La cosa que no tenía nombre se movía por la sombra y escuchaba el vacío. Vivía en un vago metamundo, situado en el espacio gris que había entre el mundo vivo del Britannia y el plano del puro pensamiento. El fantasma no estaba vivo. No tenía sentidos. No oía ni olía nada; no sentía ni pensaba nada.
Sólo conocía una cosa: el deseo.
Transitaba despacio por el laberinto de pasillos del Britannia, como a tientas. Para él, el mundo del barco no era más que una sombra, un paisaje irreal, una vaga trama de sombra y silencio, que sólo debía cruzar hasta haber satisfecho su deseo. De vez en cuando se encontraba con el brillo mate de los entes vivos, cuyos movimientos erráticos despreciaba. Para la cosa, ellos eran tan insustanciales como la cosa lo era para ellos.
Sintió vagamente que se acercaba a su presa. Podía percibir la atracción del aura de ese ser vivo; era como un imán. Siguiendo aquel débil señuelo, llevó a cabo un recorrido irregular por las cubiertas del barco, cruzando por igual pasillos y mamparos de acero, siempre en busca de aquello para lo que había sido invocada: devorar y aniquilar. Su tiempo no era el tiempo del mundo; el tiempo no era más que una trama flexible que se podía extender y romper, de la que se podía prescindir y en la que se podía entrar y salir. La cosa tenía la paciencia de la eternidad.
Nada sabía la cosa de la entidad que la había invocado. La entidad en cuestión carecía de importancia. Ahora, ni el propio invocador podía detenerla. La existencia de la cosa era independiente. Tampoco tenía ningún concepto del aspecto del objeto de deseo. Tan sólo conocía el impulso del anhelo: el de encontrar la cosa, arrancar de la tela del mundo el alma de la entidad y quemarla en su deseo; consumirla hasta la saciedad y arrojar las cenizas a la oscuridad exterior.
Se deslizó por un pasillo poco iluminado, un túnel gris a media luz poblado por las presencias temblorosas de otras entidades vivas. Cruzaba nubes densas de miedo y de terror. Allí el aura de su presa era más fuerte. Mucho, sí. La cosa sintió crecer su ansia, y se desplegó en busca del calor del contacto.
La tulpa ya estaba muy cerca de su presa.