LeSeur había decidido que lo mejor era ir solo.
Se detuvo ante la puerta lisa de metal del camarote del comodoro Cutter, intentando calmar sus músculos faciales y acompasar la respiración. Cuando se sintió lo más sereno posible, dio un paso y llamó a la puerta con dos golpecitos rápidos.
Le abrieron tan deprisa que casi dio un respingo. Aún le sorprendió más ver al comodoro vestido de civil, con traje gris y corbata. El ex capitán estaba en el umbral, con su fría mirada fija en algún punto situado por encima y entre los ojos de LeSeur, mientras su cuerpo de baja estatura proyectaba una solidez granítica.
—Comodoro Cutter —dijo LeSeur—, vengo en mi autoridad de capitán del barco en funciones para… pedirle ayuda.
La insistente mirada de Cutter era como un dedo hincado en el centro de la frente.
—¿Puedo pasar?
—Si quiere…
Se apartó. El camarote, que LeSeur veía por primera vez, era tan espartano como cabía prever: funcional, pulcro e impersonal. No había fotos de familia, ni recuerdos navales o náuticos; ni rastro de los accesorios masculinos que solían hallarse en los camarotes de capitán, como un humidificador de puros, un mueble bar o sillones de piel de color caoba.
Cutter no le invitó a sentarse. Él también se quedó de pie.
—Comodoro —empezó a decir lentamente LeSeur—, ¿cuánto sabe de la situación actual del barco?
—Únicamente sé lo que he oído por megafonía —dijo Cutter—. No ha venido nadie a verme. Nadie se ha molestado en hablar conmigo.
—¿Entonces no sabe que la capitán Mason se ha adueñado del puente y del barco, ha aumentado la velocidad al máximo y está decidida a estrellar el Britannia contra las Carrion Rocks?
La boca de Cutter tardó un segundo en pronunciar la respuesta.
—No.
—No se nos ocurre ninguna manera de impedírselo. Ha cerrado el puente con un código 3. Chocaremos contra las rocas dentro de algo más de una hora.
Al oírlo, Cutter dio un paso hacia atrás, se tambaleó y recuperó el equilibrio. Se le veía ligeramente más pálido. No dijo nada en absoluto.
LeSeur le contó rápidamente los detalles. Cutter escuchaba sin interrumpirle, ni delatar ninguna emoción.
—Comodoro —concluyó LeSeur—, los únicos que conocen la secuencia numérica para anular una alerta de código 3 son usted y el segundo capitán. Aunque consiguiéramos entrar en el puente y arrestar a Mason, no podríamos recuperar el control del piloto automático sin invalidar el código 3. Esos códigos los conoce usted. Nadie más.
Silencio. Al final Cutter dijo:
—La compañía tiene los códigos.
LeSeur hizo una mueca.
—Dicen que los están buscando. Francamente, la situación entre los directivos es caótica. Parece que nadie sabe dónde están, y todos se echan la culpa mutuamente.
La cara del capitán se congestionó. LeSeur se preguntó cuál sería la causa. ¿Miedo por el barco? ¿Rabia contra Mason?
—No se trata sólo del código, señor. Usted conoce mejor que nadie el barco. Tenemos entre manos una crisis, y hay cuatro mil vidas en juego. Sólo nos quedan setenta minutos antes de chocar contra las Carrion Rocks. Le necesitamos.
—Señor LeSeur, ¿me está pidiendo que retome el mando de este barco?
Lo preguntó con mucha calma.
—Si es necesario, sí.
—Dígalo.
—Comodoro Cutter, le estoy pidiendo que retome el mando del Britannia.
Los ojos oscuros del capitán brillaron. Sus siguientes palabras fueron dichas en voz baja, con emoción.
—Señor LeSeur, usted y los oficiales del puente se han amotinado. Son el tipo de persona más inmundo que puede existir en alta mar. Algunos actos son de tal abyección que no permiten dar marcha atrás. Se han amotinado y han entregado el mando a una psicópata. Usted y su pandilla de falsos, aduladores, hipócritas y lameculos llevaban planeando esta traición contra mí desde que zarpamos. Ya ven el resultado. No, no pienso ayudarles, ni con los códigos, ni con el barco; ni siquiera sonándoles los mocos. Ahora sólo me queda un deber: si se hunde el barco, yo me hundiré con él. Buenos días, señor LeSeur.
La cara de Cutter se congestionó todavía más. De pronto LeSeur comprendió que no era rabia, odio o temor. Era un rubor de triunfo: el triunfo morboso de ver que le daban la razón.