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Corey Penner, oficial informático de segunda clase, estaba inclinado sobre un terminal de acceso, bajo el resplandor de la sala central de servidores de la cubierta B.

Hufnagel, el jefe de informática, se le acercó por la espalda y miró la pantalla a través de unas gafas empañadas.

—¿Qué, puedes hacerlo? —dijo.

La pregunta llegó con una ráfaga de mal aliento. Penner apretó los labios.

—Lo dudo. Parece muy bien protegido.

En realidad, estaba seguro de poder hacerlo. En el Britannia había muy pocos sistemas que él no pudiera piratear, por no decir ninguno, pero no se trataba de pregonarlo, y menos a su jefe. Cuantas más cosas te consideraban capaz de hacer, más te pedían. Se lo había enseñado la experiencia. En realidad no tenía muchas ganas de que se supiera que en sus horas libres se había dedicado a introducirse en los servicios de acceso restringido del barco. Analizar con atención el servicio de cine de pago del Britannia le había permitido reunir una videoteca privada de películas de estreno nada desdeñable.

Pulsó algunas teclas y apareció una nueva pantalla:

HMS BRITANNIA - SISTEMAS CENTRALES

SERVICIOS AUTÓNOMOS (MODO DE MANTENIMIENTO)

PROPULSIÓN

GOBIERNO

HVAC

ELECTRICIDAD

ECONOMÍA

ASIENTO / ESTABILIZADORES

EMERGENCIA

Situó el puntero sobre GOBIERNO, y eligió PILOTO AUTOMÁTICO en el submenú. Apareció un mensaje de error en la pantalla: MODO DE MANTENIMIENTO DEL PILOTO AUTOMÁTICO NO ACCESIBLE CON EL SISTEMA EN MARCHA.

Bueno, ya se lo esperaba. Salió del sistema de menús, activó una línea de comandos y empezó a teclear rápidamente. La pantalla se llenó de pequeñas ventanas.

—¿Qué haces? —preguntó Hufnagel.

—Voy a usar la puerta trasera de diagnóstico para acceder al piloto automático.

No tenía intención de explicar cómo. Hufnagel no tenía por qué saberlo todo.

Sonó un teléfono en un rincón del fondo. Contestó uno de los técnicos.

—Una llamada para usted, señor Hufnagel.

La expresión del técnico era tensa, preocupada. Penner era consciente de que, sin el alto concepto que tenía de sus habilidades, probablemente también él estaría preocupado.

—Ya voy.

Hufnagel se alejó.

¡Por fin! Penner sacó rápidamente un CD del bolsillo de su bata de laboratorio, lo introdujo en la unidad y cargó tres utilidades en la memoria: un monitor de procesos de sistema, un analizador criptográfico y un desensamblador hexadecimal. Guardó el CD en el bolsillo y minimizó los tres programas justo cuando volvía Hufnagel.

Tras algunos clics del ratón apareció una nueva pantalla:

HMS BRITANNIA - SISTEMAS CENTRALES

SISTEMAS AUTÓNOMOS (MODO DE DIAGNÓSTICO)

SUBSISTEMA VII

SUBESTRUCTURA DE GESTIÓN

DE PILOTO AUTOMÁTICO

Decidió adelantarse a Hufnagel con una pregunta.

—Cuando transfiera el control de las rutinas de gestión… quiero decir, si las transfiero… ¿cuál será el siguiente paso?

—Desactivar el piloto automático. Apagarlo del todo y pasar el control manual del timón al puente auxiliar.

Penner se humedeció los labios.

—¿De verdad que la capitán Mason se ha adueñado de…?

—Sí, de verdad. Vamos, sigue.

Por primera vez, Penner sintió una punzada de algo parecido al temor. Tras cerciorarse de que el monitor de procesos estuviera activo, seleccionó el piloto automático y clicó el botón de «diagnóstico». Se abrió otra ventana, y empezaron a desfilar a toda velocidad números.

—¿Qué es eso?

