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Gavin Bruce y su pequeño grupo (Niles Welch, Quentin Sharp y Emily Dahlberg) siguieron a Liu y a Crowley hacia una escotilla de babor por donde se accedía a la galería exterior de la cubierta 7. Ponía «BOTES SALVAVIDAS». En la cubierta de estribor debía de haber una escotilla parecida. Delante había mucha gente, que se les echó encima en cuanto les vio.

—¡Ya están aquí!

—¡Súbannos a los botes!

—¡Mirad, dos oficiales del barco! ¡Están intentando salvar el pellejo!

Rápidamente se vieron asediados. Una mujer obesa, con el chándal puesto de cualquier manera, se aferró a Liu chillando.

—¿Es verdad? —preguntó a grito pelado—. ¿Estamos yendo hacia las rocas?

La multitud se abalanzó hacia los recién llegados. Se palpaba el pánico.

—¿Es verdad?

—¡Tienen que decírnoslo!

—No, no, no —dijo Liu, levantando las manos, con una sonrisa forzada—. Ese rumor es totalmente falso. Seguimos rumbo a…

—¡Mienten! —exclamó un hombre.

—Entonces ¿qué hacen aquí, en los botes?

—¿Y por qué narices vamos tan deprisa? ¡El barco se mueve una barbaridad!

Crowley tuvo que gritar para que le oyeran.

—¡Escúchenme! Lo único que hace el capitán es llevarnos a St. John’s lo más deprisa que puede.

—¡Eso no es lo que dice la tripulación! —bramó la mujer del chándal, retorciendo histéricamente las solapas del uniforme de Liu—. ¡No nos cuenten mentiras!

El pasillo se había llenado de pasajeros nerviosos. Para Bruce fue una gran sorpresa ver lo desesperados y rebeldes que se habían vuelto.

—¡Por favor! —exclamó Liu, soltándose—. Venimos del puente, y está todo controlado. Sólo hacemos una comprobación de rutina de los botes.

Se adelantó un hombre joven con la americana abierta y los botones de la camisa desabrochados.

—¡No nos mientas, hijo de puta! —Quiso coger a Liu, que se apartó. Entonces el pasajero cerró el puño y le dio de refilón en un lado de la cabeza—. ¡Mentiroso!

Liu se tambaleó y dio media vuelta, encogiendo los hombros. Justo cuando el joven se lanzaba de nuevo al ataque, le clavó un puño en el plexo solar. El pasajero cayó al suelo gruñendo. El siguiente en lanzarse a la carga fue un hombre obeso y jadeante, que echó el puño hacia atrás a la vez que alguien sujetaba a Liu por la espalda. Entonces intervino Bruce, que dejó seco al gordinflón con un buen gancho, mientras Crowley se encargaba del segundo pasajero.

Momentáneamente impresionada por el estallido de violencia, la gente se calló y retrocedió.

—¡Vuelvan a sus camarotes! —gritó Liu, respirando hondo.

Gavin Bruce se puso al frente.

—¡Usted! —Señaló a la mujer de delante, la del chándal—. ¡Apártese ahora mismo de la escotilla!

La autoridad naval que resonaba en su voz surtió efecto. La gente se apartó a regañadientes, en silencio y con miedo. Liu se acercó a la escotilla y la abrió.

—¡Se van a los botes! —exclamó un hombre—. ¡Llévenme! ¡No me dejen aquí, por lo que más quieran!

La multitud se despertó otra vez y se puso en movimiento, llenándolo todo de gritos y de súplicas.

Bruce tumbó a un hombre de su edad que intentaba cruzar la compuerta, y ganó el suficiente tiempo para que pasara todo su grupo. Poco después la escotilla volvía a estar cerrada, soportando los golpes de los pasajeros, que no dejaban de gritar, poseídos por el pánico.

Bruce se volvió. Una lluvia de gotas finas y gélidas caía sobre la cubierta, abierta al mar por el lado de babor. Allá fuera se oía mucho más el estruendo de las olas. El viento gemía y ululaba por las vigas.

—Madre mía… —murmuró Liu—. Se han vuelto todos locos de remate.

—¿Dónde están los equipos de seguridad? —preguntó Emily Dahlberg—. ¿Por qué no controlan a toda esta gente?

—¿Seguridad? —dijo Liu—. Tenemos dos docenas de vigilantes para más de cuatro mil pasajeros y tripulantes. Es la anarquía.

Bruce sacudió la cabeza y centró su atención en la larga hilera de botes salvavidas. Se quedó de piedra. Nunca había visto nada igual a pesar de su experiencia en la marina: una sucesión de embarcaciones gigantescas, totalmente cerradas, en forma de torpedo, pintadas de un color naranja vivo, con hileras de ojos de buey en cada lado. Más que botes salvavidas, parecían naves espaciales; y no sólo eso, sino que en vez de estar colgadas de pescantes, cada una de ellas estaba montada sobre unos raíles que se inclinaban hacia el extremo inferior del barco.

