente auxiliar.

—Cuatrocientas veinte brazas.

El Grenfell inició la maniobra. Un burbujeo repentino de espuma blanca a lo largo del casco de popa estribor indicó la inversión de la hélice de estribor. Simultáneamente, un chorro de agua cerca de proa babor señaló la puesta en marcha de los propulsores de proa. El morro rojo del Grenfell empezó a virar hacia estribor, mientras ambos barcos seguían acercándose, el gigantesco Britannia a mucha más velocidad que la embarcación canadiense.

—¡Prepárense! —gritó LeSeur, cogiéndose al borde de la mesa de navegación.

A la maniobra del Grenfell respondió casi enseguida un rugido en las entrañas del Britannia. Mason había desconectado el piloto automático y reaccionaba con una rapidez alarmante. El barco empezó a vibrar como en un terremoto y la cubierta empezó a ladearse.

—¡Está encogiendo los estabilizadores! —exclamó LeSeur, con una mirada incrédula al tablero de control—. Y… madre mía… ¡ha rotado los módulos de popa noventa grados a estribor!

—¡No puede ser! —vociferó el ingeniero jefe—. ¡Arrancará los módulos del casco!

LeSeur examinó los datos del motor, intentando desesperadamente entender qué hacía Mason.

—Está virando de lado… expresamente… para que nos embista el Grenfell por el flanco —dijo.

Entonces cruzó su pensamiento una imagen tan horrible como nítida: la del Britannia exponiendo su vulnerable parte central a un barco blindado contra el hielo como el Grenfell. Sin embargo, la embestida no sería frontal; el Britannia no tendría tiempo de girar tanto. Sería aún peor. El Grenfell lo acometería en un ángulo de cuarenta y cinco grados, con lo que seccionaría en diagonal el bloque principal de camarotes y espacios públicos. Sería una matanza, un exterminio, una carnicería.

Tuvo claro inmediatamente que Mason había estudiado a fondo su respuesta. Sería tan eficaz como estampar el barco en las Carrion Rocks. Dando muestras de una gran capacidad de reacción, la segundo capitán había pillado la ocasión al vuelo.

¡Grenfell! —exclamó, rompiendo el silencio radiofónico—. ¡Inviertan la segunda hélice y los propulsores de proa! ¡Está virando hacia ustedes!

—Recibido —dijo la voz del capitán, con una tranquilidad pasmosa.

El Grenfell reaccionó enseguida, levantando espuma alrededor del casco. Pareció vacilar, mientras el poderoso cabeceo de su proa se hacía más lento y disminuía la velocidad de su avance frontal.

La vibración que sentía LeSeur bajo sus pies, acompañada de chirridos de metal, aumentó cuando Mason hizo girar al máximo las hélices de popa, cuarenta y tres mil kilovatios de potencia desplegados en un ángulo de noventa grados respecto al movimiento frontal del barco. Una maniobra descabellada. Sin los estabilizadores, y con un mar de costado, el Britannia guiñó a la vez que se escoraba aún más: cinco grados, diez grados, quince grados respecto a la vertical, mucho más de lo que habrían imaginado sus constructores en sus peores pesadillas. Los instrumentos de navegación, las tazas de café y los otros objetos sueltos del puente auxiliar resbalaron y cayeron al suelo, mientras los hombres se cogían a cualquier asidero para no hacer lo mismo.

—¡Está inundando la cubierta, la muy zorra! —exclamó Halsey, perdiendo pie.

La vibración se convirtió en rugido, mientras el flanco de babor del transatlántico se acercaba paulatinamente al agua, y la cubierta inferior se hundía por debajo de la línea de flotación. La superestructura sufrió el impacto de unas olas que llegaban hasta los camarotes y balcones más bajos de babor. LeSeur oyó un eco de cristales rotos, un rumor de agua corriendo por las cubiertas de pasajeros, y la sorda sinfonía de mil objetos cayendo y rodando. Se imaginó el terror y el caos que debían de reinar entre los pasajeros al caer hacia babor junto con todo el contenido de sus camarotes y todo lo que había en el barco.

El tremendo esfuerzo de los motores sacudía todo el puente. Las ventanas temblaban, y hasta el propio esqueleto del barco emitía un gruñido de protesta. Al otro lado del castillo de proa, el Grenfell se acercaba velozmente; seguía guiñando mucho hacia babor, pero LeSeur vio que era demasiado tarde. Con su asombrosa maniobrabilidad, el Britannia se había colocado en diagonal a él, de tal modo que el patrullero les golpearía en el flanco: dos mil quinientas toneladas chocando contra dieciséis mil a una velocidad combinada de más de cuarenta y cinco millas por hora. Cortaría el Britannia en diagonal como un arpón seccionaría un pez.

Empezó a rezar.