68

Los ojos de Constance se abrieron; el resto de su cuerpo despertó con convulsiones y con un grito ahogado. Todo el universo regresó de golpe: el barco, el camarote con su balanceo, el golpeteo de la lluvia, el estruendo de las olas, los gemidos del viento.

Miró el dgongs. Estaba enroscado de cualquier manera alrededor de un trozo de seda antigua y arrugada. Se había deshecho de verdad.

Miró a Pendergast, horrorizada. Justo entonces la cabeza de él se levantó ligeramente y se le encendieron otra vez los ojos, con los iris plateados brillando a la luz de las velas. Una extraña sonrisa se extendió por sus facciones.

—Has roto la meditación, Constance.

—Estabas intentando… arrastrarme dentro del fuego —dijo ella, sin aliento.

—Por supuesto.

Sintió una oleada de desesperación. En vez de sacar a Pendergast de la oscuridad, casi la había engullido a ella.

—Estaba intentando liberarte de tus cadenas en el mundo terrenal —dijo él.

—Liberarme —repitió ella con amargura.

—Sí, para convertirte en lo que tú quieras; libre de las cadenas del sentimiento, la moralidad, los principios, el honor, la virtud y todas esas mezquindades que nos mantienen encadenados en la galera de esclavos de la humanidad, remando sin rumbo junto a todos los demás.

—Es lo que te ha hecho a ti el Agoyzen: quitarte todas las inhibiciones morales y éticas, dejando que campen a sus anchas tus deseos más oscuros y sociópatas. También es lo que me ha ofrecido a mí.

Pendergast se levantó y tendió la mano. Constance no la cogió.

—Has deshecho el nudo —dijo ella.

En la voz grave de Pendergast resonó una extraña vibración triunfal.

—No lo he tocado. Ni una sola vez.

—Pero entonces ¿cómo…?

—Lo he deshecho con mi mente.

—Imposible —negó Constance con la mirada fija en él.

—No sólo es posible, sino que es lo que ha sucedido, como puedes ver.

—Ha fracasado la meditación. Eres el mismo.

—Al contrario, Constance; la meditación ha funcionado. He cambiado, y muchísimo. Gracias a tu insistencia, he llevado hasta su plenitud todo el poder que me había otorgado el Agoyzen: el poder del pensamiento puro, de la mente sobre la materia. He accedido a unas inmensas reservas de poder. Tú también puedes hacerlo. —Sus ojos brillaban de pasión—. Es una demostración extraordinaria del mandala Agoyzen, y de su capacidad de transformar la mente y el pensamiento humanos en una herramienta de un poder colosal.

Mientras Constance le miraba, se le llenó de espanto el corazón.

—Tú pretendías recuperarme —prosiguió él—; querías reinstaurar mi antiguo yo, con sus conflictos internos y su insensatez, pero lo que has logrado es darme un nuevo impulso. Has abierto la puerta, y ahora, mi querida Constance, te toca a ti ser liberada. ¿Recuerdas nuestro pacto?

Constance no podía hablar.

—Exacto. Ahora te toca a ti mirar el Agoyzen.

Vaciló.

—Como quieras. —Pendergast se levantó y cogió la bolsa de lona—. Ya no voy a seguir cuidándote.

Fue hacia la puerta sin mirarla, con la bolsa al hombro.

A Constance le impresionó darse cuenta de que la tenía en tan poca consideración como a todos los demás.

—Espera… —empezó a decir.

La hizo callar un grito al otro lado de la puerta, que se abrió de golpe. Era Marya. Constance entrevió a espaldas de la camarera algo gris y de textura irregular que se acercaba a ellos.

¿De dónde salía aquel humo? ¿Se había incendiado el barco?

Pendergast soltó la bolsa y retrocedió, hipnotizado. A Constance le sorprendió ver desconcierto, incluso miedo, en su cara.

La cosa bloqueaba la puerta. Marya volvió a gritar, mientras la cosa la envolvía y apagaba sus gritos.

En el momento en el que la cosa cruzó la puerta, la iluminó un momento por detrás una luz del recibidor, y Constance vio, con una sensación creciente de irrealidad, que en lo más profundo del humo había una presencia ondulante, un ser demoníaco que se agitaba y se movía a sacudidas, como si estuviera tullido… o como si… bailase…

Marya gritó por tercera vez y se desplomó en el suelo con un ruido de cristales rotos, entre convulsiones, los ojos en blanco y temblando en las órbitas. La cosa había pasado de largo, y ahora llenaba el salón de un frío húmedo, de un hedor como de setas en putrefacción, mientras arrinconaba a Pendergast. De repente, el agente la tuvo encima, dentro, le engullía… Soltó un grito tan terrorífico, con tan agónica desesperación, que a Constance se le heló la sangre.