—¿Cómo funcionan? —preguntó, volviéndose hacia Liu.

—Son botes salvavidas de caída libre —dijo Liu—. Ya hace años que existen en plataformas petroleras y cargueros, pero el Britannia es el primer barco de pasajeros que los usa.

—¿De caída libre? No puede decirlo en serio. ¡Pero si el agua está a veinte metros!

—Los asientos de los pasajeros llevan cinturones de seguridad, y están diseñados para amortiguar las fuerzas de gravedad del impacto. Los botes chocan de frente contra el agua, hidrodinámicamente, y luego suben hacia la superficie. Cuando salen, ya están a cien metros del barco, y siguen alejándose.

—¿Qué tipo de motores llevan?

—Uno diésel de treinta y cinco, que puede alcanzar los ocho nudos. Además llevan comida, agua, calefacción, y hasta oxígeno para diez minutos, por si hubiera combustible ardiendo sobre el agua.

Bruce miró fijamente a Liu.

—¡Esto es perfecto! Yo creía que tendríamos que arriar los botes de toda la vida, con pescantes, lo que, con este oleaje, sería imposible. ¡Éstos los podríamos lanzar ahora mismo!

—Me temo que no es tan fácil —dijo Liu.

—¿Ah, no? ¿Por qué?

—El problema es la velocidad. Treinta nudos son casi sesenta kilómetros por hora…

—¡Por favor, ya sé qué es un nudo!

—No hay ningún modo de saber cómo afectaría la velocidad a los botes. La normativa insiste mucho en que tienen que usarse con el barco parado.

—Pues habrá que echar uno vacío de prueba.

—Seguiríamos sin saber cómo afectarían las fuerzas de gravedad laterales a los pasajeros.

Gavin Bruce frunció el entrecejo.

—Ya lo entiendo. O sea, que necesitamos un conejillo de Indias. Eso está hecho. Deme un VHF portátil, súbame a uno de los botes y láncelo. Yo le diré si es muy fuerte el choque.

Crowley sacudió la cabeza.

—Podría hacerse daño.

—¿Tenemos elección?

—No podemos dejar que esto lo haga un pasajero —replicó Liu—. Lo haré yo.

Bruce se quedó mirándolo.

—Ni hablar. Usted es el contramaestre. Arriba necesitan sus conocimientos.

Liu miró a Crowley, y otra vez a Bruce.

—El impacto podría ser muy duro, como ir en coche y chocar lateralmente con otro vehículo que fuera a sesenta kilómetros por hora.

—Ya, pero esto es agua, no acero contra acero. Veamos, alguien tiene que hacer de conejillo de Indias, y le aseguro que he corrido riesgos peores. Si salgo herido, al menos estaré fuera del barco. Desde mi punto de vista, no tengo nada que perder. Vamos, el tiempo apremia.

Liu vaciló.

—Debería ir yo.

Bruce frunció el entrecejo, exasperado.

—Señor Liu, ¿qué edad tiene?

—Veintiséis.

—¿Y usted, señor Crowley?

—Treinta y nueve.

—¿Hijos?

Ambos asintieron.

—Yo tengo sesenta y ocho. Soy el más adecuado para la prueba porque mi edad y estado físico son más representativos del resto de los pasajeros. Ustedes hacen falta en el barco. Además —añadió—, sus críos todavía les necesitan.

La siguiente en intervenir fue Emily Dahlberg.

—No debería hacerse la prueba sólo con un ocupante. Necesitamos como mínimo dos.

—Tiene razón —dijo Bruce, mirando a Niles Welch—. ¿Qué me dices, Niles?

—Cuenta conmigo —contestó enseguida Welch.

—¡Eh, un momento —protestó Dahlberg—, no me refería a eso…!

—Ya sé por qué lo decía —contestó Bruce—, y se lo agradezco muchísimo, Emily, pero ¿qué diría el Aberdeen Bank and Trust si pusiera en peligro a uno de sus clientes más importantes?

Con esas palabras quitó el VHF a Liu, que no se opuso, y fue hacia la escotilla de popa de la nave espacial naranja más próxima. Al girar la manilla, las bisagras neumáticas silbaron. Bruce penetró en la oscuridad, haciendo una señal con la cabeza a Welch para que le siguiera. Al cabo de un momento asomó otra vez la suya.

—Esto está mejor que un yate de lujo. ¿Qué canal?

—Use el 72. Dentro del bote también hay radios VHF y SSB fijas, aparte de radar, chartplotter, sonda de profundidad, loran… De todo.

Bruce asintió.

—Muy bien. Bueno, no se queden aquí como un rebaño de ovejas. ¡Cuando les demos la señal, recen un padrenuestro y tiren de la puñetera palanca!

Cerró y atrancó la escotilla sin decir nada más.