Penner echó un vistazo al monitor de procesos y suspiró para sus adentros. «El típico jefe de informática», pensó. Hufnagel conocía todas las palabrejas de moda, como «virtualización de servidores», y era capaz de hablar sin decir nada con los oficiales durante horas y horas, pero no tenía ni puñetera idea de los verdaderos entresijos de un sistema complejo de datos.

—Son los datos del piloto automático en tiempo real.

—¿Y?

—Pues que voy a analizarlos. Encontraré el stack de interrupción y usaré los eventos de activación para interrumpir el proceso.

Hufnagel asintió sabiamente, como si hubiera entendido algo de aquella jerga. Penner pasó un buen rato estudiando los datos.

—¿Qué? —dijo Hufnagel—. Sigue, tenemos menos de una hora.

—No es tan fácil.

—¿Por qué no?

Penner señaló la pantalla.

—Mire. No son comandos hexadecimales. Están encriptados.

—¿Puedes desencriptarlos?

«¿Pueden los osos cagar en el bosque?», pensó Penner. Cayó en la cuenta, repentinamente, de que (si jugaba bien sus cartas) lo más probable era que le dieran una buena prima, por no decir un ascenso. Corey Penner, oficial informático de primera clase, el heroico hacker que había impedido que el Britannia naufragase.

Le gustó cómo sonaba. Hasta rimaba. Empezó a relajarse otra vez. Sería coser y cantar.

—Va a ser duro, francamente duro —dijo, con la dosis perfecta de melodramatismo—. Esta rutina de encriptado no es ninguna tontería. ¿Puede decirme algo al respecto?

Hufnagel sacudió la cabeza.

—La codificación del piloto automático se la encargaron a una empresa de software alemana. La dirección de la empresa no encuentra ni la documentación ni las especificaciones técnicas, y en Hamburgo no están en horario de trabajo.

—Entonces tendré que analizar el sistema de encriptación antes de poder establecer una estrategia de desencriptado.

Bajo la mirada de Hufnagel, Penner filtró los datos del piloto automático por el analizador criptográfico.

—Usa un sistema de encriptación nativo con base hardware —anunció.

—¿Y eso es malo?

—No, es bueno. La encriptación hardware suele ser bastante endeble, alrededor de treinta y dos bits. Mientras no sea AES, o algún algoritmo de muchos bits, debería poder desencriptarlo en poco tiempo.

—Ya, pero es que no tenemos ni tan siquiera poco tiempo. Repito que nos queda menos de una hora.

Penner se hizo el sordo y miró atentamente la ventana del analizador. A su pesar, se estaba dejando absorber por el problema. Se dio cuenta de que ya no le importaba que su jefe viera las herramientas tan poco ortodoxas que usaba.

—¿Qué? —insistió Hufnagel.

—Un momento, señor. El analizador está determinando la fuerza del encriptado. Según la profundidad de bits, podré hacer un ataque lateral o…

El analizador finalizó su tarea. Apareció una columna de números. A pesar del calor que hacía en la sala de servidores, Penner se quedó helado.

—Madre mía… —murmuró.

—¿Qué ocurre? —preguntó rápidamente Hufnagel.

Penner escrutó los datos, confundido.

—Ha dicho menos de una hora. Una hora para… ¿qué, exactamente?

—Para que el Britannia choque con las Carrion Rocks.

Tragó saliva.

—Y si esto no funciona… ¿cuál es el plan B?

—Eso a ti no te importa, Penner. Tú sigue.

Volvió a tragar saliva.

—La rutina usa una criptografía de curva elíptica. Lo último de lo último. Una clave pública de 1024 bits, y una clave simétrica de 512 bits.

—¿Y qué? —preguntó el jefe de informática—. ¿Cuánto tiempo tardarás?

De pronto, en el silencio que siguió a la pregunta, Penner percibió el profundo latido de los motores del barco, los impactos sordos de la proa al cortar las olas del mar a demasiada velocidad y el ruido del viento y el agua, vagamente audible incluso en el fragor de los ventiladores.

—¿Penner? ¡He preguntado cuánto tiempo!

—Tantos años como granos de arena hay en todas las playas del mundo —murmuró, con tal pavor que casi se le atragantaron las palabras.